Jueves, 19 de agosto
Cuando era alumno del seminario, asistí a clases de primeros auxilios. Todavía recuerdo la vergüenza de tener que practicar la respiración con el maniquí del instructor, una mujer de enormes pechos que él llamaba Cunégonde, y las carcajadas de mis compañeros cuando, en repetidas ocasiones, no conseguía reanimarla.
Pero las habilidades, una vez aprendidas, tienen la costumbre de resurgir cuando más necesarias son. Nunca había tenido mucho éxito con Cunégonde, pero con Alyssa Mahjoubi, la desesperación espoleó mi audacia. Ahuequé las manos y coloqué mi boca sobre la suya, tratando de obligar a la chica a respirar. Y entre súplicas, invectivas y, finalmente, oraciones, me las arreglé para golpearla y convencerla para que regresara al mundo de los vivos.
—¡Gracias a Dios! ¡Oh, gracias, Dios mío!
En aquel momento, yo mismo sentía que estaba medio muerto. La cabeza me daba vueltas, me dolía el pecho y aunque la noche era apacible, estaba tiritando.
A mi lado, Alyssa Mahjoubi escupía el agua del río. Al cabo de un momento, se incorporó y me miró con unos ojos que parecían haberse tragado el cielo. Pensé que estaría en estado de shock. Traté de que mi voz sonara tranquilizadora.
—Mademoiselle…
Al oírme, se estremeció. Debería haberla llamado Alyssa. Pero a veces la gente es tan sensible, y Dios sabe cuántas reglas islámicas ya había infringido al salvarle la vida, que pensé que sería mejor mantener las convenciones.
Lo intenté de nuevo.
—¿Te encuentras bien?
Una vez más, ella se estremeció.
—No tengas miedo. Puedes hablar conmigo. Soy Francis Reynaud, ¿te acuerdas de mí? —Es posible que sin el alzacuello y la sotana no me reconociera. Esbocé una sonrisa, pero sin resultado—. Debes de haberte caído. Por suerte, yo estaba aquí, ¿eh? Te llevaré a casa.
Ella negó con la cabeza enérgicamente.
—¿Qué? ¿Quieres que llame a un médico?
Negó de nuevo con la cabeza.
—¿Quieres que avise a alguien de tu familia? ¿A tu hermana? ¿A tu madre?
Una vez más, el mismo gesto. No. No. Empezaba a sentirme desesperado. Y Alyssa también estaba tiritando.
Lo intenté en un tono más chusco.
—Bueno, no podemos quedarnos aquí toda la noche.
La chica no reaccionó. Simplemente permaneció sentada en la orilla del río, respirando pesadamente, abrazada a sus rodillas. Parecía un ratón rescatado de las fauces de un gato; no estaba herida, pero sí muerta de miedo. Es algo que suele ocurrirles a los ratones: al final, suelen morir.
«Me estoy jugando mi reputación», pensé. Ser sospechoso de haber incendiado una tienda ya era bastante malo, pero si alguien me veía en ese lugar, completamente empapado, oliendo a cerveza y con una joven musulmana, una joven musulmana soltera, con todos los síntomas de la enajenación mental y si malinterpretaba el impulso que me había llevado hasta allí y, en su confusión, me acusaba de agresión o de algo peor…
—Por favor, Alyssa. Escúchame. —El tono de mi voz era más agudo de lo que pretendía—. Estás empapada. Podrías morir aquí. Tienes que dejar que te lleve a casa.
Una vez más, ella negó con la cabeza.
—¿Por qué no?
Silencio. La muchacha me ignoraba.
—De acuerdo —dije—. No te llevaré a casa. Pero no puedes quedarte aquí. Iré a buscar a tu madre.
No. No.
—¿A tu hermana? ¿A una amiga?
Una vez más: No.
Estaba empezando a perder la paciencia. La situación era ridícula. Si la chica hubiera sido uno de los nuestros, no hubiese tenido ningún reparo en llevarla a su casa. Pero vivía en Les Marauds, donde yo era persona non grata y donde se tomarían muy mal cualquier amago de coacción.
Igualmente impensable era abandonar a la muchacha a su suerte, incluso durante los diez minutos que tardaría en ir en busca del médico. «Una chica que se lanza al río una vez puede volver a hacerlo», me dije. Y si Alyssa Mahjoubi no estaba enteramente en sus cabales, necesitaba a alguien que cuidara de ella hasta que hubiera superado la crisis. Tenía que darse un baño caliente, cambiarse de ropa, tal vez comer algo…
Mi casa estaba descartada. Necesitaba a una mujer que se hiciera cargo de la situación. Pensé en Caro Clairmont, que siempre solía llevarse bien con la comunidad de Les Marauds, pero la idea de tener que darle explicaciones…, precisamente a ella…
¿Joséphine? Es un alma caritativa. Y sabía que sería discreta. Pero ¿podría pedirle a una muchacha musulmana que se quedara en un lugar donde se sirve alcohol? ¿Joline Drou, la maestra? Pero era amiga de Caro Clairmont. Y una cotilla… Por la mañana, todo Lansquenet estaría al corriente del escándalo.
Y entonces se me ocurrió. ¡Sí, por supuesto! Un lugar donde Alyssa estaría a salvo, donde nadie sabría ni siquiera que estaba y donde la tratarían como a un miembro de la familia…