Miércoles, 18 de agosto
Pasé el día en mi jardín, tratando de olvidar la escena de esta mañana en la antigua chocolaterie. Ya le he dicho a Luc Clairmont que no vaya a la casa, que esa mujer, Inès Bencharki, ya se ocupará ella misma de las reparaciones. Sin embargo, diría que él ya se ha imaginado en parte lo que ha ocurrido.
¡Maldita mujer! ¡Maldito muchacho! A estas horas, la noticia ya debe de haberse propagado por todo el pueblo. No pasará mucho tiempo hasta que el père Henri Lemaître se entere de ello y le vaya con la historia al obispo. Y, después de eso, ¿cuánto tiempo pasará hasta que yo sea sustituido oficialmente…, trasladado a otra parroquia o, peor aún, obligado a dejar la Iglesia para siempre?
Así pues, me pasé el resto del día cavando bajo el sol abrasador, parando cada dos horas para tomarme un descanso y una cerveza fría. Y aunque mi cuerpo estaba agotado cuando terminé el trabajo, mi mente estaba tan agitada como cuando lo empecé.
Estos días no estoy durmiendo bien. A decir verdad, nunca he dormido bien. Cada vez me cuesta más, y a menudo me levanto a las cuatro o a las cinco de la mañana, empapado en sudor y más exhausto que nunca. A veces, el ejercicio físico me ayuda, pero en esta ocasión, aunque sentía dolor a causa de la fatiga, mi mente seguía estando alerta, barajando posibilidades.
A la una de la madrugada renuncié a tratar de conciliar el sueño y decidí ir a dar una vuelta. Puede que hubiese tomado más cervezas de las que habría querido. En cualquier caso, me dolía la cabeza. La noche era fría y tentadora.
Me vestí a toda prisa: una camiseta, unos pantalones vaqueros (sí, tengo un par, para trabajar en el jardín, ir de pesca y hacer bricolaje). Nadie me vería. El café estaba cerrado y, además, la gente de Lansquenet se levanta temprano y, por consiguiente, se va pronto a la cama.
En la calle estaba oscuro. En Lansquenet hay pocas farolas. En Les Marauds no hay ninguna, y al otro lado del puente solo se veían algunas casas con las luces encendidas. Sin embargo, eran más de las que habría esperado. Tal vez esa gente se acueste tarde.
Me dirigí hacia el puente. A orillas del río hacía más frío. Hay un parapeto de piedra que, incluso después del atardecer, sigue reteniendo el calor del sol. Más abajo, el río emite una serie de ruiditos articulados, como una percusión, parecidos a las claves de algún complejo instrumento musical.
Me detuve allí, preguntándome si debería cruzar el puente. En Les Marauds no soy bien recibido. Karim Bencharki lo ha dejado muy claro. Pero, aun así, Les Marauds me atrae. Quizá sea por el río.
De repente, oí un ruido procedente de la orilla. Un fuerte chapoteo, como si un tronco hubiese caído al agua. Mi mente aún no estaba completamente despejada. El otro lado del puente estaba oscuro. Tardé un momento en comprender que había alguien en el agua.
—¿Hay alguien ahí? —grité.
Nadie respondió. Pensé que tal vez sería alguien que estaba tomando un baño nocturno. Quizá un magrebí que no aprobaría mi intromisión. Sin embargo, también podría ser algún niño que estuviera jugando demasiado cerca del agua…
Corrí hasta el otro lado del puente, donde el Tannes es más profundo. Pensé que, debido al cansancio, tal vez me lo había imaginado. Pero entonces, durante un momento, vi aparecer un rostro borroso, que en seguida volvió a desaparecer…
Me quité los zapatos y me lancé desde el puente. Soy un buen nadador. Aun así, el agua fría me hizo jadear y tuve que hacer un esfuerzo por respirar cuando salí a la superficie. La corriente, que desde el parapeto del puente parecía tan suave, demostraba ahora una fuerza sorprendente, y eso, sumado a la colección de escombros del río (ramas y hojas, botellas de plástico, colillas de cigarrillos, cestos y toda clase de chatarra), conspiró para arrastrarme.
Aguanté la respiración y seguí la corriente. No había ni rastro de la persona que había visto. Buceé, pero estaba demasiado oscuro. Salí a la superficie, jadeando, y volví a sumergirme. Busqué bajo el agua, peinándola con las manos, consciente de que solo disponía de unos pocos segundos antes de que la víctima, quienquiera que fuera, hombre o mujer, fuera engullida y desapareciera para siempre. Había pocas esperanzas, pero aun así sabía que debía intentarlo.
Père, debo confesarle, un poco avergonzado, que no se me ocurrió rezar. Mi mano se cerró, agarrando un puñado de pelo, y luego un puñado de tela, y tiré hacia la superficie, dejando que la corriente nos arrastrara un poco más hacia abajo, hasta unas rocas y unos trozos de madera que emergían peligrosamente en la superficie, hasta que, finalmente, alcancé la orilla y tiré del cuerpo hasta el banco de arena…
A menudo, la gente del pueblo olvida que la luz de la luna puede ser sorprendentemente brillante. Basta incluso con un cuarto creciente en un lugar donde no haya farolas para ver los rasgos de una persona. Vi que era una muchacha cuando le quité el pañuelo que le cubría el rostro. La reconocí de inmediato… Después de todo, la había visto muchas veces en la plaza cuando era tan solo una niña, con vaqueros y una camiseta de deporte demasiado grande, jugando al fútbol con los chicos. Ahora tenía algunos años más, claro. A la luz de la luna, su rostro estaba pálido; tenía los ojos cerrados y no respiraba. Lo único que brillaba era un pequeño pendiente con un diamante en una de sus fosas nasales.
Era Alyssa Mahjoubi, la hija menor de Saïd. Yacía muerta, en la orilla del río, a las dos de la madrugada.