CAPÍTULO 9

Miércoles, 18 de agosto

Al entrar en el Café des Marauds me encontré nuevamente a Marie-Ange detrás de la barra, mascando chicle, viendo la televisión y con una expresión más hosca que nunca. Hoy llevaba una sombra de ojos de color púrpura, lápiz de labios púrpura y una mecha púrpura en el pelo. Espero que el destinatario de todo este glamour aprecie el esfuerzo.

Pedí un café-crème.

—¿Está Joséphine esta mañana?

La chica me dirigió una mirada ausente.

—Claro que está. ¿De parte de quién?

—Dile que soy Vianne Rocher.

Esperaba encontrarla cambiada. A menudo, eso es inevitable: canas, patas de gallo, besos de los labios del tiempo. Pero, a veces, alguien cambia tanto que apenas se lo identifica. Y cuando Joséphine Muscat apareció tras la cortina de cuentas en la barra, tardé un momento en reconocer a mi vieja amiga en la mujer que se quedó mirándome.

Y no fue porque hubiera envejecido. En realidad, me pareció más joven. Cuando la conocí, ocho años atrás, era una mujer más bien desgarbada, pero ahora era guapa y segura de sí misma; además, llevaba el pelo rubio y rapado, mientras que antes era de un anodino color castaño. Lucía un vestido de lino blanco y un collar de diminutas cuentas de cristal. Cuando me vio en la terrasse, su rostro se iluminó con una sonrisa que habría reconocido por muchos años que hubiesen transcurrido.

—¡Vianne! ¡No puedo creerlo!

Me estrechó con fuerza y se sentó en la silla de mimbre que tenía frente a mí.

—Quería verte ayer, pero tuve trabajo. Estás maravillosa…

—Y tú también, Joséphine.

—¿Y Anouk? ¿Ha venido?

—Está con Jeannot Drou. Siempre fueron inseparables.

Se echó a reír.

—Sí, ya me acuerdo. Ha pasado mucho tiempo. Anouk debe de ser casi una mujer… —Se interrumpió. De repente, estaba alicaída—. Te habrás enterado de lo del incendio, claro. Lo siento, Vianne.

Me encogí de hombros.

—Ese sitio ya no es mío, pero me alegro de que nadie saliera herido.

Ella negó con la cabeza.

—Lo sé. Pero la tienda…, para mí siempre ha sido tuya. Incluso después de que te fueras. Siempre tuve la esperanza de que volvieras, o al menos de que la gente que la alquilara fuera la mitad de buena que tú.

—¿Debo entender que no lo eran?

Negó con la cabeza.

—Esa mujer horrible. Y esa pobre niña…

Había oído decir esas mismas palabras a Joline Drou, pero, viniendo de Joséphine, me sorprendieron.

—¿Por qué dices eso?

Hizo una mueca.

—Si la conocieras lo entenderías —dijo—. Si se dignara hablar contigo, claro. Pero apenas habla con nadie, y cuando lo hace, es tan grosera… —Vio mi expresión de duda—. Ya lo verás. No es como las otras mujeres magrebíes. La mayoría son muy agradables… o lo eran, antes de que apareciera ella. Pero cuando llegó y todas empezaron a ponerse el velo…

—Todas no —dije—. He visto a muchas mujeres que no lo llevan.

Le conté mi visita a la casa de la familia al-Djerba y mi charla con Mohammed Mahjoubi.

—Ah, sí, ese hombre es un encanto —dijo—. Ojalá pudiera decir lo mismo de su hijo.

Me dijo que Mahjoubi tiene dos hijos: Saïd, el mayor, que tiene el gimnasio, e Ismail, que está casado con Yasmina al-Djerba.

—Ismail es bueno —dijo Joséphine—. Y Yasmina es un cielo. A veces incluso viene a comer aquí con Maya. Pero Saïd… —Hizo una mueca—. La religión. La sigue al pie de la letra. Casó a su hija a los dieciocho años con un hombre que conoció durante una peregrinación. Desde entonces, no he tenido ocasión de hablar con ninguna de las hijas de Saïd. Y solían venir aquí a todas horas. Les gustaba jugar al fútbol en la plaza. Pero ahora se arrastran por ahí como ratas, cubiertas de pies a cabeza. He oído decir que se peleó con su padre por eso. El viejo Mahjoubi no aprueba el velo. Y Saïd no aprueba la forma de hacer las cosas de Mahjoubi.

—¿Los temas de lectura que elige, quizá?

Le conté la pasión secreta que el viejo Mahjoubi sentía por Victor Hugo. Joséphine sonrió.

—Tratándose de un sacerdote o lo que sea que es, parece un poco excéntrico. Al parecer, trató de prohibir a las mujeres que llevaran el velo en la mezquita. Y tampoco aprobaba que las niñas lo lucieran en la escuela. No creo que esa mujer le guste más que a todos nosotros.

—Estás refiriéndote a Inès Bencharki. La cuñada de Sonia Mahjoubi.

Asintió con la cabeza.

—Eso es. Antes de su llegada, nada de esto habría ocurrido.

—¿Nada de qué?

Se encogió de hombros.

—El incendio. La escuela para niñas. Las mujeres con velos cubriendo sus rostros… En París tal vez, pero ¿en Lansquenet? Fue ella quien lo empezó todo. Todo el mundo lo dice.

Bueno, al menos eso es cierto. Ya se lo he oído decir a Reynaud, Guillaume, Poitou y Joline, y también a Omi al-Djerba. ¿Qué pasa con Inès Bencharki que es capaz de unir a Les Marauds y Lansquenet para levantar suspicacia y aversión?

Mientras tanto, Rosette jugaba junto a la fuente de la plaza. En realidad no es una fuente, sino tan solo un chorro de agua que proviene de un grifo ornamental que salpica en un abrevadero de piedra. Sin embargo, el sonido del agua resulta muy agradable en un día tan caluroso y pesado como hoy, y desde la terrasse del Café des Marauds observaba a Rosette entrando y saliendo del cuadrado de sombra que proyectaba la torre de Saint-Jérôme, llevando agua en sus manos para mojar los adoquines.

Entonces vi la figura familiar de un niño vestido con una camiseta de El rey león, seguida por un perro peludo, que apareció por la esquina de Saint-Jérôme y se detuvo junto a la fuente. Rosette lanzó un cacareo de bienvenida.

¡Pilou!

Joséphine, que estaba sentada a mi lado, se puso rígida.

—Esa es mi pequeña Rosette —dije—. Ahora mismo te la presentaré. —Sonreí—. A Pilou ya lo conocemos.

Por un momento me pareció que me dirigía una mirada furtiva. Luego, su expresión se relajó.

—Es increíble, ¿verdad?

Asentí con la cabeza.

—Rosette opina lo mismo.

—Esa mujer no lo aguanta —dijo, mirando hacia la plaza—. En una ocasión él quiso hablar con su hija. ¡Y ella le dio un mordisco! Él solo pretendía ser amable.

—Quizá fue cosa del perro —dije.

—¿El perro? Nunca hace daño a nadie. Estoy harta de intentar ser sensible. Harta de que esa mujer me mire por encima del hombro porque resulta que mi hijo tiene un perro, porque no llevo un pañuelo en la cabeza, porque en mi café se sirve alcohol… —Se interrumpió—. Lo siento, Vianne. Olvida lo que he dicho. Es solo que… al volver a verte… —Sus ojos se llenaron de lágrimas—. Ha pasado tanto tiempo… Te he echado muchísimo de menos.

—Yo también te he echado de menos. Pero mírate ahora…

—Sí, mírame. —Se secó los ojos, impaciente—. Soy lo bastante vieja para no ponerme sentimental pensando en el pasado. ¿Otro café-crème? En casa. ¿O te apetece más un chocolate?

Negué con la cabeza.

—El café tiene muy buena pinta.

—Sí, ¿verdad? —Joséphine echó un vistazo a su alrededor—. Es increíble lo que pueden hacer una mano de pintura y un poco de imaginación. Recuerdo cómo era antes…

Y yo: las paredes amarillentas, el suelo grasiento, el olor a humo que parecía formar parte de la decoración. Ahora, las paredes están encaladas y limpias y en la terrasse y en el alféizar de las ventanas hay geranios rojos. Un enorme mural abstracto de vivos colores preside la pared del fondo… Vio que lo estaba observando.

—Lo pintó Pilou. ¿Qué te parece?

Pensaba que estaba muy bien, y se lo dije. También me pregunté por qué no había dicho ni una sola palabra sobre el padre de Pilou. Y entonces pensé en mi pequeña Rosette, que pinta y dibuja maravillosamente…

—No has vuelto a casarte, ¿verdad? —le pregunté.

Por un momento guardó silencio. Luego me dedicó una radiante sonrisa y dijo:

—No, Vianne. Nunca volví a casarme. Pensaba que tal vez algún día podría hacerlo, pero…

—¿Qué hay del padre de Pilou?

Se encogió de hombros.

—Una vez me dijiste que Anouk era tuya y de nadie más. Pues bien, mi hijo y yo somos iguales. Nos han educado para que creamos que hay alguien por ahí, un alma gemela que nos está esperando. Pilou es mi alma gemela. ¿Por qué iba a necesitar a alguien más?

Pensé que no había respondido a mi pregunta. Aun así, me dije, hay tiempo para ello. El hecho de que en una ocasión pensara que Roux podría haberse enamorado de Joséphine, que Pilou haya dicho que su padre era un pirata, que las cartas sean malas, no significa automáticamente que mis sospechas sean justificadas. Además, está el hecho de que Joséphine no ha mencionado a Roux ni una sola vez, ni siquiera me ha preguntado cómo está…

—¿Por qué no venís a cenar el domingo? Los dos. Cocinaré yo. Tortitas, sidra y salchichas, como solía hacer la gente del río.

Joséphine sonrió.

—Me encantaría. ¿Y qué hay de Roux? ¿También está aquí?

—Se quedó en el barco —dije.

¿Era decepción lo que vi en su rostro? ¿Fue un brillo rosado lo que vi, oculto entre sus colores? «No debería espiar a mi amiga», pensé, pero el impulso era demasiado fuerte para poder combatirlo. Joséphine tiene un secreto que está desesperado por ser revelado. La cuestión es, ¿quiero saber lo que oculta? O, pensando en mi paz de espíritu, ¿debería dejar que el pasado siguiera enterrado?