Miércoles, 18 de agosto
Hoy, mientras Anouk estaba con Jeannot, Rosette y yo salimos una vez más en busca de Joséphine. De camino pasamos por delante de la casa de los postigos verdes, pero, al igual que el resto de Les Marauds, parecía estar cerrada y profundamente dormida. La mezquita también estaba en silencio. Las oraciones del amanecer ya han terminado. Ahora es el momento de descansar y recuperarse y de jugar para los niños. El trabajo empieza más tarde.
Hemos caminado hasta el final del bulevar y hemos seguido por la orilla del río. En esta parte, junto al Tannes, hay una pasarela estrecha, una especie de camino de madera suspendido donde las casas con muros de entramado de madera se levantan frente al río como si fueran payasos borrachos subidos en sus zancos. Cada casa cuenta con su terraza: una plataforma de madera con una balaustrada, con un brusco desnivel hasta el agua. Las hay que aún se usan, pero otras han sido clausuradas. Algunas de ellas tienen jardín, con macetas de flores y cestas colgantes con plantas que crecen de forma desordenada.
En una de las terrazas, sentado en una silla, había un hombre con barba blanca leyendo un libro, supuse que sería el Corán, vestido con una chilaba y, un detalle que me pareció incongruente, tocado con una boina vasca negra. Cuando pasé por delante levantó la vista y alzó una mano a modo de saludo. Se lo devolví y le sonreí. Rosette silbó amigablemente.
—Hola, me llamo Vianne —le dije—. Estoy en la casa que hay ahí arriba.
El anciano dejó el libro sobre su regazo; mientras me acercaba vi, para mi sorpresa, que no se trataba del Corán, sino del primer volumen de Los miserables.
—Eso me han dicho —dijo el anciano. Su voz era ligeramente gutural y su acento una exótica mezcla del sur y de Medina. Tenía los ojos oscuros, ligeramente azulados a causa de la edad, y surcados de arrugas—. Soy Mohammed Mahjoubi —añadió—. Creo que ya conoce a mi nieta.
—¿Maya?
Asintió con la cabeza.
—Yar. Es la hija de mi hijo pequeño, Ismail. Dice que les llevó melocotones por el ramadán.
Me eché a reír.
—No fue exactamente así. Pero siempre me gusta pasar a saludar.
Sus ojos oscuros se arrugaron, en señal de agradecimiento.
—Teniendo en cuenta los amigos que tiene, eso resulta sorprendente.
—¿Se refiere al curé Reynaud?
El viejo Mahjoubi enseñó los dientes.
—En realidad, no es mala persona. Solo es un poco…
—¿Problemático? ¿Intransigente? ¿Severo? ¿O quizá sea la arrogante mala hierba que hace su cama en el estercolero y se cree el rey del castillo?
Sonreí.
—Cuando se le conoce, es mucho mejor. Cuando llegué por primera vez a Lansquenet…
Le conté una versión de la historia, omitiendo lo que había prometido mantener en secreto. El viejo Mahjoubi me escuchó, asintiendo de vez en cuando y sonriendo para animarme, mientras Rosette añadía sus propios comentarios con gritos, señas y silbidos.
—Entonces…, ¿usted llegó al principio de su ramadán, para abrir una casa de tentaciones? Comprendo que eso podía ser un problema —dijo—. Su curé empieza a caerme bien.
Fingí indignación.
—¿Está de su parte?
La sonrisa del viejo Mahjoubi se ensanchó.
—Es usted una mujer peligrosa, madame. Eso está claro.
Sonreí de nuevo.
—En cuanto a eso —dije—, usted fue más allá, ¿verdad? Yo solo abrí una chocolatería. Usted llegó y construyó un minarete.
Mahjoubi se echó a reír a carcajadas.
—O sea, que le han contado la historia. Sí, nos llevó tiempo, pero lo hicimos. Alhumdullila. Y, además, sin vulnerar ni una sola de esas complicadísimas reglas arquitectónicas. —El anciano me miró—. Eso le molesta, ¿no es así? Oír la llamada del muecín tan cerca de su lugar de oración. Y, sin embargo, él hace sonar sus campanas.
—A mí me gustan las dos cosas —dije.
Me dedicó una mirada de agradecimiento.
—Aquí no todos son tan tolerantes. Incluso mi hijo mayor, Saïd, a veces es víctima de esa forma de pensar. Yo le digo: Alá juzga. Lo único que podemos hacer es observar y aprender. Y tratar de disfrutar del repique de las campanas si no podemos impedir que suenen.
Le sonreí.
—La próxima vez le traeré unas chocolatinas. De hecho, prometí que le llevaría algunas a Omi al-Djerba.
—No la anime —dijo, con los ojos aún brillantes de regocijo—. La mitad del tiempo ya se olvida de que debe ayunar durante el ramadán. Según ella, un poco de fruta no cuenta. Y una tacita de té tampoco. Ni la mitad de una galleta. Es una pecadora.
—En una ocasión conocí a alguien así —le dije, pensando en Armande.
—Bueno, la gente es igual en todas partes. ¿Esa es su hija?
Miró hacia el lugar donde Rosette estaba jugando; ahora lanzaba piedras al Tannes. Asentí con la cabeza.
—Tráigala para que juegue con Maya. No tiene amigos de su edad. Pero no invite a ese sacerdote. Y no le dé chocolate.
Mientras caminábamos de regreso a Lansquenet, me pregunté cómo un hombre tan afable podía haber hecho caer en desgracia a Francis Reynaud. ¿Se trataba del choque de culturas? ¿De una simple disputa territorial? ¿O había algo más, algo más profundo?
Llegamos al final del paseo, donde este confluye de nuevo en el bulevar. Allí vi una puerta pintada de rojo, al final de un pequeño callejón sin salida; en la parte superior había un cartel, con letras negras sobre fondo blanco: CHEZ SAÏD. GYM.
«Debe de ser Saïd Mahjoubi», pensé…, el hijo mayor del viejo Mahjoubi. Reynaud me había hablado de ese lugar, que había abierto hacía tres o cuatro años. Un almacén vacío, convertido, con la mínima inversión posible, en un gimnasio. A través de la puerta, que estaba ligeramente entreabierta, vi algunas bicicletas estáticas, cintas de correr y unas estanterías con pesas. El aire olía a cloro, a desinfectante y a kif.
La puerta se abrió y salieron tres jóvenes de veintipocos años; vestían con camisetas sin mangas e iban cargados con bolsas de deporte. No me saludaron, pero me dedicaron la misma mirada ligeramente agresiva con que me miró el hombre del café. Ya la había visto en París, cuando vivíamos en la Rue de l’Abbesse, y, antes, en Tánger; no es tanto agresiva como vagamente desafiante, un reto lanzado a la persona que creen que soy. Una mujer sola, con la cabeza descubierta, vestida con vaqueros y una camiseta sin mangas. Soy diferente, de otra tribu. Aquí las mujeres no son bienvenidas.
Y aun así, el viejo Mahjoubi me acogió con agrado…, incluso coqueteó conmigo a su manera. Quizá fue porque es demasiado viejo para verme como una mujer. O quizá está tan seguro de sí mismo que no me considera una amenaza.
El aire es pesado y silencioso. El autan debe de haber dejado de soplar. Da igual que sea el autan blanco o negro: un soplo de viento sería un alivio. Hoy es el octavo día del ramadán. Faltan seis días para la luna llena. Pienso en la Luna de mis cartas de Tarot, la mujer con la rueca y el hilo, y me pregunto cuándo se dejará ver. Quizá cuando sople el viento.
Mientras tanto, tenemos cosas que hacer. Dejo atrás Les Marauds, que está durmiendo. Desde lejos parece un cocodrilo tendido en los pantanos, con la cabeza casi enterrada en los juncos, moviéndose ligeramente mientras duerme. Su columna vertebral es el Boulevard des Marauds, ancha, gris y adoquinada. Su mandíbula es el puente, invertida en los extremos. Sus piernas son los cortos callejones que sobresalen del bulevar en ángulo recto. Y su ojo es la mezquita, medio cerrado por ahora, mientras el sol se refleja en la luna creciente que corona el minarete. ¿Es peligroso? Reynaud cree que sí. Pero yo no soy como Francis Reynaud, que considera un enemigo a cualquier extranjero de Lansquenet. Los hombres que están frente al gimnasio son jóvenes; no están seguros de sí mismos ni de su territorio. Sin embargo, el hombre hacia quien se vuelve todo Les Marauds, Mohammed Mahjoubi, es distinto. Estoy segura de que cualquier problema que Reynaud pueda haberse encontrado tratando con esta comunidad puede resolverse a través del humor y el diálogo. Como me dijo el propio Mahjoubi, «la gente es igual en todas partes». Raspa la pintura y lo que encuentras debajo siempre es lo mismo, por muy lejos que estés. Eso lo aprendí de mi madre, en todos los lugares que llamamos nuestro hogar. Y ahora, con este aire que parece jarabe y el Tannes tan lento que da la impresión de que esté durmiendo, Rosette y yo empezamos a subir la empinada calle que conduce a Lansquenet, blanca y reluciente bajo el sol, mientras las campanas de la iglesia anuncian la misa de la mañana, dispuestas a despertar al cocodrilo dormido.