CAPÍTULO 7

Miércoles, 18 de agosto

Creo que nunca había oído su voz. Era clara y sin apenas acento; quizá con un deje del norte. Iba vestida de negro, como de costumbre, tapada hasta las yemas de los dedos. Sus ojos, que por una vez estaban fijos en mí, tienen un sorprendente tono verde y unas pestañas inusualmente largas.

—Buenos días, madame Bencharki —dije.

La mujer me repitió la pregunta.

—¿Qué está haciendo en mi casa?

No supe qué responder. Murmuré algo acerca de las responsabilidades de la parroquia y sobre la limpieza de la plaza del pueblo, lo cual me hizo parecer tan culpable como, sin duda alguna, ella cree que soy.

—Lo que quiero decir —continué— es que se me ocurrió que tal vez la comunidad podría ayudarla a arreglar la casa. Esperar a que vengan los del seguro puede llevar meses, ya lo sabe. En cuanto al propietario, vive en Agen, y pueden pasar varias semanas antes de que se presente para evaluar los daños. En cambio, si todo el mundo colabora…

—Colabora… —dijo la mujer.

Esbocé una sonrisa. Pero fue un error. Tras el velo podía haber un pilar de sal o un bloque de piedra. Negó con la cabeza.

—No necesito ayuda.

—Usted no lo entiende —dije—. Nadie le pediría dinero a cambio de su trabajo. Se trata tan solo de un gesto de buena voluntad.

La mujer se limitó a repetir la frase en el mismo tono de voz, implacable y sin inflexión. Tenía ganas de suplicarle, pero, en vez de hacerlo, le respondí, con voz crispada:

—Bueno, por supuesto, la decisión es suya.

Sus ojos verdes se quedaron sin expresión. Traté de esbozar de nuevo una sonrisa, pero solo conseguí parecer torpe y culpable.

—Siento muchísimo lo ocurrido, de verdad —dije—. Espero que usted y su hija puedan volver a instalarse lo antes posible. Por cierto, ¿cómo está la pequeña?

Una vez más, la mujer permaneció en silencio. Mis axilas empezaron a empaparse de sudor.

En una ocasión, cuando era niño, en el seminario, me acusaron de llevar cigarrillos a la escuela y fui convocado para responder a unas preguntas por el père Louis Durand, responsable de la disciplina. Yo no había llevado los cigarrillos, aunque sabía quién lo había hecho, pero mi comportamiento fue tan sospechoso que nadie creyó en mi inocencia. Fui castigado, por el asunto de los cigarrillos y por intentar culpar a uno de mis compañeros, y aunque yo sabía que era inocente, experimenté la misma vergüenza que cuando me dirigí a la mujer de negro, una sensación de indefensión total.

—Lo siento —repetí—. Si puedo ayudarla en algo…

—Déjeme en paz —repuso ella—. Mi hija y yo…

Pero se interrumpió a media frase. Bajo la túnica negra, todo su cuerpo parecía estar rígido y tenso.

—¿Se encuentra bien?

No me contestó. Entonces volví la cabeza y vi a Karim Bencharki allí, de pie… A saber cuánto tiempo llevaba observándonos.

Pronunció una frase en árabe.

Ella le contestó con voz aguda.

Él volvió a hablar, su voz una caricia. Sentí una punzada de gratitud. Siempre había considerado a Karim como un hombre educado y progresista que entendía a Francia y la cultura francesa. Quizá él podría explicarle a Inès que lo único que yo pretendía era tratar de ayudarla.

A primera vista, Karim no parecía en absoluto un magrebí. Por su piel clara y sus ojos de color miel podía pasar por italiano; además, viste como un occidental, con vaqueros, camiseta y zapatillas deportivas. En realidad, cuando apareció en Lansquenet, pensé que la llegada de un miembro de la comunidad tan aparentemente occidentalizado y cosmopolita podría traer consigo una nueva integración entre Les Marauds y nosotros, que su amistad con Saïd Mahjoubi podría ayudarme a encontrar la forma de cerrar la brecha abierta entre las costumbres tradicionales del viejo Mahjoubi y las del siglo XXI.

Me volví hacia él suplicante, y dije:

—Como decía, Luc Clairmont y yo hemos estado tratando de evaluar los daños causados por el fuego. En general, son superficiales… En realidad solo se trata de humo y agua. No llevaría más de una semana conseguir que la casa volviera a ser habitable de nuevo. Como puedes ver, ya hemos sacado la mayor parte de la madera quemada y los escombros. Con unas manos de pintura, unas tablas y unos cristales nuevos, tu hermana podría volver a instalarse en…

—Ella no va a volver a vivir aquí —respondió Karim—. A partir de ahora, se quedará conmigo.

—Pero ¿y la escuela? —le pregunté—. ¿No va a seguir con ella?

La mujer habló con su hermano en árabe. No conozco el idioma, pero las extrañas sílabas me sonaron duras y enojadas…, aunque si fue producto de mi ignorancia o si fue realmente así es algo que no estoy en disposición de decir. Una vez más, me sentí ligeramente avergonzado y traté de compensarlo con una sonrisa.

—No puedo evitar sentirme responsable de lo ocurrido —les dije—. Si puedo, me gustaría ayudar.

—Ella no necesita su ayuda —repuso Karim—. Y ahora, váyase o llamaré a la policía.

—¿Cómo?

—Ya me ha oído. Llamaré a la policía. ¿Cree que porque es sacerdote puede salirse con la suya? Todo el mundo sabe que fue usted quien provocó el incendio. Incluso su gente lo dice. Y si yo estuviera en su lugar, a partir de ahora me quedaría al otro lado del río. Tal como están las cosas, es posible que salga herido.

Por un momento, me quedé mirándolo.

—¿Me estás amenazando?

Y entonces, por fin, experimenté algo que reemplazó ese sentimiento de culpa y de vergüenza. La ira me inundó, pura y fría, simple como el agua de un manantial. Me erguí en toda mi estatura (soy más alto que ellos) y liberé la frustración que he albergado durante los últimos seis o siete años.

Seis años tratando de lidiar con esta gente, tratando de que comprendieran; de sermones del obispo acerca de relaciones sociales; de encontrarme con pintadas en la puerta de mi casa; de tener que enfrentarme a mi propio rebaño; del viejo Mahjoubi y su mezquita; de mujeres con velo y hombres hoscos, de ridículo y tácito desprecio.

Lo he intentado de verdad, père. He intentado ser tolerante, pero algunas cosas son intolerables. La mezquita casi soy capaz de tolerarla, pero ¿el minarete? ¿Los fumadores de kif? ¿El gimnasio, con su ambiente hostil? ¿Las muchachas con niqab? ¿La escuela musulmana, como si nuestra escuela pudiera enseñarles a sus hijas algo que no sea el miedo y la sumisión?

Intolerable. ¡Intolerable!

No recuerdo todo lo que dije o lo que dije en voz alta, pero estaba furioso, père. Furioso por su ingratitud y también por su hostilidad. Pero, por encima de todo, por haber perdido el control, por el hecho de que, a pesar de mis intenciones, si en Les Marauds aún había alguien que tenía dudas sobre quién había intentado quemar la escuela, los había convencido a todos de que yo era el responsable.