CAPÍTULO 6

Miércoles, 18 de agosto

Père, tardé más de una hora en limpiar la pintura negra de la puerta de mi casa. Aun así, la pintada sigue ahí, un negativo de lo que era, inscrita en la madera. Tendré que volver a pintar la puerta, eso es todo. Como si la gente ya no cotilleara bastante.

Anoche no dormí bien. El ambiente era demasiado silencioso, demasiado opresivo. Me desperté al amanecer, abrí los postigos y oí la llamada a la oración flotando en Les Marauds. Allahu Akhbar. Dios es grande. Me entraron ganas de tocar las campanas de la iglesia, aunque solo fuera para ahogar el eco y borrar la sonrisa del rostro de Mahjoubi. Sabe que lo que hace está totalmente prohibido. Y también sabe que el alcalde del pueblo no intercederá a favor nuestro: la llamada procede del interior de la mezquita, sin amplificación. Así, técnicamente, se respeta la ley.

Allahu Akhbar, Allahu Akhbar.

Debo de tener un oído excepcional. El resto de la gente parece no percatarse de la llamada a la oración… Narcisse, que se está quedando sordo, dice que son imaginaciones mías. Pero no es cierto. Y, en un día como hoy, tan silencioso que puede escucharse cada ondulación del Tannes, cada trino de los pájaros, la llamada del muecín corta el aire de la madrugada igual que la lluvia.

La lluvia. Ahora me doy cuenta. No ha llovido ni un solo día en todo el mes. A todos nos vendría bien un poco de lluvia…, para que florezcan los jardines, para limpiar el polvo de las calles, para refrescar estas noches infernales. Pero hoy no lloverá. El cielo está despejado.

Me tomé una taza de café y luego fui a la panadería de Poitou. Compré una bolsa de croissants y un poco de pan y lo llevé a la casa de Armande, dejando la bolsa frente a la puerta para que Vianne Rocher la encontrara.

Las calles de Les Marauds estaban en silencio. Pensé que la gente estaría tomando el desayuno media hora antes de que amaneciera. No vi a nadie salvo a una chica, tapada de arriba abajo salvo el rostro, cubierto por un hiyab azul marino, que cruzó la calle cuando yo me dirigía hacia el puente. Me miró con timidez cuando me acerqué a ella y luego volvió sobre sus pasos y desapareció por una calle lateral situada frente al gimnasio.

El gimnasio de Saïd. Odio ese lugar. Un edificio humilde, medio en ruinas, al final de un triste callejón. Siempre está lleno de muchachos, nunca hay un blanco entre ellos, y se puede oler la testosterona al pasar por la bocacalle. También huele a kif… Muchos de esos jóvenes marroquíes lo fuman, y la policía es reticente a intervenir. En palabras del père Henri Lemaître, debemos ser conscientes de las sensibilidades culturales. Presumiblemente, eso también incluye el prohibir ir a la escuela y los ocasionales aunque insistentes rumores sobre violencia doméstica en algunas familias, que a veces se denuncian, pero no se hace ningún seguimiento. Aparentemente, el viejo Mahjoubi es quien se ocupa de estos asuntos tan delicados, lo cual hace innecesario que los demás tomemos medidas o incluso informemos de tales cosas.

La puerta del gimnasio estaba entreabierta (en un día como hoy ahí dentro hace mucho calor) y, aunque no volví la cabeza, capté el estallido de hostilidad, como una metralla invisible. Entonces volví a notarlo.

Sí, ahí.

Odio el hecho de tener miedo de ir más allá del callejón. Yo mismo me impongo todos los días la penitencia de ir más allá, con la esperanza de vencer mi cobardía. De la misma manera, cuando era niño, solía atreverme a acercarme al nido de avispas que había en la pared, en la parte de atrás de la iglesia. Las avispas eran gordas y asquerosas, mon père, y me aterrorizaban de un modo que superaba el simple miedo de que me picaran. Con el gimnasio de Saïd tengo la misma sensación… Las descargas de adrenalina, el sudor que me escuece en las axilas y me empapa la nuca; el hecho, apenas perceptible, de apresurarme cuando paso por delante; la forma en que mi corazón también se acelera, asustado, y luego aminora el ritmo, aliviado, cuando he cumplido mi penitencia.

«Bendígame, padre, porque he pecado».

Es ridículo. No he hecho nada malo.

Llegué al puente que conduce a Lansquenet. Desde el parapeto vi al viejo Mahjoubi en su terraza, sentado en esa mecedora de mimbre que parece una parte de él. Estaba leyendo, sin duda alguna el Corán, aunque levantó la vista cuando me vio, dirigiéndome un pequeño e insolente saludo.

Se lo devolví con toda la compostura de que fui capaz. No me dejaré arrastrar a una competición indigna con ese hombre. Me sonrió (incluso a lo lejos pude distinguir sus dientes) y escuché el breve sonido de una carcajada desde la puerta entreabierta de la casa. El rostro de una niña, coronado con un lazo amarillo, apareció por el hueco. Su nieta, creo, que ha venido de visita desde Marsella. Cuando pasé por delante, la carcajada se escuchó más fuerte.

—¡Esconded las cerillas! ¡Ahí viene Monsieur le Curé!

A continuación, una orden tajante («¡Maya!») y el pequeño rostro desapareció. En su lugar vi a Saïd Mahjoubi, mirándome por debajo de su gorro de oración. Que Dios me perdone, pero casi prefiero las burlas del viejo Mahjoubi. Saïd siguió mirándome con expresión abiertamente hostil, amenazadora. Ese hombre me cree culpable, père. Y nada de lo que yo diga lo hará cambiar de opinión.

El viejo Mahjoubi le dijo algo en árabe a su hijo. Saïd le contestó en el mismo idioma, sin dejar de mirarme en ningún momento.

Lo saludé con un educado gesto de la cabeza para demostrarle, y a su padre también, que no me dejaré intimidar. Luego, crucé el puente a toda prisa para regresar a un territorio más amigable.

¿Ha visto a qué debo enfrentarme, père? Antes conocía a esta comunidad. La gente acudía a mí con sus problemas, asistieran o no a misa. Ahora, Mohammed Mahjoubi es el jefe, animado por el père Henri Lemaître, quien, al igual que Caro Clairmont, cree que prescindir de la sotana, organizar grupos de debate de múltiples fes, ofrecer cafés matutinos, instalar pantallas en la iglesia y hacer la vista gorda a todo (a los fumadores de kif o a la mezquita, con su llamada a la oración no sancionada y su minarete ilegal) traerá de nuevo el espíritu de unidad una vez más a Lansquenet-sous-Tannes.

Está en un error. Ahora solo hay una división. Una división en nuestras propias filas; una división entre nosotros y ellos. La mezquita de Mahjoubi, con su minarete, no es lo que realmente me preocupa… A pesar de lo que piensan algunos, aún conservo el sentido del humor. Sin embargo, la hostilidad que experimento cada vez que paso por delante del gimnasio de Saïd…, eso es otra historia. Debemos ser tolerantes con otras creencias, dice el père Henri Lemaître. Pero ¿y si los seguidores de esas creencias no nos toleran a nosotros (y no lo harán)?

De vuelta en mi lado del río, me dirijo hacia Saint-Jérôme. He quedado con Luc a las nueve; no obstante, a las siete y media estaba otra vez frente a la chocolaterie.

Entré. Aún seguía oliendo a humo, pero en la sala ya no había escombros. Ayer, Luc y yo solo echamos un rápido vistazo al piso de arriba, pero fue muy fácil localizar el lugar donde comenzó el incendio: en un buzón en el que habían introducido un rollo de harapos empapados en gasolina, lo que prendió fuego a la puerta, a algunos abrigos, a una alfombra que estaba colgada en la pared y a una pila de pupitres de madera.

Resulta muy insultante, père. Que crean que yo hice esto…, la verdad es que un niño lo habría hecho mucho mejor. El fuego ya ardía con fiereza cuando la mujer, Inès Bencharki, se despertó, pero en la parte de atrás hay un escalera de incendios, y ella y la niña salieron ilesas, mientras los vecinos, armados con cubos y mangueras, unieron fuerzas para apagarlo.

Ya lo ve, père. Esto es una comunidad. Se habrá dado cuenta de que ninguno de los suyos estuvo aquí. Aquella noche era como si Les Marauds estuviera a cien kilómetros de distancia. El parque de bomberos más cercano se encuentra a treinta minutos en coche; en ese tiempo, es probable que toda la tienda hubiera sido pasto de las llamas.

De repente, oí pasos en el piso de arriba. Había alguien en la casa. Pensé de inmediato en Luc; pero ¿qué estaría haciendo allí, una hora antes de nuestra cita? Escuché de nuevo el ruido, el de alguien arrastrando los pies; me pareció muy sospechoso.

—¿Quién anda ahí? —pregunté.

Los pasos se detuvieron. Por un momento se hizo el silencio. Luego, un frenético golpeteo en las tablas del suelo y el ruido de pasos en la escalera de incendios. «Chiquillos», pensé en seguida: niños haciendo travesuras. Salí a la calle, esperando interceptar a los culpables en su huida, pero cuando abrí la puerta y me abrí paso entre el caos de madera chamuscada apilada en el jardín, los intrusos ya habían desaparecido. Lo único que vi fue a un magrebí corriendo a toda velocidad por el camino; si fue una coincidencia o uno de los intrusos, lo ignoro.

Subí a las habitaciones de arriba. Había dos: una muy pequeña, a la que solo se accedía por una escalera de mano a través de una trampilla. Tenía una pequeña ventana redonda; recuerdo cuando Luc la colocó. Me quedé en la escalera y eché un vistazo a su interior. Los daños no parecían ser muy graves. Un poco de mugre provocada por el humo, pero por lo demás, relativamente habitable. Era la habitación de una niña, con una cama pequeña y pósters de estrellas de Hollywood en las paredes. También había algunos libros…, la mayoría en francés. Por lo que pude ver, los intrusos no habían tocado nada.

Entonces escuché un ruido a mis espaldas. Una mujer dijo:

—¿Qué está haciendo aquí?

Me di la vuelta. Era Inès Bencharki.