CAPÍTULO 5

Martes, 17 de agosto

Esperaba encontrar a la mujer de negro, pero en cambio, cuando fui a la casa de postigos verdes, abrió la puerta una mujer mayor. De sesenta y muchos años, cara redonda, rolliza, con un tupido pelo gris emergiendo de un hiyab blanco mal anudado. Pareció sorprendida al verme (al principio, incluso un poco recelosa), pero cuando le di los melocotones y le conté que anoche había visto a Maya, su rostro se iluminó con una amplia sonrisa.

—¡Ah, la pequeña! —exclamó—. Siempre se mete en líos. Qué traviesa, ¿hé?

Habló con esa indulgencia que solo es propia de los abuelos.

Sonreí.

—Yo también tengo una niña pequeña, Rosette. Seguro que la verá pronto. Y mi Anouk. Me llamo Vianne, por cierto.

Le tendí la mano. Me rozó ligeramente los dedos, algo que en Tánger se considera un apretón de manos.

—¿Y su marido?

—Está en París —contesté—. Solo hemos venido a pasar unos días.

Me dijo que se llamaba Fátima y su marido Mehdi al-Djerba. Recordé el nombre, aunque vagamente, de algo que me comentó Reynaud el día que llegamos: me dijo que tenía una especie de tienda, que vivían en Les Marauds desde hacía casi ocho años y que Mehdi era de Marsella y que de vez en cuando le gustaba tomarse una copa de vino…

Fátima hizo un gesto, indicando la puerta.

—Por favor, pase a tomar un té…

Negué con la cabeza.

—No quiero molestar. Sé que debe de estar ocupada. Solo he pasado a saludar y a traerle los melocotones. Tenemos muchos y…

—¡Pase, pase! —dijo Fátima—. Solo estaba preparando la comida. Le daré un poco para que se la lleve a casa. ¿Le gusta la cocina marroquí?

Le dije que había vivido seis meses en Tánger cuando era una adolescente. Su sonrisa se ensanchó todavía más.

—Preparo el mejor halwa chebakia. Con té a la menta o qamar-el-deen… Puede llevarse un poco para su familia.

Era imposible rechazar una oferta así. Lo sé por experiencia. Durante los años que estuve viajando con mi madre aprendí que la comida es un pasaporte universal. Por muchas que sean las limitaciones del idioma, la cultura o la geografía, la comida cruza todas las fronteras. Ofrecer algo de comer es tender la mano de la amistad y aceptar es ser aceptado en la más cerrada de las comunidades. Me pregunté si Francis Reynaud habría pensado alguna vez en este enfoque. Conociéndolo, seguro que no. Reynaud tiene buenas intenciones, pero no es la clase de persona que compraría halwa chebakia o que se tomaría un vaso de té a la menta en el pequeño café que hay en la esquina del Boulevard P’tit Baghdad.

Seguí a Fátima hasta la casa, asegurándome de dejar los zapatos en la entrada. El interior era fresco y muy agradable, y olía a franchipán; los postigos, cerrados desde el mediodía, protegían del calor del sol. Una puerta daba a la cocina, desde donde me llegó una mezcla de olores de anís, almendras, agua de rosas, garbanzos con cúrcuma, menta picada, cardamomo tostado y esas maravillosas halwa chebakia, unos pastelitos de sésamo dulces, fritos en aceite, quebradizos y tan pequeños que estallan en la boca, perfectos para acompañar un vaso de té a la menta…

—No, gracias, me los llevaré a casa —dije, cuando insistió una vez más para que aceptara un té con pastelitos fritos—. Pero no me dé demasiados. Debe de haberlos preparado para el iftar.

—¡Oh, hay muchos! —dijo Fátima—. En esta casa nos encanta cocinar. Y todo el mundo echa una mano en la cocina…

Abrió la puerta de la cocina y vi un semicírculo de rostros llenos de curiosidad. Me pregunté cuál de ellos sería el de la mujer de negro, pero desestimé la idea casi al instante. Sabía que se trataba de una familia.

Vi a Maya, sentada en un pequeño taburete, preparando okra, y a dos mujeres jóvenes, de veintimuchos años, que supuse que eran las hijas de Fátima. Una de ellas vestía de negro, con un hiyab perfectamente ajustado al pelo y al cuello. La otra llevaba un hiyab bordado sobre unos vaqueros y un kameez de seda.

En una silla, detrás de la puerta, se sentaba una mujer muy anciana, delgada, que me miraba de cerca con ojos de pájaro, desde un nido de arrugas. Debía de tener noventa años o más, con el pelo blanco, muy fino, recogido en una larga trenza enrollada en torno a su cabeza una docena de veces; de su cuello colgaba holgadamente un pañuelo amarillo. Su rostro era como un melocotón arrugado y tenía las manos apretadas como las garras de un pollo. Cuando entré en la cocina, su voz, estridente, rompió el silencio, hablando en árabe.

—Esta es mi suegra —explicó Fátima, sonriendo, con la misma expresión de indulgencia que había empleado al referirse a Maya—. Vamos, Omi, salude a nuestra invitada.

Omi al-Djerba me lanzó una mirada que me recordó extrañamente a Armande.

—Mire, nos ha traído melocotones —dijo Fátima.

El cacareo se convirtió en una carcajada.

—Déjame ver —dijo Omi. Fátima le tendió la cesta—. Mmm… —dijo Omi, y me dedicó una sonrisa tan desdentada como la de una tortuga—. Esto está muy bien. Puedes volver cuando quieras. Todas estas tonterías…, los briouats, las almendras y los dátiles…, ¿crees que puedo masticarlos? Mi nuera quiere matarme de hambre. Inshallah, ¡no lo conseguirá y voy a sobreviviros a todos!

Maya se echó a reír y aplaudió. Omi fingió un gruñido. Fátima sonrió, con la expresión de quien ya ha oído lo mismo en muchas ocasiones.

—Ya ves lo que tengo que aguantar —dijo, señalando al grupo—. Estas son mis hijas, Zahra y Yasmina. Yasmina es la mujer de Ismail Mahjoubi. Maya es su hija.

Sonreí al círculo de mujeres. Zahra, la que llevaba el hiyab negro, me devolvió una tímida sonrisa. Su hermana, Yasmina, me estrechó la mano. Pensé que se parecían mucho, aunque vestían de forma muy distinta. Por un instante me pregunté si Zahra sería la mujer de negro, pero la mujer que había visto en la plaza y después frente a la puerta de la casa era más alta y puede que algo mayor, y físicamente más agraciada bajo su ropa. Aún recordaba bastante el árabe para decir:

Yazak Allah.

Las mujeres parecieron sorprendidas, pero acto seguido se mostraron encantadas. Zahra murmuró una educada respuesta y Maya soltó una carcajada y volvió a aplaudir.

—Maya —dijo Yasmina, frunciendo el ceño.

—Es una niña muy dulce —dije.

Omi se echó a reír.

—Espera a conocer a mi Du’a —dijo—. Es más lista que el hambre. ¡Vaya memoria tiene! Es capaz de recitar el Corán mejor que el viejo Mahjoubi. Créeme: si esa niña hubiese sido un niño, a día de hoy sería alcaldesa del pueblo…

Fátima me dedicó una mirada divertida.

—Omi siempre quería varones. Ese es el motivo de que anime a Maya a dejarse llevar por sus impulsos. Y a tomarle el pelo a su abuelo.

Omi le guiñó un ojo a Maya, y esta le devolvió el guiño.

Yasmina sonrió, pero Zahra no. Parecía no estar tan a gusto como las demás, cautelosa e incómoda.

—Deberíamos ofrecerle un té a nuestra invitada —dijo.

Negué con la cabeza.

—No, de verdad, no puedo. Pero gracias por las pastas. Tengo que irme. No quiero que mis hijas se preocupen.

Cogí mi cesta, que ahora estaba llena de una selección de dulces marroquíes.

—En un par de ocasiones también hice estas pastas —dije—. Aunque ahora solo preparo chocolatinas. ¿Sabíais que tuve una tienda, la que está al lado de la iglesia, donde se produjo el incendio?

—¿De verdad? —preguntó Fátima, negando con la cabeza.

—Bueno, eso fue hace mucho tiempo —repuse—. ¿Quién vive allí ahora?

Hubo una pausa apenas perceptible, y la sonrisa en la cara redonda de Fátima perdió un poco de calidez. Yasmina bajó los ojos y empezó a juguetear con el lazo del pelo de Maya. De repente, Zahra parecía muy inquieta. Omi soltó un ruidoso resoplido.

—Inès Bencharki —dijo, finalmente.

Inès. «De modo que así se llama», pensé.

—La hermana de Karim Bencharki —dije.

—¿Quién te ha dicho eso? —preguntó Omi.

—Alguien del pueblo.

Zahra miró a Omi de soslayo.

—Por favor, Omi…

Omi hizo una mueca.

Yar. Quizás en otra ocasión. Espero que vuelvas a visitarnos. Tráenos algunas de esas chocolatinas. Y trae a tus hijas.

—Claro que lo haré.

Me volví hacia la puerta. Fátima me acompañó hasta fuera.

—Gracias por los melocotones.

Sonreí.

—Venga a vernos cuando quiera.

El sol se había puesto. No tardaría en anochecer. Muy pronto, la gente de Les Marauds se sentaría para poner fin al ayuno del día. Una vez en la calle, empecé a ver hombres saliendo de la mezquita. Algunos me miraron con desconfianza mientras cruzaba el bulevar; no es normal ver a una mujer sola, especialmente a una que vista como yo, con vaqueros y camiseta y el pelo suelto. La mayoría me ignoraron, con esa forma de desviar la mirada que en Tánger se considera una muestra de respeto, pero que en Lansquenet podría interpretarse fácilmente como un insulto.

Casi todos los transeúntes eran hombres; durante el ramadán, las mujeres, a menudo, se quedan en casa para preparar el iftar. Algunos llevaban túnicas blancas y unos pocos chilabas de vivos colores, la vestimenta con capucha que tantas veces había visto cuando mi madre y yo vivíamos en Tánger. Muchos de ellos lucían el taqiyah, el gorro de oración, aunque algunos de los mayores llevaban un fez o un pañuelo keffieh, o incluso la boina vasca negra. También vi a unas cuantas mujeres, la mayoría con niqab negro. Me pregunté si sería capaz de reconocer entre ellas a Inès Bencharki. Entonces, dando un respingo, la vi: Inès Bencharki, la mujer de negro, paseando por el bulevar con la calculada gracia de una bailarina.

Había otras mujeres que iban juntas, hablando y riéndose. Inès Bencharki iba sola, envuelta en silencio, la espalda erguida, la cabeza alta, distante, encerrada en un espacio crepuscular.

Pasó tan cerca de mí que casi pude tocarla. Vislumbré colores bajo su abaya negra, y de pronto me recordó aquel día en el Pont des Arts, a la mujer que había descubierto observándome, los ojos pintados con kohl sobre el niqab. Los ojos de Inès Bencharki tenían otra clase de belleza: largos como un perezoso día de verano y maquillados con inocencia. Mientras camina, mantiene la mirada baja, y, de forma casi instintiva, el resto de la gente se detiene para dejarla pasar. Nadie habla con ella. Ni siquiera la miran.

Me pregunto qué tendrá esta mujer para que haga sentir tan incómoda a la gente. Seguro que no es por el niqab; en Les Marauds debe de haber otras mujeres que lleven el velo sin proyectar esa frialdad, ese aire de aislamiento. ¿Quién es Inès Bencharki? ¿Por qué nadie habla con ella? ¿Y por qué fingen que es la hermana de Bencharki cuando Omi y el resto de las mujeres de la familia Djerba creen firmemente que no lo es?