Martes, 17 de agosto
Esta mañana, Rosette y yo hemos ido a ver qué le había pasado a Joséphine. Todas las tiendas de Les Marauds estaban cerradas, una de ropa, una de comestibles y otra que vendía telas, pero vimos un pequeño café, atendido por un hombre de aspecto sombrío, vestido con una chilaba blanca y un gorro de oración, el taqiyah, que estaba limpiando las mesas. Al ver que lo miraba, se detuvo un momento para decirme:
—Está cerrado.
Me lo temía.
—¿Y cuándo abre?
—Más tarde. Por la noche.
Me dirigió una mirada que me recordó la de Paul Muscat en la época en que atendía el Café des Marauds; una mirada analítica y a la vez curiosamente hostil. Acto seguido, siguió limpiando las mesas. Aquí no todo el mundo es hospitalario.
«Está de mal humor», dijo Rosette, por señas. «Vámonos».
Bam se había hecho muy visible: un brillante garabato de luz naranja en sus talones. Una expresión pícara cruzó el rostro de Rosette. El gorro del hombre resbaló y cayó al suelo.
Rosette tarareó algo.
Por el rabillo del ojo vi que Bam daba un salto mortal.
Rápidamente, la cogí de la mano.
—No pasa nada. Ya nos vamos —dije—. Este no es el café que buscamos.
Sin embargo, cuando llegamos al Café des Marauds no encontré a Joséphine sino a una hosca muchacha de unos dieciséis años que estaba viendo la televisión desde la barra. Me dijo que madame Bonnet había ido a Burdeos a por víveres y que era posible que volviera tarde.
Me dijo que no había dejado ningún mensaje. Su rostro no mostraba visos de reconocimiento ni de curiosidad. Llevaba los ojos tan pintados con rímel y sombra que apenas pude vérselos. Sus labios brillaban como la fruta confitada y movía plácidamente la mandíbula en torno a un enorme chicle rosa.
—Soy Vianne. ¿Cómo te llamas?
Me miró fijamente, como si yo estuviera loca.
—Marie-Ange Lucas —dijo, al final, en el mismo tono vagamente hosco—. Estoy sustituyendo a madame Bonnet.
—Encantada, Marie-Ange. Tomaré un citron pressé, por favor. Y para Rosette, una Orangina.
Anouk había ido a ver a Jeannot Drou. Esperaba que hubiese tenido más suerte que yo buscando a Joséphine. Nos llevamos los refrescos a la terrasse —Marie-Ange no se había ofrecido a hacerlo— y nos sentamos bajo la acacia, contemplando la calle vacía que conducía hasta el puente que llevaba a Les Marauds.
¿Madame Bonnet? Me pregunté por qué mi vieja amiga, tras haber recuperado su apellido de soltera, había decidido conservar ese madame. Sin embargo, Lansquenet tiene su propia forma de imponer la respetabilidad. Una mujer de alrededor de treinta y cinco años que lleva su propio negocio sin la ayuda de un hombre… no puede ser mademoiselle. Eso lo aprendí hace ocho años. Para esta gente, yo siempre fui madame Rocher.
Rosette se terminó su refresco y se puso a jugar con dos piedras que había encontrado en el camino. Se divierte con muy poco; hizo una seña con los dedos y las piedras brillaron con una luz secreta. Tras emitir un pequeño cacareo de impaciencia, hizo bailar las piedras sobre la mesa.
—Ve a jugar con Bam —le dije—. Pero quédate donde yo pueda verte, ¿de acuerdo?
La observé mientras se alejaba en dirección al puente. Sabía que podía quedarse allí jugando durante horas, tirando palos por encima de la baranda que luego salía a buscar corriendo, o simplemente contemplando el reflejo de las nubes en el cielo. Un resplandor en el aire caliente sugería la presencia de Bam. Apuré mi citron pressé y pedí otro.
Un niño de unos ocho años asomó la cabeza por la puerta del café. Llevaba una camiseta de El rey león que casi le cubría los desteñidos pantalones cortos y unas zapatillas deportivas que tenían toda la pinta de haberse sumergido en el Tannes. Tenía el pelo blanqueado por el sol y los ojos de un soleado azul claro. Sostenía un trozo de cuerda que, a medida que fue apareciendo a través del ángulo de la puerta, reveló en su extremo a un enorme perro peludo que, hacía muy poco, también se había metido en el río. El niño y el perro se quedaron mirándome fijamente con manifiesta curiosidad. Entonces, ambos salieron corriendo en dirección al camino del puente; el perro ladraba como un loco siguiendo a su amo, y el niño patinaba, levantando a cada paso una pequeña y contenida explosión de polvo bajo sus sucias zapatillas.
Marie-Ange me sirvió mi segundo pressé.
—¿Quién es ese niño? —pregunté.
—Ah, es Pilou. El hijo de madame Bonnet.
—¿Su hijo?
Marie-Ange me miró mal.
—Pues claro.
—Ah, no lo sabía —repuse.
Se encogió de hombros, como si quisiera expresarnos a las dos su total indiferencia. Luego recogió los vasos vacíos y entró para seguir viendo la televisión.
Observé de nuevo al niño y a su perro, que chapoteaban en las aguas poco profundas. En la calima, el pelo del niño, e incluso el del perro callejero, parecían de oro, atrapados en una matriz de diamantes.
Vi que Rosette miraba al niño y a su perro con curiosidad. Es una chiquilla sociable, pero en París tiende a hacer su vida; los otros niños no juegan con ella. En parte porque no habla y en parte porque los asusta. Oí que Pilou le gritaba algo desde debajo del puente; al cabo de un momento ya se había unido a él y al perro y estaba chapoteando en el agua. En esa parte es muy poco profunda; hay un banco de arena, una zona que casi podría pasar por una playa. «Rosette se lo pasará bien», pensé: dejé que jugara con sus nuevos amigos mientras yo me terminaba tranquilamente mi citron pressé y pensaba en mi vieja amiga.
Así que… madame Bonnet tenía un hijo. ¿Quién sería el padre? Había conservado su apellido; era evidente que no se había vuelto a casar. Hoy, aquí, no había nadie, salvo Marie-Ange; ni rastro de una pareja. Obviamente, perdí el contacto con mis amistades cuando me trasladé a París. Cambié de apellido, cambié de vida, y Lansquenet quedó atrás como tantas otras cosas que pensé que nunca volvería a visitar. Roux, que podría haberme mantenido informada, nunca había sido muy aficionado a escribir cartas; me había mandado tarjetas postales con una frase garabateada en el lugar donde se encontraba. Sin embargo, había vivido en Lansquenet durante cuatro años, la mayor parte de ellos en el café. Sé que detesta los chismorreos, pero, sabiendo lo íntimas que habíamos sido, ¿por qué diablos no me había dicho que Joséphine tenía un hijo?
Apuré mi refresco y pagué. El sol calentaba de lo lindo. Rosette tiene ocho años, pero es bajita para su edad; puede que Pilou sea más pequeño que ella. Fui paseando hasta el puente y pensé que ojalá me hubiese llevado un sombrero. Podía oír a Rosette balbuceando en su idioma privado —¡bambaddabambaddabam!— y a Pilou dando órdenes, preparándose, aparentemente, para un ataque pirata.
—¡Adelante! ¡A popa! ¡Los cañones! ¡Bam!
—¡Bam! —repitió Rosette.
Era un juego que yo conocía muy bien; ocho años atrás, Anouk lo había jugado con Jeannot Drou y sus amigos en Les Marauds.
El niño me miró y sonrió.
—¿Eres magrebí?
Negué con la cabeza.
—Pero ella habla en una lengua extranjera, ¿verdad? —dijo, mirando de soslayo a Rosette.
Sonreí.
—No exactamente. Pero no habla mucho. Sin embargo, entiende lo que le dices. Para según qué cosas, es muy inteligente.
—¿Cómo se llama?
—Rosette. Y tú eres Pilou. ¿Es la abreviatura de…?
—Jean-Philippe. —Volvió a sonreír—. Y este es mi perro, Vladimir. ¡Saluda a la señora, Vlad!
Vlad ladró y se sacudió, rociando con agua el arco del pequeño puente.
Rosette se echó a reír. Bonito nombre, dijo, con señas.
—¿Qué ha dicho?
—Que le caes bien.
—Guay.
—De modo que eres el hijo de Joséphine —dije—. Yo soy Vianne, una vieja amiga de tu madre. Nos alojamos en Les Marauds, en la antigua casa de madame Voizin. —Hice una pausa—. Me encantaría invitaros a los dos. Y a tu padre, si le apetece.
Pilou se encogió de hombros.
—No tengo padre. —Parecía un poco desafiante—. Bueno, evidentemente sí lo tengo, pero…
—¿No sabes quién es?
Pilou sonrió.
—Sí, exacto.
—Mi hija solía decir lo mismo. Mi otra hija, Anouk.
Pilou me miró fijamente, con los ojos desorbitados.
—Sé quién es usted —dijo—. Es la señora de la tienda, ¡la que hacía chocolatinas! —Su sonrisa se ensanchó y dio un salto en el agua, eufórico—. Maman no para de hablar de usted. Es casi famosa.
Me eché a reír.
—Yo no diría tanto.
—Aún seguimos celebrando la feria que empezó hace años. Por Pascua, delante de la iglesia. Hay baile, se esconden huevos de Pascua que hay que encontrar, esculturas de chocolate y muchas cosas más.
—¿De veras?
—Es genial.
Recordé mi feria del chocolate: el escaparate; los carteles hechos a mano; Anouk a los seis años, hace media vida, chapoteando en el agua poco profunda con sus botas amarillas, soplando su trompeta de plástico mientras Joséphine bailaba enfrente de la iglesia y Roux se quedaba allí plantado, con esa expresión en el rostro, una expresión hosca y tímida a la vez…
De repente, me sentí incómoda.
—¿Nunca te ha hablado de tu padre?
De nuevo, esa sonrisa, tan radiante como el sol reflejado en el río.
—Dice que era un pirata que navegaba por el río. Ahora está en alta mar, bebiendo ron hecho con corteza de coco y buscando un tesoro enterrado. Dice que soy igual que él, y que cuando crezca me iré de aquí y viviré mis propias aventuras. Puede que me encuentre con él por ahí.
Me sentí aun más incómoda. Aquello parecía una de las historias de Roux. Siempre he pensado que Joséphine tenía debilidad por Roux. En realidad, hubo un tiempo en que pensé que era posible que se hubieran enamorado. Sin embargo, la vida tiene una extraña forma de confundir nuestras más fervientes expectativas, y el futuro que yo había planeado para las dos había resultado ser muy distinto.
Joséphine soñaba con irse de aquí, y en cambio se había quedado en Lansquenet. Yo me prometí que nunca volvería a París, y es en París donde me he establecido. Al igual que el viento, la vida se divierte llevándonos a los lugares que menos esperamos, cambiando constantemente de dirección para que los mendigos sean coronados, los reyes caigan, el amor se funda con la indiferencia y los enemigos declarados vayan contigo de la mano a la tumba.
«Nunca retes a la vida a una partida —solía decirme mi madre—, porque siempre juega sucio, cambia las reglas, te quita las cartas de las manos o, a veces, las convierte en comodines…».
De pronto tuve ganas de volver a leer las cartas del Tarot de mi madre. Las había traído conmigo, como siempre, claro, pero había pasado mucho tiempo desde que había abierto la caja de madera de sándalo que las contenía. Temo que haya perdido la técnica… o quizá no sea ese el motivo de mi temor.
De vuelta en casa de Armande, que aún sigue oliendo a su perfume (a la lavanda que siempre metía entre las sábanas, a las cerezas en aguardiente que aun ahora siguen alineándose en las estanterías de su pequeña despensa), abro la caja de mi madre. Huele a ella, igual que la casa de Armande sigue oliendo a Armande; como si la muerte de mi madre se hubiese reducido al algo del tamaño de una baraja de cartas, aunque su voz sea tan fuerte como siempre.
Corto la baraja y extiendo las cartas. Fuera, en Les Marauds, Rosette sigue jugando con su nuevo amigo. Las cartas son viejas y están algo arrugadas: los grabados sobre madera están desgastados después de tanto usarlas.
El Siete de Espadas: inutilidad. El Siete de Bastos: fracaso. La Reina de Copas tiene una mirada ausente, la mirada de una mujer tan profundamente decepcionada y tan a menudo que no se atreve a volver a albergar ninguna esperanza. El Caballo de Copas, que debería ser una carta dinámica, está un poco estropeado por el efecto del agua; su rostro parece agotado y depravado. ¿Quién es ese caballero? Me resulta familiar. Sin embargo, no responde a mi pregunta. En cualquier caso…
Las cartas son malas. Debería guardarlas, lo sé. Además, ¿qué estoy haciendo aquí? Casi desearía no haber abierto la carta de Armande, que Roux nunca me la hubiese entregado y que la hubiese tirado al Sena.
Echo una ojeada a mi teléfono. No hay ningún mensaje de Roux. Es muy probable que no haya leído los míos (es tan poco de fiar con los móviles como con las cartas), pero después de lo que he descubierto hoy, necesito algo tan simple como contactar con él. Es absurdo, lo sé… Nunca he necesitado a nadie. Y aun así no puedo evitar pensar que cuanto más tiempo me quede en Lansquenet, más precario es el hilo que me conecta con mi nueva vida…
Evidentemente, podríamos volver a casa esta misma noche. En realidad, es muy fácil. ¿Qué es lo que me retiene aquí? ¿Un recuerdo? ¿Una baraja de cartas?
No, nada de eso. Entonces, ¿qué es?
Vuelvo a meter las cartas en la caja. Mientras lo hago, una de ellas se me escapa y cae al suelo, boca arriba. Una mujer sosteniendo una rueca, de la que se desenrolla una luna creciente. Su rostro está envuelto en sombras. La Luna. Una carta que siempre he relacionado conmigo, aunque hoy es alguien distinto. Quizá sea el cuarto creciente, como el que hay en lo alto de la mezquita. O puede que sea por su rostro cubierto que me recuerda a la mujer de negro, la mujer que solo he entrevisto, pero cuya sombra se extiende cruzando el río Tannes hasta Les Marauds, atrayendo mi atención, arrastrándome a casa…
La casa, el hogar. ¡Oh, otra vez esa palabra! Pero en Lansquenet no está mi hogar. Y, aun así, el poder de esa palabra es muy fuerte. ¿Acaso sé lo que significa? Tal vez la mujer de negro pueda explicármelo…, si puedo dar con ella, claro.
Anouk ha vuelto después de haber pasado el día con Jeannot, con una alegre sonrisa en la cara y la nariz quemada por el sol. La dejo con Rosette, cuyo amiguito, finalmente, se ha ido a su casa, llevándose con él a su perro. No obstante, sospecho que volveremos a ver a Pilou, a Vlad y a Jeannot en los próximos días.
—¿Te lo has pasado bien?
Anouk asiente. Le brillan mucho los ojos. A pesar de su diferente color, hoy se parece mucho a Rosette, con el pelo recogido en exuberantes rizos por efecto del viento húmedo del Tannes. Me alegro de que haya hecho un amigo aquí, aunque sea el hijo de Joline Drou. Recuerdo a un niño de ojos brillantes, algo tímido de entrada, pero que pronto se sumergió en los extravagantes juegos de Anouk. Le gustaban mucho los ratones de chocolate; solía meterlos en el interior de una baguette recién sacada del horno para hacer pain au chocolat. Ahora debe de tener la edad de Anouk, puede que algo más. Desde que lo vimos por última vez se ha desarrollado mucho: es más alto que sus padres, aunque la ilusión de madurez la desmiente la holgazanería típica de los adolescentes y sus juguetones andares de pato cuando cree que nadie lo está mirando. Me gusta que Jeannot siga siendo un poco el niño que fue. Hay mucha gente que conozco que ha cambiado, a veces de tal forma que no se la reconoce.
Suenan las seis en el reloj de Saint-Jérôme. Es una buena hora para pasar a saludar a nuestros vecinos. Los hombres aún deben de estar en la mezquita. Las mujeres estarán preparando iftar.
—Quiero salir un rato. ¿Os las arreglaréis solas?
Anouk asiente con la cabeza.
—Claro. Haré la cena.
Supongo que eso significa, una vez más, pasta seca, preparada en la cocina de leña de Armande. Hay un tarro lleno en la despensa, aunque no quiero ni imaginarme cuánto tiempo lleva allí. A Anouk y a Rosette la pasta es lo que más les gusta; con un chorrito de aceite y un poco de albahaca del jardín, serán felices. Y también hay melocotones. Y cerezas en aguardiente, ciruelas de Narcisse y un flan aux pruneaux que hizo su mujer, y algunas galettes y queso que trajo Luc.
Miro en dirección a la casa de postigos verdes. Le prometí a Maya unos melocotones. Anouk me ayuda a cogerlos. Los metemos en un cesto, sobre un lecho de hojas de diente de león. Después de ocho años viviendo en París, hay algo que casi había olvidado: el perfume de los melocotones en el árbol, soleado y embriagador; el aroma ligeramente amargo de las hojas, como las aceras polvorientas después de la lluvia. Para mí, son olores de la infancia, de tenderetes al borde de la carretera y noches de verano.
¿Y la mujer de negro? Aunque no tengo ninguna prueba de ello, estoy segura de que le encantan los melocotones.
Hubo un tiempo en que solía saber lo que más le gustaba a todo el mundo. Una parte de mí aún lo sabe, aunque el don que mi madre tanto apreciaba se ha revelado muy a menudo como una maldición. Saber no resulta siempre agradable. Incluso el poder no siempre es algo bueno. Aprendí esa lección hace cuatro años, cuando Zozie de l’Alba entró en nuestras vidas como un huracán con zapatos rojos. Hay demasiadas cosas en juego para que sea feliz capeando el temporal; demasiadas responsabilidades al leer el guión del corazón humano.
¿Debería hacer esto realmente? ¿Puedo cambiar las cosas aquí? ¿O acaso la mujer de negro resultará ser mi piñata negra, llena de palabras que es mejor que no sean leídas, de historias que es mejor que sigan siendo un secreto?