CAPÍTULO 3

Martes, 17 de agosto

Bendígame, padre, porque he pecado. Obviamente, usted ya no está aquí, pero necesito confesarme con alguien, père, y hacerlo con el nuevo párroco (el père Henri Lemaître, con sus vaqueros, su sonrisa desvaída y sus ideas nuevas) es absolutamente imposible. Y en cuanto al obispo, más de lo mismo. Él cree firmemente que yo provoqué el incendio. No voy a ponerme de rodillas ante esa gente, père. Antes que hacer eso, prefiero condenarme.

Evidentemente, usted está en lo cierto. Mi pecado es el orgullo. Siempre he sido consciente de ello. Pero sé que el père Henri Lemaître destruirá Saint-Jérôme y yo no puedo quedarme mirando sin hacer nada. Ese hombre usa el PowerPoint en sus sermones, por el amor de Dios, y ha sustituido al organista del pueblo por Lucie Levalois, que toca la guitarra. El resultado es indudablemente popular, nunca había venido tanta gente de otros pueblos, pero me pregunto qué pensaría de ello, père, usted que siempre solía ser tan austero.

El obispo cree que, actualmente, el culto debe ser más divertido que austero. «Debemos atraer a los jóvenes», afirma… El obispo tiene treinta y ocho años, siete menos que yo, y calza zapatillas Nike bajo la sotana. El père Henri Lemaître es su protegido y, por ello, no puede equivocarse. De ahí que apruebe la intención del père Henri Lemaître de modernizar Saint-Jérôme, incluyendo pantallas para su PowerPoint y planes para reemplazar nuestros viejos bancos de roble por algo «más apropiado». Me imagino que con eso quiere decir que el roble no encaja con el PowerPoint.

No obstante, aunque yo deplore esa pérdida, estaré en minoría. Caro Clairmont viene quejándose desde hace años de esos bancos, que son duros y estrechos (Caro no es ni una cosa ni la otra). Y, por supuesto, si los quitan, su marido, Georges, será quien los reclame, los restaure y finalmente los venda a un precio absurdamente elevado en Burdeos, a turistas ricos que quieran amueblar su segunda residencia con algo realmente auténtico.

Cuesta mucho no enfadarse, père. He dedicado mi vida a Lansquenet. Y para que ahora todo me sea arrebatado… y por qué motivo…

Todo tiene su origen en esa maldita tienda. En esa maldita chocolaterie. ¿Qué tendrá ese sitio que solo causa problemas? Primero fue Vianne Rocher… y luego la hermana de Bencharki. Ahora, aun estando vacía y reducida a cenizas, parece hacer todo lo posible por provocar mi perdición. Según me cuenta, el obispo está convencido de que no tengo nada que ver con el incendio. Hipócrita. Se le nota que no dice que cree en mi inocencia. Lo que dice, con mucha sensatez, es que, sean cuales sean las conclusiones sobre mi comportamiento, mi posición en el pueblo es comprometida. Quizá esté mejor en otra parroquia, donde desconozcan mi historia…

Maldita sea su condescendencia. No me iré sin hacer ruido. Me niego a creer que, después de todo lo que he hecho por esta comunidad, nadie, en el pueblo, tenga fe en mí. Debe de haber algo que yo pueda hacer. Algún gesto para ganarme la buena voluntad de mi gente y de la de Les Marauds. He intentado hablar con ellos y no ha servido de nada, pero puede que alguna acción abogue por mi causa.

Y esa es la razón por la que esta mañana he decidido volver a la Place Saint-Jérôme y hacer lo posible por redimirme. La estructura de la tienda es sólida: solo hay que limpiarla un poco, cambiar algunas tejas y parte de la madera y el yeso y darle unas capas de pintura para dejarla como nueva. O eso es lo que pensaba; también creía que si los demás me veían echando una mano, algunos me ayudarían.

Cuatro horas más tarde me dolía todo el cuerpo y nadie había ni siquiera hablado conmigo. La panadería de Poitou está al otro lado de la calle; el Café des Marauds un poco más abajo, y nadie tuvo el detalle de ofrecerme algo de beber a pesar de este calor asfixiante. Empecé a comprender, père, que esta era mi penitencia…, no por el incendio, sino por mi arrogancia al creer que podía recuperar mi rebaño con una muestra de humildad.

Después del almuerzo, la panadería cerró; la plaza estaba en silencio. Tan solo el campanario de Saint-Jérôme protegía del sol; mientras sacaba escombros carbonizados de la casa y los dejaba en la acera, me quedé un rato a su sombra y bebí un poco de agua de la fuente.

—¿Qué está haciendo? —preguntó una voz.

Me incorporé. ¡Por todos los santos! De toda la gente que no habría querido ver… El chico de los Clairmont no es problemático, en absoluto, pero se lo contará a su madre, y habría preferido que me hubiera visto rodeado de amables voluntarios limpiando la tienda de Bencharki en vez de exhausto, sucio y dolorido, y rodeado tan solo de madera quemada.

—Nada. —Le dediqué una sonrisa—. Pensé que podríamos ser solidarios. No se puede permitir que una mujer y su hija vuelvan a un lugar como este…

Le señalé la puerta chamuscada y los restos ennegrecidos que había al otro lado. Luc me miró con cautela. Quizá me había equivocado al sonreírle.

—Vale, me hace sentir incómodo —le confesé, haciendo desaparecer la sonrisa—. Saber que medio pueblo cree que yo fui el responsable de esto.

¿Medio pueblo? Ojalá. Actualmente, podría contar mis defensores con los dedos de una mano.

—Le ayudaré —dijo Luc—. Ahora mismo lo que me sobra es tiempo.

Claro, empieza la universidad a finales de septiembre. Si no recuerdo mal, está estudiando literatura francesa, algo que Caro no aprueba. Pero ¿por qué querría ayudarme? Nunca le he caído bien, ni siquiera cuando su madre era una de mis seguidoras.

—Voy a buscar la camioneta —dijo, señalando los escombros—. Primero lo ayudaré a limpiar todo esto y luego veremos qué materiales harán falta.

En fin, no estaba en posición de negarme. Después de todo, ha sido el orgullo lo que me ha conducido a esta situación. Le di las gracias y volví al trabajo, sacando más escombros. Había más de lo que me había imaginado, pero, por la noche, con la ayuda de Luc, habíamos limpiado toda la planta baja.

Las campanas empezaron a sonar, anunciando la misa; en la plaza, las sombras se alargaron. El père Henri Lemaître, mirando como si acabara de salir de una cámara refrigerada apta solo para sacerdotes, llegó paseando desde Saint-Jérôme, con la sotana perfectamente planchada, el pelo peinado a la moda juvenil y el alzacuello recién lavado, una pizca más blanco que sus dientes.

—¡Francis!

Odio que me llame así. Le mostré mi sonrisa más diplomática.

—Es fantástico que estés haciendo esto —dijo, como si lo hubiese hecho por él—. Si me lo hubieras dicho esta mañana, habría podido comentar algo después de la misa… —Su tono daba a entender que él mismo habría estado encantado de ayudarme, si no fuera por la carga que supone tener que ocuparse de mi parroquia—. Y, hablando de la misa… —Dedicó una mirada crítica a mi tiznada y sudorosa persona—. ¿Pensabas asistir esta noche? En la sacristía hay una muda que estaría encantado de…

—No, gracias.

—He visto que no has ido a misa, ni comulgado ni confesado desde…

—Gracias. Lo tendré en cuenta.

Como si fuera a permitir que él me ofreciera una hostia, y en cuanto a la confesión… En fin, père… Sé que es pecado, pero el día que él me imponga una penitencia será el día que yo abandone la Iglesia para siempre.

Me miró compasivamente.

—Mi puerta siempre está abierta —dijo.

Y entonces, con un último destello de su sonrisa de anuncio de dentífrico, se fue, dejándome intranquilo, con los puños apretados en la espalda.

Ya tenía bastante y di el trabajo por terminado. Volví a casa antes de que la muchedumbre que pensaba ir a misa se reuniera en la plaza. Las campanas me persiguieron durante todo el trayecto, y cuando estuve frente a mi puerta vi que alguien la había pintado con espray negro. Parecía reciente; aún podía oler el vapor de la pintura en el aire caliente.

Miré a mi alrededor; no vi a nadie salvo a tres chicos en mountain bike al final de la Rue des Francs Bourgeois. Adolescentes, por lo que pude ver; uno de ellos iba vestido con una camisa blanca holgada y los otros dos con camisetas y vaqueros. Los tres llevaban los pañuelos a cuadros que suelen lucir a veces los hombres árabes. Al verme, se alejaron a toda velocidad montados en sus bicicletas en dirección a Les Marauds, gritando algo en árabe. No entiendo el idioma, pero por su tono y sus risas deduje que no se trataba de ningún cumplido.

Podría haber ido tras ellos, mon père. Tal vez debería haberlo hecho, pero estaba cansado y, sí lo confieso, puede que tuviera un poco de miedo. Así pues, entré en casa, me di una ducha, me serví una cerveza y traté de comerme un bocadillo.

Sin embargo, a través de la ventana abierta aún podía escuchar esas campanas anunciando la misa, y, más lejos, la voz del muecín seguía flotando sobre el río como una voluta de humo en el aire de la tarde. Me habría gustado rezar, pero solo era capaz de pensar en Armande Voizin, en sus rasgados ojos negros, en sus modales impertinentes y en cómo se habría reído de todo esto. Puede que me esté viendo. Y esa idea me horroriza. Así pues, me sirvo cerveza y contemplo la puesta de sol sobre el Tannes mientras por el este se asoma la luna en cuarto menguante sobre Lansquenet.