CAPÍTULO 2

Lunes, 16 de agosto

Finalmente, empezó a anochecer. El cielo cambió su color rojo sandía por un profundo y aterciopelado azul joyero. La melancólica llamada del muecín se escuchaba débilmente en Les Marauds. Al mismo tiempo, en la otra orilla del río, las campanas de la iglesia de Lansquenet empezaron a sonar, anunciando que la misa había terminado. Una docena de familias nos había invitado a comer, en el caso de que hubiésemos querido hacer vida social, pero Rosette ya estaba medio dormida y Anouk se había enganchado de nuevo a su iPod. Tanto una como otra parecían exhaustas. Tal vez fuera por el aire fresco, el cambio de escenario, el ir y venir de amigos y visitas. Preparé una cena sencilla a base de aceitunas, pan, queso y fruta, con ensalada de hojas de diente de león aderezada con capuchinas amarillas. Cenamos casi en silencio, mientras escuchábamos los sonidos de la noche a través de la ventana abierta: los grillos, las campanas de la iglesia, las ranas, las aves nocturnas, el tictac del viejo reloj de Armande, con su risueña cara de pergamino amarillo. Me di cuenta de que Rosette no comía: solo empujaba las aceitunas por su plato, como si fueran las piezas de un juego muy complicado.

—¿Qué te ocurre, Rosette? ¿No tienes apetito?

—Echa de menos a Roux —explicó Anouk.

Rower —dijo Rosette, con tristeza.

—Pronto lo veremos. Este sitio te va a gustar —repuso Anouk, abrazándola. Luego me miró—. Joséphine no ha venido. Pensé que sería la primera en pasar a saludarnos.

Tenía razón. Ya lo había pensado. Evidentemente, el café está abierto todo el día; Joséphine debe de haber estado ocupada. Aun así, creí que se dejaría caer durante el descanso para el almuerzo. Tal vez no quiera mezclarse con toda esa otra gente, gente como Caro y Joline, que solo querían curiosear y observar. Puede que hoy andara corta de personal o pensara llamar a la hora de cerrar. Eso espero; de toda la gente que dejamos atrás, es posible que Joséphine sea la persona a la que más he echado de menos. Joséphine, con su enternecedora mirada y su aire de estoico desafío.

—Mañana iremos a verla —le prometí a Anouk—. Puede que hoy estuviera ocupada.

Acabamos de cenar en silencio. Anouk y Rosette se fueron a la cama. Yo me quedé sola, con una copa de vino tinto, preguntándome qué estaría haciendo Reynaud en ese mismo instante. Me lo imaginé en su casita, contemplando el crepúsculo, escuchando las campanas de la iglesia mientras su rival decía misa en su lugar. Luego abrí la puerta y salí, porque me sentía inquieta.

Olía a polvo y a melocotones. Los grillos cantaban en el seto de romero. En esta parte del pueblo no hay farolas, pero el cielo, que no estaba del todo oscuro, bastaba para mostrarme el camino del puente hasta Lansquenet.

Más abajo, Les Marauds cobraba vida. Las luces enmarcaban las ventanas cerradas; la gente iba y venía por la calle; el olor a incienso y a comida llegaba a través de la puerta abierta de una cocina. Todo parecía muy distinto de lo que era tan solo unas horas antes: el calor, leve y opaco; las mujeres, con el hiyab y las abayas sobre la ropa que llevaban durante el día; los hombres barbudos, con sus túnicas blancas; el silencio, cauteloso y vigilante. Ahora se escuchaban voces, risas, el barullo de una celebración. Durante el ramadán, los días son largos. Por la noche, una comida sencilla es toda una fiesta, y un vaso de agua, una bendición. Se cuentan historias y se juega. Los niños se quedan despiertos hasta tarde.

Una niña vestida con un kameez amarillo corría por el bulevar, blandiendo un largo bastón. Hacía un zumbido estridente; reconocí el juego: consistía en atar un escarabajo volador al extremo de un palo con un trozo de hilo a modo de improvisado cascabel.

Alguien gritó en árabe. La niña protestó. Otra niña vestida con un caftán azul marino salió a la calle. La niña dejó el palo apoyado contra la pared y siguió a la otra al interior de la casa. Fui paseando por Les Marauds, en dirección al río. El puente que une Les Marauds con el resto de Lansquenet está ubicado en una especie de encrucijada; en ese lugar era donde se levantaban las curtidurías y donde ahora se encuentra la mezquita. En ambos lados se conservan los muros de la antigua bastide, rotos en algunas partes, un vestigio de los posibles intrusos de los que se protege Lansquenet.

El puente es de piedra, más bien bajo; el río divide el pueblo en dos, como las dos mitades de una fruta cortada. En invierno, después de la lluvia, el Tannes aumenta tanto su caudal que solo las barcas más planas pueden navegar por él. A veces, en otoño, si el verano ha sido muy caluroso, el río se seca casi del todo, dejando bancos de arena llenos de grumos divididos por exiguos riachuelos. Pero ahora, el río es perfecto. Perfecto para nadar y perfecto para navegar.

Eso me hizo preguntarme de nuevo por qué Roux había decidido no venir. Pasó cuatro años en Lansquenet después de que Anouk y yo nos fuéramos. Entonces, ¿por qué se ha quedado en París, amando como ama tanto el campo? ¿Por qué ha decidido quedarse a orillas del Sena cuando el Tannes resulta tan tentador? Además, sé que Rosette lo echa de menos… Anouk y yo también lo echamos de menos, por supuesto, pero Rosette lo hace de una manera especial, una manera que nosotras dos no entendemos. Evidentemente, sigue teniendo a Bam, quien, en ausencia de Roux, ha hecho que su presencia sea más visible de lo habitual: sentado en un taburete, junto a Anouk, su cola es un signo de interrogación bajo la luz amarillenta.

«Oh, Roux, ¿por qué no has venido?».

Roux detesta la tecnología, a pesar de que he conseguido que lleve un móvil, aunque en realidad no lo usa. He intentado llamarlo, pero, como era de esperar, lo tenía apagado. Le he mandado un SMS:

«Hemos llegado bien. Estamos en la vieja casa de Armande. Todo bien, pero con algunos cambios. Puede que nos quedemos unos días más. Te echamos menos. Te queremos, Vx».

El hecho de mandar un mensaje a casa hizo que Roux pareciera estar aún más lejos. La casa, el hogar. ¿Es este mi hogar ahora? Contemplé Lansquenet desde la distancia: las lucecitas, las calles sinuosas, el campanario de la iglesia, de color blanco en la oscuridad. Al otro lado del puente, la mitad más oscura: las calles, iluminadas tan solo por las luces de las casas; la punta borrosa del minarete, coronada por su media luna plateada, desafiando el campanario de la iglesia, que se alza como un puño en la plaza.

Por un instante he pensado que este es mi hogar, que debería quedarme en Lansquenet. Aun ahora, la palabra hogar evoca esa tiendecita, las habitaciones que había sobre la chocolaterie, el dormitorio de Anouk en el desván, con su claraboya. Me siento dividida en una forma inédita: una mitad de mí pertenece a Roux, y la otra está aquí, en Lansquenet. Quizá porque el propio pueblo está dividido actualmente en dos mundos: uno es nuevo y multicultural, y el otro tan conservador como solo puede serlo la Francia rural, y yo lo entiendo perfectamente…

«¿Qué estoy haciendo aquí?», pensé. ¿Por qué he abierto la caja de las incertidumbres? En su carta, Armande decía claramente que en Lansquenet había alguien que necesitaba ayuda. Pero ¿quién? ¿Francis Reynaud? ¿La mujer de negro? ¿Joséphine? ¿Yo misma, tal vez?

Mi paseo me ha llevado hasta la casa de donde ha salido la niña del caftán azul marino. El palo con el escarabajo volador estaba junto al camino. Lo liberé y me zumbó, enojado, antes de emprender el vuelo. Me detuve para echar un vistazo a la vivienda.

Como la mayoría de las casas de Les Marauds, era un edificio de dos plantas, de techos bajos, y estaba construida con madera y ladrillo amarillo. Parecía ser el resultado de dos casas que habían sido levantadas de cualquier manera. La puerta y los postigos estaban pintados de verde, y en el alféizar había jardineras en las que crecían geranios rojos. Me llegaba el olor a comida, especias y menta. Cuando pasé por delante, la puerta se abrió de nuevo y la niña del kameez amarillo salió corriendo a la calle. Al verme, se detuvo y se quedó mirándome fijamente con sus ojos brillantes; supuse que tendría unos cinco o seis años, y que era demasiado pequeña para llevar la cabeza cubierta con un pañuelo. Llevaba coletas, sujetas con unos lazos amarillos, y lucía una pulsera dorada en su regordeta muñeca.

—¡Hola! —le dije.

La niña me miró a los ojos.

—Me temo que he dejado escapar a tu pequeño escarabajo volador —dije, mirando el palo que había en el suelo—. Parecía tan triste atado de esa manera… Mañana puedes volver a cazarlo. Si tiene ganas de jugar, claro.

Sonreí. La pequeña seguía mirándome fijamente. Me pregunté si me había entendido. En París he visto niñas de la edad de Rosette que apenas hablan una sola palabra de francés, aun cuando han nacido allí. Normalmente, dominan el idioma cuando acaban la escuela primaria, aunque conozco algunas familias que se muestran reticentes a mandar a sus hijas al instituto…, a veces por la prohibición del velo y otras porque necesitan que echen una mano en casa.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

—Maya.

Así pues, sí me entendía.

—Me alegro de conocerte, Maya —contesté—. Yo soy Vianne. Me alojo en esa casa de ahí arriba, con mis dos hijas.

Señalé la vieja casa de Armande. Maya parecía recelosa.

—Sí. Era de mi amiga Armande. —Me di cuenta de que desconfiaba y añadí—: Dime, ¿a tu madre le gustan los melocotones?

Maya hizo un leve asentimiento con la cabeza.

—Mi amiga tiene un melocotonero en su casa. Mañana, si te apetece, cogeré unos cuantos melocotones para el iftar.

Maya sonrió al oírme pronunciar esa palabra.

—¿Sabes lo que es el iftar?

—Por supuesto que sí.

Durante un tiempo, mi madre y yo vivimos en Tánger. Una ciudad vibrante en muchos aspectos y llena de contradicciones. Siempre recurría a la comida y a las recetas para comprender a la gente que me rodeaba, y a veces, en un lugar como Tánger, la comida es el único lenguaje común.

—¿Con qué vais a romper el ayuno esta noche? ¿Con una sopa harissa? —le pregunté—. Me encanta esa sopa.

Maya ensanchó su sonrisa.

—A mí también —dijo—. Y Omi prepara tortitas. Tiene una receta secreta. Son las mejores del mundo.

De repente, la puerta verde se abrió de nuevo. Una mujer habló bruscamente en árabe. Maya parecía estar a punto de protestar, pero luego, a regañadientes, volvió a entrar en la casa. Una figura femenina con velo negro apareció en el umbral… Levanté una mano para saludarla, pero la puerta se cerró de golpe antes de saber con certeza si la mujer me había visto o no.

Sin embargo, sí estaba segura de algo. La mujer que acababa de ver en el umbral de la puerta era la misma que vestía un niqab y que había visto ayer junto a la iglesia, y luego en Les Marauds. Era la hermana de Karim Bencharki, cuyo nombre nadie parece saber; la mujer cuya sombra se extiende a través de esas dos comunidades…

Mientras caminaba a orillas del Tannes, de regreso a casa, la calma era casi sobrenatural. Los grillos y los pájaros se habían callado; incluso las ranas guardaban silencio.

En noches así, los lugareños dicen que el viento de autan está a punto de soplar; le vent des fous, el viento de los locos, que golpea las ventanas, seca las cosechas y desvela a la gente. El autan blanco trae un calor seco, y el negro, tormentas y lluvia. Sople como sople, los cambios nunca están lejos.

¿Qué estoy haciendo en Lansquenet? Una vez más, no puedo evitar preguntármelo. ¿Ha sido el autan el que me ha traído hasta aquí? Y, esta vez, ¿cuál de ellos será? ¿El blanco, que te mantiene despierto, o el negro, que te vuelve loco?