Lunes, 16 de agosto
Luc pasó por casa esta mañana. Reynaud le dijo que estábamos aquí. Nos pilló desayunando: melocotones y chocolate caliente, servido con la vajilla dispareja de Armande: antigua porcelana china translúcida como la piel, con picaduras en los bordes y pintada a mano con dibujos tradicionales del Sous-Tannes, ese pequeño rectángulo del Gers, aislado del resto del río Tannes antes de que este se una al caudaloso Garona. La taza de Anouk tenía un conejo pintado; la de Rosette, una nidada de polluelos, y la mía, unas flores y un nombre, Sylvie-Anne, escrito con una letra redondeada.
¿Una parienta, quizá? Parecía antigua. Una hermana, una prima, una hija, una tía. Me pregunté qué se sentiría al tener una taza con mi nombre escrito; una taza que me hubiera dado mi madre, por ejemplo, o que me hubiera legado mi abuela. Pero ¿qué nombre figuraría en ella, Armande? ¿Cuál, de entre mis muchos nombres?
—¡Vianne!
Un grito desde la puerta me sacó de mi ensimismamiento. La voz de Luc era más grave y había perdido su tartamudeo infantil. Pero, por lo demás, tenía el mismo aspecto: el pelo castaño cayéndole sobre los ojos y esa sonrisa que es franca y pícara al mismo tiempo.
Primero me dio un abrazo a mí, luego a Anouk y se quedó mirando fijamente con sincera curiosidad a Rosette, que lo saludó enseñándole los dientes y con un impertinente ruidito algo simiesco (¡cak-cakk!) que de entrada lo asustó pero al final lo hizo reír.
—Os he traído algo de comida —dijo—, pero al parecer ya habéis terminado de desayunar.
—No te creas —repuse, con una sonrisa—. El aire nos abre el apetito.
Luc sonrió y nos tendió unos croissants recién hechos y pains au chocolat.
—Teniendo en cuenta que estáis aquí por culpa mía —dijo—, podéis quedaros todo el tiempo que queráis. A la grand-mère le habría encantado.
Le pregunté qué pensaba hacer con la casa ahora que ya era su legítimo propietario. Luc se encogió de hombros.
—No estoy seguro. Puede que me venga a vivir aquí. Es decir, si mis padres… —Dejó la frase sin terminar—. Te has enterado de lo del incendio, supongo.
Asentí con la cabeza.
—Los accidentes ocurren —dijo él—. Pero mamá cree que hay algo más. Piensa que Reynaud inició el fuego.
—¿De veras? —dije—. ¿Y tú qué opinas?
Recuerdo a Caro Clairmont: una de las más fervientes cotillas de Lansquenet, que siempre se había alimentado de los escándalos y tragedias del pueblo. Podía imaginar el secreto regocijo ante la desgracia de Reynaud, templando los rumores con extravagantes muestras de compasión.
Luc se encogió de hombros.
—Bueno, nunca me cayó muy bien, aunque no creo que lo hiciera. Quiero decir que es un tipo frío y un poco terco, pero nunca haría algo semejante.
Luc estaba en minoría. Antes de acabar el día, oímos el rumor una docena de veces. En boca de Narcisse, que nos trajo verduras de su tienda; de Poitou, el panadero; de Joline Drou, la maestra, que llamó para que quedáramos con ella y su hijo. En realidad, la mayor parte de la gente de Lansquenet pareció pasarse hoy por Les Marauds en cuanto el rumor sobre nuestra llegada se propagó como las semillas de diente de león que se lleva el viento.
«Vianne Rocher ha vuelto —decían—. Finalmente, Vianne Rocher está en casa…».
Pero eso es absurdo. Yo ya tengo una casa. Está amarrada en el Quai de l’Elysée. Yo no pertenezco a este lugar más de lo que pertenecí ocho años atrás, cuando llegué con Anouk. Y aun así…
—Sería muy fácil —dijo Guillaume—. Podrías arreglar la antigua chocolaterie. Una mano de pintura… Todos te ayudaríamos…
Capté un destello en la mirada de Anouk.
—Deberías ver la barca que tenemos en París —dije—. Justo debajo del Pont des Arts. Por la mañana, el río está cubierto por la niebla, igual que el Tannes.
El destello se apagó, oculto tras las largas pestañas.
—Tendrías que hacernos una visita, Guillaume.
—Oh, soy demasiado viejo para París. —Sonrió—. Y Patch está acostumbrado a viajar en primera clase.
Guillaume Duplessis es de los pocos que no cree que Reynaud sea culpable.
—Solo es un rumor malicioso —dice—. ¿Por qué querría Reynaud quemar una escuela?
Joline Drou estaba convencida de conocer el motivo.
—Por ella, esa es la razón —dijo—. Por esa mujer del burqa. La mujer de negro.
Anouk y Rosette estaban fuera, sacudiendo una polvorienta alfombra con un par de viejas escobas. El hijo de Joline, Jeannot, estaba con ellas. Tenía la edad de Anouk, y lo recordaba de los tiempos de la chocolaterie. Anouk y él habían sido buenos amigos, a pesar de su fastidiosa madre.
—¿Quién es esa mujer? —pregunté.
Joline arqueó una ceja.
—Aparentemente, es viuda; es la hermana de Karim Bencharki. Conozco a Karim, un hombre muy agradable… Trabaja en el gimnasio de Les Marauds. Pero ella es muy diferente. Es agresiva. Distante. Dicen que su marido se divorció de ella.
—¿Me estás diciendo que no lo sabías?
Joline es una de las cotillas más activas de Lansquenet. Me resultaba difícil de creer que no lo hubiese descubierto todo acerca de la recién llegada en cuanto se instaló en la ciudad. Se encogió de hombros.
—Tú no lo entiendes. Nunca habla con nadie. No es como el resto de magrebíes. Ni siquiera sé si habla francés.
—¿Nunca has tratado de averiguarlo?
—No es tan fácil como parece —repuso Joline—. ¿Cómo empiezas una conversación con alguien que nunca enseña la cara? Solíamos ser amables con algunas de las mujeres que viven en Les Marauds. Caro invitaba a varias de ellas a tomar té en su casa. La gente cree que solo somos unos pueblerinos, pero aquí somos muy multiculturales. Te sorprenderías, Vianne. Yo incluso he empezado a preparar cuscús. Es muy sano, y engorda menos de lo que crees.
Disimulé una sonrisa. Joline Drou y Caro Clairmont creen que pueden introducirse en una cultura porque comen cuscús. Me imaginé esos tés en casa de Caro: la conversación, los pastelitos, la porcelana, la plata, los canapés. Las charlas bienintencionadas, encaminadas a promover una entente cordiale. La idea me estremeció.
—¿Qué pasó? —pregunté.
Joline hizo una mueca.
—Dejaron de ir cuando esa mujer se vino a vivir aquí —dijo—. Solo causa problemas. Paseándose por ahí con el velo cubriéndole la cara, haciendo que la gente se sienta incómoda. Esas mujeres son muy competitivas. Y eso cuajó como si fuera la última moda. Todas empezaron a usarlo. Bueno, puede que no todas, pero ya sabes… Al parecer, a los hombres los vuelve locos. No paran de preguntarse qué se esconderá debajo, les dispara la imaginación. Evidentemente, a Reynaud no le gustó. Él siempre está anclado en el pasado. No tiene ni idea de cómo enfrentarse a la Francia multicultural. ¿Te has enterado del lío que montó con lo de la mezquita? ¿Y con el minarete? Luego, cuando esa mujer inauguró la escuela… —Joline negó con la cabeza—. Debió de darle un ataque de nervios. Es todo lo que puedo decir. No sería la primera vez que…
—¿Cuántas alumnas había? —pregunté.
—Oh, puede que una docena. Sabe Dios lo que les enseñaría… —Levantó un hombro, malhumorada—. Esas burqas no quieren mezclarse con nosotras. Creen que vamos a corromperlas con nuestra moral relajada.
«O puede que estén hartas de ser tratadas con condescendencia y de que no se las comprenda», pensé, aunque no hice ningún comentario.
—Tiene una hija, ¿verdad? —dije.
Ella asintió con la cabeza.
—Sí, pobrecilla. Nunca juega con nuestros hijos. Nunca habla con nadie.
Miré a través de la ventana. Vi a Anouk y a Jeannot librando un combate de espadas mientras Rosette los animaba. A causa de haber vivido en diversos lugares y viajado durante tanto tiempo, mi hija y yo hemos tenido relaciones con gente de toda clase, muchas más que los habitantes de Lansquenet. Hasta cierto punto, hemos aprendido a ver más allá de las capas bajo las que nos ocultamos. El niqab (o, como lo llama Joline, el burqa) solo es una capa hecha de tela. Y, aun así, a los ojos de alguien como Joline, tiene el poder de convertir a una mujer normal en alguien sospechoso y temible. Incluso Guillaume, que en general suele ser muy tolerante, no tiene mucho que decir a favor de la mujer de la chocolaterie.
—Siempre me quito el sombrero cuando me cruzo con ella —dijo—. Es lo que me enseñaron siendo un niño. Pero ella nunca dice ni hola; nunca me mira. Eso es mala educación, madame Rocher, simple y mala educación. A mí no me importa quién sea, pero siempre trato de ser cortés. Pero cuando alguien ni siquiera te mira…
Lo comprendo. Debe de ser duro. Pero yo no tengo autoridad moral para opinar. Durante años huí del hombre de negro, y solo veía el miedo de mi madre y la sotana negra de una fe hostil. Durante años fui como Guillaume y los demás: mis prejuicios me cegaban. Solo ahora soy capaz de ver la verdad; mi hombre de negro era tan solo un hombre, tan vulnerable como cualquier otro. ¿Acaso Lansquenet, con su mujer de negro, es tan diferente? ¿Y es posible que ella, bajo su velo, igual que Reynaud, necesite ayuda?