CAPÍTULO 10

Domingo, 15 de agosto

Para poder comprenderlo, tiene que ser uno mismo quien vea con sus propios ojos de qué estoy hablando. Les Marauds, el barrio pobre de Lansquenet, como si una zona urbana como esa pudiera existir en un pueblo de no más de cuatrocientas almas. En otros tiempos albergó las curtidurías, que eran la mayor fuente de ingresos de Lansquenet, y todos los edificios que bordean la orilla del río estaban vinculados a dicha industria.

Una curtiduría apesta y contamina, y por ello Les Marauds siempre fue un mundo aparte, río abajo, rodeado de una atmósfera propia de hedor, suciedad y miseria. Pero eso fue hace un siglo. Ahora, evidentemente, las curtidurías y las casas de ladrillo y madera se han convertido, mayormente, en pequeñas tiendas y viviendas baratas. El río Tannes vuelve a estar limpio, y los chiquillos chapotean y juegan en el mismo lugar donde las mujeres solían limpiar las pieles contra una serie de enorme rocas planas y huecas, desgastadas tras décadas de trabajo agotador.

Es el sitio donde a la gente del río (la corrección política dicta que ya no podemos llamarlos gitanos) les gusta amarrar las barcas y encender hogueras, donde preparan crepes en una parrilla y tocan la guitarra, cantan y venden baratijas a los más pequeños y les tatúan los brazos con alheña para consternación de sus padres y de Joline Drou, directora de la escuela del pueblo.

Hasta ahora, todo esto solía ser cierto. Actualmente, los niños se mantienen alejados de ese lugar, al igual que la mayoría de los vecinos. Incluso la gente del río se mantiene alejada de allí… Desde hace cuatro años, cuando Roux se fue, no he visto llegar ninguna casa flotante. Ahora reina un ambiente distinto en Les Marauds; un ambiente que huele a especias y a humo y que suena a país extranjero…

Que no se me malinterprete. No es que los extranjeros no me caigan bien. En Lansquenet hay gente a la que no les caen bien, pero yo no soy uno de ellos. Cuando llegaron, en seguida di la bienvenida a las primeras familias de inmigrantes (tunecinos, argelinos, marroquíes, pieds-noirs, todos ellos agrupados ahora bajo el apelativo común de magrebíes) procedentes de Agen, consciente de que un pueblo como el nuestro, donde la gente tiene su idiosincrasia y es ajena a lo que sucede en las grandes ciudades, iba a oponer cierta resistencia a la llegada de un grupo de personas tan diferentes de ellos.

Al principio llegaron de Marsella o de Toulouse, de los suburbios de ciudades con índices muy altos de criminalidad, para huir a una zona más pacífica, llevándose a sus familias con ellos: a Burdeos, Agen, Nérac, y desde esos sitios, finalmente, a Les Marauds, una zona que la municipalité ha calificado como un área adecuada para la reurbanización, y donde Georges Clairmont, el constructor local, estaba encantado de recibirlos.

Eso fue hace casi ocho años. Vianne Rocher ya se había ido. Roux aún seguía aquí, trabajando en el casco que un día sería el de su barca; vivía en el Café des Marauds, y pagaba el alojamiento con trabajos esporádicos, la mayoría de ellos para Georges Clairmont, que es capaz de intuir a un buen carpintero en cuanto lo ve y que estaba entusiasmado por poder pagar menos del salario mínimo a un hombre que nunca se quejaba, que siempre cobraba en efectivo y que sabía tratar con toda clase de gente.

En aquella época, Les Marauds era otra cosa. La Salud y la Seguridad aún no habían vuelto locos a nuestros concejales, y esas casas abandonadas podían convertirse de la noche a la mañana en tiendas y viviendas. De hecho, ya había una tienda de telas y otra que vendía mangos, lentejas y batatas. También había un café (no servían alcohol, pero sí té a la menta y pipas de agua con kif) cuyo intenso olor era una mezcla de tabaco y marihuana, tan habitual en Marruecos. Todas las semanas había un mercado en el que se vendían frutas exóticas y hortalizas que llegaban de los muelles de Marsella, y también una pequeña panadería que ofrecía pan de pita, crepes, rollos de leche dulces, pasteles de miel y briouats de almendra.

Por aquel entonces, nuestra comunidad magrebí constaba tan solo de tres o cuatro familias. Todos vivían en la misma calle, que algunos de nuestros convecinos, a causa de su confusión geográfica, llamaban Le Boulevard P’tit Baghdad. Lo cierto era que ninguno de los recién llegados conocía Bagdad; la mayoría era la segunda o tercera generación de inmigrantes cuyos padres y abuelos habían llegado a Francia en busca de una vida mejor. Su vestimenta era variada y de colores vivos: desde las chilabas hasta los caftanes, tan típicos de Marruecos, pasando por la capa de burnous con capucha de los árabes y los bereberes y los vestidos europeos modernos, normalmente acompañados de algún sombrero (religioso, turco, o incluso un fez), según sus orígenes.

Por supuesto, todos eran musulmanes; entre ellos hablaban árabe y bereber, acudían a la gran mezquita que hay en Burdeos y ayunaban durante el ramadán. Consideraban a uno de sus hombres su líder y el imán… Se trataba de Mohammed Mahjoubi, un viudo de setenta años que vivía con su hijo mayor, Saïd, y su mujer, Samira, la madre de esta y sus dos hijas adolescentes, Sonia y Alyssa.

Mohammed Mahjoubi era un hombre sencillo de larga barba blanca y mirada pícara. Se le podía ver a menudo en su porche, a orillas del Tannes, leyendo y comiendo ciruelas saladas, cuyos huesos escupía en el río. Su hijo Saïd tenía un pequeño gimnasio, mientras que su nuera se encargaba de la casa y cuidaba de su madre, una mujer anciana. Sus nietas estaban a caballo de dos mundos: en la escuela vestían vaqueros y una túnica de manga larga, pero en casa llevaban el traje tradicional y el pelo, largo, sujeto con pañuelos de colores.

En aquellos primeros tiempos, el lugar estaba lleno de color: en el mercado, en las tiendas, en el surtido de alimentos y telas de seda. El Boulevard des Marauds tenía un nombre pomposo, ya que en realidad era pequeño, una calle de una sola dirección que cruzaba los barrios pobres de Lansquenet; sus adoquines habían sido desgastados por generaciones de gitanos del río, y no fueron reparados por una serie de concejales que creían que era mejor invertir su presupuesto sirviendo a nuestra comunidad.

A los magrebíes no parecía importarles. De hecho, muchos de ellos procedían de los barrios marginales de otras ciudades, donde vivían en casas semiabandonadas. Conducían coches viejos y destartalados, sin frenos ni seguro; no les importaba el estado de las carreteras. Al principio, los jóvenes se relacionaban con los del pueblo; jugaban a fútbol en la plaza del mercado y las chicas hacían amistades con las nuestras en la escuela. Un grupo de ancianas magrebíes aprendieron a jugar a la pétanque… y se revelaron extremadamente buenas en ello, derrotando a los habituales en varias ocasiones. Aunque no se habían integrado en Lansquenet, tampoco eran unos extraños, y muchos de nosotros sentíamos que, en cierto modo, aportaban algo al pueblo (el aire de otros lugares, el aroma de otras culturas, un gusto por lo exótico), algo de lo que carecían el resto de bastides que se levantaban a orillas del Garona y el Tannes.

Había gente que se mostraba cautelosa con esos extranjeros (Louis Acheron, entre ellos), pero la mayoría de nosotros nos alegrábamos de ver que Les Marauds cobraba vida de nuevo. Georges Clairmont se contaba entre los más entusiastas: recibía unos abultados honorarios del ayuntamiento, que subvencionó el proyecto de reurbanización, y se las arreglaba para sacar incluso más beneficios reduciendo todos los costes que podía. Los recién llegados nunca se dieron cuenta de si usaba madera de pino en lugar de roble o si cubría las paredes con cinco capas de cal o solo con tres. Su mujer, Caro, aceptó encantada esos ingresos extra e hizo la vista gorda ante el lamentable estado de la calle. Al principio, los magrebíes estaban contentos; recuerdo que Joséphine Muscat se traía montones de dulces de la tienda que había al final del bulevar (su propietario era Mehdi al-Djerba, nacido y criado en Marsella, con un acento del sur que se podía cortar con un cuchillo) para servirlos a los clientes habituales de su café. También recuerdo que intentó recompensarles regalándoles unas cuantas docenas de botellas de vino y cuánto se deprimió al saber que ninguno de esos recién llegados probaba el alcohol (más adelante nos enteramos de que eso no era del todo cierto: Mehdi al-Djerba bebe ocasionalmente, por motivos estrictamente médicos, y uno o dos de los hombres más jóvenes solían entrar a hurtadillas en el Café des Marauds cuando la gente estaba distraída). Así pues, en vez de vino, Joséphine les llevaba jardineras llenas de geranios para que las colocaran en el alféizar de la ventana, con lo que, aquel verano, las calles adoquinadas de Les Marauds se tiñeron de color escarlata. Me acuerdo de los partidos de fútbol entre nuestros chicos y los magrebíes y de que, en ocasiones, los padres acudían a verlos, situándose en su respectivo lado de la plaza, y que, al final del encuentro, se estrechaban solemnemente la mano. Recuerdo incluso a Caro Clairmont organizando encuentros matutinos para tomar café con las madres y los niños, todo en nombre de la entente cordiale, como si fuera una asistenta social de París y no una simple ama de casa de provincias…

Le cuento todo esto para demostrarle, père, que esa gente no resultaba molesta. Sé que en el pasado fui culpable de intolerancia, pero he tratado de redimirme. Cuando Jean-Pierre Acheron hizo una pintada en la pared del gimnasio de Saïd Mahjoubi, fui yo quien intervino y le ordené que borrara el grafito. Cuando Joline Drou se negó a dar clase a Zahra al-Djerba si no se quitaba el pañuelo de la cabeza, fui yo quien dijo que la escuela rural de Lansquenet, que cuenta con una sola aula, no es un instituto de París… La propia Joline lleva una pequeña cruz de oro, la cual, si nos ceñimos estrictamente a las normas, también debería dejarse a la entrada de la escuela.

En resumen: puede que le cueste creerlo, pero he respetado a los recién llegados. No soy una persona a quien le resulte fácil hacer amigos, pero no tengo nada en contra de la pequeña comunidad de Les Marauds… En realidad, pensaba que nuestra gente podía aprender algunas cosas de ellos. Los magrebíes eran educados, discretos y no provocaban alborotos. Eran respetuosos con sus padres y cariñosos con sus hijos, y, a su modo, eran devotos y humildes. Cualquier problema de la comunidad (una disputa familiar, un delito menor, un accidente, un fallecimiento) era cosa de Mohammed Mahjoubi, cuyo estatus entre los magrebíes era el de un sacerdote, un médico, un alcalde, un abogado y un asistente social, todo en uno. Sus métodos no eran siempre convencionales; había quien creía (Caro Clairmont, por ejemplo) que era demasiado viejo y demasiado excéntrico para ser un líder capaz. Pero, en general, el pueblo sentía un afecto sincero por Mahjoubi. En Les Marauds, su palabra era la ley, y nadie cuestionaba su autoridad.

Y luego vino el primer cambio. Desde su llegada, el viejo Mahjoubi había comentado la posibilidad de convertir uno de los viejos edificios de Les Marauds en una mezquita. Por lo que tengo entendido, el proyecto resultaba demasiado caro para ser viable, aun en el caso de que hubiera habido disponible un edificio adecuado para llevarlo a cabo. La gran mezquita de Burdeos no estaba muy lejos y, además, la población total de Les Marauds la formaban unas pocas familias…, puede que alrededor de cuarenta personas.

Los planes provocaron cierta polémica. La gente de la otra orilla del río se opuso, con firmes protestas de acérrimas familias católicas como los Acheron y los Drou. La idea de una mezquita situada a menos de cinco minutos andando de nuestra iglesia les pareció un ataque frontal, una bofetada en la mejilla de Saint-Jérôme, o puede que incluso en la del mismísimo Dios…

El viejo Mahjoubi me pidió que interviniera. Yo no fui precisamente solidario. No apoyaba la construcción de la mezquita, y no porque fuera antimezquitas, sino porque me parecía innecesaria…

No obstante, Mahjoubi se negó a admitir la derrota. Con la ayuda de su hijo Saïd, tomó posesión de una de las antiguas curtidurías y, luego, con fondos procedentes de la comunidad musulmana, tras mucho tira y afloja con las autoridades locales y la ayuda de Georges Clairmont, evidentemente, y de algunos voluntarios de Les Marauds, lo que hasta entonces era un edificio abandonado al final del bulevar se convirtió en la mezquita del pueblo y en el centro de la comunidad.

Compréndame, père, cuando digo que no tengo nada contra las mezquitas. Sin duda alguna, había algunos rasgos, como me vi obligado a señalar, que contravenían los planes urbanísticos locales. Pero no eran lo más importante, y solo los mencioné de pasada para evitar futuras molestias.

Está claro que el resultado fue más bien modesto: un viejo edificio de ladrillo amarillo en cuya fachada había pocos indicios que dieran a entender que se trataba de un lugar de oración. Su interior, un espacio bastante bonito, tenía el suelo embaldosado y las paredes con estarcidos dorados. Como sacerdote, trato de ser sensible con otras creencias, e hice un verdadero esfuerzo por transmitir a la comunidad de Les Marauds lo mucho que admiraba su obra y por ponerme a su disposición si alguien necesitaba ayuda.

Aun así, se había producido un cambio. De algún modo, durante nuestras negociaciones, Mahjoubi se había vuelto rebelde. Él siempre había sido un viejo testarudo, poseído por una curiosa levedad que a veces hacía difícil saber si estaba hablando en serio. Su hijo Saïd era más serio, y a veces me preguntaba si no sería mejor para el colectivo de Les Marauds que el padre cediera su puesto al hijo para que fuera este quien tomara las decisiones.

Puede que el viejo Mahjoubi se percatara de esto. En cualquier caso, su actitud cambió. Cuando visitaba Les Marauds, cosa que aún hago todos los días, por sentido del deber, Mahjoubi nunca desaprovechaba la ocasión para hacer algún comentario. Siempre eran afables, estoy seguro de ello, aunque otros no los habrían entendido.

—Aquí está Monsieur le Curé —decía, con su marcado acento—. ¿Se quedó sin pecadores al otro lado del río? ¿O está aquí para unirse finalmente a nosotros? ¿Ya ha aprendido a fumar kif? ¿O ya le basta con el incienso?

Todo sin acritud, de eso no hay duda; y, aun así, había algo en sus modales que parecía desafiante y combativo. Sus seguidores le seguían la corriente y, antes de que pudiera darme cuenta, casi de un día para otro, Les Marauds se había convertido en un territorio hostil.

Pero…, ¿cuándo habían empezado a cambiar las cosas? Es difícil saberlo con certeza. Era como mirarse un día al espejo y ver las primeras señales de la vejez: las arrugas en torno a los ojos o la piel que hay debajo de la barbilla, que empieza a colgar. Llegó más gente y se produjeron algunas fricciones en el seno de la comunidad… Nada, si uno lo pensaba bien, que justificase mi creciente inquietud. Pero debió de ser suficiente, père. Igual que en el cambio de estación, Les Marauds, de alguna manera, cambió de color. La mayor parte de las chicas empezaron a vestir de negro, con pañuelos hiyab (parecidos a la toca de las monjas), ocultando por completo su pelo y su cuello. Los cafés de la mañana fueron a menos. Caro Clairmont se peleó con una de sus invitadas habituales, y después de eso el resto empezó a acudir con menor frecuencia. Saïd Mahjoubi amplió su gimnasio al final del Boulevard P’tit Baghdad, nada complicado, tan solo una enorme sala con algunas pesas y algunas máquinas… y se convirtió en el lugar de reunión de todos los jóvenes de Les Marauds.

Eso fue hace más de cinco años. Desde entonces, la comunidad ha crecido. Llegó más gente, la mayoría parientes del extranjero que se reunían con sus familias. El año pasado, la nieta del viejo Mahjoubi, Sonia, se casó con un hombre llamado Karim Bencharki, que vino a vivir a Lansquenet con su hermana viuda y la hija de esta. Saïd Mahjoubi admiraba a Karim, que era doce años mayor que Sonia y había tenido algunos negocios de venta de ropa y telas en Argel. Mi opinión era otra. Conocía a Sonia desde que era una niña…, no muy bien, aunque hablábamos a menudo. Ella y su hermana Alyssa eran dos muchachas listas y extravertidas que los fines de semana incluso jugaban al fútbol con Luc Clairmont y sus amigos. Después de casarse, Sonia cambió: solo vestía de negro y abandonó sus planes para estudiar. La vi hace un par de semanas, comprando en el mercado; iba tapada de pies a cabeza, pero sin duda alguna era ella.

Iba con su marido y su cuñada; a su lado, seguía pareciendo una niña.

Sé lo que va a decir. La comunidad de Les Marauds no es responsabilidad mía. Mohammed Mahjoubi es su imán… Acuden a él como su guía. Sin embargo, no podía dejar de pensar en esa chica. En lo mucho que había cambiado desde su llegada. Su hermana menor no había cambiado, aunque los partidos de fútbol ya eran historia, y me preocupaba ver a Sonia tan distinta.

Sin embargo, entonces yo tenía mis propios problemas. Algunos de mis feligreses se habían quejado del tono de mis sermones, que les parecían pasados de moda y aburridos. Louis Acheron se sintió ofendido por cómo había tratado a su hijo (a quien, cuando tenía dieciséis años, agarré de la oreja antes de obligarlo a frotar la pared encalada del gimnasio, que previamente había decorado con un rostro sonriente y una esvástica), y desde entonces, toda la familia ha desarrollado un cierto rencor contra mí.

Acheron, contable de profesión, pertenecía a varios de los comités de Caro y había trabajado con Georges Clairmont en diversas ocasiones. Las familias tenían amistad; sus respectivos hijos eran más o menos de la misma edad. De común acuerdo, convencieron al obispo de que mis actitudes pasadas de moda estaban causando roces entre los miembros de la comunidad. Incluso se las arreglaron para sugerir que yo tenía una suerte de contienda contra Mahjoubi y su mezquita.

Los Clairmont y los Acheron empezaron a ir a misa a Florient, donde un nuevo y joven sacerdote, el père Henri Lemaître, estaba alcanzando una gran popularidad. Muy pronto me quedó claro que Caro, que en tiempos había sido una de mis más fieles seguidoras, había sucumbido al encanto del père Henri y que, furtiva pero enérgicamente, estaba haciendo campaña para que me sustituyeran.

Y entonces, un buen día, hace seis meses, mientras daba mi paseo matinal por Les Marauds, percibí algo fuera de lo común: de algún modo, la mezquita del viejo Mahjoubi contaba con un minarete.

Obviamente, esa no es una costumbre propia de Francia. Construir algo así se habría considerado algo innecesariamente provocativo. Sin embargo, la antigua curtiduría tenía una chimenea, una chimenea cuadrada de ladrillo de seis metros de altura y de alrededor de un metro ochenta centímetros de diámetro. Esta chimenea, como el resto del edificio, había sido recientemente encalada y decorada con una media luna plateada que brillaba a la luz del sol. Además, ahora se podía escuchar un inquietante sonido, amplificado por el cañón abierto; una voz que, en árabe, canturreaba el Azaan, la llamada tradicional a la oración.

Allahu Akhbar, Allahu Akhbar…

Las leyes francesas estipulan que cualquier llamada a la oración debe efectuarse desde el interior del edificio en cuestión y sin ninguna clase de amplificación. En el caso de la antigua curtiduría, se había instalado una escalera de mano dentro de la chimenea, de modo que el muecín, el pregonero, pudiera aprovechar la acústica natural del edificio. Así pues, comprendí que el viejo Mahjoubi había respetado la letra de la ley, aunque pensé que, sin duda alguna, se trataba de un deliberado desafío. La función del muecín la asumía mayormente Saïd, el hijo de Mahjoubi, y a día de hoy esa llamada se escucha en todo Les Marauds. Se oye cinco veces al día, père, flotando en el aire a lo largo del río, y en algunas ocasiones, Dios me perdone, acabo haciendo sonar las campanas de la iglesia día y noche con todas mis fuerzas para competir con ella.

Y entonces, casi al mismo tiempo, esa mujer se instaló en la tienda. La hermana de Karim Bencharki y su hija, una niña de unos once o doce años. No eran problemáticas, y aun así, los problemas parecían acecharlas. Nada que uno pudiera identificar, ni incidentes ni discusiones. Las pasé a saludar para presentarme y ofrecerles mi ayuda si la necesitaban. La mujer apenas habló: la mirada baja, la cabeza inclinada, tapada con un vestido negro de pies a cabeza… Comprendí que mi ayuda no era bien recibida ni necesaria. Las dejé en paz. Me dejó claro que no quería relacionarse con alguien como yo.

Sin embargo, siempre la saludaba cuando me la cruzaba por la calle, aunque ella nunca me dedicaba ningún gesto ni se daba por aludida. En cuanto a la niña, apenas la veía. Era muy poquita cosa, pero tenía unos ojos enormes bajo el pañuelo que cubría su cabeza. Traté de hablar con ella en una o dos ocasiones, pero, al igual que su madre, nunca me respondió.

Así pues, me quedaba observando desde el otro lado de la plaza, como había hecho hacía ocho años, cuando Vianne Rocher llegó al pueblo. Esperaba al menos descubrir alguna pista sobre las actividades de esa mujer.

¿Por qué había abandonado la casa de su hermano? ¿Por qué había decidido vivir alejada de la comunidad de Les Marauds?

Sin embargo, la mujer de negro no revelaba nada. No había entregas de alimentos, no se veían comerciantes, ni empleados ni familia. Recibía algunas visitas…, todas ellas mujeres, todas magrebíes y todas con hijos. Las madres nunca se quedaban mucho tiempo, pero los hijos, todas niñas, se quedaban a menudo todo el día; a veces llegaban a ser una docena. A la mayoría no las conocía, y tampoco a sus madres, porque vestían todas iguales, y me llevó cierto tiempo deducir que estaba montando una escuela.

Las escuelas francesas, al menos las públicas, son estrictamente laicas. No tienen prejuicios religiosos, no se reza y tampoco se ven en ellas símbolos de fe de ningún tipo. Algunas chicas, como Sonia y Alyssa Mahjoubi, siempre habían conseguido arreglárselas. Sin embargo, había otras que no lo lograron, y yo era consciente de que Zahra al-Djerba, por ejemplo, nunca había ido al instituto, sino que se quedaba en casa para ayudar a su madre. La pequeña escuela primaria de nuestro pueblo había sabido adaptarse, pero en lugares más grandes, como Agen, el problema del pañuelo en la cabeza aún seguía ahí. Y ahora parecía que Les Marauds había encontrado una solución.

La mayoría de las colegialas vestían igual, de negro, con pañuelos que les cubrían el pelo; niñas viudas antes de tiempo que volvían tímidamente su rostro. Los pañuelos hiyab, aunque eran mayormente negros, tenían algunas sutiles diferencias en su diseño: algunos iban anudados, otros sujetos con alfileres, otros ingeniosamente enrollados o cubriendo elaborados moños y algunos a modo de recatada toca de monja.

Evidentemente, las niñas nunca hablaban conmigo, aunque algunas de ellas, de vez en cuando, lanzaban miradas curiosas a la iglesia, con sus muros encalados, su alto campanario y la estatua de la Virgen balanceándose en la entrada principal, y pienso que ahora en raras ocasiones las vemos aquí, en nuestra orilla del río. Tres meses después de su inauguración, contabilicé quince niñas magrebíes de entre diez y dieciséis años que iban a la escuela, siempre en grupo; charlaban y se reían, tapándose la boca con las manos, mientras cruzaban el puente hasta Lansquenet.

En aquel entonces, Les Marauds estaba lleno de vida; había alrededor de ciento cincuenta personas: marroquíes, argelinos, tunecinos, bereberes, que, me imagino, no es nada para alguien acostumbrado a París o Marsella, pero en Lansquenet-sous-Tannes supone la mitad de la población.

¿Por qué aquí? En los pueblos vecinos no hay comunidades étnicas. Quizá fuera por la existencia de la mezquita o de la pequeña escuela, o porque había una calle entera que explotar. En cualquier caso, en menos de ocho años, nuestros recién llegados se han multiplicado como los dientes de león en primavera, y eso ha hecho que Les Marauds pasara de ser una vistosa página de un libro a un capítulo extranjero.

Ahora estoy observando a Vianne Rocher asimilando la realidad. Las calles estrechas apenas han cambiado en doscientos años, pero, en cuanto al resto, todo es distinto. Lo primero que choca al visitante es el olor a incienso mezclado con ese humo fragante y el aroma de especias sin identificar. Hay ropa tendida en todos los balcones, hombres vestidos con largas túnicas y gorros de oración en los porches de las casas, fumando kif y tomando té. No hay mujeres con ellos. Las más de las veces, ellas se quedan en el interior de las casas: raras veces salen a la calle y, cuando lo hacen, la mayoría viste de negro. Sus hijos también están separados: los niños juegan al fútbol o nadan en el Tannes, y las niñas ayudan a sus madres, cuidan de los hermanos pequeños o van en grupo y se ríen, aunque se callan en cuanto aparezco yo. La sensación de indiferencia se palpa en al ambiente. Y hoy más aún, por supuesto; me imagino que en el pueblo, después del incendio de la tienda, los cotilleos están al orden del día.

Al pasar por delante de la fila de tiendas que flanquean el Boulevard des Marauds, vi que estaban cerradas a cal y canto. Eran las ocho menos cuarto; el viento, muy cálido, había amainado, y habían aparecido un par de estrellas. El cielo era de un luminoso azul oscuro; en el horizonte occidental se percibía una línea de un deslumbrante color amarillo.

Y entonces empezó, como yo había intuido. El sonido distante de la llamada a la oración. Distante pero claramente audible en la garganta de la vieja torre de ladrillo: Allahu Akhbar… Dios es grande.

Sí, por supuesto, sé lo que eso significa. ¿Creía que por ser católico ignoro otras fes? Sabía que, en cuestión de un instante, las calles se llenarían de hombres dirigiéndose a la mezquita: la mayoría de las mujeres se quedarían en casa, preparándose para la noche. Y en cuanto la luna se hiciera más visible, daría comienzo el festejo: platos tradicionales traídos ex profeso para la ocasión; fruta, frutos secos e higos secos, y pastelitos fritos.

Hoy es el quinto día del ramadán, el mes de ayuno de los musulmanes. Ha sido una jornada muy larga. Pasarse un día sin comer es una cosa, pero no beber agua en un día como hoy, en el que el viento barre con fuerza la tierra, tiñéndolo todo de polvo blanco…

Una mujer, seguida de una niña, cruzó la calle delante de nosotros. No pude ver su rostro ladeado, pero los guantes negros que cubrían sus manos la delataron. Era la mujer de negro, la mujer de la chocolaterie. Era la primera vez que la veía desde que el incendio había reducido la casa a cenizas. Me alegré al comprobar que alguien cuidaba de ella.

Madame —dije—. Espero que se encuentre bien…

La mujer ni siquiera me miró. El velo que siempre lleva solo deja ver un estrecho buzón en el que echar mis condolencias. La niña también parecía no haberme oído y, tirando del pañuelo que le cubría la cabeza, se lo ciñó un poco más, para mayor seguridad.

—Si necesita ayuda… —proseguí.

Sin embargo, la mujer ya nos había dejado atrás, y se escabulló por una callejuela. Para entonces, el muecín ya había concluido su canto y los fieles que se dirigían a la mezquita ya habían empezado a agolparse en el bulevar.

Reconocí a uno de ellos; estaba de pie junto a la puerta de la mezquita. Era Saïd Mahjoubi, el hijo mayor del viejo Mahjoubi y dueño del gimnasio. Un hombre de unos cuarenta años, con barba, vestido con una túnica y tocado con un gorro de oración. No suele sonreír mucho. Y ahora tampoco lo hacía. Levanté una mano para saludarlo.

Durante un momento, me miró, y luego se dirigió hacia nosotros pavoneándose, con las piernas muy rígidas y un andar nervioso, como un gallo a punto de iniciar una pelea.

—¿Qué está haciendo aquí? —me preguntó.

Me sorprendió lo que dijo.

—Vivo aquí.

—Usted vive al otro lado del río —dijo Saïd—. Y si sabe lo que le conviene, se quedará al otro lado del río.

Un par de hombres se detuvieron al ver que Saïd levantaba la voz. Oí que decían algo en árabe que sonó como un rápido tecleo de una máquina de escribir del que fui incapaz de entender ni una sola palabra.

—No le comprendo —le dije.

Saïd me dirigió una mirada torva y dijo algo en árabe. El grupo de hombres que lo rodeaba telegrafió su aprobación. Él se acercó un poco más. Casi podía oler su rabia. Ahora, las voces en árabe sonaban hostiles, agresivas. De repente, una idea absurda, pensé que aquel hombre iba a pegarme.

Vianne dio un paso y se acercó a nosotros. Casi había olvidado que estaba allí. Anouk nos observaba cautelosamente; detrás de ella, Rosette perseguía sombras por un callejón.

Quería decirle que se apartara (aquel hombre estaba lo bastante furioso como para que no le importara que una mujer y sus hijas estuvieran cerca), pero su presencia pareció calmar a Saïd. Sin decir nada, sin ni siquiera tocarlo, hizo un gesto con los dedos, un gesto de contemporización, y Saïd dio un receloso paso hacia atrás. De pronto, parecía ligeramente confuso.

¿Se había dado cuenta de su error?

¿O es que ella le había susurrado algo?

Si lo hizo, yo no oí nada. Pero, en cualquier caso, el ambiente, que había rozado la violencia, había cambiado. El incidente, si es que se había producido algún incidente, se había evitado.

—Tal vez deberíamos irnos —le dije a Vianne—. Lo siento. No tendría que haberla traído aquí.

Ella sonrió.

—¿Que usted me ha traído aquí? Recuerde: vine a ver la casa de Armande.

Por supuesto. Lo había olvidado.

—Está vacía. Aún es propiedad del hijo de los Clairmont. No quiere venderla…, aunque me consta que no vive aquí.

Vianne parecía pensativa.

—Me pregunto si dejaría que nos quedáramos en ella. Solo durante unos días, mientras estemos aquí. Cuidaríamos de la casa, la limpiaríamos, arreglaríamos el jardín…

Me encogí de hombros.

—Quizá. Pero…

—Estupendo —dijo ella.

Así de sencillo. Decidido. Casi como si nunca se hubiera ido. Me vi obligado a sonreír… y no soy hombre de sonrisa fácil.

—Al menos eche un vistazo a la casa —dije—. Por lo que sé, se está cayendo a pedazos.

—No se está cayendo —repuso ella.

No tenía ninguna duda de que estaba en lo cierto. Luc Clairmont nunca habría dejado que la casa de su abuela estuviera en ruinas. Me rendí ante lo inevitable.

—Ella solía dejar las llaves debajo de una maceta que había en el patio. Probablemente sigan allí —dije.

No tenía muy claro si debía animarla a quedarse, pero la idea de que Vianne Rocher estuviera de vuelta en Lansquenet, incluso ahora, en estos tiempos tan difíciles, me pareció casi irresistible.

Vianne tampoco parecía sorprendida. Puede que su vida siempre sea así: soluciones a sus problemas ofreciéndose como pretendientes a sus favores. El mío es tan dolorosamente intrincado como un ovillo de alambre de espino, y moverse en cualquier dirección puede producirme un corte. Me pregunto si me voy a cortar en este breve interludio. Creo que es muy probable.

Vianne Rocher me sonrió.

—Ah, una cosa más… —dijo.

Lancé un suspiro.

—¿Le gustan los melocotones?