Domingo, 15 de agosto
Supongo que tendré que explicarme. Pensé que podría evitarlo, pero si ella se queda en Lansquenet, y todo apunta a que así será, entonces acabará enterándose. Los cotilleos son del dominio público. Por alguna extraña razón, ella cree que, de algún modo, podemos ser amigos. Podría contarle la verdad antes de que crea demasiado en esa posibilidad.
Eso es lo que pensaba mientras la seguía hasta el cementerio, deteniéndome cada pocos minutos para que ella y las niñas recogieran un ramillete de flores silvestres; malas hierbas, sobre todo: dientes de león, hierbas de Santiago, margaritas, amapolas, una anémona de la cuneta y un puñado de romero del jardín de alguien, cuyos retoños se abrían paso a través de un muro de piedra.
Evidentemente, a Vianne Rocher le gustan las malas hierbas. Y las niñas —en especial la más pequeña— se prestaron al juego alegremente, porque cuando llegamos a nuestro destino, sostenía un enorme ramo de flores y hierbas atado con enredadera y fresas salvajes…
—¿Qué le parece?
—Es… vistoso.
Ella se echó a reír.
—Quiere decir inapropiado.
«Desordenada, vistosa, inapropiada…, inadmisible en el más amplio sentido de la palabra (y, aun así, con un curioso atractivo), una perfecta descripción de Vianne Rocher», pensé, aunque no lo dije en voz alta. Mi elocuencia, como debe ser, está limitada a los sermones. Sin embargo, dije:
—A Armande le habría gustado.
—Sí —repuso ella—. Eso creo.
Armande Voizin está en un panteón familiar. Sus padres y sus abuelos están enterrados aquí, y también su marido, que falleció hace cuarenta años. A los pies de la tumba hay una urna de mármol negra…, una urna que ella siempre detestó, y un hoyo en el que a menudo plantaba perejil, zanahorias, patatas y otras hortalizas, desafiando así las convenciones del dolor.
Es muy propio de ella haber convencido a su amiga de que le traiga unas malas hierbas… Vianne Rocher me lo ha contado todo acerca de la carta que le mandó Luc Clairmont y la nota de Armande Voizin que esta contenía. Una vez más, es muy típico de Armande entrometerse (¡desde el más allá!) para perturbar mi paz de espíritu con recuerdos de lo que una vez fue. Según ella, en el Paraíso hay chocolate. Una blasfemia, una idea improcedente, y, aun así, una recóndita parte de mí le pide a Dios que sea cierto.
Las niñas se sentaron a esperar junto al hoyo de mármol, en el que habían plantado caléndulas. En ello percibo la mano de Caroline Clairmont, la hija de Armande…, al menos de sangre. Vi una brizna de algo, una hierba, debajo de las caléndulas. Me incliné para arrancarla y vi surgir de la tierra el brote de una zanahoria baby. Me sonreí y la solté. A Armande también le habría gustado.
Cuando Vianne Rocher terminó lo que estaba haciendo junto a la tumba, se levantó.
—Ahora quizá podría contármelo —dijo—. ¿Qué está ocurriendo exactamente?
Lancé un suspiro.
—Por supuesto, mademoiselle Rocher.
Y me puse en camino hacia Les Marauds.