CAPÍTULO 6

Domingo, 15 de agosto

No suelo volver a menudo a los lugares que he abandonado. Me resulta muy incómodo enfrentarme a las cosas que han cambiado: los cafés que han cerrado, los caminos descuidados, los amigos que se han mudado o que se han instalado de forma demasiado permanente en cementerios o en residencias de ancianos…

Algunos lugares cambian tanto que apenas puedo creer que haya estado en ellos. En cierto sentido, eso es para bien: no me expongo a la desgarradora rutina de los sitios que en tiempos me fueron familiares y a las épocas reducidas a reflexiones sobre sí mismas en espejos que rompemos cuando nos vamos. Algunas solo cambian un poco, lo cual, a veces, es difícil de soportar. Pero nunca he regresado a un lugar donde nada parece haber cambiado…

Al menos, no hasta hoy.

Llegamos con el viento de la procesión. Hace ocho largos años y medio, con un viento que parecía prometer muchas cosas; un viento enloquecido, lleno de confeti y que olía a humo y a crepes preparadas junto a la carretera. El puesto de crepes sigue ahí, y también la multitud que hace cola en la calle, y el carrito decorado con flores, con su variopinto grupito de hadas, brujas y lobos. Compré una galette en ese mismo puesto. La he comprado ahora, para recordar. Sigue estando muy rica, quemada solo por un lado, y sus sabores, mantequilla, sal y centeno, me ayudan a despertar de nuevo los recuerdos.

Aquel día, Anouk estaba de pie junto a mí, con una trompeta de plástico en la mano. Ahora tiene los ojos muy abiertos y está muy atenta, y es Rosette quien sujeta la trompeta. ¡Tururú! En esta ocasión no era amarilla sino roja, y no había indicios de escarcha en el aire, pero el sonido de las voces y los aromas eran los mismos; la gente, vestida con ropa de verano (los abrigos y las boinas habían dado paso a las camisetas blancas y a los sombreros de paja: ¿quién viste de negro con este calor?), podría ser la misma, sobre todo los niños que daban saltos al compás del carrito, mientras recogían serpentinas, flores y caramelos…

¡Tururú!, sonó la trompeta. Rosette se echó a reír. Hoy está en su elemento. Hoy puede correr como una loca, moverse como un mono, reírse como un payaso, sin que nadie le preste atención o la regañe. Hoy es normal, cualquiera que sea el significado de esa palabra, y se unió al cortejo, siguiendo al carrito, chillando de euforia.

«Debe de ser 15 de agosto», pensé. Casi había olvidado lo que significaba este día. En realidad, no sigo las festividades religiosas, pero sí puedo verla a ella, la Madre de Cristo, una imagen de yeso con una corona dorada, que llevan a hombros cuatro chicos del coro bajo un palio de flores. Los chicos llevaban sobrepellices y la expresión de su cara parecía ligeramente resentida. Bueno, seguramente debían de pasar mucho calor bajo esas vestimentas, mientras que los demás estaban disfrutando de lo lindo. Por un instante casi reconocí el rostro de uno de ellos… Se parecía a Jeannot Drou, el amigo de Anouk en los tiempos de La Céleste Praline…, aunque, evidentemente, no podía ser él. Actualmente, el muchacho debía de tener unos diecisiete años. Sin embargo, las caras me resultaban familiares. Un pariente, un primo, puede que incluso un hermano. Y la chica del carrito con alas de hada era idéntica a Caroline Clairmont. Había una mujer con un vestido azul que podría haber sido Joséphine Muscat, y aquel hombre con un perro, que estaba demasiado lejos de mí para poder distinguir sus rasgos bajo el sombrero, podría haber sido perfectamente mi viejo amigo Guillaume.

Y esa figura con sotana negra, ligeramente alejada de la multitud, con expresión de silenciosa desaprobación…

¿Sería Francis Reynaud?

¡Tururú! El sonido de la trompeta era estridente y desafinado, igual que el plástico brillante con que la habían fabricado. La figura de negro casi se dobló de dolor cuando pasó corriendo a su lado, con Bam, hoy claramente visible, gritando y corriendo detrás de ella.

Pero no era Reynaud. Me di cuenta de que era la figura que se volvió hacia atrás para ver la procesión. En realidad, ni siquiera era un hombre. Era una mujer vestida con un niqab…, una mujer joven, a tenor de su tipo, cubierta de negro hasta las puntas de los dedos. A pesar del calor brutal, llevaba guantes, y sus ojos, la única parte de su cuerpo que dejaba ver el velo, eran grandes, oscuros e ilegibles.

¿La había visto antes? Creo que no. Y aun así, me resultaba extrañamente familiar, quizá por los colores que flotaban alrededor de su figura negra e inmóvil; los colores de la procesión, las flores, las serpentinas, las banderas y los banderines.

Nadie hablaba con ella. Nadie la miraba. En París, donde todo el mundo está tan cansado que casi nada invita a hacer un comentario, la gente aún se fija en el niqab, pero aquí, donde los cotilleos son el pan de cada día, el velo de la cara no atrae una segunda mirada.

¿Será por discreción? ¿Por miedo? La multitud la esquivó, dividiéndose en dos filas, dejándole espacio. Allí, de pie, podría haber sido un fantasma que pasaba inadvertido en medio de la estela de colores y el olor a fritanga y a algodón de azúcar, envuelta en un halo de angustia, y de los gritos de la chiquillería, que parecían fuegos artificiales lanzados a un cálido cielo azul.

¡Tururú! ¡Oh, no! Otra vez la trompeta. Busqué a Anouk, pero se había esfumado, y por un instante mi instinto urbano se puso en alerta…

Entonces la vi entre la multitud, hablando con alguien…, un chico de su edad. Tal vez fuera un amigo. Eso espero. A Anouk le cuesta hacer amistades. Y no es que no sea sociable. De hecho, es más bien todo lo contrario. Sin embargo, los demás notan su alteridad y tienden a dejarle un gran espacio. Salvo Jean-Loup Rimbault, por supuesto. Jean-Loup, que ya ha esquivado la muerte muchas veces en su corta vida. En ocasiones, me desespera que mi pequeña Anouk, que ya ha tenido que soportar tantas pérdidas, haya escogido como mejor amigo a alguien que puede que no llegue a los veinte.

A ver, no quiero que se me malinterprete. Jean-Loup me cae bien. Pero mi pequeña Anouk es sensible de un modo que yo comprendo muy bien. Se siente responsable de cosas que escapan a su control. Quizá sea porque es la mayor, o quizá tenga algo que ver con lo que ocurrió en París hace cuatro años, cuando casi se nos lleva el viento para siempre.

Examiné nuevamente los rostros de la multitud. Esta vez reconocí a Guillaume, con ocho años más, aunque seguía siendo el mismo, con su perro, que era un cachorro cuando Anouk y yo dejamos Lansquenet. Ahora, muy serio, le pisaba los talones, seguido de un grupito de niños que daba chucherías al perrito mientras charlaban animadamente.

—¡Guillaume!

No me oyó. La música y las risas eran demasiado fuertes. Pero el hombre que estaba junto a mí se volvió bruscamente y pude ver su rostro, tremendamente familiar: sus rasgos, pequeños, agudos y limpios; sus ojos, de un frío tono gris. Vislumbré sus colores cuando se dio la vuelta con una mirada de asombro… De hecho, de no ser por esos colores puede que no lo hubiera reconocido sin su sotana, pero no hay forma de ocultar quién eres bajo la piel de la máscara que llevas…

—¿Mademoiselle Rocher? —dijo.

Era Francis Reynaud.

A sus cuarenta y cinco años, apenas había cambiado. Tenía la misma boca, estrecha y suspicaz. El pelo, peinado hacia atrás para disimular su tendencia a rizarse. La misma postura de la espalda, como si fuera un hombre cargando una cruz invisible.

Había ganado peso desde la última vez que lo vi. Aunque nunca estará gordo, una redondez perceptible en su barriga sugiere una dieta poco austera. Eso le sienta bien, es lo bastante alto para ser un poco barrigón, y, lo que resulta más sorprendente si cabe, hay unas líneas en torno a sus ojos grises que casi podrían considerarse una risa.

Me sonrió… Una sonrisa tímida e insegura que ha ensayado muy poco. Y con esa sonrisa comprendí a qué se refería Armande cuando me escribió diciéndome que Lansquenet necesitaba mi ayuda.

Evidentemente, mantenía el tipo. Su aspecto externo era el del hombre firme que lo controla todo. Aun así, lo conozco mejor que la mayoría, y bajo su aparente calma pude ver que Reynaud estaba muy inquieto. Para empezar, llevaba el alzacuello torcido. El alzacuello de un sacerdote se sujeta por atrás…, en este caso, con un pequeño clip. El de Reynaud se había deslizado hacia un lado y se veía claramente el clip. Para un hombre tan meticuloso como él, eso no era ninguna trivialidad.

¿Qué era lo que decía Armande?

«Lansquenet te necesitará de nuevo. Sin embargo, no puedo contar con que sea nuestro terco curé…».

Y luego estaban los colores en sí mismos: una pomposa confusión de verdes y grises, teñida por el escarlata de la angustia. Y su mirada: el estudiado vacío del hombre que no sabe cómo pedir ayuda. En pocas palabras: parecía como si Reynaud estuviera al borde de un precipicio, y entonces supe que no podía irme hasta averiguar qué estaba ocurriendo.

Y recuerda: todo vuelve.

Escuché la voz de Armande en mi cabeza con toda claridad. Llevaba ocho años muerta, y a pesar de ello sigue sonando tan terca como cuando estaba viva; terca, sabia y traviesa. No tiene sentido luchar contra los muertos; sus voces son implacables.

Sonreí y dije:

Monsieur le Curé.

Y entonces me preparé para capear el temporal.