Sábado, 14 de agosto
Anouk recibió la noticia del viaje con un alegre y conmovedor entusiasmo. En agosto, la mayoría de sus compañeros de escuela no están, y teniendo en cuenta que Jean-Loup sigue en el hospital, se pasa demasiado tiempo sola y duerme más de lo que le conviene. Necesita alejarse de aquí por un tiempo…, y me doy cuenta de que el resto de nosotros también. Además, París, en agosto, es terrible: es una ciudad fantasma, aplastada en un puño de calor; las tiendas están cerradas y las calles vacías, salvo por los turistas, con sus mochilas y sus gorras de béisbol, mientras los comerciantes los siguen como un enjambre de moscas.
Le dije que viajaríamos al sur.
—¿A Lansquenet? —preguntó, de inmediato.
No me esperaba esa pregunta. Al menos de momento. Quizá me leyó el pensamiento. Pero su rostro se iluminó y sus ojos, que son tan expresivos como el cielo, en todas sus variantes, perdieron esa mirada turbulenta y azarosa tan habitual últimamente y brillaron de emoción, igual que cuando, hace ocho años, llegamos a Lansquenet. Rosette, que imita todo lo que hace Anouk, nos observaba de cerca, esperando el momento de decir algo.
—Si te parece bien —dije, finalmente.
—Genial —contestó Anouk.
—Genal —dijo Rosette.
Un pequeño movimiento en el aceitoso Sena señaló la aprobación de Bam.
El único que no dijo nada fue Roux. En realidad, desde que había llegado la carta de Armande había permanecido inusualmente silencioso. No es que le tenga un cariño especial a París, que tolera por nuestro bien y porque considera el río, aunque no la ciudad, como su hogar. Sin embargo, Lansquenet no le trató bien, y eso es algo que Roux nunca ha olvidado. Aún siente rencor por la pérdida de su barco y por lo que sucedió después. Conserva a algunos amigos allí, entre ellos, Joséphine, pero en general cree que ese sitio es una cueva de racistas mezquinos que lo amenazaron, quemaron su casa e incluso se negaron a venderle provisiones. Y en cuanto al curé, Francis Reynaud…
A pesar de su sencillez, Roux tiene algo de taciturno. Como un animal salvaje al que puede domarse pero que nunca olvida su crueldad, puede ser, al mismo tiempo, muy leal pero también muy despiadado. Sospecho que, en el caso de Reynaud, nunca cambiará de opinión, y en cuanto al pueblo, solo siente desprecio por los conejitos domesticados de Lansquenet, que viven tranquilamente a orillas del Tannes, sin atreverse jamás a mirar más allá de la colina más cercana, estremeciéndose cada vez que algo cambia, cada vez que llega un desconocido…
—¿Y bien? —digo—. ¿Qué te parece?
Roux guardó silencio un buen rato, contemplando el río, su largo pelo sobre su rostro. Luego se encogió de hombros.
—Puede que no sea buena idea.
Me sorprendió. Con lo emocionada que estaba, me olvidé de preguntarle cómo se sentía. Había dado por hecho que a él también le apetecería un cambio de aires.
—¿Qué quieres decir con «puede que no sea buena idea»?
—La carta iba dirigida a ti, no a mí.
—¿Y por qué no me lo has dicho antes?
—Quería comprobar que tú sí querías ir.
—¿Prefieres quedarte aquí?
Nuevamente, se encogió de hombros. A veces pienso que sus silencios dicen más que sus palabras. Hay algo (o alguien) en Lansquenet que Roux no quiere volver a ver, y sé que por mucho que le preguntara, no me confesaría nada.
—Me parece bien —me dijo, finalmente—. Haz lo que tengas que hacer. Ve. Lleva flores a la tumba de Armande. Y luego vuelve conmigo. —Sonrió y me besó las yemas de los dedos—. Aún hueles a chocolate.
—¿No vas a cambiar de opinión?
Roux negó con la cabeza.
—No te quedarás allí mucho tiempo. Y, además, alguien tiene que cuidar del barco.
Eso era verdad, me dije. Pero, aun así, me inquieta pensar que Roux prefiera quedarse aquí. Había dado por sentado que viajaríamos en barco; Roux se conoce todas las vías navegables. Con él habríamos descendido por el Sena por un montón de canales hasta el Loira, y desde allí hasta el canal de los Dos Mares, el Garona y finalmente hasta el Tannes, cruzando esclusas y puentes, por aguas turbulentas y tranquilas, dejando atrás campos y castillos y zonas industriales, viendo cómo el agua iba cambiando mientras avanzábamos por canales estrechos y anchos, por zonas aceitosas y otras exuberantes, navegando a toda velocidad o despacio, mientras el paisaje cambiaba del color pardo al negro, del amarillo al blanco.
Cada río tiene su propia personalidad. El Sena es urbano, industrioso, una autopista repleta de barcazas cargadas de madera, cajas, contenedores, vigas metálicas y recambios de automóvil. El Loira es arenoso y traicionero, plateado a la luz del sol pero fétido bajo su superficie, lleno de serpientes y bancos de arena. El Garona es desigual e irregular: generoso en ciertos tramos aunque tan poco profundo en otros que una casa flotante, incluso una pequeña como la nuestra, tendría que izarse mecánicamente para superar un desnivel, lo que lleva tiempo, un tiempo precioso…
Sin embargo, nada de todo esto ha ocurrido. Tomamos el tren. En muchos sentidos, una opción mucho mejor; además, navegar con una casa flotante por el Sena no es tarea fácil. Hay que rellenar muchos impresos, solicitar permisos, asegurar los amarres y exige un montón de papeleo burocrático. Sin embargo, en cierto modo me siento incómoda al volver a Lansquenet así: agarrada a una maleta, como una refugiada, y con Anouk pisándome los talones como un perro callejero.
¿Por qué siento este malestar? Después de todo, no tengo nada que demostrar. Ya no soy la Vianne Rocher que apareció en ese pueblo ocho años atrás. Ahora tengo un negocio y un hogar. Ya no somos gente del río que van de pueblo en pueblo buscándose la vida como puede: trabajando de forma temporal, cavando, plantando, cosechando. Soy dueña de mi destino. Yo soy la que llamo al viento. Y él me responde.
Entonces, ¿por qué estas prisas? ¿Es por Armande? ¿Por mí misma? ¿Y por qué el viento, lejos de facilitarnos el hecho de abandonar París, parece hacerse más insistente a medida que avanzamos hacia el sur, mientras su voz adquiere un tono lastimero…? ¡Deprisa, deprisa, deprisa!
He guardado la carta de Armande en la caja que siempre llevo conmigo allá donde vaya, junto con las cartas del Tarot de mi madre y los fragmentos de mi otra vida. Una vida sobre la que no hay mucho que mostrar: todos esos años que pasamos en la carretera. Los lugares donde vivimos. La gente a la que conocimos. Las recetas que recopilé. Todos los amigos que hicimos y perdimos. Los dibujos que Anouk hizo en la escuela. Algunas fotografías, aunque no muchas. Pasaportes, tarjetas postales, certificados de nacimiento, documentos de identidad. Todos esos momentos, todos esos recuerdos, todo lo que somos, comprimido en tan solo dos o tres kilos de papel (el peso de un corazón humano, en realidad) que en ocasiones parece insoportable.
Deprisa. Deprisa. De nuevo esa voz.
¿De quién es? ¿Mía? ¿De Armande? ¿O es la voz del viento cambiante, que sopla con tanta suavidad que a veces casi pienso que ha parado para siempre?
Aquí, en la última etapa de nuestro viaje, la cuneta está cubierta de dientes de león; la mayoría se han convertido en semillas, por lo que el aire está lleno de pequeñas y brillantes partículas.
Deprisa. Deprisa. Reynaud solía decir que si dejas que los dientes de león se conviertan en semillas, al año siguiente están por todas partes (las cunetas, la orilla del río, los parterres, los viñedos, los cementerios, los jardines, incluso en las grietas del asfalto), por lo que al cabo de uno o dos años, en el campo solo hay dientes de león, hambrientos e indestructibles…
Francis Reynaud odiaba las malas hierbas. Sin embargo, a mí siempre me han gustado los dientes de león, con sus alegres rostros y sus suculentas hojas. A Rosette le gusta cogerlos y soplar las semillas en el aire. El año que viene…
El año que viene…
Qué raro me resulta pensar en el año que viene. No estamos acostumbrados a hacer planes de futuro. Siempre fuimos como esas semillas de diente de león; se plantan, y a la siguiente estación salen volando. Las raíces de los dientes de león son fuertes. Tienen que serlo para conseguir su sustento. No obstante, la planta solo florece durante una estación, suponiendo que alguien como Francis Reynaud no las haya arrancado, y después de haberse convertido en semilla, tiene que viajar con el viento para sobrevivir.
¿Es por eso por lo que me resulta tan fácil regresar a Lansquenet? ¿Es una respuesta a un instinto tan profundo que apenas soy consciente de la necesidad de volver al lugar donde en una ocasión sembré estas tercas semillas? Me pregunto si habrá crecido algo durante nuestra ausencia. Me pregunto si nuestro paso dejó alguna huella en esa tierra, por pequeña que sea. ¿Cómo nos habrá recordado la gente? ¿Con cariño? ¿Con indiferencia? ¿Se habrán acordado realmente de nosotros o el paso del tiempo nos habrá borrado de su memoria?