Viernes, 13 de agosto
No es frecuente que alguien reciba carta de un muerto. Una carta de Lansquenet-sous-Tannes; en realidad, una carta dentro de otra carta, depositada en nuestro apartado de correos —las casas flotantes no reciben el correo, por supuesto— que revisa Roux todos los días cuando va a comprar el pan.
—Solo es una carta —me dijo, encogiéndose de hombros—. No tiene por qué significar nada.
Pero el viento estuvo soplando día y noche, y nosotros siempre hemos desconfiado del viento. Hoy era racheado y variable, puntuando el silencio del Sena con pequeñas comas de turbulencia. Rosette estaba inquieta; no paraba de dar saltos por el muelle y jugaba con Bam junto a la orilla. Bam es el amigo invisible de Rosette…, aunque no siempre es invisible. Bueno, no lo es para nosotros, en cualquier caso. Incluso los clientes suelen verlo a veces en días como este, observando desde un puente o en un árbol, colgado de la cola. Evidentemente, Rosette lo ve a todas horas…, pero, claro, Rosette es diferente.
—Solo es una carta —repitió Roux—. ¿Por qué no la abres y la lees?
Yo estaba terminando la última trufa que quedaba antes de meterlas en las cajas. En circunstancias normales ya es muy difícil mantener el chocolate a la temperatura adecuada, pero en una barca, con tan poco espacio, es mejor no complicarse la vida. Las trufas son muy fáciles de preparar, y el cacao en polvo en el que se envuelven ayuda a mantener la textura del chocolate. Las guardo debajo del mostrador, junto a las bandejas de viejas herramientas oxidadas (llaves inglesas y destornilladores, tuercas y tornillos), tan reales que jurarías que son de verdad y no hechas de chocolate.
—Han pasado ocho años desde que nos fuimos de allí —dije, mientras daba forma a la trufa con la mano—. De todos modos, ¿de quién será? No reconozco la letra.
Roux abrió el sobre. Él siempre hace lo más lógico. Siempre al momento; la especulación no es lo suyo.
—Es de Luc Clairmont.
—¿Del pequeño Luc?
Recordé a un adolescente desmañado, paralizado por su tartamudez. Dando un respingo, pensé que Luc ya debía de ser un hombre. Roux desplegó el papel y empezó a leer:
Queridas Vianne y Anouk:
Ha pasado mucho tiempo. Espero que os llegue esta carta. Como sabéis, cuando murió mi abuela, me lo dejó todo a mí, incluida la casa, el dinero que tenía y un sobre que no debía abrir hasta que cumpliera veintiún años. Eso fue en abril, y en su interior estaba esto. Iba dirigido a vosotras.
Roux guardó silencio. Me di la vuelta y vi que sostenía un sobre liso, blanco, arrugado, marcado por el paso de los años y por el toque de unas manos vivas en una hoja muerta. Y ahí estaba mi nombre en tinta azul negra, escrito por la mano de Armande, artrítica, arrogante, meticulosa…
—Armande —dije.
Mi querida y vieja amiga. Qué extraño (y qué triste) me resulta saber de ti ahora. Y abrir el sobre, romper un sello que el paso del tiempo ha vuelto frágil; un sobre que debiste haber lamido, como lamías la cuchara de azúcar en tu taza de chocolate, alegre y golosa, como una niña. Siempre veías mucho más allá que yo, y me obligaste a ver, me gustara o no. No estoy segura de estar preparada para descubrir lo que hay en esta carta que llega desde el más allá, pero tú sabes que, a pesar de todo, voy a leerla.
Querida Vianne (dice).
Puedo oír su voz. Seca y dulce como el cacao en polvo. Recuerdo el día en que llegó el teléfono a Lansquenet. ¡Sí! Fue una auténtica conmoción. Todo el mundo quería probarlo. Al obispo, que tenía uno en su casa, lo inundaron de regalos y sobornos. En fin, si pensaban que aquello era un milagro, imagínate qué les parecería esto. Yo, hablándote desde ultratumba. Y, en el caso de que te lo estés preguntando, sí, en el Paraíso hay chocolate. Dile a Monsieur le Curé que te lo he dicho yo. A ver si ha aprendido a encajar una broma.
Dejé de leer un momento y me senté en uno de los taburetes de la cocina.
—¿Estás bien? —me preguntó Roux.
Asentí con la cabeza y proseguí.
Ocho años. Pueden ocurrir muchas cosas, ¿verdad? Las niñas pequeñas empiezan a hacerse mayores. Las estaciones cambian. La gente sigue con su vida. ¡Mi nieto ya ha cumplido veintiún años! Una buena edad, lo recuerdo muy bien. Y tú, Vianne…, ¿has seguido con tu vida? Estoy segura de ello. No estabas preparada para establecerte, lo cual no significa que no lo hagas algún día… Si encierras a un gato, lo único que querrá es volver a salir. Y si lo dejas fuera, maullará para volver a entrar. La gente no ha cambiado tanto. Ya lo descubrirás, si es que vuelves algún día. ¿Y por qué ibas a hacerlo? Te estoy oyendo mientras te lo preguntas. Bueno, no pretendo adivinar el futuro. En cualquier caso, no con exactitud. Pero en su momento le diste una buena lección a Lansquenet, aunque no todo el mundo lo comprendiera. Aun así, los tiempos cambian. Y eso lo sabemos todos. Y hay algo que es irrefutable: tarde o temprano, Lansquenet te necesitará de nuevo. Sin embargo, no puedo contar con que sea nuestro terco curé quien te diga cuándo. Así que, hazme un último favor. Vuelve a Lansquenet y llévate a las niñas. Y a Roux, si está aquí. Lleva unas flores a la tumba de una vieja dama. Pero no de la tienda de Narcisse, sino flores de verdad, del campo. Saluda a mi nieto. Y tómate una taza de chocolate.
Ah, y una cosa más, Vianne. En mi casa había un melocotonero. Si vas en verano, la fruta ya estará madura y lista para coger. Dale un poco a las niñas. No me gusta que se la coman toda los pájaros. Y recuerda: todo vuelve. Al final, el río lo devuelve todo.
Con todo mi amor, como siempre,
Armande
Me quedé mirando la hoja durante un largo rato, escuchando los ecos de su voz. La había oído muchas veces mientras dormía, balanceándose en el límite del sueño, su vieja y seca carcajada en mis oídos y su olor (a lavanda, a chocolate, a libros viejos) cubriendo el aire con su presencia. Dicen que la gente no muere mientras se la recuerda. Quizá sea por eso por lo que Armande sigue estando muy presente en mi mente: sus ojos, como bayas oscuras; su descaro; las enaguas rojas que llevaba bajo su vestido de luto. Y es por eso por lo que no puedo negarle lo que me pide, aunque quisiera hacerlo, aunque me había prometido a mí misma que nunca volvería a Lansquenet, el lugar que más he amado, el lugar donde casi conseguí establecerme, pero del que el viento nos había alejado, dejando allí una parte de nosotros…
Y ahora, ese viento vuelve a soplar. Sopla desde el más allá, acompañado de un agradable olor a melocotón…
Llévate a las niñas.
Bueno, ¿y por qué no?
«Tómatelo como unas vacaciones», me dije. Una excusa para dejar atrás la ciudad, para ofrecerle a Rosette un lugar donde pueda jugar y a Anouk la oportunidad de volver a ver a sus viejos amigos. Y sí, echo de menos Lansquenet: sus casas de color pardo las callejuelas que descienden tambaleándose hasta el Tannes, las estrechas tiras de campos de cultivo que se extienden a través de las colinas azules. Y Les Marauds, donde vivía Armande; las viejas y desiertas curtidurías; las casas con entramado de madera, abandonadas, que se inclinan como un borracho sobre el camino del Tannes, donde los gitanos amarraban sus barcas y encendían hogueras junto a la orilla del río…
Vuelve a Lansquenet y llévate a las niñas.
¿Qué puede haber de malo en ello?
Nunca prometí nada. Nunca tuve intención de cambiar el viento. Pero si se pudiera viajar a través del tiempo y encontrarte a ti misma como solías ser, ¿no intentarías, al menos una vez, darte algún consejo? ¿No querrías hacer las cosas bien? ¿Demostrarte que no estás sola?