Barcelona, 1958
Muchos años después, los veintitrés invitados allí reunidos para celebrar la ocasión habrían de volver la vista atrás y recordar aquella víspera histórica del día en que Fermín Romero de Torres abandonó la soltería.
—Es el fin de una era —proclamó el profesor Alburquerque alzando su copa de champán en un brindis y sintetizando mejor que nadie lo que todos sentíamos.
La fiesta de despedida de soltero de Fermín, un evento cuyos efectos en la población femenina del orbe don Gustavo Barceló comparó con la muerte de Rodolfo Valentino, tuvo lugar una noche clara de febrero de 1958 en la gran sala de baile de La Paloma, escenario en el que el novio había protagonizado tangos de infarto y momentos que ahora pasarían a formar parte del sumario secreto de una larga carrera al servicio del eterno femenino.
Mi padre, a quien habíamos conseguido sacar de casa por una vez en la vida, había contratado los servicios de la orquesta de baile semiprofesional La Habana del Baix Llobregat, que se avino a tocar a un precio de ganga y nos deleitó con una selección de mambos, guarachas y sones montunos que transportaron al novio a sus días lejanos en el mundo de la intriga y el glamour internacional en los grandes casinos de la Cuba olvidada. Quién más, quién menos, los asistentes a la fiesta abandonaron el pudor y se lanzaron a la pista a mover el esqueleto a mayor gloria de Fermín.
Barceló había convencido a mi padre de que los vasos de vodka que le iba administrando eran agua mineral con un par de gotas de aromas de Montserrat y al rato todos pudimos asistir al inédito espectáculo de ver a mi padre bailar apretado con una de las fámulas que la Rociíto, verdadera alma de la fiesta, había traído para amenizar el evento.
—Santo Dios —murmuré al contemplar a mi padre menear las caderas y sincronizar encontronazos de trasero al primer tiempo de compás con aquella veterana de la noche.
Barceló circulaba entre los invitados repartiendo puros y unas estampitas conmemorativas que había hecho imprimir en un taller especializado en recordatorios de comuniones, bautizos y entierros. En papel de fino gramaje, se podía ver una caricatura de Fermín ataviado de angelito con las manos en amago de oración y la leyenda:
Fermín, por primera vez en mucho tiempo, estaba feliz y sereno. Media hora antes de empezar la jarana lo había acompañado a Can Lluís, donde el profesor Alburquerque nos dio fe de que aquella misma mañana había estado en el Registro Civil armado con todo el dossier de documentos y papeles confeccionados con mano maestra por Oswaldo Darío de Mortenssen y su asistente Luisito.
—Amigo Fermín —proclamó el profesor—. Le doy la bienvenida oficial al mundo de los vivos y le hago entrega, con don Daniel Sempere y aquí los amigos de Can Lluís como testigos, de su nueva y legítima cédula de identidad.
Fermín, emocionado, examinó su nueva documentación.
—¿Cómo han logrado ustedes este milagro?
—La parte técnica mejor se la ahorramos. Lo que cuenta es que cuando se tiene un amigo de verdad, dispuesto a jugársela y a remover cielo y tierra para que se pueda usted casar en toda regla y empezar a traer criaturas al mundo con que continuar la dinastía Romero de Torres, casi todo es posible, Fermín —dijo el profesor.
Fermín me miró con lágrimas en los ojos y me abrazó con tanta fuerza que creí que me iba a asfixiar. No me avergüenza admitir que aquél fue uno de los momentos más felices de mi vida.