Cuando bajé de nuevo a la librería mi padre me lanzó una mirada inquisitiva y consultó su reloj de pulsera. Supuse que se preguntaba dónde había estado la última media hora, pero no dijo nada. Le tendí la llave del sótano, intentando no cruzar los ojos con él.
—Pero ¿no ibas tú a bajar a buscar los libros? —preguntó.
—Claro. Perdona. Ahora mismo voy.
Mi padre me observó de reojo.
—¿Estás bien, Daniel?
Asentí, fingiendo extrañeza ante su pregunta. Antes de darle ocasión de repetirla me encaminé al sótano a recoger las cajas que me había pedido. El acceso al sótano quedaba al fondo del vestíbulo del edificio. Una puerta metálica sellada con un candado situada bajo el primer tramo de escaleras daba a una espiral de peldaños que se perdían en la oscuridad y olían a humedad y a algo indeterminado que hacía pensar en tierra batida y flores muertas. Una pequeña hilera de bombillas de parpadeo anémico pendía del techo y confería al lugar un aire de refugio antiaéreo. Descendí las escaleras hasta el sótano y una vez allí palpé la pared en busca del interruptor.
Una bombilla amarillenta prendió sobre mi cabeza desvelando el contorno de lo que apenas era un trastero con delirios de grandeza. Las momias de viejas bicicletas sin dueño, cuadros velados de telarañas y cajas de cartón apiladas en estantes de madera reblandecida por la humedad formaban un retablo que no invitaba a pasar más tiempo del estrictamente necesario allí abajo. No fue hasta contemplar aquel panorama cuando comprendí lo extraño que era que Bea hubiese decidido descender a aquel lugar por voluntad propia en vez de pedirme a mí que lo hiciera. Escruté aquel laberinto de despojos y trastos y me pregunté qué otros secretos tendría escondidos allí.
Al darme cuenta de lo que estaba haciendo suspiré. Las palabras de aquella carta iban calando en mi mente como gotas de ácido. Me hice prometerme a mí mismo que no empezaría a hurgar entre las cajas buscando manojos de cartas perfumadas de aquel individuo. Hubiera traicionado mi promesa a los pocos segundos de no ser por que oí pasos descendiendo por la escalera. Alcé la vista y me encontré con Fermín, que contemplaba la escena con aire de náusea.
—Oiga, aquí huele a muerto y medio. ¿Quiere decir que no tendrán a la madre de la Merceditas embalsamada entre patrones de ganchillo en una de esas cajas?
—Ya que está aquí, ayúdeme a subir unas cajas que quiere mi padre.
Fermín se arremangó, listo para entrar en faena. Le señalé un par de cajas con el sello de la editorial Vértice y nos hicimos cada uno con una.
—Daniel, tiene usted peor cara que yo. ¿Le pasa algo?
—Serán los vapores del sótano.
Fermín no se dejó despistar por mi amago de broma. Dejé la caja en el suelo y me senté en ella.
—¿Puedo hacerle una pregunta, Fermín?
Fermín soltó su caja y también la adoptó de taburete. Lo miré dispuesto a hablar pero incapaz de arrastrar las palabras a mis labios.
—¿Problemas de alcoba? —preguntó.
Me sonrojé al comprobar lo bien que me conocía mi amigo.
—Algo así.
—¿La señora Bea, bendita sea entre todas las mujeres, tiene pocas ganas de guerra o al contrario demasiadas y usted a duras penas llega a cubrir los servicios mínimos? Piense que las mujeres, cuando tienen una criatura, es como si les hubiesen soltado en la sangre una bomba atómica de hormonas. Uno de los grandes misterios de la naturaleza es cómo es posible que no se vuelvan locas en los veinte segundos que siguen al parto. Todo esto lo sé porque la obstetricia, después del verso libre, es una de mis aficiones.
—No, no es eso. Que yo sepa.
Fermín me examinó extrañado.
—Tengo que pedirle que no cuente a nadie lo que voy a decirle.
Fermín se santiguó con solemnidad.
—Hace un rato, por accidente, he encontrado una carta en el bolsillo del abrigo de Bea.
Mi pausa no pareció impresionarle.
—¿Y?
—La carta era de su anterior prometido.
—¿El cascorro? Pero ¿ése no se había ido al Ferrol del Caudillo a protagonizar una espectacular carrera como niñato de papá?
—Eso creía yo. Pero resulta que a ratos libres escribe cartas de amor a mi mujer.
Fermín se levantó de un brinco.
—Me cago en la madre que lo parió —masculló más furioso que yo.
Saqué la carta del bolsillo y se la tendí. Fermín la olfateó antes de abrirla.
—¿Soy yo o este cabrito envía las cartas en papel perfumado? —preguntó.
—No me había fijado, pero no me extrañaría. El hombre es así. Lo bueno viene después. Lea, lea…
Fermín leyó murmurando y negando por lo bajo.
—Además de miserable y rastrero, este tío es un cursi de tomo y lomo. Eso del «besar otros labios» tendría que bastar para que pasara la noche en el calabozo.
Guardé la carta y arrastré la mirada por el suelo.
—¿No me dirá que sospecha de la señora Bea? —preguntó Fermín, incrédulo.
—No, claro que no.
—Mentiroso.
Me levanté y empecé a dar vueltas por el sótano.
—¿Y usted qué haría si encontrase una carta así en el bolsillo de la Bernarda?
Fermín lo meditó con mesura.
—Lo que haría es confiar en la madre de mi hijo.
—¿Confiar en ella?
Fermín asintió.
—No se ofenda, Daniel, pero tiene usted el problema clásico de los hombres que se casan con una fémina de bandera. La señora Bea, que para mí es y será una santa, está, en el vernáculo popular, para mojar pan y rebañar el plato con los dedos. En consecuencia, es previsible que crápulas, infelices, chulopiscinas y toda clase de gallitos al uso le vayan detrás. Con marido y niño o sin, porque eso al simio embutido en un traje que benévolamente llamamos homo sapiens le trae al pairo. Usted no se dará cuenta, pero yo me jugaría los calzones a que a su santa esposa le salen más moscas que a un tarro de miel en la Feria de Abril. Este cretino es simplemente un ave carroñera que tira piedras a ver si le da a algo. Hágame caso, que una mujer con la cabeza y las enaguas bien puestas a los de esa ralea los ve venir de lejos.
—¿Está usted seguro?
—La duda ofende. ¿Usted cree que si doña Beatriz quisiera hacerle el salto tendría que esperar a que un baboso de medio pelo le enviase boleros recalentados para camelársela? Si no le salen diez pretendientes cada vez que saca el niño y el palmito a pasear, no le sale ninguno. Hágame caso que sé de lo que hablo.
—Pues, ahora que lo dice usted, no sé si eso es mucho consuelo.
—Mire, lo que tiene que hacer es volver a poner esa carta en el bolsillo del abrigo donde la encontró y olvidarse del tema. Y no se le ocurra decirle nada a su señora al respecto.
—¿Eso es lo que haría usted?
—Lo que yo haría es ir en busca de ese cabestro y propinarle tamaña patada en las vergüenzas que cuando se las tuviesen que extirpar del cogote no le quedasen más ganas que de meterse a cartujo. Pero yo soy yo. Y usted es usted.
Sentí que la angustia se esparcía en mi interior como una gota de aceite en agua clara.
—No estoy seguro de que me haya ayudado usted, Fermín.
Se encogió de hombros y, levantando la caja, se perdió escaleras arriba.
Pasamos el resto de la mañana ocupados con los menesteres de la librería. Tras un par de horas dándole vueltas al tema de la carta llegué a la conclusión de que Fermín estaba en lo cierto. Lo que no acababa de dilucidar era si estaba en lo cierto respecto a lo de confiar y callar o a lo de ir a por aquel desgraciado y esculpirle una cara nueva. El calendario sobre el mostrador indicaba que estábamos a día 20 de diciembre. Tenía un mes para decidirme.
El día transcurrió animado y con ventas modestas pero constantes. Fermín no perdía ninguna oportunidad para alabarle a mi padre las glorias del belén y el acierto de aquel niño Jesús con trazas de levantador de pesas vasco.
—Como veo que está usted hecho un as de las ventas, me retiro a la trastienda a limpiar y preparar la colección que nos dejó en depósito la viuda el otro día.
Aproveché la coyuntura para seguir a Fermín hasta la trastienda y correr la cortina a mi espalda. Fermín me miró con cierta alarma y le ofrecí una sonrisa conciliadora.
—Si quiere le ayudo.
—Como guste, Daniel.
Por espacio de varios minutos empezamos a desembalar las cajas de libros y a ordenarlos en pilas por género, estado y tamaño. Fermín no despegaba los labios y evitaba mi mirada.
—Fermín…
—Ya le he dicho que no tiene que preocuparse por eso de la carta. Su señora no es una mujerzuela y el día que quiera dejarlo plantado, que Dios quiera que no sea nunca, se lo dirá a la cara y sin intrigas de serial.
—Mensaje recibido, Fermín. Pero no es eso.
Fermín alzó la vista con gesto de congoja, viéndome venir.
—He estado pensando que hoy después de cerrar podríamos irnos a cenar usted y yo —empecé—. Para hablar de nuestras cosas. De la visita del otro día. Y de eso que le preocupa, que me da en la nariz que está relacionado.
Fermín dejó el libro que estaba limpiando sobre la mesa. Me miró con desánimo y suspiró.
—Estoy metido en un lío, Daniel —murmuró al fin—. Un lío del que no sé cómo salirme.
Le puse la mano en el hombro. Bajo la bata, todo lo que se percibía era hueso y pellejo.
—Entonces permítame ayudarle. Entre dos estas cosas se ven más pequeñas.
Me miró, perdido.
—Seguro que de peores aprietos hemos salido usted y yo —insistí.
Sonrió con tristeza, poco convencido acerca de mi diagnóstico.
—Es usted un buen amigo, Daniel.
Ni la mitad de lo bueno que él se merecía, pensé.