—Estrella de Fuego —maulló Látigo Gris—, quiero preguntarte una cosa.
Estrella de Fuego estaba junto a la extensión de ortigas. Acababa de ver cómo salía Fronde Dorado al frente de la patrulla del atardecer, y ahora estaba comiéndose su parte de carne fresca antes de encabezar otra patrulla para echar un vistazo extra a la frontera con el Clan de la Sombra.
—Claro —contestó—. ¿De qué se trata?
Látigo Gris se sentó a su lado, pero, antes de que pudiera hablar, Zarpa Trigueña salió a grandes zancadas de la guarida de los veteranos y se dirigió al túnel de aulagas con la cabeza y la cola bien tiesas. Sus ojos ámbar llameaban de rabia. Zarzo apareció detrás de ella, con una bola de musgo en la boca. Parecía preocupado.
—¡Zarpa Trigueña! —la llamó Estrella de Fuego—. ¿Qué ocurre?
Durante un segundo, pensó que la aprendiza iba a actuar como si no lo hubiera oído. Luego la gata giró bruscamente para colocarse frente a él.
—¡Orejitas! —bufó—. Si alguna vez un gato ha pedido que le arrancaran el pelo…
—No deberías hablar así de un veterano —la riñó Estrella de Fuego—. Orejitas ha prestado un buen servicio al clan, y deberíamos respetarlo por eso.
—¿Y qué pasa con respetarme a mí? —Zarpa Trigueña estaba tan furiosa que parecía haber olvidado que estaba hablando con su líder—. Sólo porque he tardado un poco en ir a retirar el musgo viejo de su lecho, Orejitas ha dicho que Estrella de Tigre tampoco quería servir nunca a los veteranos, y que ya veía que yo iba a convertirme en lo mismo que mi padre. —Clavó las garras en el suelo arenoso del claro, como si estuviera imaginándose el pelo del viejo gato—. Y no es la primera vez que dice cosas así. ¡No veo por qué tengo que aguantarlo!
Zarzo se les unió mientras ella hablaba y dejó en el suelo el musgo que llevaba en la boca.
—Ya sabes que a Orejitas le duelen las articulaciones por el frío que hace —maulló.
—¡Tú no eres mi mentor! —Zarpa Trigueña se encolerizó con su hermano—. No me digas lo que tengo que hacer.
—Tranquilízate, Zarpa Trigueña —maulló el líder. Quería asegurarle que nadie creía que terminaría siendo una traidora asesina como su padre, pero sabía que eso no era del todo cierto—. Estás haciendo muy bien las cosas como aprendiza, y vas a ser una gran guerrera. Antes o después, el clan lo verá.
—Eso es lo que yo le digo siempre —dijo Zarzo, y añadió para su hermana—: Tenemos que conseguir borrar lo que hizo Estrella de Tigre. Ésa es la única manera de que el clan crea en nuestra lealtad.
—Algunos gatos ya creen en ella —intervino Látigo Gris, y Zarzo le lanzó una mirada agradecida.
La furia de Zarpa Trigueña estaba empezando a apaciguarse, aunque sus ojos ámbar seguían ardiendo. Tras sacudir la cabeza, se alejó, y de camino al túnel de aulagas maulló por encima del hombro:
—Voy a buscar un poco de musgo fresco.
—Lo lamento, Estrella de Fuego —murmuró Zarzo cuando su hermana desapareció—. Pero Zarpa Trigueña tiene derecho a estar disgustada.
—Lo sé. Si puedo pillar a Orejitas en un buen momento, tendré unas palabras con él.
—Gracias. —Zarzo inclinó la cabeza con gratitud, recogió la bola de musgo y corrió tras su hermana.
Estrella de Fuego se quedó mirando a los dos aprendices con preocupación. Decidió que tenía que hablar con Orejitas, y pronto.
Reprochar constantemente a los hermanos quién era su padre no era la forma de asegurar su lealtad al Clan del Trueno.
Al darse cuenta de que Látigo Gris seguía esperando pacientemente, maulló:
—Vale, cuéntame qué te preocupa.
—Se trata de mis hijos —confesó Látigo Gris—. Desde la Asamblea, no puedo sacármelos de la cabeza. Vaharina y Pedrizo no asistieron, así que no pude pedirles noticias suyas, pero, ahora que Estrella de Tigre prácticamente se ha apoderado del Clan del Río, estoy convencido de que corren peligro.
Estrella de Fuego dio un mordisco a su campañol y masticó pensativo.
—No veo por qué tendrían que estar más en peligro que cualquier otro gato —contestó tras tragarse el bocado—. Estrella de Tigre querrá cuidar de todos los aprendices para asegurarse una buena fuerza de combate.
Su amigo no pareció convencido.
—Pero Estrella de Tigre sabe quién es el padre de mis cachorros —señaló—. Me odia, y a mí me inquieta que se desquite con Plumilla y Borrasquino.
Estrella de Fuego pensó que su amigo tenía razón respecto a la hostilidad de Estrella de Tigre.
—¿Qué propones que hagamos?
Látigo Gris parpadeó nerviosamente.
—Quiero que me acompañes al otro lado del río y que los traigamos de vuelta al Clan del Trueno.
Estrella de Fuego se quedó boquiabierto mirando a su amigo.
—¿Te has convertido en un ratón descerebrado? ¿Estás pidiéndole a tu líder que se cuele en el territorio del Clan del Río y secuestre a un par de aprendices?
Látigo Gris rascó el suelo con la pata delantera.
—Bueno, dicho así…
—¿Y cómo quieres que lo diga? —Estrella de Fuego intentó controlar su conmoción; la propuesta de su amigo estaba demasiado cerca del viejo crimen de Cola Rota de secuestrar cachorros. Si aceptaba, y el Clan del Río lo descubría, tendrían la justificación para atacar al Clan del Trueno. Y con el Clan de la Sombra para ayudar a sus vecinos, Estrella de Fuego no podía arriesgarse.
—Sabía que no me escucharías. —Látigo Gris dio media vuelta para retirarse, arrastrando la cola.
—Te estoy escuchando. Látigo Gris, vuelve aquí y pensemos en eso. —Cuando su amigo se detuvo, continuó—: No sabes con certeza si Plumilla y Borrasquino están en peligro. Y ahora ya son aprendices, no cachorros. Tienen derecho a decidir su propio destino. ¿Y si quieren quedarse en el Clan del Río?
—Lo sé. —Látigo Gris sonó desesperado—. No te preocupes, Estrella de Fuego. Comprendo que no hay nada que puedas hacer para ayudarme.
—Yo no he dicho eso. —Contra lo que le dictaba la razón, Estrella de Fuego sabía que no podía quedarse al margen, sin hacer nada por ayudar a su amigo. Éste levantó las orejas, medio esperanzado, cuando Estrella de Fuego continuó—: Supongo que deberemos ir con sigilo, sólo nosotros dos, a comprobar cómo están tus hijos. Si están bien, no tendrás que preocuparte más. Si no lo están, les diré que hay un lugar para ellos en el Clan del Trueno, si es eso lo que eligen.
Los ojos amarillos de Látigo Gris habían empezado a brillar mientras su amigo hablaba.
—¡Eso es genial! —exclamó—. Gracias, Estrella de Fuego. ¿Podemos salir ahora mismo?
—Como quieras. Deja que primero me acabe este campañol. Tú ve a buscar a Tormenta Blanca y dile que se queda a cargo del campamento. Pero no le cuentes adónde vamos —se apresuró a añadir.
Látigo Gris corrió hacia la guarida de los guerreros mientras Estrella de Fuego engullía los últimos bocados de campañol y se pasaba la lengua por el hocico. Para cuando terminó, Látigo Gris había reaparecido, y los dos amigos se encaminaron al túnel de aulagas.
Sin embargo, frenaron en seco cuando una conocida figura negra entró en el claro.
—¡Cuervo! —exclamó Estrella de Fuego—. Qué alegría verte.
—Qué alegría veros a vosotros —contestó el gato negro, entrechocando la nariz con Estrella de Fuego y Látigo Gris a modo de saludo—. ¡Látigo Gris! ¡Hacía lunas que no te veía! ¿Cómo estás?
—Estoy bien. Y es evidente que a ti las cosas te van bien —añadió, examinando el lustroso pelaje de su amigo.
—He venido a presentar mis respetos a Estrella Azul —explicó Cuervo—. ¿Recuerdas, Estrella de Fuego? Me dijiste que podía hacerlo.
—Sí, por supuesto. —Estrella de Fuego miró a Látigo Gris, que estaba amasando el suelo con las zarpas, impaciente por partir—. Cuervo, ¿puedes ir a buscar a Carbonilla? Ella te enseñará dónde está enterrada Estrella Azul. Látigo Gris y yo tenemos una misión y hemos de salir.
—¡Como en los viejos tiempos! —maulló Cuervo, casi con envidia—. ¿Qué ocurre esta vez?
—Vamos a ir al Clan del Río para ver cómo se encuentran mis hijos —le contó Látigo Gris a toda prisa—. Estoy preocupado por ellos, ahora que Estrella de Tigre está al mando.
La mirada conmocionada de Cuervo le recordó a Estrella de Fuego que su amigo no sabía nada de los recientes sucesos del bosque. Le contó apresuradamente lo que Estrella de Tigre había anunciado en la última Asamblea.
—Pero ¡eso es un desastre! —bufó Cuervo al cabo—. ¿Hay algo que pueda hacer para ayudar? Podría acompañaros.
Le brillaban los ojos. Estrella de Fuego se imaginó que Cuervo estaba entusiasmado por la perspectiva de una aventura. Qué diferente era ahora del nervioso aprendiz de antes, acosado por su feroz mentor, Estrella de Tigre.
—De acuerdo —maulló, confiando en su instinto de que sería bueno tener a Cuervo con ellos—. Nos alegrará contar contigo.
Mientras atravesaba el bosque con sus dos viejos amigos al lado, Estrella de Fuego sintió la mente desbordada de recuerdos de cuando entrenaban y cazaban juntos como aprendices. Durante un breve instante, incluso pudo imaginar que aquellos días habían regresado, que él se había desprendido de sus responsabilidades como de hojas muertas y que volvía a ser joven y despreocupado.
Pero sabía que eso era imposible. Ahora era el líder del clan, y jamás podría escapar de sus obligaciones con los gatos que dependían de él.
El sol se había puesto cuando Estrella de Fuego y sus amigos llegaron a la linde del bosque. Tras advertir a Látigo Gris y Cuervo que se quedaran atrás, Estrella de Fuego avanzó sigilosamente entre la maleza hasta que pudo asomarse al río.
Delante de él estaban los pasaderos, la ruta más fácil para entrar en el territorio del Clan del Río. Mientras examinaba la fría agua gris, Estrella de Fuego captó un fuerte olor a gatos… una mezcla del Clan del Río y el Clan de la Sombra. Una patrulla estaba recorriendo la orilla opuesta. Se hallaban demasiado lejos para que estuviera seguro de quiénes eran, pero no distinguió el pelaje gris de Vaharina ni de Pedrizo.
Sintió una punzada de decepción. Si alguno de los hermanos hubiera estado cerca de la frontera, Látigo Gris podría haberle preguntado por sus hijos y el asunto habría terminado ahí. Ahora tendrían que internarse en el territorio del Clan del Río.
Estrella de Fuego sabía que estaba arriesgándolo todo tratando de entrar y salir sin que los sorprendieran. Si alguna vez se descubría que un líder de clan había traspasado la frontera de otro territorio, tendrían problemas. Pero también sabía que debía hacerlo por Látigo Gris.
Su amigo se había acercado hasta él.
—¿Qué ocurre? —susurró—. ¿Por qué estamos esperando aquí?
Estrella de Fuego señaló con las orejas la patrulla. Ésta desapareció al cabo de un momento en un carrizal, y su olor se desvaneció lentamente.
—De acuerdo, vamos —maulló Estrella de Fuego.
Encabezando la marcha, saltó de un pasadero a otro por encima de las negras y veloces aguas. Recordó las inundaciones de la última estación sin hojas, cuando Látigo Gris y él estuvieron a punto de ahogarse por salvar la vida de los cachorros de Vaharina. Se dijo que Estrella Leopardina se había olvidado de eso convenientemente, al igual de cómo los dos guerreros del Clan del Trueno ayudaron a los hambrientos gatos del Clan del Río llevándoles carne fresca de sus propios terrenos de caza.
Pero no servía de nada pensar ahora en eso. Tras alcanzar la ribera opuesta, Estrella de Fuego se escondió entre unos juncos y volvió a comprobar que no había enemigos cerca. Lo único que percibía era el rastro de la patrulla, cada vez más difuminado.
Pisando con cuidado, fue río arriba en dirección al campamento del Clan del Río. Látigo Gris y Cuervo lo siguieron, silenciosos como sombras.
De pronto notaron un nuevo olor en la brisa. Estrella de Fuego se detuvo agitando los bigotes. Se le pusieron los ojos como platos al reconocer el hedor de la carroña, carne que llevaba días pudriéndose hasta envenenar el aire con su repugnante pestilencia.
—¡Puaj! ¿Qué es eso? —gruñó Cuervo, olvidándose de que debían guardar silencio.
Estrella de Fuego se tragó la bilis que le había subido por la garganta.
—No lo sé. Diría que es la madriguera de un zorro, pero no huele a zorro.
—Sea lo que sea, apesta —masculló Látigo Gris—. Vamos, Estrella de Fuego, tenemos que seguir adelante antes de que nos descubra alguien.
—No —replicó el líder—. Sé que estás preocupado por tus hijos, pero esto es demasiado raro. Debemos investigar.
A unas pocas colas de distancia, un diminuto arroyo desembocaba perezosamente en el río principal. Estrella de Fuego se dio la vuelta para seguirlo a través de un cañaveral. El hedor se volvió más intenso; bajo el olor de la carroña, Estrella de Fuego empezó a distinguir el de muchos gatos, una mezcla del Clan del Río y el Clan de la Sombra, como la patrulla. Al oír ruidos, se detuvo e hizo una seña a sus amigos para que lo imitaran: era una mezcolanza de movimientos y voces felinas entre los juncos.
—¿Qué diablos es esto? —susurró Látigo Gris—. No estamos ni remotamente cerca del campamento.
Estrella de Fuego pidió silencio con la punta de la cola. Por lo menos, aquella fetidez enmascararía su olor del Clan del Trueno y les facilitaría mantenerse escondidos.
Más cautelosamente que nunca, Estrella de Fuego siguió avanzando hasta que los juncos empezaron a desaparecer y llegó al lindero de un claro. Pegando la barriga al húmedo suelo, continuó todo lo que se atrevió para echar un vistazo.
Tuvo que apretar las mandíbulas con fuerza para contener un maullido de conmoción y furia. El arroyo discurría por un lado del claro, y sus aguas estaban casi estancadas por los restos de carne fresca que habían lanzado allí para que se pudrieran. Había gatos en la orilla despedazando presas, pero no fue eso lo que encendió la ira de Estrella de Fuego.
Justo enfrente de su escondrijo, en el extremo opuesto del claro, había un gran montículo de huesos. Resplandecían como ramas desnudas bajo la última luz del día. Algunos eran diminutos huesos de musaraña, no mayores que un diente; otros, tan grandes como la tibia de un zorro o un tejón.
Un temblor frío atenazó el cuerpo de Estrella de Fuego. Durante un segundo creyó que había vuelto a su sueño de los Cuatro Árboles. Recordó la sangre que manaba de aquella colina de huesos y su deseo de huir de terror. Pero esto era mucho peor que el sueño, porque estaba sucediendo en el mundo real. Y acomodado en lo alto de la montaña, con su pelo negro contra los restos blanqueados por el sol, se hallaba Estrella de Tigre, el líder del nuevo clan unido.
Estrella de Fuego se obligó a quedarse escondido. Tenía que averiguar qué estaba haciendo Estrella de Tigre. Látigo Gris y Cuervo se colocaron junto a él sigilosamente. A Cuervo se le erizó el pelo, y Látigo Gris pareció estar a punto de vomitar.
Cuando la primera impresión comenzó a remitir, Estrella de Fuego examinó la escena minuciosamente. El montículo estaba formado sólo por huesos de presas, no mezclado con huesos de gato como en su sueño. A un lado se hallaba el lugarteniente del Clan de la Sombra, Patas Negras. Al otro lado estaba Estrella Leopardina. La gata miraba el claro de un extremo a otro, nerviosa. Estrella de Fuego se preguntó si se arrepentía, y supuso que la ambición de la gata de hacer fuerte a su clan la había cegado y no podía ver la verdadera naturaleza de Estrella de Tigre. Pero, fuera lo que fuese lo que sentía la antigua líder del Clan del Río, ya era demasiado tarde para volverse atrás.
—No veo a mis hijos —susurró Látigo Gris al oído de su líder.
Vaharina y Pedrizo tampoco estaban allí. De hecho, la mayor parte de los gatos del claro procedían del Clan de la Sombra, aunque Estrella de Fuego reparó en Prieto y Paso Potente, guerreros del Clan del Río. Tampoco había ni rastro de ningún curandero, y se preguntó si eso sería importante.
Seguía contemplando la escena, demasiado atónito para saber qué hacer, cuando Estrella de Tigre se puso en pie. Algunos pequeños huesos rodaron hasta el suelo con un tamborileo. Los ojos del atigrado oscuro llamearon bajo la agonizante luz del día cuando soltó un maullido triunfal.
—¡Gatos del Clan del Tigre, acudid en torno a la Colina de Huesos para una reunión del clan!
De inmediato, los gatos del claro se acercaron al montículo para agacharse ante él respetuosamente. Otros aparecieron entre los carrizos.
—Estrella de Tigre debe de haber construido esa colina para que se parezca a la Peña Alta —murmuró Cuervo—. Para poder mirar a su clan desde arriba.
El atigrado oscuro aguardó hasta que sus guerreros estuvieron colocados, y entonces anunció:
—Ya es hora de que empiece el juicio. ¡Traed a los prisioneros!
Estrella de Fuego intercambió una mirada de desconcierto con Látigo Gris. ¿De dónde había sacado prisioneros Estrella de Tigre? ¿Acaso ya había atacado al Clan del Viento?
A la orden de Estrella de Tigre, un guerrero del Clan de la Sombra (Colmillo Roto, que había sido uno de los proscritos de Cola Rota) desapareció entre los juncos. Regresó al cabo de un momento llevando a rastras a otro gato. Al principio, Estrella de Fuego no reconoció al escuálido guerrero gris con el pelo enmarañado y una oreja destrozada y ensangrentada. Luego, cuando Colmillo Roto lo empujó al centro del círculo de gatos que había bajo la Colina de Huesos, se dio cuenta de que era Pedrizo.
Estrella de Fuego notó que Látigo Gris se ponía en tensión a su lado, y alzó una pata para advertirle que no los pusiera en peligro revelando su presencia. Látigo Gris agitó las orejas, pero permaneció quieto y en silencio, observando.
Los carrizos se separaron de nuevo. Esa vez, supo al instante qué gato había llegado al claro, con el pelo lustroso y la cabeza erguida orgullosamente. Se trataba de Cebrado. «¡Traidor!», pensó, con el estómago encogido de rabia.
Más movimientos en el cañaveral anunciaron la llegada de otro guerrero del Clan de la Sombra; conducía a dos gatos más pequeños, un atigrado gris plata y otro de espeso pelaje gris. Estaban tan flacos como Pedrizo, y entraron en el claro con pasos inseguros y tambaleantes. Apretujándose el uno contra el otro a la sombra de la Colina de Huesos, miraron alrededor con ojos desorbitados y atemorizados.
Un frío gélido atenazó los músculos de Estrella de Fuego. Los jóvenes gatos eran los hijos de Látigo Gris: Plumilla y Borrasquino.