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8

La nevada había cesado cuando Estrella de Fuego y Zarzo regresaron al campamento. Las nubes habían escampado y el sol poniente proyectaba largas sombras azuladas sobre la fina capa blanca que cubría el suelo. Los dos gatos iban cargados con carne fresca; Estrella de Fuego había observado las técnicas de caza de su aprendiz, y estaba impresionado por su concentración y su hábil acecho.

Acababan de llegar a lo alto del barranco cuando oyeron un maullido a sus espaldas. Estrella de Fuego vio que Látigo Gris se les acercaba saltando por el sotobosque.

—Hola —saludó el guerrero gris resollando. Se le pusieron los ojos como platos al ver las presas—. Habéis tenido más suerte que yo. No he podido encontrar ni un simple ratón.

Estrella de Fuego soltó un gruñido comprensivo mientras abría la marcha hacia el túnel de aulagas. Reparó en que Acederilla, la más aventurera de los tres hijos de Sauce, había salido del campamento y estaba en mitad de la escarpada ladera del barranco. Para sorpresa del líder, la cachorrita se encontraba con Cebrado; el guerrero estaba inclinado sobre ella, diciéndole algo.

—Qué raro —masculló casi para sí mismo, con la boca llena de pelo de ardilla—. Cebrado nunca se ha interesado mucho por los cachorros. ¿Y qué está haciendo aquí fuera?

De pronto oyó una brusca exclamación de Látigo Gris, que pasó como un rayo ante él para descender a toda prisa el barranco, moviendo las piedras sueltas y cubiertas de nieve. Al mismo tiempo, las patas de Acederilla cedieron y la pequeña comenzó a retorcerse sobre la nieve. Pasmado, Estrella de Fuego soltó su presa mientras Látigo Gris gritaba «¡No!», y se abalanzaba contra el guerrero oscuro. Cebrado intentó atacarlo con las patas traseras, pero Látigo Gris había clavado los dientes en su garganta y no iba a soltarlo.

—¿Qué…? —dijo Estrella de Fuego, y bajó disparado la pendiente con Zarzo pisándole los talones.

Rodeó a los guerreros, todavía enzarzados en un torbellino de colmillos y garras, y llegó al lado de Acederilla.

La cachorrita daba vueltas por el suelo, con los ojos desorbitados y vidriosos. Soltaba agudos quejidos de dolor y echaba espuma por la boca.

—¡Ve a buscar a Carbonilla! —le ordenó Estrella de Fuego a Zarzo.

Su aprendiz obedeció a toda prisa, levantando nubes de nieve. Estrella de Fuego se inclinó sobre la gatita y le puso una zarpa sobre la barriga delicadamente.

—Tranquila, Acederilla —maulló—. Carbonilla está de camino.

A la pequeña se le desencajaron las mandíbulas, y Estrella de Fuego vio entre sus dientes blancos unas bayas de color escarlata medio masticadas.

—¡Bayas mortales! —gritó con la voz estrangulada.

Por encima de su cabeza, en una grieta de la roca, había un arbusto oscuro con letales bayas escarlata apiñadas entre las hojas. Recordó un día, muchas lunas atrás, en que Carbonilla había aparecido justo a tiempo para impedir que Nimbo Blanco las probara y le había advertido de lo venenosas que eran. Más tarde, Fauces Amarillas las había utilizado para matar a su hijo, Cola Rota; Estrella de Fuego había presenciado el efecto tan rápido y fatal que tenían.

Agachándose junto a Acederilla, hizo lo posible por extraerle las bayas mascadas de la boca, pero ella sentía demasiado pavor y dolor, y la tarea no era fácil. La gatita sacudía la cabeza de un lado a otro, y su cuerpo sufría convulsiones con espasmos regulares que, para espanto de Estrella de Fuego, parecían más débiles cada vez. Aún oía a Cebrado y Látigo Gris chillando en la agonía de su pelea, pero parecían extrañamente lejos. Toda la atención del líder estaba centrada en la cachorrita.

Por fin, para su alivio, Carbonilla apareció a su lado.

—¡Bayas mortales! —informó Estrella de Fuego al instante—. He intentado sacárselas de la boca, pero…

Carbonilla lo reemplazó al lado de la pequeña. Llevaba un fardo de hojas entre los dientes; tras dejarlo en el suelo, maulló:

—Bien. Sujétala, Estrella de Fuego, mientras yo echo un vistazo.

Con la colaboración de los dos, y con los espasmos de Acederilla todavía más débiles, Carbonilla enseguida logró extraer los restos de bayas mortales. Luego mascó deprisa una hoja e introdujo la pulpa en la boca de Acederilla.

—Trágatelo —le ordenó. A Estrella de Fuego le explicó—: Es milenrama. Le provocará el vómito.

La garganta de la cachorrita se contrajo. Al cabo de un momento vomitó. Estrella de Fuego vio más partículas escarlata entre las hojas mascadas.

—Bien —dijo la curandera con dulzura—. Eso está muy bien. Vas a recuperarte, Acederilla.

La cachorrita boqueó temblando. Después, Estrella de Fuego contempló abatido cómo se quedaba inmóvil y se le cerraban los ojos.

—¿Ha muerto? —susurró.

Antes de que Carbonilla pudiera contestar, un maullido sonó desde la entrada del campamento.

—¡Mi hija! ¿Dónde está mi hija? —Era Sauce, subiendo a toda prisa por el barranco con Zarzo. Se agachó junto a Acederilla, con sus ojos azules llenos de turbación—. ¿Qué ha sucedido?

—Ha comido bayas mortales —explicó Carbonilla—. Pero creo que las ha expulsado todas. La llevaremos a mi guarida para que pueda cuidar de ella.

Sauce se puso a lamer el pelaje pardo de Acederilla. Estrella de Fuego ya veía el leve movimiento de los costados de la gatita al ritmo de su respiración. No estaba muerta, pero, por la desazonada expresión de Carbonilla, el líder supo que seguía estando en peligro por los posibles efectos del veneno.

Por primera vez, Estrella de Fuego pudo tomar aire y mirar hacia Látigo Gris. Su amigo tenía inmovilizado a Cebrado a unas colas de distancia, con una zarpa sobre su cuello y otra en su barriga. Cebrado sangraba por una oreja y bufaba furioso mientras se debatía en vano por liberarse.

—¿De qué va esto? —quiso saber el líder.

—No me lo preguntes a mí —replicó Látigo Gris. Estrella de Fuego no recordaba haber visto tan feroz a su amigo—. ¡Pregúntale a esta… a esta cagarruta de zorro por qué ha intentado asesinar a una cachorrita!

—¿Asesinar? —inquirió Estrella de Fuego. La acusación era tan inesperada que, por un segundo, no pudo hacer otra cosa que quedarse mirando a su amigo como un tonto.

—Asesinar —repitió Látigo Gris—. Vamos, pregúntale por qué estaba dándole bayas mortales a Acederilla.

—¡Ratón descerebrado! —espetó Cebrado con voz fría, clavando su mirada en su atacante—. No estaba dándole bayas mortales. Intentaba evitar que las comiera.

—Sé lo que he visto —insistió Látigo Gris apretando los dientes.

Estrella de Fuego trató de recrear la imagen del guerrero oscuro y la cachorrita al detenerse en el barranco.

—Deja que se levante —ordenó a su pesar a Látigo Gris—. Cebrado, cuéntame qué ha sucedido.

El guerrero se puso en pie y se sacudió. Estrella de Fuego vio calvas en su costado, donde Látigo Gris le había arrancado mechones de pelo.

—Estaba regresando al campamento —empezó—. Me he encontrado a esa estúpida gatita zampando bayas mortales, y estaba intentando detenerla cuando este idiota ha saltado sobre mí. —Miró resentido a Látigo Gris—. ¿Por qué querría yo matar a un cachorro?

—¡Eso es lo que me gustaría saber! —bufó Látigo Gris.

—Por supuesto, ¡ya sabemos a quién creerá el noble Estrella de Fuego! —exclamó Cebrado con desprecio—. En estos días no sirve de nada esperar justicia en el Clan del Trueno.

A Estrella de Fuego le dolió esa acusación, y aún más porque era consciente de que había una base de verdad en ella. Normalmente habría puesto la palabra de Látigo Gris por delante de la de Cebrado, pero tenía que estar completamente seguro de que su amigo no estaba cometiendo un error.

—No tengo que decidirlo ahora —maulló—. En cuanto Acederilla se despierte, podrá contarnos qué ha pasado.

Mientras hablaba, creyó captar un destello de inquietud en los ojos de Cebrado, pero desapareció tan deprisa que no podía estar seguro. El guerrero oscuro agitó la cabeza desdeñosamente.

—Bien —repuso—. Entonces veréis quién de los dos dice la verdad. —Y se encaminó a la entrada del campamento con la cola bien tiesa.

—Lo he visto, Estrella de Fuego —aseguró Látigo Gris resollando por la pelea—. No entiendo por qué Cebrado querría hacer daño a Acederilla, pero estoy absolutamente seguro de lo que estaba haciendo.

Estrella de Fuego suspiró.

—Yo te creo, pero tenemos que dejar que todos los gatos vean que se hace justicia. No puedo castigar a Cebrado hasta que Acederilla nos cuente qué ha sucedido.

«Si es que llega a hacerlo», añadió para sus adentros. Observó cómo Carbonilla y Sauce alzaban cuidadosamente a la cachorrita para llevarla hacia el túnel de aulagas. La cabeza de Acederilla colgaba lánguidamente y su cola se arrastraba por el suelo. A Estrella de Fuego se le encogió el estómago al recordar a la gatita saltando por el campamento. Si Cebrado había intentado realmente matarla, pagaría por ello.

—Látigo Gris —murmuró—, ve con Carbonilla. Quiero que un guerrero monte guardia en su guarida hasta que Acederilla se despierte. Pídeles a Tormenta de Arena y Flor Dorada que te ayuden. No quiero que a la pequeña le pase nada más antes de que esté en condiciones de hablar.

Los ojos de Látigo Gris brillaron de entendimiento.

—De acuerdo, Estrella de Fuego. Voy para allá.

Descendió la cuesta y alcanzó a las gatas cuando estaban desapareciendo en el túnel.

Estrella de Fuego se quedó solo con Zarzo.

—He dejado la ardilla ahí arriba —le dijo a su aprendiz, señalando con la cabeza a lo alto del barranco—. ¿Podrías ir a recogerla por mí? Y luego ve a comer y descansar. Has tenido un día muy largo.

—Gracias —respondió Zarzo. Dio unos pasos y luego se volvió—. Acederilla se pondrá bien, ¿verdad?

Estrella de Fuego soltó un largo suspiro.

—No lo sé, Zarzo —admitió—. Lo cierto es que no lo sé.