Elbryan exhaló un profundo suspiro y miró con desesperanza a Pony. Sabía que Juraviel también lo estaba mirando, aunque el elfo se encontraba lejos del fuego donde los líderes de la banda se habían reunido.
—Una vez Caer Tinella y Tierras Bajas estén seguras —dijo Tomás Gingerwart con la intención evidente de calmar al inexorable guardabosque—, te seguiremos para que nos guíes hacia el sur; por lo menos, aquellos de nosotros que decidan no quedarse para defender nuestros hogares.
A Elbryan le entraron ganas de agarrarlo por los hombros y sacudirlo con fuerza; le entraron ganas de gritarle a la cara que, incluso si reconquistaban los dos pueblos, probablemente quedarían pocos para defenderlos. Le entraron ganas de recordarle a Tomás y a todos los demás que, si atacaban los pueblos y fracasaban y los powris los perseguían, era probable que se perdiera todo: los combatientes, los ancianos y los niños. Pero el guardabosque permaneció en silencio; había utilizado el mismo razonamiento una y otra vez, lo había expresado de todas las maneras que se le habían ocurrido, y los demás siempre hicieron oídos sordos. Elbryan se sentía amargamente impotente: pensaba que todos sus esfuerzos para evitar que se repitiera el destino que habían sufrido su casa y toda su familia podrían resultar infructuosos a causa de un orgullo insensato. Alegaban que querían salvar sus hogares, pero si en un sitio no hay seguridad, ¿cómo podría ese sitio llamarse hogar?
Su frustración no pasó desapercibida a un hombre que estaba sentado cerca.
—¿Entonces, no vas a discutir con él, Elbryan? —le preguntó Belster O’Comely.
El guardabosque miró a su viejo amigo y se limitó a levantar las manos.
—Entonces ¿vas a pelear a nuestro lado? —razonó Tomás, y aquella posibilidad provocó un grito de entusiasmo de los allí reunidos.
—No —dijo Pony con severidad y de forma inesperada, mientras todas las miradas, incluida la de Elbryan, convergían hacia ella.
—Yo no iré —dijo la mujer con firmeza.
Las miradas de sorpresa se convirtieron en murmullos enojados.
—Jamás he eludido una lucha, lo sabéis muy bien —prosiguió Pony, al tiempo que cruzaba los brazos con resolución—. Pero si aceptara ir a pelear por los dos pueblos, sólo reforzaría vuestra creencia de que estáis en el camino correcto. Y no es así. Lo sé, y el Pájaro de la Noche también lo sabe. No voy a utilizar los mismos argumentos que habéis desoído durante estos últimos días, pero tampoco voy a propiciar esa carnicería. Os deseo suerte en vuestra locura, pero me quedaré con los desvalidos y trataré de protegerlos cuando los powris salgan de Caer Tinella y se adentren en el bosque persiguiéndonos, sin que nadie se enfrente a sus hordas.
A Elbryan le pareció que Pony había exagerado un poquito, pero sus duras palabras provocaron numerosos murmullos; unos estaban encolerizados, otros empezaban a dudar del resultado del ataque. El guardabosque había pensado en participar en la lucha y creía que Pony también lo habría hecho disparando devastadores ataques mágicos desde las afueras de los pueblos. La resolución de la mujer de no participar —y él sabía que no era un farol— lo había cogido por sorpresa. No obstante, al considerarlo unos instantes, comprendió su punto de vista.
—Yo tampoco me uniré a vosotros —anunció suscitando más comentarios, enojados y asombrados—. No puedo aprobar esta iniciativa, maese Gingerwart. Me quedaré con Jilseponie y los desvalidos; y si los powris salen, yo, nosotros, haremos todo lo posible para mantenerlos a raya y llevar a los desvalidos a un lugar seguro.
Tomás Gingerwart temblaba cuando miró con expresión abiertamente acusadora a Belster O’Comely.
—Reconsidéralo, te lo ruego —dijo Belster a Elbryan—. También yo he visto demasiadas cosas en esta guerra, amigo mío, y preferiría evitar a los powris y marcharnos a Palmaris. Pero la decisión está tomada limpiamente y mediante votación. Los combatientes irán a reconquistar sus casas, y nosotros, en calidad de aliados, tenemos la obligación de ayudarlos en su lucha.
—¿Aunque sea una locura? —preguntó Pony.
—¿Quién puede decirlo? —replicó Belster—. Muchos creen que vuestro ataque a los pueblos fue una locura, pero, desde luego, resultó muy positivo.
Elbryan y Pony intercambiaron miradas; el guardabosque sacó fuerzas de la resolución de la mujer. Pony había tomado una decisión y no la cambiaría, y el guardabosque decidió también mantener su postura.
—No puedo participar en ese ataque —dijo con calma—. Cuando fui a Caer Tinella, mis actos no comportaban ningún riesgo para quienes no podían luchar.
Belster miró a Tomás y se encogió de hombros, pues no tenía ninguna respuesta válida contra aquel sencillo razonamiento.
En aquel momento, Roger Descerrajador, con aspecto descuidado, entró en el campamento. Miró a Elbryan durante un buen rato; todos los presentes, incluido el guardabosque, pensaron que aprovecharía la ocasión para tratar a Elbryan de cobarde o de traidor.
—El Pájaro de la Noche tiene razón —dijo de pronto el joven. Pasó por delante de los asombrados Elbryan y Pony y se dirigió a todos los reunidos—. Acabo de regresar de Caer Tinella —dijo en voz alta—. No podemos atacar.
—Roger… —empezó a protestar Tomás.
—Los powris se han reforzado —prosiguió Roger—. Son más numerosos que nosotros, tal vez en una proporción de dos o tres a uno, y se han atrincherado sólidamente para defenderse. Además, disponen de grandes artilugios para arrojar lanzas escondidos a lo largo de los muros. Si los atacamos, incluso si Elbryan y Pony se unen a nosotros, nos masacrarán.
Aquellas graves noticias silenciaron a los reunidos durante un rato; luego, se levantaron múltiples voces en susurros, aunque no expresaban agitación o enojo, sino más bien desánimo. Gradualmente, las miradas de todos los hombres y de todas las mujeres se posaron sobre Tomás Gingerwart.
—Nuestros exploradores no dijeron nada de eso —le comentó a Roger.
—¿Estuvieron vuestros exploradores en el pueblo antes que yo?
Tomás miró a Belster y a los otros líderes del grupo en busca de ayuda, pero todos se limitaron a sacudir la cabeza con desesperanza.
—Si os empeñáis en presentar batalla, yo me quedaré con el Pájaro de la Noche y con Pony —acabó diciendo Roger, mientras retrocedía para situarse junto al guardabosque.
Aquello fue suficiente para Tomás y para toda aquella gente orgullosa y testaruda.
—Llévanos a Palmaris —dijo Tomás a Elbryan de mala gana.
—Recogeremos el campamento con la primera luz del día —respondió el guardabosque, y luego miró a Roger e inclinó la cabeza para mostrar su aprobación, mientras la gente se dispersaba. Roger no le devolvió la mirada con una sonrisa o con una inclinación de cabeza; había hecho lo que tenía que hacer y nada más. Sin devolverle la mirada al guardabosque y sin dirigir ni una palabra ni a Elbryan ni a Pony, se marchó.
Elbryan y Pony se encontraron solos frente al fuego, y Juraviel bajó de los árboles situados detrás de ellos para acompañarles.
—¿Qué le dijiste? —preguntó el guardabosque, pues suponía que el elfo había pasado algún tiempo con el imprevisible Roger Descerrajador.
—Lo mismo que te dije a ti en la ciénaga lechosa cuando te cegaba el orgullo —replicó Juraviel con una mirada maliciosa.
Elbryan se sonrojó intensamente y apartó su mirada de Pony y del elfo al recordar con demasiada claridad aquel embarazoso momento. Había peleado con Tuntun, una lucha real y no un combate de entrenamiento planificado; acusaba a la hembra elfo de haber hecho trampas en una pelea tras la cual tuvo que tomarse la comida fría. Tuntun lo batió en poco tiempo, pero el joven Elbryan, cegado por la cólera y el orgullo, no había aceptado la derrota y había pronunciado palabras estúpidas y amenazas vacías.
Belli’mar Juraviel, su mentor y lo más próximo a un amigo que entonces podía encontrar en todo Andur’Blough Inninness, lo había cogido por su cuenta y le había sumergido varias veces la cabeza en las aguas frías de la ciénaga.
—Una lección dolorosa —dijo al fin Juraviel—. Pero que no has olvidado en todos estos años.
Elbryan no podía negar la evidencia.
—Ese joven Roger ha asegurado —prosiguió el elfo— que no le resultaba fácil venir aquí y ponerse de tu lado, aun sabiendo que tenías razón.
—Está madurando —comentó Pony.
Juraviel asintió con una inclinación de cabeza.
—Esta noche empezaré por explorar nuestra ruta —explicó.
—Para evitar el encuentro con los powris —dijo Pony.
El elfo repitió el gesto anterior.
—Una última cuestión —pidió Elbryan mientras el siempre evasivo Juraviel se disponía a regresar a los árboles. El elfo se volvió para mirarlo—. ¿Realmente se habían reforzado los powris?
—¿Habría modificado en algo vuestra decisión? —preguntó el elfo.
—No.
Juraviel sonrió.
—Por lo que yo sé, y poseo mucha experiencia en estas cuestiones, no lo dudes, esta noche Roger Descerrajador ni se ha acercado a Caer Tinella.
El guardabosque había sospechado lo mismo y aquella confirmación le hizo admirar mucho más la decisión de Roger.
Nada hacía pensar que los perseguían; tal como el padre abad Markwart se había imaginado, el barón de Bildeborough, el abad Dobrinion y por supuesto todo Palmaris estaban simplemente contentos de haberse librado de los monjes de Saint Mere Abelle. Aquella noche establecieron el campamento al otro lado del Masur Delaval; las luces de Palmaris se veían con claridad a lo lejos.
Después de conversar con el hermano Francis y de conocer lo que el hombre había descubierto durante su breve estancia en los pensamientos de Connor Bildeborough, el padre abad pasó un buen rato en soledad; paseaba preocupado, mientras se esforzaba con ahínco por controlar su creciente ansiedad. Tan sólo a unos siete metros de distancia, dentro del anillo que formaban los carruajes, resplandecía la luz del fuego y los monjes charlaban alegremente sobre el retorno a casa. El padre abad no participaba de todo aquello: no tenía tiempo para temas tan livianos. Connor Bildeborough sabía que buscaban a la mujer y, además, creía que la mujer estaba actuando con las piedras mágicas no demasiado lejos, donde se libraba la guerra, al norte de Palmaris. Francis había pescado el nombre de Caer Tinella en el transcurso de la breve intrusión en la mente de Connor, y un rápido vistazo a los mapas les confirmó que era un pueblo en la ruta de las Tierras Boscosas, un pueblo por el que Francis y la caravana habían pasado en su apresurada carrera hacia Palmaris.
El objetivo estaba cerca, muy cerca: el final de los problemas causados por Avelyn Desbris y la recuperación del buen nombre del padre abad Dalebert Markwart en los anales de la Iglesia abellicana. Youseff y Dandelion terminarían el trabajo y recuperarían las piedras, y entonces lo único que tendría que hacer Markwart sería la denuncia formal del herético Avelyn. Destruiría su leyenda del mismo modo que la explosión de Aida destruyó su cuerpo.
Entonces todo estaría en orden, todo volvería a ser como antes.
—¿O no? —se preguntó en voz alta el padre abad. Suspiró profundamente y analizó la posible cadena de problemas que la expedición le había causado. Jojonah no era un aliado suyo y con toda probabilidad se le opondría; tal vez incluso iría tan lejos como para hablar en términos elogiosos y en público del fallecido Avelyn. Y el abad Dobrinion ya no era ni siquiera neutral en aquel asunto. El abad de Saint Precious estaba seguramente ofendido por el secuestro de los Chilichunk, y por la forma en que lo había tratado el contingente de Saint Mere Abelle. En particular, lo último, musitó el padre abad, pensando que Dobrinion estaba más preocupado por su orgullo herido que por sus feligreses torturados.
¿Y qué decir del barón de Bildeborough, que ya se había mostrado dispuesto a presentar batalla contra la Iglesia por causa de su sobrino?
Mientras daba vueltas en la cabeza a estos problemas una y otra vez, todos ellos se le antojaban como un amasijo de criaturas negras, y cada una de ellas daba la impresión de que crecía cada vez que volvía sobre el correspondiente problema. ¡Y se iban haciendo más y más grandes hasta convertirse en muros negros que le rodeaban, que le impedían el paso, que lo enterraban!
El anciano pateó el suelo y soltó un grito sofocado. ¿Se pondría todo el mundo y toda la Iglesia en su contra? ¿Estaría solo en aquella interpretación de la verdad? ¿Qué conspiraciones habían tramado el perverso Jojonah y el estúpido Dobrinion? ¡Por no hablar de la corrupción iniciada por el malvado Avelyn Desbris!
La mente de Markwart revoloteaba buscando resquicios en aquellos muros negros, buscando algún modo de vencer aquella oscuridad. Debía llamar a Jojonah para que interrumpiera su viaje a Ursal y regresara a Saint Mere Abelle, a fin de controlar el menor de sus movimientos. Sí, era necesario.
Tenía que enviar cuanto antes a Dandelion y a Youseff con el objetivo de recuperar el alijo de Avelyn, para que las gemas pudieran volver a su lugar adecuado en Saint Mere Abelle. Sí, eso sería lo más prudente.
Y Connor y Dobrinion resultarían un problema. Tenía que persuadirlos o…
El padre abad Markwart permaneció inmóvil en el pequeño claro fuera del círculo de los carruajes, respirando pausadamente. La energía había vuelto a su corazón, había recuperado la voluntad de continuar la lucha, de hacer cualquier cosa para alcanzar el codiciado fin. Lenta y gradualmente fue abriendo los ojos y relajando los puños apretados.
—¿Padre abad?
La llamada llegó desde atrás; era una voz familiar y no un enemigo. Se dio la vuelta y encontró a un preocupado hermano Francis que le observaba.
—¿Padre abad? —repitió el hombre.
—Ve y diles a los hermanos Dandelion y Youseff que vengan a verme —le ordenó el anciano—. Y luego participa en la conversación que tiene lugar en el anillo de los carruajes; debo conocer el estado de ánimo de los monjes.
—Sí, padre abad —respondió Francis—. Pero no debería estar aquí, con los monstruos…
—¡Vete ya! —gruñó Markwart.
El hermano Francis desapareció detrás de otro carro, hacia el interior del anillo. Poco después, dos figuras, una pesada y la otra ágil, aparecieron sigilosamente y se inclinaron ante el padre.
—Ha llegado la hora de que pongáis en práctica lo que habéis aprendido —les dijo Markwart—. Hermano Justicia es ahora vuestro título, tanto para uno como para el otro, el único nombre que conoceréis, el único nombre con el cual os referiréis el uno al otro. No podéis ni imaginaros la urgencia de este asunto; el destino de toda la Iglesia abellicana depende de lo que hagáis en los próximos días.
»El hermano Francis ha llegado a la conclusión de que las gemas robadas están en poder de una mujer, Jilseponie Ault, también llamada Jill, o Pony por sus amigos —prosiguió el anciano—. Y creemos que ella se encuentra en la región de Caer Tinella, al norte de Palmaris, junto a la carretera de las Tierras Boscosas.
—Saldremos inmediatamente —respondió Youseff.
—Saldréis por la mañana —corrigió el padre abad—. Iréis disfrazados para no parecer monjes. Tomaréis el transbordador para cruzar el río y luego entraréis en Palmaris. El viaje al norte esperará… un día.
—Sí, padre abad —dijeron los dos al unísono, aprovechando la vacilación del anciano.
—O cinco días —prosiguió Markwart—, si es preciso. Mirad, tenemos un problema en Palmaris que es necesario resolver.
De nuevo Markwart vaciló analizando el proyecto. Tal vez debería hacer que cada uno fuese por su lado, de modo que si uno de ellos fracasaba en aquel asunto, el otro podría al menos recuperar las gemas. Quizá debería olvidarse de Palmaris y concentrarse en las piedras, y después, cuando esa cuestión estuviera resuelta, podría enviarlos a la ciudad.
No, se dijo. Por aquel entonces la conspiración contra él estaría completamente preparada, tal vez incluso ya estarían en guardia; peor aún: Connor conocía a la mujer y podría encontrarla antes que los monjes.
—Connor Bildeborough —dijo de repente—. Se ha convertido en un problema para mí y para toda la Iglesia. Quiere apoderarse de las gemas en beneficio propio —mintió.
—Hay que eliminar el problema —razonó el hermano Youseff.
—Sin dejar pistas.
Después de un largo silencio los dos hombres hicieron sendas reverencias, se dieron la vuelta y se alejaron.
Markwart apenas se dio cuenta de su marcha, pues se quedó considerando sus últimas palabras. Sin dejar pistas.
¿Sería posible con el receloso abad Dobrinion en Palmaris? Dobrinion no era tonto, ni tampoco débil dadas las piedras que obraban en su poder, una de las cuales era una piedra del alma. Incluso podría entrar en el espíritu de Connor antes de que se fuera de este mundo y descubrir la verdad.
Pero Dobrinion estaba solo, aislado. No había ningún otro monje en Saint Precious de talla suficiente, ninguno que pudiera utilizar la hematites para un trabajo tan difícil.
—Hermanos Justicia —dijo Markwart.
Los dos hombres giraron sobre sí mismos y se apresuraron a regresar ante su superior.
—El problema está también más arriba de Connor Bildeborough, ya que ese hombre está aliado con otro que podría utilizar las piedras con fines devastadores —explicó Markwart—. Si ese hombre obtiene las piedras, reclamará la dirección de la Iglesia y ocupará su lugar en Saint Mere Abelle.
Naturalmente, todo aquello era absurdo, pero los dos hombres con las mentes deformadas por el experto trabajo de maese De’Unnero se lo creyeron a pies juntillas.
—Lo siento en el alma —mintió el padre abad—. Pero no tengo otra elección. Debéis matarlos a los dos en Palmaris; el segundo es Dobrinion Calislas, el abad de Saint Precious.
Tan sólo una cierta sorpresa apareció en el rostro atento del hermano Youseff, mientras que el hermano Dandelion aceptó la orden con la misma facilidad con la que hubiera obedecido si Markwart le hubiera pedido que tirara los restos de la cena.
—Tiene que parecer un accidente —prosiguió Markwart—. O tal vez una acción de nuestros enemigos monstruos. No puede haber errores. ¿Lo comprendéis?
—Sí, padre abad Markwart —se apresuró a responder el hermano Dandelion.
Markwart examinó a Youseff, que sonreía con expresión perversa. El hombre asintió con la cabeza y a Markwart le pareció que se sentía inmensamente feliz ante aquella perspectiva.
—Vuestra recompensa os esperará en Saint Mere Abelle —acabó diciendo Markwart.
—Nuestra recompensa, padre abad, está en el servicio, en el acto en sí —declaró el hermano Youseff.
El padre abad sonrió perversamente. Se sentía mucho mejor. De repente, como le había sucedido en sus anteriores reflexiones, todo le pareció claro, como si hubiera encontrado un nivel más profundo de concentración, en el cual podían apartarse todas las preocupaciones, ignorarse todas las confusiones y resolverse todos los problemas con lógica y previsión. Reconsideró su propósito de llamar a maese Jojonah. Por él, maese Jojonah podía quedarse en Ursal hasta que se muriera, pues sin el apoyo de Dobrinion no representaba una verdadera amenaza.
Sí, si todo iba bien con los hermanos Justicia, si se eliminaban los dos problemas potenciales y se recuperaban las piedras, la cuestión estaría resuelta, así como su propio lugar en la historia de la orden abellicana. Pero entonces el padre abad volvió a agitarse y a excitarse. Sabía que aquella noche no podría dormir y que tenía que encontrar alguna distracción, algo que le permitiera creer que estaba trabajando en pos del objetivo más codiciado. Se dirigió adonde estaba el hermano Francis, y le ordenó que sacara a Grady Chilichunk del anillo de carruajes y que se lo trajera. Cuando llegó Francis, arrastrando literalmente a un Grady que no cesaba de protestar, Markwart le hizo señas para que lo siguieran y los condujo muy lejos del anillo.
—¿Este es un lugar seguro? —se atrevió a preguntar el hermano Francis.
—Los hermanos Youseff y Dandelion siguen nuestros movimientos —mintió Markwart, pues a él le preocupaban poco los monstruos, ya que de alguna manera percibía que había pocos por aquella zona. La misma intuición que le había indicado qué camino seguir le decía que allá afuera no corrían peligro.
En cualquier caso, él no. El pobre Grady Chilichunk no podía pretender lo mismo.
—Fuiste su hermano durante años —le dijo Markwart.
—Ni por elección, ni por sangre —replicó Grady, pronunciando cada palabra con desprecio.
—Pero sí por alguna circunstancia, y para el caso es lo mismo —insistió Markwart.
Grady rio entre dientes y se dio la vuelta, pero Francis fue al instante hacia él obligándole a torcer la cabeza para que mirara a Markwart a los ojos.
—No estás arrepentido —observó Markwart.
Grady trató de desviar de nuevo la mirada; esta vez, Francis no se limitó a torcerle la cabeza, sino que además le propinó una fuerte patada en las corvas de las rodillas que le obligó a arrodillarse ante el padre abad. El joven monje permaneció de pie junto a Grady para mantenerlo en aquella posición agarrándolo por el pelo y levantándole la cabeza de forma que se veía obligado a mirar a su superior.
—¡No he cometido ningún delito! —protestó Grady—. ¡Ni tampoco mis padres! ¡Es usted el impío!
Grady Chilichunk nunca había sido un hombre valiente. Siempre siguió su inclinación al lujo y de buen grado hizo de lacayo de hombres de más alta posición, en particular de Connor Bildeborough, para darse mejor vida. Tampoco había sido un hijo responsable y había vuelto la espalda a sus padres y a su negocio durante muchos años, aunque no al dinero que recibía de ellos. Pero ahora, desvalido y desesperado en la carretera con los brutales y poderosos monjes, algo había cambiado en su interior, y había brotado en él cierto sentido del deber. En aquellos momentos le importaba poco su propia seguridad y sobre todo le preocupaba el hecho de que sus padres, su madre sobre todo, fueran tan maltratados. Le parecía que todo el mundo se había vuelto loco y de alguna manera comprendió que todas las quejas y ruegos y cooperación que pudiera expresar no les servirían de nada ni a él ni tampoco a sus padres. La desesperanza dejó paso a la cólera; la cólera desencadenó acción, algo extraño en un cobarde. Escupió hacia Markwart alcanzándole en la cara.
Markwart se limitó a reír despreocupadamente, pero Francis, horrorizado de que aquel vulgar aldeano hubiera ofendido de aquel modo al padre abad, dirigió el codo hacia la parte lateral de la cabeza de Grady. El hombre gruñó y se cayó; Francis se apresuró a propinarle violentas patadas, le golpeó de nuevo en la cabeza, se lanzó sobre él, le obligó a ponerse boca abajo y tiró de sus brazos por detrás de la espalda causándole un gran dolor.
Grady demasiado maltrecho para protestar no dijo nada.
—Ya basta, hermano Francis —dijo con calma Markwart, dando una palmada en el aire—. Los actos de ese hombre sólo demuestran que le ha vuelto la espalda a la Iglesia abellicana y a toda la bondad del mundo.
Grady seguía tumbado sin fuerzas debajo de Francis, gruñendo débilmente.
—Bueno, parece que no vamos a sacar nada en claro de él esta noche —observó el padre abad.
—Lo siento, padre abad —dijo Francis alarmado, pero tampoco esta vez se lamentó Markwart. Dados los acontecimientos que había puesto en marcha, sencillamente estaba demasiado satisfecho como para que cualquier nimiedad pudiera afectarlo.
—Llévatelo y déjalo en su cama —ordenó el padre abad.
El hermano Francis ayudó a Grady a levantarse. Se dispusieron a marcharse, pero se detuvieron al advertir el monje que Markwart no los seguía.
—Voy a disfrutar de la paz nocturna —explicó el padre abad.
—¿Solo? —preguntó Francis—. ¿Aquí afuera?
—Vete —le ordenó Markwart—. No corro ningún peligro.
Francis juzgó que no tenía más opción que obedecer la orden. Se alejó despacio, mirando hacia atrás repetidamente, y vio al padre abad tranquilo, e impávido.
En efecto, el padre abad estaba absolutamente seguro de que no corría ningún peligro, pero aunque él no lo sabía, no estaba solo.
El espíritu de Bestesbulzibar estaba con él, saboreando las opciones que Markwart había elegido aquella noche oscura, y guiando sus decisiones.
Mucho más tarde, el padre abad se durmió tranquilamente, de tal modo que cuando al alba, Francis se acercó para despertarlo, le ordenó que se fuera y que también dejara dormir a los demás. Horas después Markwart se levantó; encontró el campamento en plena actividad y vio que el hermano Francis estaba muy nervioso mientras deambulaba sin cesar ante los tres coches que albergaban a cada uno de los Chilichunk.
—No se despertará —explicó el hermano a Markwart cuando este se le acercó para ver qué pasaba.
—¿Quién?
—El hijo, Grady —explicó Francis; sacudió la cabeza y luego la inclinó para señalar hacia el coche que albergaba al joven. Markwart entró; salió con una expresión severa.
—Enterradlo junto a la carretera —ordenó el padre abad—. En un hoyo poco profundo, en tierra no consagrada —añadió, y pasó por delante de Francis como si nada especial hubiera pasado, como si esa hubiera sido una orden rutinaria más. Se detuvo algunos pasos más allá y se volvió hacia Francis—: Y asegúrate de que los otros prisioneros, especialmente el peligroso centauro, no se enteran de esto —explicó—. Y hermano Francis, entiérralo tú mismo, en cuanto la caravana haya emprendido la marcha.
Una expresión de pánico se pintó en la cara de Francis. Markwart le dedicó una risita sofocada antes de irse, dejando al hermano a solas con su culpa.
Los pensamientos de Francis se arremolinaban. ¡Había matado a un hombre! La noche anterior debía de haber pegado o pateado a Grady demasiado fuerte. Rememoró lo ocurrido una y otra vez, mientras se preguntaba cómo había podido hacer algo semejante, o cómo podría haberlo evitado, y se esforzaba en todo momento para no ponerse a gritar.
Temblaba y sus ojos se dirigían a todas partes. Su frente quedó bañada en sudor cuando vio que el padre abad se acercaba a él de nuevo.
—La paz sea contigo, hermano —le dijo Markwart—. Fue un desgraciado accidente.
—Lo maté —farfulló Francis en respuesta.
—Defendiste a tu padre abad —contestó Markwart—. Celebraré una ceremonia de absolución cuando estemos de vuelta en Saint Mere Abelle, pero te aseguro que tus plegarias de penitencia serán leves.
Tratando de disimular una sonrisa burlona, Markwart se alejó.
El hermano Francis no se calmó tan fácilmente. Podía seguir la lógica del razonamiento de Markwart; al fin y al cabo, el hombre había escupido a la cara del padre abad de la Iglesia abellicana. Pero aunque el hermano Francis podía, por supuesto, argumentar que se trataba de un desgraciado accidente y justificar así su acción, la racionalización no conseguía echar raíces en su corazón. Se había caído de su pedestal, había perdido la omnipresente convicción de que estaba por encima de los demás hombres. Francis había cometido errores con anterioridad, naturalmente, y lo sabía, pero no hasta aquel punto. Recordaba todas las ocasiones a lo largo de su vida en que había imaginado que él era la única persona real, que todos los demás y todo lo demás eran una mera parte del sueño de su conciencia.
De repente, ahora, se sentía como si fuera otro hombre, un personaje insignificante en un larguísimo manuscrito.
Más tarde, aquella misma mañana, mientras la caravana se alejaba, el hermano Francis echó tierra sobre el pálido rostro de Grady Chilichunk. En un ennegrecido rincón de su corazón, Francis supo en aquel momento que era una criatura condenada.
Entonces, de modo subconsciente, aquel corazón y aquella alma corrieron hacia el padre abad, pues a sus ojos no había habido delito, ni pecado. Según la visión del mundo de aquel hombre, el hermano Francis podía mantener sus ilusiones.