16

Para diversión del padre abad

—El abad Dobrinion está cada vez más desasosegado —le comentó el hermano Francis al padre abad Markwart. El monje más joven estaba visiblemente agitado; cada palabra que salía de su boca expresaba tensión, ya que al pronunciarla el hermano Francis se sentía de algún modo atrapado, entre el miedo y el horror. Desde luego, se había dado cuenta de que el abad Dobrinion estaba intranquilo, ya que estaban torturando a sus feligreses en las mismísimas mazmorras de aquel lugar sagrado.

—Tal vez no sea de mi incumbencia —prosiguió Francis haciendo frecuentes pausas para tratar de calibrar la reacción del impasible Markwart—, pero me temo…

—Que Saint Precious no es partidario de nuestra causa —acabó en su lugar el padre abad.

—Perdóname —pidió Francis con humildad.

—¿Perdonar? —repitió con incredulidad—. ¿Perdonar tu perspicacia? ¿Tu cautela? Estamos en guerra, mi querido e inexperto joven. ¿Todavía no te has dado cuenta?

—Desde luego, padre abad —dijo Francis con una reverencia—. Los powris y los trasgos…

—¡Olvídalos! —le interrumpió Markwart—. Y olvida a los gigantes, y también al demonio Dáctilo. Esta guerra se ha convertido en algo mucho más peligroso que cualquier asunto relativo a simples monstruos.

El hermano Francis levantó la cabeza y miró largamente al padre abad Markwart.

—Se trata de una guerra por el corazón de la Iglesia abellicana —continuó Markwart—. Te lo he explicado varias veces, y todavía no lo entiendes. Es una guerra entre tradiciones establecidas durante milenios e ideas usurpadoras, frívolas creencias contemporáneas, relativas a la naturaleza del bien y del mal.

—¿No se trata de conceptos eternos? —se atrevió a preguntar un muy confuso hermano Francis.

—Naturalmente —respondió Markwart con sonrisa conciliadora—. Pero algunos, maese Jojonah entre ellos, parecen creer que pueden redefinir esos principios para adaptarlos a sus propias percepciones.

—¿Y qué pasa con el abad Dobrinion?

—Háblame tú del abad Dobrinion —ordenó Markwart.

El hermano Francis reflexionó para analizar lo que aquello implicaba. No estaba totalmente seguro de cómo el padre abad consideraba a Dobrinion, o a cualquier otro, en relación a aquel asunto. De vuelta a Saint Mere Abelle, Markwart había discutido con frecuencia con maese De’Unnero, y a menudo de forma violenta, y, a pesar de sus diferencias, no era un secreto que De’Unnero era el consejero más cercano al padre abad, después de Francis.

—El hermano Avelyn, el herético, solía analizar todos los temas —comentó el padre abad—. No podía limitarse a hablar simplemente de lo que había en su corazón, y me temo que eso fue su perdición.

—El abad Dobrinion se enfrentará a nosotros —reveló el hermano Francis—; no confío en él y lo creo más afín a las definiciones de maese Jojonah sobre el bien y el mal que a las tuyas… a las nuestras.

—Palabras fuertes —dijo Markwart con malicia.

El hermano Francis palideció.

—Pero no del todo falsas —prosiguió Markwart, y Francis suspiró aliviado—. El abad Dobrinion ha sido siempre un idealista, incluso cuando los ideales se desvanecían frente al pragmatismo. Creo que su deseo vehemente de conseguir la santidad para el hermano Allabarnet me permitirá mantenerlo a raya, pero aparentemente es mucho más débil de lo que creía.

—Se enfrentará a nosotros —dijo Francis con mayor firmeza.

—Mientras nosotros charlamos, el abad Dobrinion está pidiendo la liberación de los Chilichunk —explicó Markwart—. Visitará al barón de Palmaris, probablemente al mismísimo rey, y desde luego a los otros abades.

—¿Tenemos derecho a retenerlos? —osó preguntar el hermano Francis.

—¿Es la orden abellicana más importante que el destino de tres personas? —fue la breve respuesta que obtuvo.

—Sí, padre abad —respondió el hermano Francis, mientras inclinaba la cabeza una vez más. Cuando Markwart lo planteaba de esa forma tan sencilla, a Francis le resultaba fácil apartar sus propias impresiones sobre el trato dado a los prisioneros. Por supuesto se trataba de algo muy trascendente, demasiado trascendente para dejar intervenir una compasión bobalicona.

—En tal caso, ¿qué vamos a hacer? —preguntó el padre abad, aunque para el hermano Francis era evidente que el anciano ya había tomado una decisión.

De nuevo Francis vaciló al considerar globalmente la cuestión.

—Una asamblea de abades —empezó a decir aludiendo al cónclave de toda la jerarquía de la Iglesia, un paso necesario si el padre abad abrigaba la intención de destituir a Dobrinion.

—Naturalmente, ese cónclave tendrá lugar —replicó Markwart—. Pero no se convocará hasta mediados de Calember.

El hermano Francis consideró aquellas palabras. Calember era el undécimo mes; faltaban más de cuatro meses.

—Entonces tenemos que marcharnos en seguida de Saint Precious —razonó al fin, suponiendo, acertadamente, que al padre abad se le estaba acabando la paciencia—. Debemos llevar a nuestros prisioneros a Saint Mere Abelle, donde el abad Dobrinion no tendrá nada que decir sobre el trato que reciban.

—Bien dicho —le felicitó el padre abad Markwart—. Desde luego debemos abandonar Saint Precious mañana, y llevarnos al centauro y a los Chilichunk a Saint Mere Abelle. Ocúpate de los preparativos y traza el itinerario.

—Un trayecto en línea recta —le aseguró Francis.

—Y haz público, a bombo y platillo, que nos vamos —prosiguió el padre abad—. Y para ello cuenta que también nos llevamos a Connor Bildeborough, ya que esa es una noticia de las que se difunden ampliamente.

El hermano Francis mostró una expresión dubitativa.

—¿No nos creará problemas con la corona?

—Si eso ocurre, lo liberaremos —repuso Markwart—. Entretanto, el rumor puede haber llegado hasta la mujer que buscamos.

—Pero puede que a ella no le importe Bildeborough —razonó el hermano Francis—. Su unión fue breve, y desgraciada, según cuenta la gente.

—Pero vendrá a causa de los Chilichunk —explicó Markwart—. Y a causa de aquella fea criatura medio equina. La detención de maese Bildeborough sólo servirá para dar a conocer a los otros prisioneros.

El hermano Francis consideró aquel razonamiento durante un momento y luego asintió.

—¿Y qué pasará con el abad Dobrinion? —preguntó.

—Es una espina más pequeña de lo que te figuras —replicó Markwart con rapidez; y a Francis le pareció que el padre abad ya había trazado un plan en su cabeza para el venerable abad de Saint Precious.

Connor Bildeborough recorría la pequeña habitación, un apartamento alquilado en la parte baja de Palmaris. Aunque era de sangre noble, prefería las emociones de los muelles y de las tabernas más populares. Las únicas aventuras que encontraba en el palacio de su tío eran las ocasionales cacerías de zorros; pero las consideraba una tontería, un ejercicio de exaltación del ego que, a su criterio, ni siquiera podía calificarse como un deporte. No, Connor, de ingenio rápido y de espada rápida, prefería una buena pelea en una taberna o un altercado con supuestos matones en un callejón oscuro.

Hasta aquel momento había pasado un tiempo considerable en las praderas al norte de Palmaris, tratando de conseguir fama de guerrero en las escaramuzas con los muchos monstruos que podían encontrarse allá en el norte. Al comienzo de la guerra su tío le había ofrecido un magnífico regalo, una fina espada de incomparable artesanía. Su hoja relucía con el brillo de algún metal silvérico que no pudo ser identificado, e incrustadas sobre la cesta dorada de su pomo había varias diminutas magnetitas mágicas, de forma que el arma podía utilizarse muy eficazmente en la defensa, pues prácticamente atraía a la hoja del oponente. Se llamaba Defensora y Connor nunca supo dónde había conseguido su tío un arma semejante. Circulaban muchos rumores al respecto, pero eran imposibles de confirmar. La mayoría estaban de acuerdo en que había sido forjada en las herrerías del primer reino de Honce el Oso; algunos decían que por un ingenioso powri que había desertado de los de su raza en las Islas Desgastadas. Otras leyendas pretendían que los misteriosos Touel’alfar habían colaborado en su forja, y otros incluso pretendían que ambas razas habían intervenido junto a las mejores herrerías de armas de los humanos de la época.

Cualquiera que fuese la verdad sobre el origen de la espada, Connor comprendió que ahora poseía un arma extraordinaria. Con Defensora en la mano, hacía justo una semana había dirigido un contingente de hombres del rey contra una horda de poderosos gigantes; y, aunque los resultados habían sido en cierto modo desastrosos —tal como era de esperar en una pelea con gigantes—, Connor lo había hecho muy bien y podía incluso alardear de haber matado a dos. ¡Cuánta gloria había conseguido en el norte!

Ahora, sin embargo, en aquella habitación con su buen amigo el abad Dobrinion, Connor comprendió que tenía que prestar atención a lo que ocurría un poco más cerca de casa.

—Tiene que ver con Jill —insistió el abad—. El padre abad Markwart cree que tiene en su poder el alijo de gemas que fue robado en Saint Mere Abelle.

Jill. Aquel nombre produjo una fuerte emoción en Connor, removió sus recuerdos y agitó su corazón. La había cortejado durante meses, maravillosos meses; todo para que su matrimonio se desintegrara en cuestión de horas. Cuando Jill se negó a que él consumara sus derechos matrimoniales, Connor habría podido pedir su muerte.

Pero desde luego no pudo hacerlo, ya que había querido a aquella mujer animosa, aunque perturbada. En el juicio, él había recomendado que la chica se incorporase al ejército de los hombres del rey. ¡Cómo se desgarró su corazón cuando su Jill abandonó Palmaris!

—Había oído que fue destinada lejos, muy lejos —dijo el joven noble en tono sombrío—. En Pireth Tulme o en Pireth Danard, al servicio de los Guardianes de la Costa.

—Puede ser —concedió el abad Dobrinion—. ¿Quién sabe? El padre abad la está buscando, y cree que estuvo en el norte, en Dundalis, e incluso más allá, acompañada por Avelyn de Saint Mere Abelle, el que robó las gemas sagradas.

—¿Conociste a ese hombre? —preguntó Connor de repente, mientras una vez más se preguntaba por aquel primer monje que había visitado a Pettibwa Chilichunk.

—No lo he visto jamás —replicó el abad Dobrinion.

—¿Podrías describírmelo? —le urgió Connor.

—Un hombre grande, tanto por su osamenta como, al parecer, por su enorme barriga —repuso el abad—; eso decía maese Jojonah.

Connor asintió, mientras asimilaba aquella información. El monje que había visitado a Pettibwa era desde luego grande, de osamenta y de barriga. ¿Podía haber ocurrido que Jill hubiera vuelto a Palmaris en su compañía? ¿Podía Jilly, su Jilly, haber estado tan cerca sin que él ni siquiera lo hubiese sabido?

—Esa mujer está en peligro, Connor, en un grave peligro —observó con seriedad el abad Dobrinion—. Y si sabes algo relativo a ella o a su paradero, o si realmente tiene las gemas en su poder, el padre abad te perseguirá. Y sus técnicas de interrogación no son agradables.

—¿Cómo podría saber yo algo de Jill? —respondió Connor con incredulidad—. La última vez que la vi fue durante el juicio, cuando fue destinada al ejército de los hombres del rey.

Decía la verdad, ya que había visto por última vez a Jill con ocasión de la anulación de su matrimonio y de su incorporación al ejército. Después, Connor había estado a menudo ausente de Palmaris, peleando en el norte para hacerse un nombre en lo que muchos creían que eran días de una guerra que menguaba. Había oído historias de una banda de pícaros que operaba más al norte, cerca de los pueblos de Caer Tinella y Tierras Bajas, y que utilizaban tácticas y magias para hacer estragos entre los monstruos. ¿Podrían Jill y el monje Avelyn, con sus gemas robadas, ser la causa de tal magia?

Naturalmente, Connor no tenía la intención de divulgar tales suposiciones, ni siquiera al abad Dobrinion.

—El padre abad quiere encontrarla —dijo Dobrinion.

—Si Jill se ha metido en problemas, poco podré hacer yo para remediar la situación —replicó Connor.

—Pero por el simple hecho de que una vez estuviste casado con esa mujer, estás implicado en el asunto —le avisó Dobrinion.

—Es ridículo —dijo Connor, pero mientras hablaba, se abrió de golpe la puerta de la habitación y entraron cuatro monjes: Youseff y Dandelion, el hermano Francis y el mismo padre abad.

Dandelion se acercó a Connor; el hombre se dispuso a desenvainar su fina espada, pero comprobó que espontáneamente había salido por sí sola de la vaina. Entonces agarró la espada, pero al cogerla por la empuñadura, comprobó que alguien tiraba hacia arriba de su brazo; tuvo que ponerse de puntillas, pero ni con toda su fuerza ni todo su peso consiguió bajar de nuevo la espada para defenderse.

Dandelion le propinó un golpe corto y brusco; le obligó a soltar la espada y lo inmovilizó con una presión fuerte de su mano. La espada se alejó ingrávida, y Connor comprendió por qué cuando advirtió que el cuarto monje, el hermano Francis, estaba utilizando un anillo con una gema verde.

—No se resista, maese Connor Bildeborough —le ordenó el padre abad—. Queremos hablar con usted, eso es todo, sobre un asunto de tremenda importancia, un asunto que afecta la seguridad de los bienes de su tío.

Instintivamente, Connor trató de liberarse de la presión, pero comprobó que sus esfuerzos eran vanos, pues Dandelion era demasiado fuerte y estaba demasiado bien adiestrado como para dejarle la más mínima oportunidad. A su lado, el otro monje joven, Youseff, estaba preparado con un palo pesado en la mano.

—Mi tío se va a enterar de esto —avisó Connor a Markwart.

—Su tío estará de acuerdo con mi decisión —replicó el padre abad confiado. Inclinó la cabeza hacia sus dos lacayos y estos se llevaron a Connor.

—Estás pisando un terreno muy peligroso —le avisó el abad Dobrinion—. No hay que tomarse a la ligera la influencia del barón Rochefort Bildeborough.

—Te aseguro que uno de nosotros también está pisando un terreno peligroso —repuso el padre abad sin inmutarse.

—Sabías que estábamos buscando a Connor Bildeborough —le acusó el hermano Francis, acercándose para coger la espada que flotaba a media altura—. ¿Saliste para prevenirlo?

—Salí en su busca —corrigió el abad—, para decirle que tenía que hablar contigo, que cualquier información que tuviera podría ser interesante para ganar la guerra; pero no tiene ninguna, te lo aseguro.

El padre abad Markwart sonrió con sarcasmo ante la protesta, sincera a medias, de Dobrinion.

—Las palabras son a menudo cosas tan preciosas… —comentó cuando Dobrinion hubo terminado—. Las empleamos para decir la verdad de los hechos, pero también para esconder la verdad de las intenciones.

—¿Dudas de mí? —preguntó Dobrinion.

—Para mí has dejado claramente establecida tu posición respecto a este asunto —replicó Markwart—. Sé por qué viniste a buscar a Connor Bildeborough. Sé qué te proponías y sé, demasiado bien, que mis objetivos y los tuyos no están de acuerdo.

El abad Dobrinion se indignó y pasó por delante de aquel par en actitud desafiante.

—Hay que informar al barón —explicó dirigiéndose hacia la puerta.

El hermano Francis lo agarró bruscamente del brazo; el anciano se dio la vuelta sin dar crédito al constatar la descarada acción del joven.

Francis le devolvió la mirada con expresión asesina y durante un momento Dobrinion pensó que el hermano iba a pegarle. No obstante, un gesto del padre abad Markwart terminó con la tensión de aquel momento y liberó al abad de la presión de Francis, ya que no de su feroz mirada.

—La forma de decir las cosas es muy importante —dijo Markwart a Dobrinion—. Explica al barón que su sobrino no está acusado de delito o pecado alguno, y que simplemente tenía que contestar voluntariamente a nuestras preguntas sobre ese importante asunto.

El abad Dobrinion se marchó precipitadamente.

—Su informe al barón no será halagador —comentó el hermano Francis mientras Youseff y Dandelion se llevaban a Connor a rastras.

—Allá él —concedió el padre abad.

—El barón Bildeborough podría ser un adversario difícil —insistió el hermano Francis.

Markwart no parecía demasiado preocupado.

—Ya veremos qué ocurre —replicó—. Cuando Rochefort Bildeborough esté informado, habremos descubierto qué sabe Connor, y el simple hecho de su detención difundirá nuestra presencia y la identidad de nuestros prisioneros. Después, ese hombre significa poco para mí.

Se dispuso a irse y el hermano Francis, tras una breve reflexión para considerar las consecuencias del altercado, la tensión entre Markwart y Dobrinion y las horrendas implicaciones que esa rivalidad podrían comportar para el abad de Saint Precious, se dio la vuelta para seguirlo.

—¿Vamos a pelearnos en las calles de Palmaris? —preguntó echando pestes un frustrado hermano Francis al abad Dobrinion. Habían empezado apenas el interrogatorio de Connor Bildeborough con métodos corteses y amistosos, cuando una hueste de soldados llegó hasta las verjas de Saint Precious exigiendo la liberación del hombre.

—Ya te dije que esta detención del sobrino del barón Bildeborough no era una cuestión menor —disparó el abad—. ¿No creías que su tío iba a reaccionar con la fuerza?

—Estoy harto, estoy harto, de los dos —los reprendió el padre abad Markwart—. Tráeme al emisario del barón Bildeborough para que podamos resolver este asunto.

Tanto Dobrinion como el hermano Francis se dirigieron a la puerta, luego se detuvieron y se miraron con dureza.

—Y tú, abad Dobrinion —prosiguió el padre abad para captar la atención del hombre, haciendo señas a Francis para que cumpliera el encargo—, te necesitamos al lado del centauro. Tiene ganas de hablar contigo.

—Mi sitio está aquí, padre abad —replicó Dobrinion.

—Tu sitio está donde yo considero que debe estar —dijo el anciano—. Vete con aquella miserable criatura.

El abad Dobrinion clavó la vista en Markwart, absolutamente en desacuerdo. No tenía ningún reparo en hablar con Bradwarden, pero la celda del centauro estaba muy abajo, tal vez en el punto más alejado de la abadía desde donde se encontraba; una vez hubiera bajado y regresado, aunque su conversación con Bradwarden sólo consistiera en unas pocas palabras, la reunión con los hombres de Bildeborough habría terminado mucho antes.

No obstante, hizo lo que se le había ordenado: se inclinó ante su superior y salió precipitadamente de la habitación.

El hermano Francis entró al cabo de un instante.

—El hermano Youseff te traerá al emisario ahora mismo —explicó.

—Y tú te irás adonde se encuentra Connor Bildeborough —le dijo el padre abad Markwart mientras le lanzaba una piedra del alma gris—. O cerca de donde está, aunque no a un sitio donde puedan verte. Ve a él sólo en espíritu, al principio, y no seas amable. Mira qué secretos guarda en su cabeza. Luego me lo traes; voy a entretener a los soldados del barón tanto como me sea posible, pero no se irán de aquí sin Connor.

El hermano Francis hizo una reverencia y salió corriendo, justo en el momento en que otro hombre entraba.

—¿Dónde está el abad Dobrinion? —preguntó bruscamente el soldado, mientras empujaba al hermano Youseff para encararse con el padre abad Markwart. Era un hombre fornido, vestido con una armadura de cuero con el escudo de la casa, el águila de los Bildeborough. El mismo emblema adornaba su escudo de metal y la cresta de su reluciente yelmo, una ajustada protección que le cubría las orejas y con una única tira que bajaba entre sus ojos y le protegía la nariz.

—¿Y tú quién eres? —inquirió Markwart.

—Un emisario del barón Bildeborough —dijo el hombre imperiosamente—; he venido para liberar a su sobrino.

—Hablas como si el joven Connor hubiera sido arrestado —observó Markwart con indiferencia.

El brusco soldado se sorprendió ante el tono conciliador de Markwart.

—El sobrino del barón fue invitado a Saint Precious para que respondiera a algunas cuestiones relativas a su antiguo matrimonio —prosiguió Markwart—. Por supuesto, es libre de irse cuando quiera; ese hombre no ha cometido ningún delito ni contra el Estado ni contra la Iglesia.

—Pero nos informaron…

—Diría que erróneamente —dijo el padre abad Markwart con una sonrisa—. Por favor, siéntate y tómate una copa de vino, un excelente pasmo de la reserva particular del abad Dobrinion. Ya he enviado a uno de mis hombres a por maese Connor. Se reunirán con nosotros en cuestión de minutos.

El soldado miró a su alrededor lleno de curiosidad, sin saber cómo reaccionar ante aquello. Había venido con un contingente de más de cincuenta guerreros armados y protegidos con armaduras, listos para entrar en combate, si era necesario, y sacar a Connor Bildeborough de la prisión.

—Siéntate —replicó el padre abad.

El soldado tomó una silla de una mesa lateral, mientras Markwart buscaba una botella de pasmo en una alcoba junto a la habitación.

—Al fin y al cabo, no somos enemigos —dijo el padre abad en tono inocente—. La Iglesia y el rey están aliados y lo han estado durante generaciones. Me asombra que seáis tan impetuosos como para llegar a las verjas de Saint Precious armados de ese modo —añadió mientras descorchaba la botella y servía en el vaso del soldado una generosa cantidad, y sólo un poquito para sí mismo.

—El barón de Bildeborough no regatea esfuerzos en lo que concierne al joven Connor —repuso el soldado después de beber un sorbo; luego parpadeó repetidamente mientras el potente vino le iba bajando.

—Pero vinisteis aquí buscando pelea —prosiguió el padre abad—. ¿Acaso no sabéis quién soy?

El hombre tomó otro trago, esta vez más largo, y luego fijó la vista en el arrugado anciano.

—Otro abad —contestó—; de alguna otra abadía, Saint Mere Abelle o algo así.

—Saint Mere Abelle —confirmó Markwart—. La abadía madre de toda la Iglesia abellicana.

El soldado apuró el vaso y extendió el brazo para alcanzar la botella, pero Markwart, cuya expresión había cambiado drásticamente para indicar que estaba ofendido, se la apartó.

—¿Eres o no un miembro de la Iglesia abellicana? —preguntó en tono incisivo.

El soldado parpadeó un par de veces y luego inclinó la cabeza para asentir.

—¡En ese caso, deberías tener presente que ahora te estás dirigiendo al padre abad de la orden abellicana! —le gritó Markwart—. ¡Con un simple chasquido de mis dedos podría haberte acusado y desterrado! Una palabra mía a tu rey y podría haberte puesto fuera de la ley.

—¿Por qué delito? —protestó el hombre.

—¡Por cualquier delito que a mí me pareciera! —le gritó el padre abad Markwart.

En aquel momento entró el hermano Francis en la habitación y detrás de él Connor Bildeborough, con un aspecto algo descuidado, aunque sin ninguna lesión física.

—¡Maese Connor! —exclamó el soldado, al tiempo que se levantaba con tanta precipitación que volcó la silla.

El padre abad también se levantó y dio la vuelta al escritorio hasta situarse delante del evidentemente intimidado soldado.

—No olvides lo que te he dicho —le dijo el anciano prelado—. Con una sola palabra.

—¿Ahora se dedica a amenazar a los soldados de la casa de mi tío? —preguntó Connor Bildeborough; su presencia y la firmeza de su tono cambiaron la actitud del soldado, que se irguió y miró al padre abad directamente a los ojos.

—¿Amenazar? —repitió Markwart, y entonces aquella risa apareció de nuevo, pero ahora adornada de un deje siniestro—. No amenazo, insensato joven. Pero creo que le iría bien a usted, le iría bien a su tío y les iría bien a los soldados de la casa de su tío comprender que hay asuntos que quedan mucho más allá de su comprensión. Y de su incumbencia.

»No me sorprende que un joven tan testarudo y tan lleno de orgullo como usted sea tan corto de luces como para no comprender la gravedad de nuestra situación actual —prosiguió Markwart—. Pero sí me sorprende que el barón de Palmaris se comporte de forma tan insensata como para enviar un contingente armado contra los jerarcas de la orden abellicana.

—Consideró que esos jerarcas habían actuado de manera impropia e imprudente —expuso Connor, mientras se esforzaba para no parecer a la defensiva. Al fin y al cabo, él no había hecho nada malo, ni su tío tampoco. Si había habido alguna conducta delictiva en todo aquello, la había perpetrado el viejo que tenía frente a él.

—Él consideró… usted consideró —dijo Markwart en tono de rechazo—. Diríase que todos ustedes elaboran sus propios juicios y actúan en consecuencia como si el mismo Dios los bendijera con una especial clarividencia.

—¿No negará que vino a prenderme? —preguntó con incredulidad Connor.

—Lo necesitábamos —replicó Markwart—. ¿Acaso ha sido mal tratado, maese Bildeborough? ¿Ha sido torturado?

El soldado hinchó el pecho y apretó las mandíbulas.

—No —admitió Connor, y el impetuoso soldado se relajó—. ¿Pero qué pasa con los Chilichunk? —preguntó—. ¿No me negará que son sus prisioneros y que no los han tratado tan amablemente?

—No lo niego —replicó Markwart—. Por sus actos se han convertido en enemigos de la Iglesia.

—¡Tonterías!

—Ya veremos —replicó el padre abad.

—Se propone usted sacarlos de Palmaris —acusó Connor.

No hubo respuesta.

—¡No voy a consentirlo!

—¿Acaso tiene jurisdicción en estas materias? —preguntó con sarcasmo el padre abad.

—Hablaré con mi tío.

—¡Qué pretencioso! —dijo Markwart con una risa disimulada—. Y dígame, maese Connor, ¿vamos a pelear en las calles de Palmaris para que toda la ciudad pueda enterarse de la enemistad entre la Iglesia y su barón?

Connor vaciló antes de responder, al advertir las posibles y desastrosas consecuencias de aquello. Su tío tenía buena reputación, pero la mayoría de la gente corriente de Palmaris y de otras ciudades de Honce el Oso temían verdaderamente la ira de la Iglesia. A pesar de todo, el destino de los Chilichunk estaba en juego y para Connor era un asunto de importancia.

—Si eso es lo que hace falta —repuso con severidad.

Markwart continuó riendo; su agitado temblor disimuló el movimiento que hizo para deslizar las manos en una bolsa suspendida de la faja de los voluminosos hábitos con objeto de sacar de ella una piedra imán. Levantó la mano y un segundo después la magnetita salió disparada y aplastó la protección de la nariz del yelmo del soldado. El hombre gritó y se llevó las manos a la cara; manaba sangre en abundancia de su nariz y el dolor era tan agudo que le obligó a poner una rodilla en tierra.

En ese mismo momento, el hermano Youseff dio un brinco hacia adelante, apretó su mano como si fuera una espada y la dirigió contra el riñón del desprevenido Connor Bildeborough, que también tuvo que hincarse de rodillas.

—Poséelo —ordenó el padre abad Markwart al hermano Francis—. Utiliza su boca para exigir a los soldados que nos dejen pasar —añadió, y entonces se dirigió a Youseff—. ¿Están listos los prisioneros para el traslado?

—El hermano Dandelion ha cargado toda la caravana y la tiene preparada en la parte trasera del patio —respondió Youseff—. Pero el abad Dobrinion, antes de bajar a las mazmorras, dispuso muchos guardias en ese patio.

—No van a pelear contra nosotros —le aseguró Markwart.

El soldado gruñó y trató de ponerse de pie mientras el padre abad recuperaba la piedra imán, pero Youseff, el perro guardián siempre alerta, propinó a aquel hombre una serie de terribles golpes secos en la cara que lo derribaron al suelo.

Markwart miró al hermano Francis, que observaba a Connor aunque sin hacer nada aparentemente.

—Hermano Francis —le dijo con severidad el padre abad.

—He entrado en sus pensamientos —explicó el hermano Francis—. Y he descubierto algunas cosas que podrían resultar valiosas.

—Pero… —se le adelantó Markwart, al reconocer su tono vacilante.

—Pero sólo al pillarlo desprevenido —admitió el hermano Francis—. Y sólo durante un segundo. Tiene mucha fuerza de voluntad y me ha expulsado con presteza, aunque no reconoció la naturaleza del ataque.

El padre abad Markwart asintió con un gesto de la cabeza, luego se acercó al todavía aturdido Connor. El puño del anciano salió disparado y le golpeó con brutalidad en la sien; Connor se desmoronó.

—Ahora, poséelo —ordenó con impaciencia el padre abad—. ¡No debería resultarte tan difícil!

—No voy a descubrir nada mientras se encuentre en ese estado —argumentó el hermano Francis. Era realmente cierto; un hombre inconsciente o aturdido podía ser poseído con facilidad sólo por lo que respecta al cuerpo, pero en lo que atañe a la memoria o a los deseos. Cuando recuperara la conciencia, la lucha por el control empezaría de nuevo.

—Ya no necesitamos nada de la mente de ese hombre —explicó Markwart—; sólo necesitamos su cuerpo y su voz.

—Obras del mal —susurró el hermano Braumin al hermano Dellman en el patio de Saint Precious, rodeados por sus hermanos de Saint Mere Abelle y con los cuatro prisioneros a corta distancia. El hermano Braumin no se sorprendió ante la súbita orden de preparar los coches, pues había estado vigilando de cerca al padre abad y a su lacayo Francis en sus dimes y diretes con el abad Dobrinion, y advirtió que la hospitalidad que les dieron en Saint Precious se había ido degradando.

Lo que sorprendió al monje, sin embargo, fue la presencia de soldados armados en todas las puertas de la abadía, una fuerza enviada para retenerlos, advirtió, y en particular para retener a sus prisioneros. Entre los soldados corría el rumor de que había otro cautivo, un noble, aunque nadie salvo Markwart, el hermano Francis y los dos guardaespaldas personales del padre abad habían sido autorizados a acercarse a él. Más aún, dado el aspecto y la conducta de los soldados, no era difícil comprender que el padre abad podría, en ese punto, haberse pasado de la raya.

—¿Por qué han venido? —murmuró el hermano Dellman.

—Lo ignoro —respondió Braumin, sin querer implicar demasiado a aquel prometedor monje joven en la intriga. El hermano Braumin temía que él y sus hermanos se irían y que, si los soldados trataban de detenerlos, Palmaris sufriría una demostración de devastación mágica jamás conocida en la ciudad hasta entonces.

¿Qué debería hacer?, se preguntaba el bueno de Braumin. Si la orden de luchar contra los soldados provenía del padre abad Markwart, ¿qué camino debía tomar?

—Pareces preocupado, hermano —observó Dellman—. ¿Temes que los soldados puedan atacarnos?

—Exactamente lo contrario —replicó exasperado el hermano Braumin. Gruñó y golpeó su mano contra el carruaje. ¡Cuánto deseaba que maese Jojonah estuviera allí para guiarle!

—Hermano —le dijo Dellman, mientras ponía una mano en el hombro de Braumin para calmarle.

Braumin se volvió para encararse con el joven monje, lo cogió por los hombros y clavó su mirada en él.

—Observa atentamente lo que va a suceder, hermano Dellman —le pidió el hombre.

Dellman se quedó mirándolo con expresión burlona.

Braumin Herde suspiró y se fue. No quería acusar abiertamente al padre abad ante aquel joven. Todavía no. No hasta que las pruebas fueran abrumadoras. Una acusación semejante, una declaración semejante, que significaba que mucho de lo que Dellman creía sagrado era mentira, podría destrozarlo, o impulsarlo a buscar consuelo en brazos del padre abad Markwart.

Entonces el corazón de Braumin Herde quedaría al descubierto y, al igual que maese Jojonah, sería rápidamente neutralizado.

En aquel momento el monje supo qué haría si llegaba la orden: lucharía con sus hermanos, o por lo menos, fingiría hacerlo. No podía desvelar su corazón. Todavía no.

—Perdóname, maese Jojonah —musitó en voz baja, y luego, aprovechando aquel impulso, añadió—: Perdóname, hermano Avelyn.

Poco después, los guardias de rostro severo del barón Bildeborough se hicieron a un lado, obedeciendo las órdenes del hombre al que habían venido a rescatar, mientras la caravana de Saint Mere Abelle traspasaba la verja trasera de la abadía. Los tres Chilichunk iban atados y amordazados en la parte trasera de un carruaje, vigilados estrechamente por el hermano Youseff, mientras el hermano Dandelion iba a lomos de un maltrecho Bradwarden cuyo torso humano estaba cubierto de mantas. Los monjes habían atado estrechamente a Bradwarden al carruaje que iba delante de él, y el brutal Dandelion forzaba al centauro a inclinarse hacia abajo y hacia adelante de forma que casi todo el torso humano quedaba dentro del carruaje.

El padre abad Markwart y el hermano Francis permanecían ocultos a la vista de la gente; el jefe de la Iglesia no quería ser molestado por vulgares soldados y, por su parte, el hermano Francis se hallaba profundamente sumido en sus esfuerzos por mantener la posesión de Connor. Cuando la caravana estuvo lejos de la abadía, dirigiéndose con marcha regular hacia la zona del muelle este de la ciudad, y después de que hubiera girado hacia el norte, Francis hizo regresar el cuerpo de Connor a la abadía y liberó el control; aquel hombre, todavía aturdido por el golpe que Markwart le había dado, se desplomó en el suelo.

La caravana no encontró resistencia mientras salía de la ciudad y se desplazaba en dirección norte y no hacia la puerta este. Markwart viró hacia el este casi inmediatamente y no tardaron en hallarse fuera de los dominios del barón de Bildeborough. De nuevo los monjes utilizaron la fuerza levitadora de la malaquita para cruzar las fuertes corrientes de agua de Masur Delaval, evitando cualquier posible problema con el transbordador, seguramente bien protegido por soldados.

Desde el momento en que bajó a las mazmorras más profundas y comprobó que los hombres de Markwart habían sacado de allí a Bradwarden hacía más de una hora, el abad Dobrinion supo que algo grave se estaba tramando allá arriba. Su primer impulso fue volver a las escaleras de piedra y llamar a la guardia.

No obstante, el pragmático Dobrinion se calmó y reflexionó. ¿Qué podía hacer?, se preguntó con total franqueza. Si conseguía llegar al patio antes de que se marchara la caravana, ¿encabezaría la lucha contra los hombres de Markwart?

—¡Sí, mi abad! —gritó con entusiasmo un joven monje, que apenas era poco más que un muchacho y en quien Dobrinion reconoció a un recién llegado a Saint Precious; el joven gritó de entusiasmo y se detuvo bruscamente ante el cansado anciano—. A sus órdenes.

Dobrinion se imaginó a aquel joven como una cáscara humeante, un cuerpo carbonizado y abandonado después del lanzamiento de una bola de fuego mágica. Sabía que Markwart disponía de tales piedras, y también el hermano Francis. Y aquellos dos hombres más jóvenes, Youseff y Dandelion, estaban bien adiestrados para matar; es decir, tal como la Iglesia llamaba a semejantes asesinos, eran Hermanos Justicia.

¿Cuántas docenas de miembros del rebaño de Dobrinion serían asesinados aquel día si él seguía adelante y se oponía a la partida de Markwart? Pero incluso en el caso de que consiguieran vencer a los monjes de Saint Mere Abelle, ¿qué ocurriría?

Dalebert Markwart era el padre abad de la orden abellicana.

—No hay ninguna razón para vigilar esas celdas vacías —dijo Dobrinion con calma al joven monje—. Vete y descansa un poco.

—No estoy fatigado —respondió el monje, mientras se dibujaba en su cara una amplia e inocente sonrisa.

—Entonces, descansa por mí —dijo Dobrinion con toda seriedad, y se dispuso a subir lentamente la larga escalera de piedra.