14

Lo cierto y lo falso

—Oh, perdóneme, señor padre —tartamudeó la mujer—. Es que no entiendo qué quiere de la pobre vieja Pettibwa.

El padre abad Markwart la observó receloso, pues sabía que la mujer no era tan lerda como pretendía. Naturalmente, era lógico, pues resultaba evidentemente que estaba asustada. A ella, a su marido Graevis y a su hijo Grady los habían encontrado en El Camino de la Amistad, su pequeña posada en el barrio más pobre de Palmaris.

El padre abad Markwart tomó nota mental de que tenía que hablar con los hermanos Youseff y Dandelion de sus tácticas agresivas. Utilizar la fuerza bruta y las amenazas en lugar de la sutil coerción había puesto en guardia a aquellos tres, y ahora no cabía duda de que iba a resultar más difícil conseguir cualquier información. De hecho, aunque no había estado presente durante el arresto, Markwart temía que sus dos subordinados, al mostrarse excesivamente duros, pudieran haber herido seriamente a los tres e incluso haber matado al hijo, Grady.

—Quede tranquila, señora Chilichunk —dijo Markwart con una sonrisa falsa—. Estamos buscando a uno de los nuestros, eso es todo, y tenemos razones para suponer que podría estar en compañía de su hija.

—¿Gata? —preguntó de repente la mujer con impaciencia, y Markwart supo que había dado en el clavo aunque no tenía la menor idea de quién podría ser aquella «Gata».

—Su hija —repitió el padre—; la que adoptó, una huérfana de las Tierras Boscosas.

—Gata —dijo Pettibwa con la mayor seriedad—. Gata Extraviada, así era como la llamábamos, ¿sabe usted?

—No sé cómo se llama —admitió el padre abad.

—Jilly —aclaró la mujer—; ese es su nombre real, o al menos en parte. ¡Ay, cuánto me gustaría volver a ver otra vez a mi Jilly!

Jilly. Markwart le dio vueltas al nombre en su cabeza. Jilly… Jilseponi… Pony. Sí, decidió. Encajaba a la perfección.

—Si nos ayuda —dijo en tono agradable—, por supuesto que podrá volver a verla. Tenemos buenas razones para creer que está viva y se encuentra bien.

—Y con los hombres del rey —añadió la mujer.

Markwart escondió hábilmente su frustración. Si Pettibwa y su familia conocían sólo detalles tan antiguos no resultarían de mucha ayuda.

—Pero tal como ya le dije a su sacerdote, no sé adónde han enviado a mi chica —prosiguió Pettibwa.

—¿Mi sacerdote? —repitió el padre abad. ¿Había interrogado ya a aquella mujer el hermano Justicia?, se preguntó; y confió en que así fuese, pues en tal caso Quintall debía de haber descubierto la conexión entre Avelyn y los Chilichunks—. ¿Quiere decir un monje? ¿Tal vez de Saint Precious?

—No, conozco a la mayoría de los de Saint Precious; a mi Jilly la casó el abad Dobrinion en persona, ¿sabe usted? —le informó Pettibwa con orgullo—. No, aquel llevaba un hábito de un color marrón más oscuro, como el suyo, y hablaba con acento de las tierras del este. Dijo usted que eran de Saint Mere Abelle; y me pregunto si él no era también de ese lugar.

El padre abad Markwart estaba evaluando cómo podría identificar adecuadamente a aquel hombre —Quintall, sospechaba— sin echarlo todo a rodar, mientras la bulliciosa Pettibwa proseguía sus divagaciones.

—¡Oh, desde luego, qué gran hombre era aquel gordinflón! —exclamó la mujer—. Deben de alimentarlos bien en su Saint Mere Abelle, pues, sin ánimo de ofender, también usted está un poquito gordo.

Durante unos instantes el padre abad Markwart se quedó confuso, ya que los bien desarrollados músculos del primer hermano Justicia no contenían ni un gramo de grasa. Pero entonces, de repente, comprendió, y apenas pudo dominar la emoción.

—¿Era el hermano Avelyn? —preguntó sin aliento—. ¿El hermano Avelyn Desbris de Saint Mere Abelle vino a hablar con usted?

—Avelyn —repitió Pettibwa, y dejó que aquel nombre vibrara en su lengua—. Sí, señor, ese nombre me suena; el hermano Avelyn vino a preguntarme por Jilly.

—¿Y ella estaba con usted?

—Oh no; por aquel entonces hacía mucho tiempo que ella se había ido al ejército —explicó Pettibwa—. Pero no trataba de encontrarla; me preguntó de dónde venía la chica y cómo vino a vivir conmigo y con Graevis. ¡Vaya, era un tipo alegre y encantador!

—¿Y se lo dijo usted?

—Oh, claro que sí —dijo Pettibwa—; no soy quién para ofender a la Iglesia.

—Conserve ese pensamiento en su corazón —dijo el padre abad secamente. Comprendía que todo empezaba a encajar de manera muy precisa. Avelyn se había encontrado con aquella mujer, Pony o Jilly, fuera de Pireth Tulme después de la invasión de los powris, y había viajado con ella directamente hacia Palmaris y hacia el norte, donde habían encontrado al centauro. La mujer había sobrevivido a la explosión de Aida, creía Markwart, así como el otro tipo misterioso, el Pájaro de la Noche, al cual Bradwarden había descrito involuntariamente; y ahora ellos tenían las gemas en su poder.

Encontrarlos no sería tarea fácil, obviamente; pero quizá Markwart hallaría una manera de atraer a Pony y al Pájaro de la Noche…

—Podría prepararle un excelente y nutritivo estofado —continuó diciendo Pettibwa cuando el padre abad volvió a prestar atención a la conversación. Desde luego, a la mujer le interesaban esos asuntos, reflexionó Markwart, al advertir su forma rechoncha.

—Con mucho gusto, desde luego —respondió—, pero no ahora.

—Oh no, ahora no podría ser —asintió Pettibwa—. Pero venga esta noche a El Camino de la Amistad o cuando tenga ocasión, y ya verá qué bien le trataré.

—Me temo que hoy no volverá usted a El Camino —explicó Markwart, mientras se levantaba del sillón al otro lado de la enorme mesa del despacho del abad Dobrinion y hacía una seña al hermano Dandelion, que estaba de pie en la sombra a un lado de la gran sala—. Ni tampoco durante algún tiempo.

—Pero…

—Dijo que no quería ofender a la Iglesia —la interrumpió Markwart—. Le tomé la palabra, señora Pettibwa Chilichunk. Nuestro asunto es lo más urgente; por tanto, más que el buen funcionamiento de su miserable posada.

—¿Miserable? —repitió Pettibwa con preocupación y enojo crecientes.

—El hermano Dandelion la acompañará…

—¡De ninguna manera! —espetó la mujer—. No soy enemiga de la Iglesia, padre abad, pero tengo mi vida y mi familia.

El padre abad Markwart no se molestó en contestar; realmente empezaba a estar harto de la mujer, y muy frustrado ya que, de hecho, sólo le había confirmado lo que ya sabía. Volvió a hacer una seña al hermano Dandelion y el hombre se acercó a Pettibwa y la agarró con la mano por el codo.

—¡Ah, suélteme de una vez! —gritó ella, resistiéndose.

Dandelion miró a Markwart, el cual asintió con la cabeza. Entonces la agarró de nuevo, con más fuerza. Pettibwa trató de desembarazarse de él, pero la mano del hombre parecía de hierro.

—Comprenda, señora Chilichunk —explicó el padre abad Markwart con una voz mortalmente seria, acercando su vieja cara arrugada a la de ella—: irá con el hermano Dandelion, no importa cómo tenga que llevársela.

—¿Y usted se llama a sí mismo hombre de bien? —replicó Pettibwa, pero su enojo había desaparecido y en su lugar asomaba el miedo. Hizo otro intento de desasirse de la tenaz presión del hermano Dandelion, pero él le dio un golpe en la frente y la dejó atontada. Luego el monje puso su mano sobre la de Pettibwa, le retorció los dedos al agarrarla y se los apretó para doblárselos hacia atrás por los nudillos.

Oleadas de dolor invadieron el cuerpo de la mujer y le robaron la fuerza de las piernas. El hermano Dandelion pasó su brazo libre por debajo del hombro de la mujer y la levantó con facilidad contra su costado, sin dejar de mantener la presión sobre sus dedos.

Markwart se limitó a volver hasta su escritorio, sin preocuparse del sufrimiento de Pettibwa.

El abad Dobrinion entró cuando los dos abandonaban la sala; no parecía nada satisfecho.

—¿Así es como tratáis a mis feligreses? —preguntó a Markwart.

—Así es como la Iglesia trata a los que no quieren colaborar —replicó con frialdad el padre abad.

—¿No quieren? —repitió Dobrinion desconfiado—. ¿O no pueden? La familia Chilichunk es honrada y decente, según todos los informes. Si pudieran ayudarte en tu investigación…

—¿En mi investigación? —rugió el padre abad, al tiempo que se ponía en pie de un salto y asestaba un puñetazo sobre el escritorio—. ¿Crees que se trata de una búsqueda personal? ¿No puedes comprender las implicaciones de todo esto?

El abad Dobrinion movió la mano en el aire, mientras Markwart seguía enfurecido, con objeto de calmar al anciano. Pero aquel gesto condescendiente no hizo más que aumentar la ira del padre abad.

—Hemos encontrado al hereje Avelyn —gruñó Markwart—; sí, lo hemos encontrado muerto pues encontró su merecido en la explosión de la montaña de Aida. Tal vez su aliado, el demonio Dáctilo, se volvió contra él; o a lo mejor simplemente sobrevaloró sus propios poderes y cualidades; el orgullo fue siempre uno de sus muchos pecados.

El abad Dobrinion se quedó tan asombrado ante la noticia y por el tono absolutamente ultrajado de la voz de Markwart mientras se la contaba, que no fue capaz de responder.

—Y quizás esa mujer —prosiguió Markwart, mientras señalaba con su huesudo dedo hacia la puerta por donde acababan de salir Pettibwa y Dandelion— y su miserable familia poseen datos sobre el paradero de nuestras piedras. ¡Nuestras piedras! ¡Don de Dios a Saint Mere Abelle, robado por el ladrón y asesino Avelyn Desbris! ¡Maldito sea su maligno nombre! ¡Vaya alijo, abad Dobrinion! ¡Si esas piedras cayeran en manos de enemigos de la Iglesia, sabríamos lo que es una guerra a escala aún mayor, no lo dudes!

Dobrinion sospechaba que en ese punto el padre abad podría estar exagerando. Ya había hablado antes con maese Jojonah en relación a aquellas piedras, y Jojonah no estaba ni mucho menos tan preocupado al respecto como Markwart. Pero también Dobrinion era un anciano cuyo tiempo en este mundo estaba pasando con rapidez, y comprendía la importancia de la reputación y del legado. Esa era la razón por la que estaba tan ansioso por ver canonizado al hermano Allabarnet mientras presidía Saint Precious, y por la que era capaz de aceptar la necesidad que Markwart tenía de recuperar las piedras.

Así se lo habría dicho de haber tenido la oportunidad; pero en aquel momento el padre abad se había puesto a hablar sin parar: recitó doctrinas de la Iglesia, explicó la historia de maese Siherton, un hombre bueno, asesinado por Avelyn, y vociferó que los Chilichunk podrían ser la única pista para atrapar a aquella mujer traidora y recuperar el alijo de las gemas.

—No subestimes mi deseo —acabó diciendo Markwart, mientras bajaba la voz y adoptaba un tono amenazador—; si de alguna manera entorpecieras mi trabajo, lo pagarías mil veces más caro.

Dobrinion arrugó el rostro con incredulidad; no estaba acostumbrado a recibir amenazas de alguien de su propia orden.

—Como sabes, maese Jojonah ya está de camino hacia Saint Honce para la posterior canonización del hermano Allabarnet —explicó con calma el padre abad Markwart—; en un instante puedo volver a llamarlo y abortar ese proceso.

Dobrinion afirmó con resolución los pies en el suelo e irguió la espalda. A su juicio, el anciano padre abad acababa de traspasar una línea muy sensible.

—Eres el director de la Iglesia abellicana —admitió—, y por consiguiente ostentas el máximo poder. Pero el proceso de canonización es todavía de mayor rango y constituye un tema que concierne a todos los abades, y no sólo al padre abad de Saint Mere Abelle.

Markwart se echó a reír antes de que el hombre acabara de hablar.

—La de historias que podría contarte del hermano Allabarnet —dijo con una risa perversa—. Hechos olvidados tiempo ha, descubiertos en los subterráneos de Saint Mere Abelle. El diario del paso de aquel hombre por las tierras del este, un viaje plagado de episodios de corrupción y libertinaje, excesos en la bebida y hasta un robo de poca monta.

—¡Imposible! —gritó Dobrinion.

—Es perfectamente posible —replicó Markwart con aspereza y sin vacilar— inventar algo así y conseguir que parezca auténtico.

—La mentira no resistirá la prueba del tiempo —explicó Dobrinion—. ¡Mentiras similares se dijeron de San Gwendolyn del Mar, pero no pudieron impedir su proceso de canonización!

—Lo demoraron durante casi doscientos años —le recordó Markwart no precisamente con amabilidad—. No, tal vez las mentiras no resistan la prueba del tiempo, pero tampoco, amigo mío, la resistirán tus viejos huesos.

Dobrinion se dejó caer pesadamente como si le hubieran golpeado físicamente.

—Trato de recabar mi información —dijo Markwart en tono neutro—, mediante los medios que sean necesarios. Por el momento, Graevis, Pettibwa y Grady Chilichunk están detenidos bajo sospecha de traición a la Iglesia y a Dios. Y quizás hable también con ese Connor Bildeborough, para ver si forma parte de la conspiración.

Dobrinion se dispuso a responder, pero decidió guardar sus pensamientos para sí. Connor Bildeborough era el sobrino favorito, tratado prácticamente como un hijo, y el heredero del barón de Palmaris, un hombre de no pocos medios e influencias. Pero que el padre abad Markwart lo averiguara por sí mismo, decidió Dobrinion. Aquel viejo desgraciado podría toparse con un enemigo muy poderoso en aquel proceso.

—Como desees, padre abad —se limitó a responder el abad de Saint Precious, y tras una ligera reverencia dio media vuelta y salió de la habitación.

Markwart dio un bufido despectivo cuando la puerta se cerró detrás de Dobrinion, creyendo que había puesto al hombre en su sitio.

El gallardo joven sabía que Dainsey Aucomb no era la luz más brillante del firmamento, pero era bastante observadora. Y Connor Bildeborough a menudo era capaz de aprovechar la limitada inteligencia de la mujer en provecho propio. El sobrino del barón había ido a El Camino de la Amistad aquella noche, como hacía con frecuencia, aunque en realidad, la relación entre Connor y Pettibwa Chilichunk se había deteriorado no poco desde la anulación del matrimonio de Connor y Jill. Pero Grady Chilichunk estaba más que contento de considerar a aquel hombre de la nobleza como un amigo, e incluso Graevis no podía realmente culpar al hombre de su matrimonio fallido; después de todo, Jill le había negado sus derechos conyugales.

Así que Connor continuó frecuentando El Camino de la Amistad, pues aunque un hombre de su posición era bien recibido en las tabernas más selectas de Palmaris, en aquellos locales Connor sólo era un noble más. En cambio, entre la gente corriente de El Camino de la Amistad se sentía importante, superior en todos sentidos.

Se sorprendió, al igual que muchos otros clientes habituales, al ver que la posada estaba cerrada aquella noche. La única luz visible a través de las ventanas procedía de dos habitaciones de huéspedes de la segunda planta, de la cocina y de una pequeña habitación de la parte de atrás del edificio, la habitación que había sido de Jill, pero que ahora pertenecía a Dainsey.

Connor la llamó con suavidad mientras golpeaba ligeramente la puerta.

—Vamos, contesta —le pidió.

Nadie contestó.

—Dainsey Aucomb —dijo Connor en voz más alta—, hay muchos clientes inquietos en la calle. No podemos permitirlo, ¿verdad?

—Dainsey no está aquí —pronunció una voz de mujer un tanto alterada.

Connor se sobresaltó, sorprendido por la sensación de miedo que detectó en aquella voz. ¿Qué ocurría allí?

—Dainsey, soy Connor… Maese Bildeborough, el sobrino del barón —dijo en tono más imperioso—. Sé que estás tras la puerta, escuchando lo que digo. ¡Quiero hablar contigo!

No llegó respuesta alguna, salvo un ligero quejido.

La agitación y el temor de Connor aumentaron. Había ocurrido algo extraño, tal vez terrible.

—¡Dainsey!

—Oh, váyase, se lo ruego, señor Bildeborough —imploró la mujer—. No he hecho nada malo, ni tampoco conozco qué delitos cometieron el señor y la señora para enojar tanto a la Iglesia. Por mi parte, no hay ningún pecado y en mi cama no ha dormido nadie más que yo misma, bueno, salvo usted mismo, y sólo dos… o tres veces.

Connor se esforzó mucho para asimilar todo aquello. ¿Delitos contra la Iglesia? ¿Los Chilichunks?

—Imposible —dijo en voz alta, y levantó la mano para golpear con fuerza la puerta. Sin embargo, se contuvo, y reconsideró la situación. Dainsey estaba asustada y, al parecer, con razón. Si la asustaba aún más, supuso que posiblemente no obtendría de ella ninguna otra información.

—Dainsey —le dijo con suavidad, en tono tranquilizador—, me conoces y sabes que soy amigo de los Chilichunks.

—La señora no habla demasiado bien de usted —replicó bruscamente Dainsey.

—Ya sabes lo que pasó —dijo Connor, mientras luchaba con resolución para mantener la calma—. Y también sabes que no culpo a Pettibwa por el hecho de estar furiosa conmigo. Sigo viniendo a El Camino, sigo considerándolo mi propia casa. No soy un enemigo de los Chilichunk, Dainsey, ni tampoco tuyo.

—Eso dirá usted.

—Considera que si quisiera podría haber entrado —dijo Connor con brusquedad—. Podría disponer de media guarnición y esta puerta no te serviría de gran cosa.

—Dainsey no está aquí —respondió con calma—. Yo soy su hermana y no entiendo nada de lo que me está diciendo.

Connor gruñó y golpeó la puerta con la frente.

—Muy bien, entonces —dijo poco después—. Me voy, y tú también deberías irte, antes de que lleguen esos monjes que se acercan por la carretera.

Connor permaneció de pie junto a la puerta y golpeó el suelo de madera con las botas, levantando los pies alternativamente, cada vez con más suavidad para imitar el ruido que hubiera hecho al alejarse. Como había previsto, la puerta se abrió pocos segundos después y el joven se apresuró a introducir un pie por la abertura, al tiempo que apoyaba el hombro contra la madera y empujaba con fuerza.

Dainsey era una moza vigorosa y fuerte por el hábito de transportar pesadas bandejas; por eso le ofreció una considerable resistencia, pero al fin el hombre consiguió forzar la puerta y entrar en la habitación; en seguida se apresuró a cerrar la puerta tras de él.

—¡Gritaré! —avisó la asustada mujer retrocediendo, al tiempo que cogía una sartén que estaba sobre la mesita de noche, derramando al levantarla en alto los goteantes huevos que contenía—. ¡No se mueva! —le advirtió mientras balanceaba la sartén.

—Dainsey, ¿qué te pasa? —le preguntó Connor mientras avanzaba un paso y luego retrocedía rápidamente y levantaba las manos en son de paz al ver que la sartén se movía peligrosamente.

»¿Dónde están los Chilichunks? Tienes que decírmelo.

—¡De sobras lo sabe! —acusó la mujer—. ¡Seguro que su tío tiene algo que ver con todo esto!

—¿Algo que ver con qué? —preguntó Connor.

—¡Algo que ver con el arresto! —gritó Dainsey, mientras las lágrimas rodaban por sus suaves mejillas.

—¿Arresto? —repitió Connor—. ¿Es que los han arrestado? ¿Los guardias de la ciudad?

—No —explicó Dainsey—; unos monjes.

Connor Bildeborough apenas pudo hablar de tan perplejo como le dejó la noticia.

—¿Arrestados? —preguntó de nuevo—. ¿Estás segura? ¿No habrán sido simplemente escoltados hasta Saint Precious por algún asunto de poca monta?

—Maese Grady trató de discutir —dijo Dainsey—; incluso dijo que era amigo suyo, pero ellos se limitaron a echarse a reír; y, cuando Maese Grady se dispuso a desenvainar la espada, uno de los monjes, un tipo delgaducho pero muy rápido, le propinó un violento puñetazo y lo derribó al suelo. Y entonces el viejo entró corriendo y empezó a gritar…

—¿El abad Dobrinion?

—No, uno mucho más viejo —dijo Dainsey—. Era viejo y flaco y arrugado; llevaba un hábito como el de Dobrinion, pero con más adornos. Oh, el hábito era magnífico, incluso en aquel hombre viejo y arrugado, incluso a pesar de la horrible expresión que tenía en la cara…

—Dainsey —la interrumpió Connor con firmeza, intentando que la mujer retomara el hilo de su relato.

—El más viejo le gritó al tipo delgaducho, pero luego miró a maese Grady y le dijo que si volvía a cometer una estupidez parecida le arrancaría los brazos —prosiguió Dainsey—. ¡Y yo le creí, y también le creyó maese Grady! pues se puso pálido y se echó a temblar.

Connor caminó arrastrando los pies y se sentó en la cama, absolutamente perplejo; trató de poner todo aquello en claro. Había estado en El Camino una noche, hacía un par de años, cuando un fraile enormemente gordo —había oído decir que no era de Saint Precious sino de Saint Mere Abelle— había llegado y hablado con Pettibwa. Al parecer, había sido una visita pacífica, aunque el hombre había hablado de Jill, lo cual trastornó un poco a aquella mujer normalmente alegre. Pero, en aquella ocasión, el monje se había mostrado bastante amable y cordial.

—¿Dijeron a qué habían venido? —le preguntó Connor—. ¿Mencionaron los delitos de que acusaban a los Chilichunk? Tienes que decírmelo, te lo ruego.

—Preguntaron por la hija del señor y de la señora, nada más —respondió Dainsey—. Al principio creyeron que era yo, y entonces dos de los hombres se acercaron para agarrarme. Pero el más viejo sabía que no era yo, y el señor y la señora también lo dijeron.

Connor se llevó la mano a la barbilla, esforzándose sin demasiado éxito por digerir todo aquello. ¿Jill? ¿Estaban buscando a Jill? ¿Por qué?

—Entonces dijeron que el señor y la señora debían de tenerla escondida, y por eso se metieron por todas partes y lo revolvieron todo —continuó Dainsey—. Luego se los llevaron a los tres.

Connor Bildeborough era un hombre de recursos. Su red de amistades y confidentes incluía desde gente de palacio hasta gente de la abadía y de la Casa Battlebrow, el más famoso prostíbulo, y por tanto una de las casas más poderosas de la ciudad. Se dio cuenta de que había llegado la hora de utilizar aquella red, había llegado la hora de conseguir algunas respuestas.

Si la Iglesia se había mostrado tan beligerante con los Chilichunk en un tema relacionado con Jill, en ese caso también Connor podría encontrarse bajo sospecha. Después de todo, vivían tiempos peligrosos, y Connor, que había vivido los treinta años de su vida en el seno de la clase dominante, sabía perfectamente cuán graves podrían llegar a ser las maniobras de cualquier intriga.

—Quédate aquí, Dainsey —decidió—. Y no abras la puerta; ni siquiera respondas a nadie, salvo a mí.

—¿Pero cómo podré estar segura de que se trata de usted?

—Tendremos una contraseña —dijo Connor con aire de misterio captando al punto la atención de Dainsey. El rostro de la muchacha se iluminó ante aquella idea, volvió a dejar la sartén sobre la mesita de noche y se dejó caer en la cama a su lado.

—¡Oh, qué emocionante! —respondió alegremente—. ¿Qué contraseña usaremos?

—«Cielo mío» —dijo Connor después de pensarlo un momento con una maliciosa sonrisa, que provocó un intenso rubor en las mejillas de Dainsey—. ¿La recordarás, verdad?

Dainsey soltó una risita tonta y se ruborizó aún más; no era la primera vez que oía aquella frase: en ciertas ocasiones cuando ella y Connor estaban solos en la habitación, este la había pronunciado repetidamente.

Connor la acarició bajo el mentón, luego se levantó y se fue hacia la puerta.

—No hables con nadie —le indicó mientras salía—. Y si los Chilichunks regresan…

—¡Oh, los dejaré entrar! —le cortó Dainsey.

—Sí, hazlo —dijo secamente Connor—; y dile a Grady que me busque. ¿Te acordarás de todo?

Dainsey inclinó la cabeza para asentir con impaciencia.

—Cielo mío —dijo Connor con un guiño al marcharse.

Dainsey se sentó en la cama y durante un buen rato estuvo riendo sofocadamente.

—¿Crees que se trata de un juego? —chilló Markwart, mientras pegaba su cara a la del pobre Grady Chilichunk y clavaba en él sus ojos inyectados en sangre.

Grady estaba encadenado a la pared por las muñecas, sujeto por unos grilletes tan altos que le obligaban a permanecer de puntillas. Hacía calor en las mazmorras de Saint Precious; y en aquella estancia angosta y de techo bajo había un fuego en un hoyo y un fuelle.

—Nunca me gustó —espetó el prisionero como respuesta; sudaba y a cada palabra salpicaba con saliva—. ¡Yo no quería ninguna hermana!

—Entonces, dime dónde se encuentra —rugió Markwart.

—Si lo supiera, se lo diría —protestó Grady, con voz más controlada, pero todavía muy intranquila—. ¡Debe creerme!

El padre abad Markwart se dio la vuelta hacia los dos monjes que le acompañaban en las mazmorras, los hermanos Francis y Dandelion; el enorme y cruel monje joven llevaba una capa con capuchón, una vestimenta apropiada para tan tenebrosa ocasión.

—¿Te lo crees? —preguntó Markwart a Francis.

—Parece sincero —contestó con franqueza el hermano Francis. Sabía que su punto de vista estaba condicionado, porque no quería seguir asistiendo a aquel interrogatorio, que era en verdad la más brutal forma de inquirir que jamás había presenciado. Creía a Grady y esperaba que Markwart también.

El rostro de Grady se iluminó un poco y un asomo de sonrisa se insinuó en las comisuras de sus labios.

—¿Parece? —insistió Markwart en un tono que denotaba incredulidad—. Mi querido hermano Francis, en un tema tan importante como este, ¿crees que es suficiente la apariencia de verdad?

—Por supuesto que no, padre abad —respondió el hermano Francis con un suspiro de resignación.

El padre abad se dirigió a Grady.

—¿Dónde está? —le preguntó con calma.

El hombre gimoteó mientras buscaba una respuesta que no podía encontrar.

Markwart hizo una seña con la cabeza en dirección al encapuchado Dandelion.

—Debemos estar seguros —dijo, y se alejó con el hermano Francis detrás de él.

En un instante el hermano Dandelion se situó ante Grady y le asestó un violento puñetazo en sus costillas desnudas.

—Por favor —tartamudeó Grady, y entonces recibió otro golpe, y otro, y aún otro más, hasta que sus palabras se convirtieron en gruñidos indescifrables.

—Y cuando hayas acabado —le dijo el padre abad Markwart a Dandelion—, sube a una chimenea de la planta superior y coge un atizador, luego déjalo en el fuego de esta sala un ratito. Después de todo, debemos poner a prueba su sinceridad y darle una lección de obediencia a la Iglesia.

—¡No! —dijo Grady empezando a protestar, pero otro contundente puñetazo le cortó el aliento.

Markwart abandonó la estancia sin mirar atrás. El hermano Francis se detuvo antes de salir y se dio la vuelta para contemplar el espectáculo. Grady Chilichunk no era el único en recibir una lección en aquel calabozo.

Otro puñetazo provocó un lastimero gruñido y Francis se apresuró a marcharse para alcanzar a Markwart.

—¿De verdad vas a utilizar un atizador caliente con ese pobre desgraciado? —preguntó.

La mirada de Markwart le hizo palidecer.

—Haré lo que considere necesario —replicó el padre abad sin inmutarse—. Ven, creo que el viejo está a punto de ceder. Tal vez con ayuda de la piedra del alma pueda invadir sus pensamientos de nuevo. —Markwart hizo una pausa y analizó la expresión del rostro del joven monje advirtiendo sombras de duda.

»Siempre que lo que tengas que hacer resulte desagradable hay que pensar en el bien mayor —le instruyó con tranquilidad.

—Pero si están diciendo la verdad… —osó argüir Francis.

—Entonces es una lástima —admitió Markwart—. Pero las consecuencias serían aún peores si mintieran y no los forzáramos lo suficiente. La verdad mayor, hermano Francis. El bien mayor.

Francis lo estaba pasando muy mal al tratar de reconciliar su corazón con aquel espectáculo. No obstante, no dijo nada más sobre aquello, sacó la piedra del alma y, dubitativo, siguió a su superior hasta la celda contigua.

Más de una hora después, una dolorosa hora para Grady y Graevis Chilichunk, Francis y Markwart salieron por la pesada puerta que conducía a la estrecha escalera de piedra por la que se llegaba a la Iglesia de la abadía. El abad Dobrinion los esperaba en el peldaño superior.

—Quiero saber qué estáis haciendo ahí abajo —los increpó el abad—. Se trata de mis feligreses, y son leales a la Iglesia.

—¿Leales? —le espetó Markwart—. Esconden fugitivos.

—Si supieran…

—¡Saben! —le chilló Markwart en la cara—. ¡Y me lo dirán, no lo dudes!

La absoluta contundencia y violencia del tono hicieron retroceder un par de pasos a Dobrinion, que se quedó mirando a Markwart un buen rato con objeto de conseguir leer su alma, y averiguar lo lejos que había llegado todo aquello.

—Padre abad —dijo con serenidad al fin, cuando hubo controlado su desbordante cólera—, no dudo de la importancia de tu investigación, pero no me voy a quedar sin hacer nada mientras tú…

—Mientras yo empiezo el proceso de canonización de tu querido Allabarnet de Saint Precious —dijo Markwart para finalizar.

De nuevo Dobrinion se quedó callado: sus pensamientos eran un torbellino. No, decidió, no podía dejar que el padre abad utilizara aquello para coaccionarle; no en un asunto tan importante como aquel.

—El hermano Allabarnet es merecedor… —empezó a protestar.

—¡Como si eso importara! —le espetó Markwart—. ¿Cuántos cientos lo merecen también, abad Dobrinion? Pero sólo unos pocos elegidos resultan nominados.

Dobrinion sacudió la cabeza en señal de desaprobación.

—¡Ya basta! —exclamó—. ¡Ya basta! ¡Elige tu posición respecto al hermano Allabarnet basándote en su trabajo y en su vida, no en el hecho de que el actual abad de Saint Precious esté de acuerdo o no con tu campaña de terror! Esos hombres son buenas personas tanto de corazón como de obras.

—¿Cómo puedes saberlo? —explotó Markwart—. Cuando veas cómo los enemigos de la Iglesia degradan Saint Precious, o cuando la corrupción dentro de la Iglesia te venza dentro de estos muros que consideraste sagrados, o cuando los trasgos campen a sus anchas por las calles de Palmaris, ¿no lamentará el abad Dobrinion no haber dejado que el padre abad Markwart dirigiera los asuntos con mano justa aunque de hierro? ¿No te das cuenta de las consecuencias que puede acarrear el alijo de piedras robadas? ¿No te das cuenta del poder que podría aportar a nuestros enemigos?

El padre abad sacudió la cabeza en un ademán de disgusto.

—Estoy harto de intentar convencerte, necio abad Dobrinion —dijo—. Pero voy a hacerte una seria advertencia: este asunto es demasiado importante como para permitirte intromisiones. Me enteraré de todo lo que hagas.

El abad Dobrinion irguió la espalda y clavó su mirada en el anciano. En verdad, algunas de las consideraciones de Markwart relativas a potenciales calamidades habían minado un poco su seguridad, pero aun así, su corazón le decía que aquel interrogatorio de los Chilichunks no tenía justificación; y tampoco el del centauro. No obstante, no tenía argumentos para oponerse a Markwart en aquel momento. La jerarquía de la Iglesia abellicana no le permitía a él, como simple abad, cuestionar seriamente la autoridad del padre abad, ni siquiera dentro de los muros de su propia abadía. Hizo una breve reverencia, y a continuación dio media vuelta y se marchó.

—¿Quién es el segundo de Dobrinion en Saint Precious? —preguntó el padre abad Markwart al hermano Francis tan pronto como el abad se hubo marchado.

—¿En la línea sucesoria? —razonó Francis; y, cuando Markwart le confirmó su suposición, Francis sacudió la cabeza y se encogió de hombros.

—Nadie de especial relevancia, ciertamente —explicó—. En estos momentos ni siquiera hay un padre al servicio de Saint Precious.

Markwart frunció el ceño, curioso.

—Había dos padres —explicó Francis—. Uno de ellos murió en el campo de batalla, en el norte; el otro murió de la fiebre roja tan sólo hace unos pocos meses.

—Una interesante ausencia —comentó el padre abad Markwart.

—En realidad, no hay nadie en Saint Precious preparado para suceder a Dobrinion —prosiguió el hermano Francis.

El padre abad sonrió perversamente ante la perspectiva. Tenía un padre en Saint Mere Abelle que podría estar preparado para ocupar el cargo, un hombre que tenía manos de hierro, a su imagen.

—El proceso de destitución de su cargo nos resultaría de lo más difícil —razonó el hermano Francis, creyendo adivinar por dónde iban los pensamientos de Markwart.

—¿Cómo dices? —preguntó Markwart incrédulo, como si aquella idea jamás le hubiera pasado por la cabeza.

—La asamblea nunca desposeerá al abad Dobrinion de su abadía, dado que no hay un sucesor lógico en Saint Precious —razonó el hermano Francis.

—Hay muchos padres en Saint Mere Abelle preparados para asumir el papel de abad —replicó el padre abad Markwart—. Y también en Saint Honce.

—Pero la historia nos dice con claridad que la asamblea nunca dejará una abadía sin abad, a menos que haya otro dentro de la misma abadía preparado para sustituirlo —arguyó el hermano Francis—. La duodécima asamblea de Saint Argraine hizo frente a un caso semejante, relativo a un abad cuyos delitos eran claramente más graves que los del abad Dobrinion.

—Sí, sí, no dudo de tu competencia en la materia —le interrumpió el padre abad Markwart, algo impaciente, y miró sonriendo en la dirección por la que se había ido el abad Dobrinion.

—Una lástima —murmuró.

Luego echó a andar, pero, al igual que había sucedido en las mazmorras, el hermano permaneció unos momentos sin moverse, sorprendido, cuando lo analizó con más detenimiento, que el padre abad pudiera abrigar semejantes pensamientos. El proceso de destitución de un abad no era un asunto sencillo, indudablemente no. En los mil años de historia de la Iglesia tan sólo se había intentado una media docena de veces, y en dos de ellas se llevó a cabo porque los abades en cuestión habían sido declarados culpables de delitos muy graves: en un caso, de una serie de violaciones, incluido el asalto a la abadía de mujeres de Saint Gwendolyn; y en el otro, de un asesinato. Además, los otros cuatro procesos habían tenido lugar en los primeros y remotos tiempos de la orden abellicana, cuando el cargo de abad solía ponerse en venta o era un nombramiento acordado por intereses políticos.

El hermano Francis exhaló un profundo suspiro para tranquilizar sus nervios y, lleno de dudas, siguió a su superior una vez más, mientras se recordaba a sí mismo que, al fin y al cabo, la Iglesia, y por supuesto todo el reino, estaba en guerra, y que aquellos eran desde luego tiempos desesperados.

El hermano Braumin Herde no estaba de buen humor. Sabía qué estaba ocurriendo en las mazmorras de la abadía, aunque no estaba autorizado a acercarse a las plantas inferiores. Y lo que era peor: sabía que estaba solo en su postura, si decidía enfrentarse al padre abad. Maese Jojonah hacía tiempo que se había ido, le habían quitado de en medio tal como su anciano mentor le avisó que podría ocurrir. El padre abad Markwart conocía a sus enemigos y tenía la sartén por el mango, un privilegio del que no pensaba prescindir.

Así que el hermano Braumin, que evitaba a los monjes de su propia abadía por temor a que corrieran a comentarle a Markwart cualquier conversación, pasaba la mayor parte del tiempo con los hermanos de Saint Precious. Descubrió que formaban un grupo más alegre que los serios estudiantes de Saint Mere Abelle, a pesar de que hasta ellos llegaba sin cesar el fragor de las batallas que se desarrollaban no mucho más al norte desde hacía ya muchas semanas. Más aún, en líneas generales, Saint Precious era un lugar más luminoso. Tal vez era el tiempo, pensó el hermano Braumin, pues Palmaris era una ciudad mucho más soleada que la bahía de Todos los Santos; o quizá se debía a que Saint Precious estaba construida a un nivel más elevado respecto al suelo que la enorme abadía de Saint Mere Abelle, y tenía más ventanas y balcones refrescados por la brisa. O tal vez se debía a que aquellos monjes estaban menos recluidos, al vivir, como vivían, en pleno centro de una gran ciudad.

O quizá, reflexionó el hermano Braumin —y pensó que esa era la explicación más probable—, el hecho de que Saint Precious poseyera un espíritu más jovial que Saint Mere Abelle era un simple reflejo del estado de ánimo de los respectivos abades. Dobrinion Calislas, según decían todos, era un hombre al que no le costaba sonreír; sus sonoras e incontenidas carcajadas eran famosas en Palmaris, así como su gusto por el vino —por el pasmo de los elfos, según decían algunos—, su afición a los juegos de azar, aunque sólo entre amigos, y el placer que encontraba en oficiar una gran boda en la que no se reparara en gastos.

Braumin sabía que el padre abad Markwart no sonreía mucho, y en las ocasiones en que lo hacía los que no gozaban de su favor se sentían de lo más molestos.

Aquella tarde a última hora, Braumin se encontraba en el alfombrado vestíbulo ante los aposentos privados del abad Dobrinion. Muchas veces levantó la mano para llamar a la puerta, pero la dejó caer sin hacerlo. Braumin comprendía el riesgo que corría si entraba a hablar con aquel hombre, si le contaba al abad Dobrinion sus temores respecto a Markwart y la secreta alianza que se había ido forjando contra él. Por una parte, Braumin intuía que tenía pocas alternativas al respecto. Al haberse ido maese Jojonah y, al parecer, para un largo viaje que lo mantendría apartado de la vida de Braumin durante años, el joven monje se veía incapaz de emprender alguna acción en contra de las decisiones del padre abad Markwart, en particular aquella que había obligado a Jojonah a marcharse. Si conseguía aliarse con el abad Dobrinion, el cual según todos los indicios no mantenía buenas relaciones con el padre abad, podría fortalecer en gran medida la causa de ambos.

Pero, por otra parte, Braumin Herde tenía que admitir que no conocía muy bien al abad Dobrinion, en particular no conocía su política. Tal vez el abad Dobrinion y el padre abad Markwart reñían a causa del control de los prisioneros pura y simplemente porque cada cual quería atribuirse la gloria de la recuperación de las gemas. O quizá las objeciones del abad Dobrinion se limitaban a que estaba molesto por el hecho de que Markwart se hubiera presentado en Saint Precious y hubiera usurpado buena parte de su poder.

El hermano Braumin pasó casi media hora en el vestíbulo considerando sus opciones. Al fin, las palabras prudentes de maese Jojonah acabaron por decidirle.

—Con serenidad, propaga la consigna —le había pedido su querido mentor—, no contra el padre abad o contra cualquier otro sino en favor de Avelyn y de otros como él.

Paciencia, decidió el hermano Braumin. Sabía que se trataba de la larga lucha de la Humanidad, la batalla interna entre el bien y el mal, y el lado que él había escogido, el lado de la bondad y de la piedad verdaderas, al final saldría victorioso. Tenía que creerlo.

Ahora se sentía desgraciado y muy solo, pero era la carga que la verdad le forzaba a llevar en su corazón, y el ir a visitar al abad Dobrinion en aquellos tiempos tan peligrosos no era la alternativa más adecuada.

A la luz de lo ocurrido en las semanas siguientes, el hermano Braumin Herde llegaría a lamentar el momento en que pasó de largo junto a la puerta del abad Dobrinion.