¡No puede ser! No tiene sentido en absoluto, se decía a sí mismo el abad Dobrinion Calislas, de la abadía de Saint Precious de Palmaris, intentando convencerse con razonamientos lógicos, a pesar de que monjes dignos de toda confianza le habían informado de que el padre abad Dalebert Markwart, el jefe de la Iglesia abellicana, estaba esperándolo en la capilla de su abadía.
—Markwart es demasiado mayor para venir a Palmaris —dijo el abad Dobrinion en voz alta, aunque no había nadie para escucharle, sin cesar de manosear torpemente el hábito mientras bajaba dando traspiés por la escalera circular desde sus aposentos privados—. Y seguramente habrían notificado su visita con mucha antelación. ¡Gente así no se desplaza atropelladamente por el país!
»¡Y gente así no debería venir sin previo anuncio! —añadió. No simpatizaba con el padre abad Markwart; los dos habían discrepado durante varios años en relación con el proceso de canonización de uno de los primeros monjes de Saint Precious. Aunque era la segunda abadía más antigua de toda la orden, después de Saint Mere Abelle, Saint Precious no contaba con santos en sus filas, un grave descuido que el abad Dobrinion trataba de corregir con empeño; pero el padre abad Markwart se había opuesto desde el momento en que fue propuesto el nombre del hermano Allabarnet.
Dobrinion elevaba la voz a medida que acababa sus frenéticos pensamientos; luego abrió la pesada puerta de la capilla. Sus mejillas redondas se ruborizaron, pues temió que el hombre que estaba frente a él, el padre abad Dalebert Markwart, le hubiese oído.
Y, desde luego, sin duda alguna se trataba de Markwart. Dobrinion había coincidido con él en más de una docena de veces y, aunque hacía más de una década que no lo había visto, le reconoció. Observó el séquito de Markwart, tratando de encontrar algún sentido a todo aquello. Sólo había otros tres monjes en la capilla, y uno de ellos era de Saint Precious. Los otros dos, ambos jóvenes, uno delgado y nervioso, y el otro de torso como un barril y de fuerza evidente, estaban junto al padre abad con poses parecidas: los brazos cruzados delante agarrándose con una mano la otra muñeca. Una posición defensiva, observó Dobrinion, y le pareció que el aspecto de ambos era más de guardaespaldas que de acompañantes. En anteriores viajes del padre abad, tanto si se trataba de Markwart como de alguno de sus predecesores, el séquito era enorme, compuesto por menos de cincuenta monjes, y un buen número de ellos eran padres, o incluso abades. Dobrinion sabía que aquellos dos no eran ni lo uno ni lo otro, pues apenas tenían edad de haber llegado a la mitad de los años requeridos para ser inmaculado.
—Padre abad —saludó con solemnidad, inclinándose en una respetuosa reverencia.
—Mis saludos, abad Dobrinion —repuso el padre abad Markwart con su característica voz nasal—. Perdona por mi intromisión en tu magnífica abadía.
—Desde luego —fue todo lo que el abad, balbuciente y confuso, pudo responder.
—Era necesario —prosiguió Markwart—. En estos tiempos… bueno, comprenderás que con frecuencia debemos improvisar cuando un ejército enemigo va y viene por nuestro país.
—Desde luego —repitió Dobrinion, y le entraron ganas de pellizcarse al pensar que debía parecer increíblemente estúpido.
—Tengo que encontrarme aquí con una caravana —explicó el padre abad—, a la que he desviado en su regreso a Saint Mere Abelle, pues el tiempo apremia.
¿Una caravana de Saint Mere Abelle tan lejos?, pensó Dobrinion. ¡Y yo sin saber nada de ella!
—La dirige maese Jojonah —explicó el padre abad Markwart—. Seguro que recuerdas a Jojonah; tú y él os formasteis juntos.
—Era dos o tres años más joven que yo, creo —respondió el abad Dobrinion. Posteriormente había coincidido con Jojonah en reuniones de la Iglesia, y había pasado una noche bebiendo mucho con él y con un padre de aspecto aguileño llamado Siherton.
—¿Hay otros padres en la caravana? —preguntó—. ¿Siherton, tal vez?
—Maese Siherton murió —respondió el padre abad Markwart sin inmutarse—. Fue asesinado.
—¿Powris? —se atrevió a preguntar Dobrinion, aunque por el tono de Markwart le pareció que el hombre no tenía intención de entrar en detalles.
—No —dijo secamente el padre abad—. Pero ya basta de esa desagradable historia; hace mucho tiempo que ocurrió. Jojonah es el único padre que va en la caravana, aunque tiene a su lado una terna de inmaculados. Son veintiséis miembros; y además cuentan con un prisionero, la más extraordinaria de las criaturas. Lo que necesito de ti es intimidad, para mí y para mis compañeros de Saint Mere Abelle, y, sobre todo, para mi prisionero.
—Haré todo lo que pueda… —empezó a responder el abad Dobrinion.
—Estoy seguro de que lo harás —le cortó Markwart—. Dispón que uno de tus subordinados de mayor confianza informe a estos dos… —y señaló a los jóvenes monjes que le flanqueaban— sobre nuestro alojamiento. Probablemente no estaremos aquí mucho tiempo; espero que no más de una semana.
Su rostro adoptó un aire grave, se acercó a Dobrinion y le habló en un tono bajo, casi amenazador.
—Debes asegurarme que no habrá intromisiones —dijo.
El abad Dobrinion se sobresaltó y examinó al anciano, sorprendido por todo aquello. En efecto, el simple hecho de que Saint Mere Abelle operara en aquella región sin el conocimiento de Dobrinion era contrario al protocolo de la Iglesia. ¿Qué misteriosa misión era aquella que exigía tantos desplazamientos, y por qué él no había sido informado? ¡Con la hematites, el padre abad hubiera podido establecer contacto con él mucho antes! ¿Y qué ocurría con el prisionero?
El abad Dobrinion optó por dominar su enfado. Después de todo, se trataba del padre abad, y Honce el Oso estaba implicado en una guerra desesperada.
—Haremos como nos dices —aseguró a su superior con una respetuosa inclinación de cabeza—. Saint Precious está a tus órdenes.
—Me alojaré en tus aposentos durante mi estancia —dijo el padre abad Markwart—. Mis subordinados te ayudarán a trasladar lo que necesites a otras habitaciones.
Dobrinion se sintió como si lo hubieran abofeteado. Era el abad de Saint Precious desde hacía tres décadas y la suya no era una posición de poca importancia. Saint Precious era la tercera abadía de la Iglesia abellicana, por detrás de Saint Mera Abelle y de Saint Honce de Ursal. Y como Palmaris estaba en el límite de las tierras verdaderamente civilizadas, tal vez no existía ninguna otra abadía tan influyente en la congregación. Durante los treinta años de su mandato, al abad Dobrinion lo habían dejado muy solo; Saint Mere Abelle estaba demasiado implicada en las Piedras del Anillo y en la doctrina general de la Iglesia, y Saint Honce demasiado metida en política con el rey. De modo que el único rival del abad Dobrinion que podía disputarle el poder en las amplias extensiones del norte de Honce el Oso era el barón Rochefort Bildeborough de Palmaris, un hombre que, al igual que su predecesor, además de ser un íntimo amigo de Dobrinion, era pacífico y modesto. En efecto, Rochefort Bildeborough era una persona fácil de satisfacer, en la medida en que sus lujos personales estuvieran asegurados. Incluso en lo referente a la guerra que había llegado hasta Palmaris, había confiado la defensa de la urbe al capitán de la guardia de la ciudad y le había ordenado que tuviera informado al abad Dobrinion, en tanto que él se refugiaba en la seguridad de su palacio fortaleza, Chasewind Manor.
De modo que el abad Dobrinion no estaba acostumbrado a que le hablasen en aquel tono de superioridad. Pero de nuevo recordó su lugar en la jerarquía de la Iglesia abellicana, una pirámide que situaba al padre abad Markwart en la cúspide.
—Como digas —respondió con humildad, y se inclinó una vez más antes de disponerse a salir.
—Y tal vez tendremos tiempo de discutir el tema del hermano Allabarnet —dijo el padre abad justo antes de que el abad Dobrinion saliera de la habitación.
Dobrinion se detuvo, al darse cuenta de que acababa de lanzarle un cebo, una burlona zanahoria que dependía de su cooperación. Su idea inicial fue devolverle la zanahoria al padre abad, pero enseguida desechó este pensamiento. El abad Dobrinion era un anciano y, aunque no era tan viejo como Markwart, tenía miedo de que este le sobreviviera. Según su propio criterio, lo único que le quedaba por lograr en la vida era ver canonizado al hermano Allabarnet, un monje de Saint Precious; y eso no sería fácil, tal vez incluso imposible, sin la ayuda del padre abad Markwart.
—¿Saint Precious? —dijo el hermano Braumin en un tono incrédulo que reflejaba el sentimiento de maese Jojonah cuando el hermano Francis le anunció su nuevo destino.
—El padre abad desea hablar con el centauro lo antes posible —prosiguió el hermano Francis—. Se reunirá con nosotros en Palmaris. De hecho, ya estaba en camino hacia allí cuando se puso en contacto conmigo, y supongo que en estos momentos ya estará instalado en Saint Precious.
—¿Estás seguro? —preguntó con calma maese Jojonah—. ¿Fue realmente el padre abad Markwart el que te comunicó ese cambio?
—¿Quieres decir que otros podrían haber penetrado de alguna manera en mi mente? —replicó con aspereza el joven monje.
—Hay que tener en cuenta que hemos estado en la guarida del demonio —explicó maese Jojonah, haciendo un tremendo esfuerzo para que su voz no denotara un tono acusador. Si el padre abad Markwart había llegado hasta el hermano Francis con nuevas órdenes, entonces a Jojonah y a todos los demás no les quedaba otra opción que obedecer.
—Fue el padre abad —dijo con firmeza el hermano Francis—. ¿Estarías más tranquilo si establezco contacto con él otra vez? Quizá podría prestarle mi cuerpo para que él te lo cuente en persona.
—Es suficiente, hermano —dijo maese Jojonah, ondeando su mano en señal de rendición—; no cuestiono tu criterio, sólo pensé que era prudente estar seguro.
—Estoy seguro.
—Así lo has dicho —respondió maese Jojonah—; así pues, nuestro destino será Saint Precious; ¿has establecido el itinerario?
—Hay gente trabajando en este momento con los mapas —respondió el hermano Francis—. No está tan lejos y, una vez hayamos cruzado las Tierras Boscosas, seguramente encontraremos una carretera bastante fácil.
—Una carretera obstruida por monstruos —indicó el hermano Braumin secamente—. Los informes relativos a la zona hablan de frecuentes luchas.
—Nos moveremos demasiado rápido y con demasiado sigilo como para que puedan detectarnos siquiera —dijo el hermano Francis.
Maese Jojonah se limitó a inclinar la cabeza. Si el padre abad los quería en Palmaris, irían a Palmaris, fueran cuales fueran los obstáculos. No obstante, para Jojonah el mayor de los obstáculos sería probablemente el que encontraría al final del camino en la persona de Dalebert Markwart.
Con su eficacia característica, el hermano Francis completó el trazado del itinerario y la caravana lo siguió puntualmente; las ruedas giraban frenéticamente. En un par de días pasaron por los pueblos de las Tierras Boscosas y, aunque desde luego encontraron monstruos durante el trayecto, las criaturas nunca advirtieron su paso o se dieron cuenta demasiado tarde para poder atrapar la veloz comitiva.
—Una caravana de monjes —explicó Roger Descerrajador. El joven ya estaba totalmente restablecido, pues Pony había utilizado profusamente la hematites para sanarle los mordiscos de perro y las demás heridas. Sin embargo, Roger apenas había dado las gracias a la mujer; se había limitado a emitir un gruñido y se había ido después de una sesión de dos horas. Ni Pony ni Elbryan lo habían visto durante cuatro días desde entonces—. ¡Conozco monjes, y estoy seguro!
Elbryan y Pony intercambiaron severas miradas; ambos sospechaban que el hermano Avelyn podría tener algo que ver con la caravana, y que aquellos monjes podrían andar buscando las piedras que ahora estaban en su poder.
—Se desplazan a gran velocidad, a mucha velocidad —prosiguió Roger, sinceramente asombrado—. Dudo que \Kos-kosio Begulne haya advertido su presencia en la zona, o que, si los powris han descubierto su paso, hayan podido hacer nada para atraparlos. En estos momentos deben de estar a mitad de camino de Palmaris.
Elbryan iba a poner una objeción, pues sólo hacía dos horas que Roger había visto la caravana. Sin embargo, mantuvo la boca cerrada, pues sabía que, tanto si la estimación de la velocidad era correcta como si no lo era, Roger creía lo que estaba diciendo.
—Qué lástima no haberlo sabido antes —indicó Belster O’Comely—. ¡Qué ayuda hubieran podido prestarnos esos hombres de Dios! ¡Qué consuelo! Como mínimo, hubieran podido llevar con ellos a nuestra gente más debilitada hacia las tierras más seguras del sur.
—No habríais advertido su presencia en absoluto de no ser por mi estricta vigilancia —replicó con aspereza Roger en actitud defensiva, pues consideraba el comentario de Belster como un insulto a sus proezas exploradoras—. ¿Cómo es posible que el gran Pájaro de la Noche no se haya enterado de nada? ¿O la mujer que pretende ser una gran hechicera?
—Ya basta, Roger —le ordenó Elbryan—. Belster lamentaba lo ocurrido, no echaba culpas a nadie. Por supuesto es una pena que no hayamos podido contar con la ayuda de tan poderosos aliados, ya que si corrían tanto como dices, y no dudo de que lo hicieran —añadió enseguida, al ver que la expresión de Roger se agriaba—, entonces, con toda probabilidad, son expertos en el uso de la magia.
No obstante, el guardabosque hablaba sólo a medias convencido, ya que si bien le hubiera gustado facilitar el traslado de los miembros más débiles a Palmaris, no estaba seguro de que aquellos monjes hubieran demostrado ser aliados suyos; al menos no de él y de Pony.
—Se desplazaban incluso más deprisa de lo que crees —replicó Roger—. No puedo describir su velocidad real. Las patas de sus caballos no eran más que una impresión borrosa, un jinete que cabalgaba detrás de un coche se movía tan aprisa que ante mis ojos hombre y caballo parecían una sola cosa.
Sus palabras aguzaron los oídos de toda la gente de la región de Dundalis, de toda la gente que había oído hablar del Fantasma del Bosque, que habían luchado al lado de Bradwarden y que habían encontrado consuelo en la incomparablemente hermosa melodía de su gaita. No obstante, Elbryan y Pony sacudieron la cabeza y desanimaron sus ilusionadas expresiones. Ellos habían visto el fin de Bradwarden; por lo menos eso creían.
—¿Estás seguro de que la caravana sigue avanzando? —preguntó el guardabosque a Roger.
—Ahora debe de estar a medio camino de Palmaris —replicó el hombre.
—En tal caso, no debemos preocuparnos por ellos —razonó Elbryan, aunque en silencio se prometió mantenerse ojo avizor respecto de los monjes. Si aquella caravana había venido al norte en busca de Avelyn y de las piedras y si habían obtenido algunas respuestas a través de la magia, él y Pony podrían ya considerarse unos proscritos.
La caravana llegó a Saint Precious sin fanfarrias ni recibimientos; ni tan sólo el abad Dobrinion estaba allí para darles la bienvenida. Fue un placer que se reservó el padre abad Markwart, junto con su pareja de guardaespaldas: los tres recibieron a los hermanos de Saint Mere Abelle en la verja trasera de la abadía.
Maese Jojonah no se sorprendió de la elección de los compañeros de viaje de Markwart, los hermanos Youseff y Dandelion, los dos monjes que estaban recibiendo adiestramiento para sustituir al hermano Quintall en calidad de hermano Justicia. De todos los estudiantes inferiores de Saint Mere Abelle, aquellos dos eran los que menos le agradaban a Jojonah. El hermano Youseff, un estudiante del tercer año, era de Youmaneff, el pueblo de Avelyn, pero las semejanzas se acababan aquí. Era un hombre bajo y delgado, un luchador perverso que sabía aprovecharse de cualquier situación ventajosa en la arena donde se entrenaban sin importarle lo tramposa o desagradable que fuera. Su compañero, el hermano Dandelion, que sólo hacía dos años que estaba en el monasterio, era físicamente todo lo contrario a un hombre pequeño; era un enorme oso con unos brazos del tamaño de un carnoso muslo. A menudo tenían que reprenderlo en las peleas de entrenamiento, ya que, una vez conseguía ventaja, continuaba atacando hasta herir a su oponente. En los buenos tiempos del monasterio, una conducta semejante podría haber significado la expulsión, pero en aquellos días oscuros el padre abad no hacía más que sonreírle con entusiasmo. Markwart había rechazado muchas veces las quejas de Jojonah sobre el hermano Dandelion, asegurándole que ya encontraría un lugar adecuado para aquel hombre violento.
Maese Jojonah solía preguntarse cómo a pesar de todo, Dandelion o Youseff habían conseguido pasar el duro proceso de eliminación para entrar en el monasterio. Cada clase se veía reducida de uno o dos mil a veinticinco, y a Jojonah le parecía obvio que entre los otros cientos tenía que haber muchos candidatos con temperamento, inteligencia y piedad más adecuados.
Pero ambos jóvenes habían sido recomendados por el mismísimo padre abad. De Dandelion, Markwart había dicho que era el hijo de un querido amigo suyo. Pero Jojonah sabía más cosas; el hermano Dandelion había sido elegido por sus incomparables hazañas físicas y no por ninguna otra razón. Para Markwart era el sustituto ideal de Quintall, uno de los guardaespaldas que siempre lo acompañaban.
Por lo que respecta a Youseff, Markwart había explicado que Youmaneff, tras la pérdida de Avelyn, no estaba representado en absoluto en Saint Mere Abelle, una omisión que tenía que ser corregida si la abadía quería mantener un estrecho control sobre aquel pequeño pueblo.
Maese Jojonah se limitó a sacudir la cabeza y a suspirar; todo estaba sucediendo sin que él pudiera intervenir.
La caravana se instaló en el patio; acomodaron a los monjes en alojamientos convenientemente separados de los de los hermanos de Saint Precious. Maese Jojonah se encontró instalado en una habitación tranquila en una esquina del enorme edificio, apartado del resto de la expedición, en particular del hermano Braumin, quien estaba en el extremo opuesto de la abadía. El más cercano a Jojonah era Francis; y Jojonah sabía que era para que lo vigilara.
Pero aquella misma noche Jojonah se las apañó para escabullirse sigilosamente y reunirse con el hermano Braumin en el triforio, una suntuosa galería situada a siete metros de altura por encima del suelo de la gran iglesia de la abadía.
—Sospecho que está en las mazmorras inferiores —explicó maese Jojonah, mientras pasaba la mano sobre los detalles de la escultura del hermano Allabarnet, al que los monjes de allí llamaban hermano Simiente de Manzano. Jojonah percibió el amor que había en aquella obra de arte y de modo subconsciente comprendió que era realmente obra de Dios.
—Encadenado, sin duda —asintió el hermano Braumin—. Un grave pecado gravita sobre las espaldas del padre abad, si trata mal al heroico centauro.
Maese Jojonah silenció al hombre con un ademán. No podían arriesgarse a ser sorprendidos hablando mal del padre abad, por grande que fuera su ira.
—¿Has preguntado? —inquirió el hermano Braumin.
—El padre abad apenas me habla ahora —respondió Jojonah—. Sabe dónde está mi corazón aunque mis actos no se opongan a él abiertamente. Está previsto que me encuentre con él mañana por la mañana con las primeras luces del alba.
—¿Para hablar de Bradwarden?
Jojonah sacudió la cabeza.
—Dudo que abordemos ese tema —explicó—. Vamos a hablar de mi marcha, según creo, pues el padre abad ha insinuado que partiré antes de la caravana.
El hermano Braumin captó el tono de pavor en la voz de maese Jojonah, e inmediatamente se acordó de los peligrosos lacayos de Markwart. ¿Podría el padre abad ordenar que mataran a Jojonah por el camino? Tal idea chocaba con la sensibilidad de Braumin y le parecía completamente ridícula. Pero por mucho que lo intentaba no podía apartarla. Tampoco la expresó en voz alta, pues era evidente que a Jojonah también se le había ocurrido.
—¿Qué quieres que haga? —preguntó el hermano Braumin.
Maese Jojonah rio entre dientes y levantó las manos en señal de rendición.
—Sigue hasta el final, amigo mío —respondió—. Guarda la verdad en tu corazón; no parece que podamos hacer mucho más. No estoy de acuerdo con la dirección de nuestra orden, pero el padre abad no está solo. Sin duda los que siguen la orientación actual son más numerosos que los que pensamos que la Iglesia se ha extraviado.
—Nuestros adeptos aumentarán —dijo con determinación el hermano Braumin y, a la luz de lo que había visto en la cima de la destruida montaña Aida, creía verdaderamente en lo que decía. En efecto, aquella visión, el brazo y la mano de Avelyn emergiendo de la roca, para Braumin había sido el vínculo de unión entre todas las palabras: todas las historias de Avelyn y los indicios de que la Iglesia actual se desviaba del recto camino. Al contemplar la tumba de Avelyn, descubrió el sentido de su vida y supo que eso probablemente le llevaría a entrar en grave conflicto con los jerarcas de la Iglesia, lucha que estaba preparado para afrontar. Enderezó los hombros con decisión y añadió con total confianza—: Ya que nuestra causa es la más justa.
Maese Jojonah no quiso discrepar de la lógica sencilla de aquella frase. Que al final el bien y la verdad prevalecerían era algo que tenía que creer pues constituía la parte más esencial de los principios de su fe. ¿Sin embargo, cuántos siglos harían falta para lograr que la Iglesia abellicana volviera al recto camino, y cuántos sufrimientos causaría su actual rumbo?
—Guarda la verdad en tu corazón —le repitió maese Jojonah a Braumin—. Con discreción difunde tus palabras, no contra el padre abad o cualquier otro sino a favor de Avelyn y de aquellos de similar corazón y espíritu generoso.
—Con el centauro en prisión, las cosas pueden ir más lejos —dedujo el hermano Braumin—. El padre abad puede forzar la mano para que nos pronunciemos abiertamente contra él o para que nos callemos para siempre.
—Hay grados de silencio, hermano —replicó maese Jojonah—. Ahora vete a tu habitación y no temas por mí; estoy en paz.
El hermano Braumin miró largo rato a aquel hombre, su tan estimado mentor; luego inclinó la cabeza, se acercó a la mano de Jojonah y la besó; al fin se dio la vuelta y se fue.
Maese Jojonah pasó más de una hora arriba, en el silencioso triforio, mirando las esculturas antiguas de santos y las de más reciente ejecución que representaban al hermano Allabarnet de Saint Precious, el cual hacía más de un siglo había recorrido aquellas anchurosas tierras plantando manzanos, para que los colonos pudieran tener recursos. El proceso de canonización de Allabarnet lo patrocinaba el abad Dobrinion, quien deseaba con toda su alma verlo culminado antes de morir.
Maese Jojonah conocía bien las historias del buen Allabarnet y creía que el hombre merecía ser santificado. Pero dada la actual situación de la Iglesia, aquellas leyendas de generosidad y sacrificio probablemente influirían en su contra.
Los temores de maese Jojonah sobre la situación de Bradwarden eran totalmente ciertos, pues el centauro había sido trasladado a los subterráneos inferiores de Saint Precious, y allí, en aquella oscuridad húmeda, había sido encadenado a la pared. Todavía aturdido a causa de la brutal experiencia en la montaña derruida y completamente exhausto por la cabalgada hacia el sur, durante la cual los monjes le habían aplicado magia para hacerle correr más rápido, Bradwarden no estaba en condiciones de oponer ninguna resistencia física.
Ni mental; Bradwarden estaba agotado y desprevenido cuando el padre abad Markwart, con la hematites en la mano, se acercó a él la primera noche.
Sin dirigirle la palabra, Markwart se sumergió en el poder de la piedra del alma, liberó su mente del soporte corporal e invadió los pensamientos del centauro.
Los ojos de Bradwarden se desorbitaron cuando sintió aquella intrusión. Luchó para desembarazarse de las cadenas, pero no cedieron. También luchó mentalmente, o por lo menos lo intentó, pues no tenía la menor idea de por dónde empezar.
Markwart, aquel miserable viejo, se había introducido, en su mente; estaba indagando en su memoria.
—Háblame de Avelyn —le indicó el padre abad en voz alta, y aunque el centauro no tenía la menor intención de contestar, la mera mención de Avelyn conjuró imágenes de aquel hombre, del viaje a Aida, de Pony y Elbryan, de Belli’mar Juraviel y Tuntun, de Sinfonía y de todos los demás que habían luchado contra los monstruos en Dundalis.
Sólo de forma lenta y gradual Bradwarden empezó a moderar y controlar sus pensamientos; pero por aquel entonces el padre abad ya se había enterado de muchas cosas. Avelyn había muerto y las piedras habían desaparecido, pero aquellos dos, Elbryan y Pony, habían salido de la devastada Aida, o por lo menos habían salido con vida del túnel donde el centauro había quedado atrapado. Markwart se concentró en ellos dos mientras proseguía su proceso inquisitorio y descubrió que ambos eran originarios de un pequeño pueblo de las Tierras Boscosas llamado Dundalis, pero que ambos habían vivido buena parte de sus vidas lejos de aquel lugar.
Pony, Jilseponie Ault, había vivido en Palmaris.
—¡Eres un canalla! —dijo Bradwarden echando pestes cuando al fin se rompió la conexión mental.
—Podrías haberme facilitado la información de un modo más sencillo —replicó el padre abad.
—¿A ti? —se burló el centauro—. Ah, Avelyn no estaba equivocado en cuanto a ti y en cuanto a tu apestosa Iglesia, ¿verdad?
—¿Dónde vivió esa mujer, Jilseponie, cuando estuvo en Palmaris?
—Os llamáis a vosotros mismos hombres de Dios, pero ningún Dios aprobaría vuestras palabras —prosiguió Bradwarden—. Me robaste, maldito ladrón, pero te juro que lo vas a pagar caro.
—¿Qué hay de aquellas criaturas diminutas? —preguntó el padre abad serenamente—. ¿Los Touel’alfar?
Bradwarden le escupió.
Markwart sacó otra piedra, un grafito, y lanzó al mojado centauro contra el muro de piedra con una descarga eléctrica.
—Hay caminos fáciles y otros difíciles —dijo con calma el padre abad—. Tomaré el que me dejes libre.
Se encaminó hacia el arco bajo y abierto que conducía a la zona principal de los subterráneos.
—Volveré a hablar contigo —amenazó.
Tanto Markwart como Bradwarden comprendieron las limitaciones de aquella amenaza. El centauro poseía una gran fuerza de voluntad y no volverían a pillarlo desprevenido, por lo que a Markwart no le sería fácil conseguir otra intrusión en su mente.
Pero Bradwarden temía que tal vez había facilitado ya demasiada información sobre sus amigos.
—¡No te puedes imaginar la importancia de este asunto! —bramó el padre abad al abad Dobrinion a la mañana siguiente. Los dos hombres estaban solos en el despacho de Dobrinion, aunque era el padre abad el que estaba sentado ante la ancha mesa de roble.
—Palmaris es una gran ciudad —dijo con calma el abad Dobrinion, tratando de apaciguarlo. Markwart no le había contado gran cosa, tan sólo que necesitaba información sobre una mujer joven, quizá de unos veinte años, que atendía al nombre de Pony o Jilseponie—. No conozco a nadie que se llame Pony, salvo un mozo de cuadra al que pusieron ese mote.
—¿Jilseponie, entonces?
El abad Dobrinion se encogió de hombros desesperanzado.
—Vino del norte —urgió el padre abad, aunque no tenía intención de revelarle aquel detalle al potencialmente peligroso Dobrinion—. Una huérfana.
Aquel dato disparó una alarma en el interior del abad.
—¿Y puedes decirme qué aspecto tiene? —preguntó, tratando encarecidamente de no dar a entender que podía saber algo.
Markwart describió a la mujer, pues sin querer Bradwarden le había ofrecido un buen retrato de ella: pelo espeso y dorado, ojos azules, labios carnosos.
—¿Qué hay? —exigió Markwart, al advertir destellos de reconocimiento en la mofletuda cara de Dobrinion.
—Tal vez nada —admitió el abad—. Hubo una chica llamada Jill que vino del norte; se había quedado huérfana en un asalto de los trasgos. Pero de esto hace quizás diez años, o tal vez más.
—¿Qué fue de ella?
—La casé con maese Connor Bildeborough, sobrino del barón de Palmaris —explicó el abad Dobrinion—. Pero la muchacha se negó a consumar el matrimonio y por ello fue declarada proscrita. Se alistó en los hombres del rey —indicó Dobrinion, pensando que aquello sería lo último que iba a preguntarle el padre abad y deseando que así fuera, ya que no le gustaban en absoluto su forma de conducirse ni su misteriosa y apremiante actitud.
Markwart giró la cabeza hacia otro lado y se pasó la mano por la puntiaguda barbilla; comprobó que no se había afeitado en muchos, muchos días. La mujer había estado en el ejército; también aquello cuadraba con lo que le había sonsacado al centauro.
Las piezas empezaban a encajar.
Fue Markwart y no Dobrinion quien permaneció en el despacho de este último una vez terminada la conversación. La siguiente visita fue el hermano Francis, y las órdenes que le dio el padre abad fueron simples y precisas: mantener a todo el mundo, incluido al abad Dobrinion, lejos del centauro, y mantener a Bradwarden exhausto. Aquel mismo día, más tarde, él en persona bajaría a la mazmorra para proseguir el interrogatorio.
Cuando Francis salía, maese Jojonah entraba.
—Tenemos que hablar de la forma en que tratas al centauro —dijo sin ni tan sólo saludar formalmente a su superior.
El padre abad Markwart soltó un bufido.
—El centauro no es de tu incumbencia —replicó de modo desabrido.
—Al parecer, Bradwarden es un héroe —se atrevió a decir maese Jojonah—; él, junto con Avelyn Desbris, se encargó de la destrucción del Dáctilo.
—Lo has entendido mal —replicó con dureza el padre abad, esforzándose por evitar que su voz reflejara su cólera—. Avelyn visitó al Dáctilo, eso es totalmente cierto; y Bradwarden y esos otros dos, Elbryan y Pony, le acompañaron. Pero no fueron a combatir con él sino a establecer una alianza.
—Tal como indicaría la montaña destruida —dijo con sarcasmo Jojonah.
De nuevo Markwart soltó un bufido.
—Sobrepasaron los límites de la magia y de la razón —declaró—. Penetraron en la amatista cristalizada que Avelyn robó de Saint Mere Abelle, y con esa gema en combinación con los poderes infernales del demonio Dáctilo se destruyeron a sí mismos.
Maese Jojonah comprendió cuál era el objetivo de la mentira. Conocía muy bien a Avelyn, tal vez mejor que nadie en Saint Mere Abelle, y sabía que el monje jamás se habría puesto de parte del mal. ¿Cómo podría transmitir ese mensaje por encima del lenguaje violento del padre abad? No lo sabía.
—Tengo una misión para ti —dijo Markwart.
—Insinuaste que regresaría a Saint Mera Abelle antes que los demás —replicó maese Jojonah abruptamente.
Markwart empezó a sacudir la cabeza antes de que el hombre acabara.
—Te irás antes que nosotros —explicó—, pero dudo que veas Saint Mere Abelle antes que nosotros. No, tu destino es el sur, Saint Honce en Ursal.
Maese Jojonah se quedó tan sorprendido que no pudo responder nada.
—Te reunirás con el abad Je’howith para hablar de la canonización de Allabarnet de Saint Precious —explicó el padre abad.
La expresión de maese Jojonah era de absoluta incredulidad. El padre abad Markwart había sido el principal oponente al proceso. ¡De no ser por sus protestas, Allabarnet ya habría sido proclamado santo! ¿Por qué aquel cambio?, se preguntó; le pareció que Markwart trataba de estrechar lazos con Dobrinion y que además aprovechaba la ocasión para quitarlo a él de en medio.
—En estos tiempos de prueba, un nuevo santo podría ser justo lo que la Iglesia necesita para fortalecer la fe de las masas —prosiguió el padre abad.
Maese Jojonah quería preguntar cómo semejante proceso podía considerarse casi tan importante como las cuestiones más inmediatas que tenían planteadas, incluyendo la ininterrumpida guerra. Quería preguntar por qué no podía llevar el mensaje a Ursal un monje de menor rango. Quería preguntar por qué Markwart había cambiado de opinión al respecto.
Pero se dio cuenta de que todas esas preguntas se estrellarían contra un sólido muro. El padre abad estaba siguiendo sus propios planes encaminados a recuperar las piedras que Avelyn había robado y a desacreditar al monje renegado a toda costa. Mientras lo observaba, le pareció que Markwart daba vueltas en espiral, cada vez más hacia abajo, y se sumergía en profundidades tenebrosas, y que cada palabra pronunciada por el padre abad lo alejaba más del camino de Dios.
—Me voy a hacer el equipaje —dijo maese Jojonah.
—Ya está hecho —replicó el padre abad Markwart mientras Jojonah se daba la vuelta para marcharse—. Te esperan en la puerta posterior de la abadía.
—Entonces me voy a hablar con…
—Vas a irte directamente a la puerta posterior —dijo el padre abad sin inmutarse—. Todo está preparado, y todas las provisiones están dispuestas.
—¿Y las piedras mágicas?
—Amigo mío —dijo Markwart, poniéndose de pie y rodeando la mesa—, vas a viajar por tierras civilizadas. No necesitarás la ayuda del poder mágico.
Maese Jojonah sintió que se encontraba en un momento crucial de su vida. Realizar todo el recorrido hasta Ursal sin asistencia mágica y en una misión que podía resultar muy complicada, habida cuenta de los prolijos trámites de un proceso de canonización, lo mantendría alejado de Saint Mere Abelle, donde sabía que hacía muchísima falta, durante más de un año. Sin embargo, su único recurso era desafiar a Markwart sin más dilaciones, quizá en público, increparlo en relación a sus creencias y exigirle pruebas de que el hermano Avelyn Desbris había ido a Aida para colaborar con el demonio Dáctilo.
Por supuesto podría contar con muy pocos aliados, advirtió maese Jojonah. El hermano Braumin estaría a su lado, y quizás también el hermano Dellman. ¿Pero qué haría el abad Dobrinion, y por tanto los ciento cincuenta monjes de Saint Precious?
No, Markwart le había ganado la partida, comprendió Jojonah. Lo enviaba lejos para hablar de una situación próxima y querida para el corazón de Saint Precious, la santidad de uno de sus monjes. Dobrinion no se enfrentaría a Markwart; no en aquellas circunstancias.
Maese Jojonah contempló largo rato a aquel arrugado anciano, que en tiempos había sido su mentor y que ahora se había convertido en su castigo. Pero no tenía respuestas ni recursos… o tal vez, como temía, simplemente le faltaba coraje. ¡Qué viejo se sentía, qué lejos de sus días de acción!
Se dirigió a la puerta posterior de la abadía, recorrió a pie las calles de Palmaris, ya que Markwart no le había procurado ni un burro o un carro, y abandonó la ciudad por la puerta sur.