11

Roger Descerrajador, supongo

Con estremecimientos de dolor, Roger mordió con fuerza el trozo de madera que se había metido entre los dientes. Había arrancado una manga de su camisa, se la había atado muy apretada a la pierna, justo debajo de la rodilla y la había anudado en torno a otro trozo de madera. Después, giró ese trozo, apretando el torniquete.

Más de una vez estuvo a punto de desmayarse, perdiendo y recobrando la conciencia. Si perdía el conocimiento, ciertamente moriría desangrado se dijo a sí mismo, pues el mordisco del perro Craggoth era profundo y la sangre manaba a borbotones.

Al fin, por fortuna, cesó el flujo de sangre y Roger, frío y empapado, sudando profusamente, se dejó caer sin fuerzas contra la pared de tierra de su celda. Conocía bien el lugar: una cava subterránea cerca del centro del pueblo. Sabía que sólo se podía entrar o salir a través de una trampilla situada en lo alto de una tambaleante escalera de madera. Roger la miró: unas rayas débiles de la luz exterior se colaban por allí. El último sol de la tarde, se dijo, y pensó que debería probar fortuna cuando ya no hubiera luz, bajo la protección de la noche.

Inmediatamente comprendió la tontería que acababa de pensar. Aquella noche no podría ir a ninguna parte; apenas podía reunir la energía necesaria para separarse de la pared. Soltó una risita ante la futilidad de todo aquello, se dejó caer al suelo y durmió durante toda la noche; y habría seguido durmiendo durante muchas, muchas horas si la puerta de la celda no se hubiese abierto y la luz del amanecer no hubiese inundado el interior.

Roger gruñó y se desperezó.

Un powri apareció en la escalera, seguido por otro, el mismísimo \Kos-kosio Begulne. El enano que iba delante se fue directamente hacia Roger, lo levantó y lo empujó con fuerza contra la pared.

Roger osciló, pero se las apañó para mantener el equilibrio, pues se dio cuenta de que si volvía a caer el enano volvería a levantarlo con una brusquedad posiblemente aún mayor.

—¿Quién utiliza magia? —preguntó Kos-kosio Begulne, acercándose a Roger; lo agarró por la parte delantera de su desgarrada y ensangrentada camisa y tiró de él hacia abajo, de modo que su cara quedó a pocos centímetros del rostro correoso, arrugado e impresionante del enano, tan cerca que Roger sintió en la cara el calor del sucio aliento de \Kos-kosio.

—¿Magia? —preguntó Roger.

—¡Traed los sabuesos! —gritó Kos-kosio Begulne.

Roger gruñó de nuevo al oír los ladridos.

—¿Quién utiliza la magia? —exigió saber el jefe powri—. ¿Cuántos y cuántas piedras?

—¿Piedras? —repitió Roger—. No sé nada de piedras, y tampoco de magias.

Desde arriba llegó otro ladrido.

—Lo juro —añadió en tono frenético Roger—. Podría simplemente mentir y darte un nombre, cualquier nombre, y no podrías saber si te digo la verdad, hasta que, o a menos que, encontraras a esa persona. Pero no sé nada de magias. ¡Nada!

Kos-kosio Begulne mantuvo agarrado a Roger un poco más; entretanto el enano gruñía en voz baja y Roger temía que el enfurecido powri le arrancara la nariz de un mordisco. Pero entonces \Kos-kosio le empujó con violencia contra la pared y se dio la vuelta hacia la escalera, convencido por la lógica aplastante de las palabras de Roger.

—¡Átalo bien! —ladró el jefe al otro powri—. Con un nudo estrangulador; queremos que nuestro huésped se sienta cómodo.

Roger no estaba muy seguro de lo que pasaba por la cabeza de \Kos-kosio Begulne, pero la ancha y maligna sonrisa del otro powri no era muy prometedora. El enano sacó una cuerda estrecha y áspera y se le acercó.

Roger se dejó caer pesadamente al suelo. El enano le dio patadas en la barriga y luego lo obligó con brusquedad a poner los brazos a la espalda.

—No, llévate los perros —ordenó Kos-kosio Begulne a otro powri que había llegado a lo alto de la escalera de la cava subterránea con un Craggoth atado a una cuerda corta—. Sólo es un débil humano, y ya no vivirá mucho tiempo para seguir sufriendo. —\Kos-kosio miró otra vez hacia abajo desde su posición en los peldaños inferiores, y su mirada se cruzó con la de Roger—. Quiero divertirme un poco más con él antes de dejarlo morir.

—Qué suerte tengo —murmuró Roger en voz baja, y ello le valió un tirón de la cuerda aún más fuerte.

El «nudo estrangulador», como Kos-kosio Begulne lo había llamado, resultó ser un diabólico retorcimiento de la cuerda. Los brazos de Roger estaban enlazados estrechamente a la espalda y doblados por el codo de forma que las manos casi le llegaban a tocar la parte posterior del cuello. La horrible cuerda daba una vuelta en torno a los hombros y bajaba por la parte anterior del cuerpo, lo oprimía dolorosamente al pasar por debajo de las ingles y volvía de nuevo hacia la espalda para terminar dando una vuelta alrededor de la garganta. Estaba tan bien y tan estrechamente atado, que el menor desplazamiento de sus brazos no sólo le causaba dolorosos reflejos en las ingles sino que también le impedía respirar.

—Bien, abrecandados, veremos si eres capaz de desatarte. —El powri rio, puso una antorcha en un candelabro de pared, la encendió y subió la escalera hasta arriba; luego llamó a sus camaradas.

—¡Kos-kosio no quiere que este se escape!

—¿Doble cerrojo? —preguntó uno de los enanos desde arriba.

—Doble cerrojo —confirmó el powri que estaba en la escalera—. ¡Y sienta al condenado sabueso encima! Y haz que venga alguien a relevarme antes de que el sol esté demasiado bajo. No quiero perderme mi cena sentado junto a este humano maloliente.

—Deja de quejarte —replicó el otro enano y cerró la pesada trampilla con un golpe resonante. Roger escuchaba con suma atención mientras aseguraban la trampilla con cadenas y candados. Examinó al powri que bajaba la escalera.

Has cometido un fallo, criticó burlonamente en silencio el joven a \Kos-kosio Begulne; has dejado que este vaya armado.

El powri se acercó a Roger.

—Tu quédate tumbado y quieto —le ordenó, y para enfatizar su afirmación la criatura repugnante le pegó una fuerte patada en las costillas.

Roger se retorció, y por poco se ahoga.

Riendo, el enano atravesó la cava y se sentó bajo la antorcha encendida. La perversa criatura se quitó la gorra carmesí, la hizo girar en torno a un dedo para que Roger la viera con claridad, como si le asegurara que su sangre serviría para intensificar el color. Entonces el powri se puso las manos nudosas detrás de la cabeza, se apoyó en la pared y cerró los ojos.

Roger pasó un largo, largo rato tratando de aclarar sus ideas. Dominó la náusea y el dolor, e intentó imaginar cómo liberarse de la cuerda. Sería la parte más fácil del trabajo, decidió, porque, aunque pudiera soltarse, aunque pudiera quitarle el arma al enano y matarlo, ¿a dónde podría ir? La trampilla de la cava estaba cerrada con candados y cadenas, y no hacía falta que le recordasen quién estaba tumbado encima.

Realmente, lo que le aguardaba era muy desalentador, pero se esforzó para conservar la calma y concentrarse, tratando de resolver las dificultades una tras otra.

Poco después, a media tarde, los powris relevaron la guardia. El nuevo centinela dio a Roger un poco de comida y algo de beber, y casi lo ahogó al hacerlo; luego se sentó en el mismo lugar que el otro.

Menos de una hora después, estaba roncando como un cerdo.

Decidido a no pasar otra noche como huésped de \Kos-kosio Begulne, Roger pensó que había llegado el momento de actuar. Paso a paso, se repitió a sí mismo mientras aseguraba su hombro contra la dura pared; tuvo que inclinarse hacia la derecha para que su peso y no su fuerza hiciera la mayor parte del trabajo. Miró al carcelero para verificar que seguía durmiendo profundamente, cerró los ojos e hizo acopio de coraje.

Luego, se dejó caer de forma brusca contra el muro, chocando con la parte frontal del hombro y el impacto le impulsó el brazo hacia atrás. Los músculos de Roger y su propio peso trabajaron de manera coordinada y le empujaron hacia adelante.

Oyó el fuerte chasquido producido por el hombro al dislocarse y casi se desmayó por las oleadas de dolor que le recorrieron el cuerpo. No obstante, consiguió dominarlas con el brazo así dislocado la cuerda se aflojó lo suficiente como para deslizarla por encima del hombro.

En cuestión de segundos se encontró en el suelo, libre de la cuerda y jadeando para respirar. Luego, después de un momento de descanso, volvió al trabajo; se colocó el hombro en su sitio y con un movimiento brusco se lo encajó otra vez. Era un pequeño truco que el ladrón había perfeccionado con los años. De nuevo tuvo que esperar a que remitiera el intenso dolor; recogió la cuerda y se dirigió hacia el powri que seguía durmiendo.

—¡Eh! —protestó el powri minutos después, abriendo los soñolientos ojos para ver a Roger de pie delante de él con la espada corta del enano en la mano—. ¿Qué pretendes hacer con eso? —preguntó incorporándose y sacando una daga de su bota. Tanto el enano como Roger comprendieron que incluso armado como estaba, el hombre no era rival para aquel powri curtido en las batallas.

El joven saltó hacia atrás sobre su pierna sana y chocó contra el muro más alejado; el powri chilló y cargó daga en mano.

Pero al levantar el brazo, el enano se dio cuenta de que tenía una cuerda atada a la muñeca; era una cuerda corta atada a una raíz que emergía de la pared de tierra cerca de donde había estado sentado.

—¿Qué? —dijo el enano, mientras el lazo se estrechaba y lo retenía, tirándole del brazo hacia abajo justo por entre las piernas y obligándole a doblar el espinazo y a caer pesadamente de espaldas.

Roger se apartó de la pared al tiempo que el enano iniciaba su salto mortal y se deslizó junto a la criatura que yacía boca abajo.

—¿Qué? —exclamó de nuevo el enano, justo antes de que la empuñadura de su corta espada le golpeara con fuerza la cabeza. Se revolvió y trató de desatarse una mano y de agarrar a Roger con la otra.

El chico le golpeó con la empuñadura repetidas veces hasta que al fin el resistente enano quedó inmóvil en el suelo. Al hombre le faltó poco para desmayarse a causa del dolor y del esfuerzo; perdía y recobraba la conciencia una y otra vez.

—No dispongo de mucho tiempo —se dijo Roger, inasequible al desaliento, y se incorporó.

El powri se movió; Roger Descerrajador le golpeó de nuevo, y luego una vez más.

—No dispongo de mucho tiempo —se repitió de forma más apremiante, mientras sacudía la cabeza ante la absoluta resistencia del enano.

Ahora quedaba lo más difícil; Roger reprodujo como pudo toda la situación: trató de imaginarse todos los obstáculos y todos los objetos que necesitaría para vencerlos. Cogió la daga de la mano del enano y su cinturón, y apretó la cuerda para inmovilizar a la criatura. Se dirigió a la escalera con objeto de comprobar la resistencia de la trampilla. En el centro de la misma, por la parte de dentro, había un travesaño de refuerzo, de madera sólida. Roger la emprendió primero con el travesaño, mejor dicho, con la madera que estaba encima; excavó un hueco lo suficiente amplio para poder atar la cuerda en torno al travesaño. Luego atacó hábilmente las tablas, rebajando los soportes de cada extremo. En un momento dado, oyó el gruñido del receloso sabueso Craggoth y tuvo que parar un buen rato hasta que el perverso perro se calmó.

Un arañazo cada vez, una astilla rota, una estaquilla desprendida. Otra vez tuvo que detenerse, ahora a causa del fuerte temblor de la pierna que le impedía sostenerse en la escalera. Y luego de nuevo tuvo que esperar, pues el powri volvía en sí y tenía que aporrearlo en la cabeza una vez más. El infatigable Roger volvió al trabajo, y al fin las tablas de cada lado del soporte central quedaron sueltas.

Había llegado el momento; confiaba en que no lo vencería el dolor en tan crítica coyuntura.

Volvió junto al enano y recogió otras herramientas; después dedicó un buen rato a reproducir la situación que había imaginado. Verificó sus bártulos por última vez: la espada corta y la daga, el cierre de la hebilla del cinturón del enano, los cordones de piel de las botas del powri y, finalmente, una de las dos botas malolientes. Entonces, respiró pausada y profundamente y volvió a la escalera. Presionó ligeramente las tablas sueltas de la trampilla con objeto de averiguar dónde podría estar el perro. Se daba cuenta de que, naturalmente, si había más de un sabueso, o si allá arriba había powris por las cercanías, el juego se acabaría con tanta rapidez como dolor; pero decidió que tenía que arriesgarse. En su opinión, no tenía nada que perder, pues \Kos-kosio Begulne no lo dejaría marchar jamás, y Roger no se hacía ilusiones respecto a su cautiverio: tan pronto el jefe powri decidiera que ya no le era de utilidad, sería torturado hasta morir.

Cuando ya había atado la cuerda en torno al travesaño de izquierda a derecha, advirtió que el perro estaba más hacia la izquierda, e invirtió la dirección. Luego bajó la escalera, y situó al aturdido powri al pie de la misma, a la izquierda.

Roger subió de nuevo a lo alto de la escalera, justo debajo de la trampilla y se frotó las manos con ansia, recordándose a sí mismo una y otra vez que tenía que actuar exactamente de acuerdo con el plan previsto. Mediante astillas que obtuvo de las tablas, colocó el lazo corredizo justo debajo de la tabla de la derecha. Tomó la bota en una mano y puso la otra mano firmemente contra la tabla de la derecha, empujando hacia arriba a través del lazo.

Después de respirar profundamente una última vez, Roger empujó con todas sus fuerzas; desencajó parcialmente la tabla, pero fue suficiente para despertar por completo al sabueso y ofrecerle una abertura por donde atacar.

Y atacó: apretó las mandíbulas sobre la bota que Roger le puso en el morro. Tan pronto como el perro hubo fijado su atención en ella, Roger, que agarraba el otro extremo de la bota con ambas manos, saltó de la escalera, arrastrando al tozudo perro a través de la abertura, por en medio del lazo corredizo.

La trampa funcionó a la perfección y se estrechó en torno al sabueso mientras este caía; el lazo le pasó alrededor del cuello y, por debajo de una pata, en torno al hombro. Ambos cayeron: Roger dando tumbos muy dolorosos y el perro colgado de un extremo de la cuerda. El repentino tirón izó al powri atado al otro extremo hasta ponerlo de rodillas y dejó al perro suspendido en el aire con una de las patas traseras rozando el suelo.

El sabueso Craggoth mordía con fuerza la bota y sacudía la cabeza con violencia de un lado a otro, de tal forma que parecía no darse cuenta de que estaba colgando. En una fracción de segundo, Roger se acercó a él y enlazó el cordel de piel en torno de las mandíbulas cerradas del animal, dándole muchas y apretadas vueltas y atándolo bien.

—Ahora ladra —se mofó; luego, clavando un dedo en el morro del sabueso. Después de una rápida comprobación del estado del powri y de propinarle otro porrazo adicional en la cabeza para mayor seguridad, Roger trepó de nuevo por la escalera.

Fuera todo estaba tranquilo, pero dado el dolor de la pierna, no creía tener muchas posibilidades de conseguir deslizarse a través de la estrecha abertura que había practicado en la trampilla. No obstante, sacó las manos al exterior: lo suficiente para manipular las cadenas y dos candados. Orgulloso como siempre de su propio ingenio, un sonriente Roger tomó el fino cierre de la hebilla del powri y se puso a trabajar.

El Pájaro de la Noche esperó la señal del silbido previsto, y entonces subió veloz y sigiloso al árbol en el que su pequeño amigo estaba encaramado. Desde aquella privilegiada atalaya, podían ver la mayor parte de Caer Tinella; al guardabosque le pareció que Juraviel se había quedado corto en sus cálculos acerca del número de monstruos que había en el pueblo.

—¿Tienes alguna idea de dónde lo retienen? —preguntó.

—Te dije que les oí hablar de él, no que lo haya visto personalmente —repuso el elfo—. Podría estar en cualquier edificio, o más probablemente muerto, considerando lo ocurrido anoche.

El Pájaro de la Noche quería discutirlo, pero se mordió la lengua, pues encontró que no tenía ningún argumento que oponer a Juraviel. Había transcurrido un día entero; él y el elfo no podían arriesgarse a entrar en Caer Tinella a plena luz del día. Eso permitió a \Kos-kosio Begulne disponer de mucho tiempo para averiguar los detalles del desastre en el bosque y cargar la culpa de ello en las espaldas del valioso prisionero.

—Deberíamos haber ido enseguida —prosiguió Juraviel—. Tan pronto como acabó la batalla, cuando aún quedaban dos o tres horas de oscuridad por delante.

—Pony tenía que atender al herido —repuso el guardabosque.

—En cualquier caso, ella tampoco está aquí —recordó el elfo. El Pájaro de la Noche había esperado que los acompañaría, pero Pony estaba exhausta debido al excesivo uso de la magia. Después de la danza de la espada de la mañana, había dormido la mayor parte del día y seguramente dormiría profundamente aquella noche.

—Pero esto sí —respondió el guardabosque, con la hematites en la mano—. Roger Descerrajador podría necesitarla.

—Lo más probable es que Roger Descerrajador necesite que lo entierren —dijo el elfo secamente.

Al guardabosque no le agradó el sarcasmo, pero de nuevo calló y se limitó a señalar hacia adelante e indicar a Juraviel que se pusiera en marcha.

El elfo se fue en un instante y unos segundos después otro silbido indicó al guardabosque que avanzara. Se mantuvieron en aquella posición durante un rato, mientras un grupo de powris y de gigantes salía del pueblo, dirigiéndose más hacia el oeste que hacia el norte.

—Cuantos menos queden en el pueblo, mejor para nosotros —observó Juraviel, limitando su voz a un débil susurro, pues estaban muy cerca.

El guardabosque asintió y le hizo una seña para que avanzara. El siguiente salto los puso en la cerca de una granja; otro los situó justo al lado de un establo en el extremo nordeste del pueblo. Luego avanzaron juntos, ambos con los arcos en la mano. Se quedaron helados al oír voces dentro del establo; unos trasgos se quejaban del trabajo y uno de ellos gruñía a causa de una cadena rota.

—Podría estar por ahí —dijo Juraviel en voz baja.

El guardabosque no creía que un jefe powri de tan reputada sabiduría hubiera sido tan tonto como para encerrar a un prisionero tan valioso en las afueras del pueblo, pero en cualquier caso quería abrir una vía libre para salir de Caer Tinella, así que dio un pequeño tirón de la cuerda de su arco y movió la cabeza en dirección al establo.

Juraviel abrió la marcha y avanzó hasta llegar a la esquina opuesta del establo. Pasaron delante de un portal de doble hoja situado a la altura de la cabeza del guardabosque y que utilizaban para lanzar balas de heno a las vacas, pero no había manillas por la parte de fuera, de modo que no le hicieron ningún caso… Al menos hasta que las dos hojas se abrieron hacia afuera: una golpeó al Pájaro de la Noche en los hombros, obligándolo a retroceder, y la otra giró por encima de la cabeza de Juraviel. El pobre trasgo que había abierto las puertas no advirtió que un humano estaba impidiendo que una de las hojas pudiera abrirse del todo, ni tan sólo que hubiera alguien en el exterior, hasta que Juraviel se agachó, se dio la vuelta por debajo de la hoja que se abría, levantó el arco y clavó una flecha entre los ojos de la criatura. Luego el elfo saltó adentro, impulsado por sus alas. Agarró al trasgo agonizante por la parte delantera de su andrajosa túnica y lo tumbó sobre el alféizar.

El Pájaro de la Noche gruñó y refunfuñó; al fin apartó la inoportuna puerta y vio que Juraviel se llevaba con frenesí un dedo a los labios fruncidos y señalaba hacia el interior.

El guardabosque conservó la calma, se acercó al extremo de la abertura y atisbó dentro. Vio a otro trasgo que trabajaba con un aparejo de poleas y una cadena. Podía haber más, pues el interior del establo estaba demasiado atiborrado con casillas y fardos, un carro y muchos otros objetos, para que el guardabosque pudiera estar seguro. Apoyó Ala de Halcón contra la pared, desenvainó Tempestad y se encaramó junto al trasgo hasta al alféizar interior de la ventana. Sigiloso como un felino cazador, el guardabosque avanzó lo necesario hasta situarse detrás del trasgo que trabajaba con el aparejo de poleas.

—¿Necesitas ayuda? —le preguntó.

El trasgo se dio la vuelta con los ojos desorbitados.

Tempestad lo derribó de un tajo.

Pero había otro trasgo en el establo que salió corriendo de un pesebre cercano tratando de pasar a toda prisa por delante del guardabosque; de repente, le alcanzó una flecha y se retorció y tropezó; luego volvió a tambalearse hasta casi caer de rodillas y aminoró la marcha lo suficiente para que el Pájaro de la Noche lo atrapara. El forzudo guardabosque lo agarró por la cabeza, le tapó la boca con la mano y lo tiró al suelo.

—¿Dónde está el prisionero? —le murmuró al oído.

El trasgo se revolvió y trató de gritar, pero el Pájaro de la Noche lo agarró muy fuerte y le torció la cabeza hacia atrás y hacia adelante. Entonces Juraviel se reunió con ellos; levantó el arco hasta la altura de la cabeza del trasgo y apoyó la flecha en la sien de la criatura. El trasgo se calmó considerablemente.

—Si gritas, morirás —prometió el guardabosque, y le retiró la mano de la boca.

—¡Me duele! ¡Me duele! —se quejó lastimosamente, y los dos amigos apenas pudieron culparlo, pues una flecha de Juraviel le había alcanzado en el hombro y la otra en el muslo. Pero el guardabosque volvió a apretar su mano contra la boca de la criatura.

—El prisionero —indicó, aflojando su agarro—. ¿Dónde está el prisionero?

—Kos-kosio Begulne tiene muchos prisioneros —contó el trasgo.

—El nuevo prisionero —aclaró el guardabosque—. El más odiado por \Kos-kosio Begulne.

—¡Repugnante flecha del repugnante elfo!

—Dímelo —gruñó el guardabosque—, o mi amigo te clavará otra flecha.

—En el suelo —chilló el trasgo—; en un agujero en el suelo.

—¿Enterrado? —preguntó con ansia el guardabosque—. ¿Lo ha matado \Kos-kosio Begulne?

—Enterrado, no —respondió el trasgo—. Todavía no ha muerto. En una habitación, en un agujero.

El guardabosque miró a Juraviel.

—Para guardar comida —explicó el guardabosque al elfo, descubriendo el enigma—. Hacíamos lo mismo en Dundalis cuando era un muchacho.

—Una cava subterránea —asintió el elfo, y ambos se volvieron de nuevo hacia el prisionero.

—¿Dónde está ese agujero? —preguntó el Pájaro de la Noche, mientras pegaba una sacudida al trasgo.

El trasgo movió la cabeza; el guardabosque ejerció más presión.

—Me vas a decir… —empezó a exigir el guardabosque, pero Juraviel, echando una mirada por una pequeña ventana situada al lado de la puerta frontal del establo con vistas perfectas sobre el pueblo, lo interrumpió.

—Queda poco tiempo —explicó el elfo—. Los powris se están levantando.

—Por última vez —dijo el Pájaro de la Noche al trasgo—, ¿dónde está el agujero?

Pero el trasgo temía más a Kos-kosio Begulne que a lo que pudieran hacerle ellos dos. Se retorció y empezó a gritar; cuando el guardabosque le sujetó la boca con la mano, consiguió morderlo y se revolvió violentamente para escaparse. No obstante, no pudo librarse de la presión que ejercía Elbryan, así que trató de morderlo de nuevo y empezó a gritar otra vez, pese a lo sofocado que pudiera ser el ruido que emitía.

Un golpe bien propinado por la espada del tamaño de una daga de Juraviel acabó con el monstruo, que se derrumbó en el suelo y murió.

—¿Y ahora cómo encontraremos a Roger Descerrajador? —preguntó el Pájaro de la Noche.

—El trasgo no nos habría dicho nada más, aunque hubiera podido —repuso el elfo—. Sabía que lo iba a matar tan pronto como nos hubiera facilitado la información.

El guardabosque miró a su compañero con curiosidad.

—¿Y si le hubiéramos prometido su vida a cambio? —preguntó.

—En ese caso, habríamos mentido —repuso Juraviel en tono neutro—. No me hables de compasión cuando se trata de trasgos, Pájaro de la Noche. No toleraré que un trasgo siga con vida. Ni tú tampoco deberías, tú que viviste la masacre de Dundalis y todos los horrores que han sucedido desde entonces.

El Pájaro de la Noche miró al trasgo muerto. Juraviel tenía razón sobre aquella perversa raza, desde luego, aunque tan pronto como habían cogido prisionero al trasgo y le habían exigido información, las cosas parecían haber cambiado de alguna manera. Los trasgos eran seres horribles, malvados y despiadados. Vivían para destruir, y atacarían a cualquier humano —incluyendo… de modo especial, a los niños— siempre que creyeran que podían ganar la pelea. El guardabosque jamás se había sentido culpable por haberlos matado, pero si le hubiese dado a aquel su palabra de que si les daba información no lo mataría…

Era una cuestión complicada; pero que habría que aplazar para otra ocasión, pensó el guardabosque cuando se acercó a echar un vistazo por la ventana junto a la puerta. Juraviel no había estado perdiendo el tiempo; un nutrido grupo de powris y de otros monstruos pululaban por el pueblo, casi todos en dirección al norte. El guardabosque tuvo la diáfana impresión de que estaban buscando a alguien.

—¿Qué haces? —le preguntó al elfo cuando se dio la vuelta y lo vio afanarse en el establo para coger antorchas con sus soportes de pared.

Juraviel no se molestó en contestar. Utilizó una cuerda para afianzar los soportes de las antorchas a una tabla, puso la tabla atravesada en una viga y alineada con la ventana frontal situando las antorchas aproximadamente encima de una gruesa capa de heno.

—Una diversión para la salida —dedujo el guardabosque.

—Si es que salimos por aquí —añadió el elfo.

El Pájaro de la Noche se limitó a asentir y no insistió: confiaba en su amigo. Al cabo de un momento salieron por el mismo portal para el heno por el que habían entrado en el establo y luego cerraron los batientes con cuidado. Con mucha cautela se dirigieron al límite frontal del edificio e inspeccionaron en torno. Había muchos enemigos por allí, la mayoría powris, y casi todos llevaban antorchas encendidas.

—No es la más prometedora de las situaciones —comentó el guardabosque, pero descubrió un camino para acercarse al centro del pueblo. Entonces, utilizando el ojo de gato, abrió la marcha, avanzó hasta otro edificio y atajó por una callejuela estrecha entre aquel y el siguiente. Al doblar la esquina tropezaron con un powri.

Tempestad golpeó hacia abajo desde el hombro y produjo un corte profundo en el cuello de la criatura; la espada de Juraviel lo apuñaló por debajo de las costillas y con un movimiento ascendente le cortó la respiración. Pero, a pesar de los ataques coordinados y perfectos, el enano dio un grito sofocado antes de morir.

Los dos compañeros intercambiaron nerviosas miradas.

—Vamos, rápido —ordenó el elfo a su amigo.

A toda prisa, el guardabosque iba mirando más hacia abajo que hacia arriba en busca de alguna trampilla que pudiera delatar la presencia de una cava subterránea, mientras Juraviel iba de un lado a otro con objeto de detectar cualquier rastro de monstruos por las cercanías. Por esa razón el normalmente cauteloso Pájaro de la Noche se sorprendió al oír una voz por encima de su cabeza.

—¿Estás buscando algo? —preguntó aquella voz con despreocupación.

El guardabosque levantó la vista y levantó la espada, pero detuvo el movimiento bruscamente al darse cuenta de que no se trataba de un powri, ni de un trasgo, ni de un gigante, sino de un humano, un hombre escuálido y bajito acostado en un estrecho reborde sobre una puerta trasera. El guardabosque inspeccionó rápidamente su aspecto, observó la herida en la pierna, las costras y magulladuras de la cara y del brazo que era visible. A pesar de su obvio dolor y de la precariedad de su atalaya, el hombre parecía tranquilo y cómodo, con expresión de confianza y calma. Sólo podía haber dos respuestas a aquel enigma, y al guardabosque le pareció poco probable que pudiera haber algún humano aliado con los powris.

—Roger Descerrajador, supongo —dijo el Pájaro de la Noche con calma.

—Veo que mi reputación se ha extendido mucho —respondió el hombre.

—Debemos irnos —comentó un nervioso Juraviel, saliendo de entre las sombras. Al ver al elfo, Roger, cuyos ojos y boca se abrieron desmesuradamente, perdió el equilibrio y se cayó del reborde. Se estrellaba con violencia contra el suelo, pero el guardabosque estaba debajo de él, lo atrapó y le permitió aterrizar de pie suavemente.

—¿Qué es eso? —farfulló Roger.

—La respuesta puede esperar —replicó con severidad el guardabosque.

—Debemos darnos prisa —explicó Juraviel—; los monstruos están estrechando el cerco en torno a nosotros. Nos buscan puerta a puerta.

—No me habrían atrapado —dijo con total confianza Roger.

—Hay muchos powris —dijo el elfo—, con antorchas para iluminar la noche como si fuera de día.

—No me habrían atrapado —repitió Roger.

—Tienen gigantes para vigilar los tejados —añadió Juraviel.

—No me habrían atrapado —repitió por tercera vez el tozudo ladronzuelo, mientras chasqueaba los dedos en el aire.

Un ladrido hendió el aire de la noche.

—Y tienen perros —observó el guardabosque.

—¡Oh, no! —dijo Roger, deshinchándose con rapidez—. ¡Sacadme enseguida de este maldito lugar!

Los tres iniciaron el regreso callejuela abajo, pero resultó evidente que Roger no podía ir deprisa, pues bastante hacía con sostenerse. El Pájaro de la Noche acudió en su ayuda y el joven le pasó el brazo por encima del hombro para apoyarse en él.

—Encuéntrame un bastón para andar —pidió Roger.

El guardabosque sacudió la cabeza, al advertir que un bastón no serviría de mucha ayuda. De repente se agachó, tiró del brazo de Roger y se lo cargó a la espalda.

—Ve delante —le pidió a Juraviel—. Y a toda velocidad.

El elfo se precipitó hacia una esquina, inspeccionó en torno y echó a correr a toda prisa hasta el próximo edificio, y luego en línea recta hasta el siguiente. Oyeron un grito, la atronadora voz de un gigante, y, aunque no podían estar seguros de que el monstruo se refiriera a ellos, Juraviel y el guardabosque corrieron como locos. El elfo sobre la marcha colocó una flecha en el arco y, cuando estaban ya cerca del establo, aflojó el paso, apuntó y disparó; la flecha penetró por la ventana situada junto al portal y golpeó con fuerza en la tabla suelta que Juraviel había dispuesto allí de modo que las antorchas encendidas cayeron en el lecho de heno. Antes de que hubieran rebasado la esquina frontal del establo, la luz en el interior había aumentado sensiblemente. Y antes de que hubieran llegado al otro lado, corriendo a lo largo de la cerca de la granja, las llamas emergían a través de la ventana frontal y a través de las hendiduras del tejado del establo.

Dejaron atrás la granja y se internaron en el bosque; el guardabosque iba ahora en cabeza y corría tanto como podía a pesar del hombre que llevaba a la espalda. Hasta ellos llegaba el violento tumulto de Caer Tinella: powris, trasgos y gigantes corrían de un lado a otro y proferían órdenes pidiendo agua, mientras otros se dedicaban a buscar al humano fugitivo. Poco después oyeron los agudos ladridos de varios sabuesos que se acercaban siguiéndoles la pista.

—Corre directamente hacia donde están los demás —le ordenó Juraviel—. Os liberaré de esos importunos perros.

—No es tan fácil —farfulló Roger mientras se balanceaba de un lado a otro.

—No lo es para quien no tenga alas —replicó el elfo con un guiño, aunque el equilibrio de Roger era demasiado precario para que pudiera advertirlo.

Juraviel volvió sobre sus pasos, y el guardabosque continuó corriendo y desapareció en la noche del bosque. El elfo esperó un momento, calculando la velocidad de su amigo y el sonido de los perros que se acercaban. Escogió un alto y recio roble con poca maleza en torno. Dio algunas vueltas alrededor para conseguir que el olor fuera penetrante y entonces con ayuda de las alas se subió a la rama más baja; mientras se elevaba, impregnó con su olor la corteza del árbol. Luego ascendió hasta una nueva atalaya, y luego hasta otra más alta todavía; estaba a mitad del recorrido cuando el perro que iba en cabeza llegó al pie del árbol. Olfateó y gimió; luego apoyó las patas delanteras contra el tronco y ladró con gran excitación.

Juraviel le gritó, se burló de él y para más seguridad clavó una flecha en el suelo justo al lado del sabueso.

Luego llegaron más perros y se pusieron a husmear y a dar vueltas en torno al árbol, advertidos por los ladridos del primero.

El elfo se encaramó hasta lo más alto del árbol, hasta alcanzar las ramas que apenas soportaban el peso liviano de su cuerpo. Se detuvo un momento para poder observar; las cimas oscuras de los árboles se extendían a lo largo y a lo ancho delante de él. Y entonces, convencido de que los sabuesos se quedarían aullando ante el árbol impregnado con su olor, Juraviel dejó que sus alas lo transportaran hasta un árbol lejano: fue un vuelo largo para un elfo. Pero, tan pronto como alcanzó aquella atalaya, advirtió que no podía detenerse para descansar y emprendió otra vez el vuelo hasta el siguiente árbol en línea recta; y así sucesivamente hasta que los gritos de los perros quedaron muy atrás. Entonces bajó, pues necesitaba dar un descanso a sus alas y echó a correr con pies ligeros en la oscuridad del bosque.

Más tarde, desde el límite del campamento humano, Juraviel comprobó que Elbryan y Roger habían llegado sanos y salvos. Muchos se habían reunido en torno a ambos, a pesar de lo tardío de la hora, para escuchar el relato del rescate, o de la fuga, según decía Roger. Satisfecho con el perfecto desarrollo de aquella misión, Juraviel se internó en las profundidades del bosque hasta las gruesas y suaves ramas de un pino y se instaló allí para pasar la noche.

Se sorprendió cuando se despertó antes del amanecer y vio que tanto Elbryan como Pony ya se habían levantado y se habían marchado del campamento.

El elfo sonrió pensando que necesitaban estar algún tiempo los dos solos: una tregua para los amantes.

No estaba lejos de la verdad, ya que aquella mañana Elbryan y Pony mantenían una relación íntima… pero no la que Juraviel imaginaba. Estaban en un claro secreto, realizando la bi’nelle dasada.

Aquella mañana, y todas las mañanas a partir de entonces, y siempre que ejecutaban la danza, Pony lograba seguir los movimientos del Pájaro de la Noche con mayor precisión. Sabía que tardaría años en alcanzar su nivel de perfección, si es que alguna vez lo conseguía; pero estaba animada, pues cada día traía alguna mejora, cada día su estocada era un poco más rápida y profunda, y su puntería un poco más afinada.

Mientras transcurrían los días, el guardabosque notó un cambio en la danza, sutil pero evidente. Al principio le preocupaba que al tomar a Pony bajo su guía pudiera estar haciendo mal uso de un don muy especial de los Touel’alfar; pero luego se dio cuenta de que enseñar a Pony, lejos de ser no deseable, era algo maravilloso. Pues cada día, él y su compañera ganaban en armonía recíproca, cada uno percibía los movimientos del otro y aprendía a complementar y a saludar todos los ejercicios con el apoyo adecuado.

Por supuesto su danza era hermosa: una participación conjunta de corazón y de alma, y, por encima de todo, de confianza.