10

El lugar más sagrado

El terreno se volvió más difícil al mediodía de la jornada que siguió a la batalla en el valle. Maese Jojonah trató de mantener alta la moral de sus camaradas recordándoles su bravura y el sufrimiento que habían evitado con su intervención. Pero los monjes estaban cansados por sus esfuerzos nocturnos, en particular por la utilización adicional de la magia; dado lo abrupto del terreno, la magia, ese día, habría demostrado ser de gran ayuda.

Sin embargo, ni Jojonah ni el hermano Francis quisieron ceder en el uso de las gemas de cuarzo para explorar. Exhaustos como estaban, los monjes no podían permitirse ningún descuido en la vigilancia, sobre todo en una región tan salvaje. Maese Jojonah dio por finalizada la cabalgada antes de la puesta de sol e indicó a los hermanos que trataran de dormir largo y tendido, con objeto de recuperar fuerzas para poder reemprender la dura marcha con más vigor al día siguiente.

—Habríamos tenido energía para viajar hasta mucho más tarde —dijo incisivamente el hermano Francis al padre, como siempre, plantándose al lado de Jojonah como si lo vigilara con recelo—, si no nos hubiésemos implicado en un asunto que no era de nuestra incumbencia.

—Me parece que te divertiste con la derrota del ejército de los monstruos como cualquier otro, hermano —respondió el padre—. ¿Cómo puedes dudar de la justeza de tus actos?

—No negaré el placer que me produce la destrucción de los enemigos de mi Dios —replicó el hermano Francis.

Aquella afirmación rimbombante hizo arquear las cejas a maese Jojonah.

—Pero —continuó el hermano Francis antes de que el gordo monje pudiera responder—, sé bien lo que el padre abad Markwart ordenó.

—¿Y eso es lo único a tener en cuenta?

—Sí.

Maese Jojonah gruñó en silencio ante la fe ciega del hermano, una falta muy frecuente en la orden abellicana en aquellos tiempos, una falta que también él había cometido durante muchos años. Maese Jojonah, al igual que todos los demás padres e inmaculados de Saint Mere Abelle, había sabido que el barco fletado para transportar a los hermanos a la isla de Pimaninicuit nunca saldría del puerto de la bahía de Todos los Santos y que matarían a toda su tripulación. Al igual que todos los demás, excepto Avelyn Desbris, Jojonah había aceptado aquel terrible desenlace como el menor de dos males, ya que los monjes simplemente no podían permitir que nadie que conociera la ubicación de Pimaninicuit pudiera zarpar libremente. También supo Jojonah que habían dejado morir al hermano Pellimar a causa de la infección de una herida que sufrió en el viaje a la isla —aunque un buen trabajo de los monjes más veteranos con la piedra del alma seguramente lo habría salvado—, porque el hombre no pudo mantener cerrada la boca en relación con tan importante viaje. Pero también en aquel momento sacrificar a Pellimar le había parecido a Jojonah el menor de dos males.

Al reflexionar sobre su propia decisión, maese Jojonah no podía culpar del todo al celoso hermano Francis.

—Salvamos a muchas familias anoche —le recordó—. Y por esta razón no puedo lamentarlo. Nuestra misión no se ha visto afectada.

—Perdone, maese Jojonah —pronunció una voz desde un lado del carruaje.

Los dos hombres se volvieron para ver a tres jóvenes monjes, entre los cuales estaba el hermano Dellman, que se aproximaban con cautela.

—He detectado a alguien en la zona —explicó el hermano Dellman—. No es un trasgo, ni un monstruo en absoluto —añadió en seguida el joven monje, percibiendo la súbita y frenética reacción del padre—. Se trata de un hombre que sigue todos nuestros movimientos.

Maese Jojonah se sentó de nuevo, no demasiado preocupado y, en aquel momento, más interesado en examinar al joven que le había dado la noticia. El hermano Dellman se excedía en sus esfuerzos para ser útil en todo momento y trabajaba más duro que nadie de la caravana. A Jojonah le complacía el potencial que leía en los ojos del joven, en su actitud idealista.

—¿Un hombre? —repitió el hermano Francis, al ver que maese Jojonah parecía que no iba a responder—. ¿De la Iglesia? ¿De Palmaris? ¿Del pueblo? —espetó impaciente. También Francis se había dado cuenta del laborioso celo de Dellman, pero no estaba seguro de sus motivos—. ¿Quién es y de dónde viene?

—Obviamente, se trata de un alpinadorano —respondió el hermano Dellman—. Un hombre enorme, con el pelo largo y muy rubio.

—Será de la aldea, sin duda —dijo el hermano Francis con expresión malhumorada dedicada especialmente a Jojonah—. Espero que maese Jojonah se digne decirnos algo al respecto —añadió con brusquedad.

—Es un hombre, sólo un hombre —arguyó el monje—; probablemente, trata de averiguar quiénes somos y por qué hemos salvado su aldea. Lo despediremos y asunto acabado.

—¿Y si es un observador? —preguntó el hermano Francis—. ¿Un espía enviado para desvelar nuestros puntos débiles? Alpinador nunca se ha proclamado aliado de la Iglesia abellicana. ¿Necesito recordarte la tragedia de Fuldebarrow?

—No necesitas recordarme nada —replicó maese Jojonah duramente, pero la observación del hermano Francis era oportuna. Fuldebarrow era un pueblo alpinadorano, mayor que el de la otra noche, donde la Iglesia, la abadía de Saint Precious de Palmaris, había intentado establecer una misión. Todo había ido bien durante casi un año, pero entonces, al parecer, los misioneros abellicanos habían dicho o hecho algo que había ofendido a los nativos alpinadoranos, probablemente algún insulto a la representación de la divinidad de los norteños. No se encontró a ninguno de los monjes… físicamente por lo menos. Saint Precious se dirigió a Saint Mere Abelle para recabar ayuda en la investigación; valiéndose del poder mágico de las piedras del alma para localizar a los espíritus de los muertos, los padres de la abadía mayor descubrieron que los misioneros habían sido brutalmente ejecutados.

Pero aquel incidente ocurrió hacía casi cien años, y el envío de misioneros a territorios paganos era siempre una empresa peligrosa.

—Librémonos de este espía con eficacia —dijo el hermano Francis, levantándose—. Haré…

—No harás nada —le interrumpió maese Jojonah.

El hermano Francis se puso rígido como si le hubieran pegado.

—Es curioso que no pudiera establecer contacto con el padre abad Markwart antes de la batalla en aquel pueblo —comentó, mirando con malicia hacia Jojonah—. La distancia se supone que es un obstáculo insignificante para la hematites.

—Tal vez no eres tan experto con las piedras como crees —dijo secamente maese Jojonah.

Ambos, sin embargo, sabían que no era esa la causa. Ambos sabían que maese Jojonah, que disponía de una pequeña pero efectiva piedra solar, la piedra de la antimagia, había interferido el intento del hermano Francis de convencer al padre abad contra el proyecto de defender de los monstruos al pueblo alpinadorano.

—En ese caso, ¿qué vamos a hacer con esa molesta sombra? —preguntó Francis.

—¿Qué se puede hacer? —fue todo lo que pudo contestar maese Jojonah.

—Sabe cosas sobre nosotros, y por lo tanto constituye una amenaza —urgió el hermano Francis—. Si, como creo, es un espía, probablemente enviará contra nosotros una poderosa fuerza; si ahora dejamos que escape con vida, luego ese acto no parecerá en exceso misericordioso cuando consideremos las docenas de hombres que pagarán con su vida nuestra generosidad —hizo una pausa, y a Jojonah le pareció que disfrutaba con aquella posibilidad, como si se hubiera convencido a sí mismo de que sería mejor dejar al hombre con vida.

No obstante, se trataba de una idea pasajera.

—Pero aunque no se trate de un espía —prosiguió el fiero monje—, sigue siendo una amenaza. Supongamos que los powris lo capturan. ¿Dudas acaso que les dará información sobre nosotros con la vana esperanza de que los monstruos le perdonen la vida?

Maese Jojonah miró a los tres monjes jóvenes, todos ellos con expresiones asustadas ante la creciente tensión del debate.

—Tal vez sería preferible que os marcharais —les pidió el padre—. Y a ti, hermano Dellman, te felicito. Vuelve a las gemas; usa la piedra del alma para observar más de cerca a nuestro huésped no invitado.

—Ni invitado ni deseado —dijo el hermano Francis en voz baja mientras los tres monjes más jóvenes se iban y se cruzaban con el hermano Braumin Herde, que iba a reunirse con Francis y Jojonah.

—No subestimemos a los alpinadoranos —comentó el hermano Braumin mientras llegaba—. De no ser por la piedra del alma, no nos habríamos dado cuenta de que estaba observando nuestro más mínimo movimiento; ahora mismo, mientras os hablo, está a menos de cincuenta metros de nuestro campamento.

—Los espías son diestros en tales técnicas —observó el hermano Francis, y provocó agrias expresiones tanto en Jojonah como en Braumin.

—¿Qué crees tú? —preguntó maese Jojonah a Braumin.

—Diría que es del pueblo —respondió el inmaculado—, aunque doy a este hecho un significado menos siniestro que mi hermano.

—Nuestra misión es demasiado vital para nosotros como para bajar la guardia —arguyó Francis.

—Por supuesto, lo es —asintió maese Jojonah. Fijó su vista en el hermano Braumin—. Apodérate del hombre —le ordenó—. Convéncele de que debe irse y, si no puedes, utiliza tu poder para enviar su cuerpo físico lejos, muy lejos de aquí. Que recupere de nuevo conciencia de su físico en las profundidades de las Tierras Boscosas, demasiado exhausto para volver en bastante tiempo.

El hermano Braumin se inclinó y se dispuso a irse, contrariado por la perspectiva de la posesión, pero aliviado porque el hermano Francis no se había salido con la suya. No había recorrido tantos kilómetros para participar en el asesinato de un ser humano.

En primer lugar, el hermano Braumin se reunió con Dellman y le ordenó que pasara la voz de que debía cesar cualquier actividad relacionada con el cuarzo, y que Dellman debía renunciar a su búsqueda con la piedra del alma; ¡la posesión ya era bastante compleja sin la perspectiva de otro espíritu salido de un cuerpo pululando por allí! Entonces Braumin se fue a su carruaje y empezó a prepararse.

Andacanavar se agachó entre la maleza; creía que estaba demasiado bien escondido como para que los monjes de las proximidades pudieran localizarlo. Visualmente, por lo menos, pues el guardabosque no tenía experiencia con la magia, aparte de la de los Touel’alfar, y no conocía el poder de las piedras del anillo.

Pero Andacanavar era, en grado extremo, sensible al entorno, y por supuesto percibió una presencia a su alrededor, una presencia intangible, la sensación de que estaba siendo observado.

¡Qué intensa llegó a ser esa sensación cuando el espíritu del hermano Braumin se puso junto al guardabosque, cuando el espíritu del hermano Braumin trató de penetrar en él!

Andacanavar miró por todas partes; sus ojos escudriñaron todas las sombras, todos los posibles escondrijos. Sabía que no estaba solo, pero ninguno de sus sentidos físicos le indicaba nada.

Nada.

La intrusión progresó; el guardabosque estuvo a punto de gritar, a pesar de no tener ningún motivo físico para alarmarse. Aquel íntimo estallido le sorprendió y le llevó a la horripilante e inapelable conclusión de que alguna otra voluntad estaba forzando la suya.

Andacanavar había participado en las reuniones comunitarias de los Touel’alfar, en las que se juntaban todos los elfos en una única armonía. Aquello había sido algo hermoso, una participación mental, compartida, la más íntima de las experiencias. Pero esto…

Otra vez el guardabosque estuvo a punto de gritar, pero se reprimió al comprender que probablemente la voluntad del intruso quería que gritara y se rindiera.

El guardabosque exploró su interior, en busca de algo tangible, algo identificable. Recordó la canción comunitaria de los elfos: un centenar de voces unidas en una sola, un centenar de espíritus fusionados armónicamente. Pero esto…

Esto era una violación.

El guardabosque se tendió en tierra, gruñendo en voz baja, defendiéndose de la única manera que se le ocurrió. Levantó un muro de absoluta rabia, una barrera roja que repelía toda acción. Andacanavar controló perfectamente su voluntad a todos los niveles. Utilizó la disciplina de la bi’nelle dasada, la danza de la espada, que había aprendido en sus años de adiestramiento en Caer’alfar. Y gracias a esa firme determinación, a esa absoluta fuerza de voluntad, identificó a su enemigo espiritual y localizó la voluntad invasora. En su mente Andacanavar dibujó un esquema: el mapa de su propio proceso pensante, y mentalmente puso una señal que identificara al enemigo en cuanto intentara acceder por una senda de ese mapa.

El enemigo, la voluntad del hermano Braumin, no tardó en mostrarse con toda claridad, y entonces de forma súbita él y el monje se encontraron en igualdad de condiciones, en una abierta batalla de voluntades, sin que el efecto sorpresa aportara ya ninguna ventaja. El hermano Braumin, disciplinado y diestro con las piedras, luchó bien, pero el guardabosque era, con mucho, el más fuerte de los dos, y el monje no tardó en ser rechazado y obligado a replegarse.

Andacanavar se asustó realmente a causa de esa extraña experiencia y de esa magia desconocida pero, haciendo honor a su proverbial coraje, no desperdició aquella oportunidad. Encontró un canal, una vía de acceso dejada abierta por el espíritu saliente; envió hacia allí sus pensamientos y se elevó liberado de su cuerpo.

No tardó en llegar al campamento de los monjes; enseguida se encontró en uno de los carruajes. Allí estaba sentado el causante de la intrusión, un hombre, un monje de unos veinte inviernos, sentado con las piernas cruzadas, sumido en profunda meditación.

Sin vacilar, Andacanavar avanzó por aquella vía de acceso mental, siguió al espíritu que regresaba al cuerpo del monje y reanudó la pelea. Ahora el campo de batalla era más difícil, un terreno mucho más familiar para su enemigo, pero el guardabosque se esforzó y concentró su voluntad. Sólo un pensamiento le frenaba y aún de modo temporal: si lograba dominar aquel cuerpo, ¿dejaría el suyo abierto a otras intrusiones?

El guardabosque no tenía manera de averiguarlo, y poco faltó para que aquella vacilación terminara con sus esfuerzos.

Pero entonces utilizó la misma determinación que le había permitido resistir todos aquellos años y todas las dificultades de las implacables tierras de Alpinador; Andacanavar multiplicó sus esfuerzos, se dirigió con decisión al interior de la mente del monje, lo empujó hacia afuera doquiera que lo encontró, lo empujó una y otra vez, robándole todas las vías de acceso, todos los rincones, todas las esperanzas y todos los temores.

No era una sensación agradable, era demasiado extraño e inquietante, y para el honrado guardabosque era sencillamente algo ilícito. A pesar de los razonamientos que se hacía en el sentido de que había estado protegiendo su propia alma y de que estaba cumpliendo con su deber respecto a los compañeros alpinadoranos, Andacanavar no podía liberarse por completo de un sentimiento de culpa. La posesión del cuerpo de otro, cualesquiera que fueran las razones, entraba en profundo conflicto con el sentido del bien y el mal del guardabosque.

Pero perseveró y encontró cierto consuelo en la pequeña y suave piedra gris que sostenía en su desconocida mano. Advirtió que la piedra era el canal de comunicación, la vía de acceso entre los espíritus, y, con ella en su poder tanto física como espiritualmente, estaba seguro de que la puerta de acceso a su propia forma corporal permanecería cerrada a todo el mundo. Se fue adaptando al nuevo soporte corporal; se dirigió a la parte posterior del carruaje y observó el campamento, mientras trataba de escuchar con sumo cuidado cualquier conversación. Permaneció así algún tiempo, fue saludado y devolvió el saludo a muchos otros monjes… y se alegró sinceramente de que los elfos se hubieran tomado la molestia de enseñarle la lengua de Honce el Oso. Luego, al sentirse más seguro, se atrevió a salir del carruaje y a pasearse entre los extranjeros.

No le costó ningún esfuerzo determinar la jerarquía; al parecer, se basaba en la edad, y Andacanavar siempre había tenido facilidad para adivinar la edad de los demás. Con esas impresiones y la manera respetuosa con la que los demás lo saludaban, confirmó su opinión de que estaba en el cuerpo de una persona de alto prestigio entre los monjes.

—Maese Jojonah desea hablar contigo —le indicó un joven y otro se lo confirmó poco después, pero por supuesto Andacanavar no tenía manera de averiguar quién podía ser aquel misterioso maese Jojonah. Así que continuó pululando por el campamento recogiendo cuanta información pudo. No tardó en darse cuenta de que lo seguían, no un ser corpóreo, sino el espíritu desplazado. En efecto, una y otra vez el espíritu desplazado trataba de regresar a su cuerpo y, aunque rechazaba sus asaltos, Andacanavar comprendió que se estaba debilitando y que no sería capaz de aguantar mucho rato.

Divisó a un hombre de mucha más edad y supuso que se trataba del líder del grupo, quizás aquel de quien le habían hablado. Junto a él, con expresión enojada, había otro monje de edad similar a la del hombre cuyo cuerpo estaba ocupando él.

—¿Ya has acabado? —le preguntó maese Jojonah, acercándose.

—Sí, maese Jojonah —respondió Andacanavar respetuosamente, esperando que tanto el tono como la suposición acerca de su identidad fueran correctos.

—¿Y ya nos hemos librado del espía? —inquirió el otro monje con aspereza.

Andacanavar reprimió las ganas de darle un puñetazo en la cara. Sostuvo su mirada, ignorando adrede la pregunta con la esperanza de que ambos le proporcionaran más información.

—¿Hermano Braumin? —dijo maese Jojonah—. ¿Se ha ido el alpinadorano?

—¿Qué querías que hiciera? —preguntó Andacanavar con expresión severa, dirigiendo su ira hacia el más joven de los dos, pues le pareció evidente que aquel hombre y el que él había poseído no estaban en buenas relaciones.

—Lo que yo hubiera querido es irrelevante —contestó el hermano Francis, lanzando de soslayo una reveladora mirada a maese Jojonah.

—Dado que no has tenido tiempo suficiente para alejar lo necesario al alpinadorano, supongo que lo has sugestionado de forma convincente para que se vaya —dijo en tono apacible maese Jojonah.

—Tal vez deberíamos haberlo invitado —osó responder Andacanavar—. Sin duda conoce la estructura del terreno, y quizá podría habernos servido de guía —el guardabosque miró al hermano Francis mientras hablaba y advirtió un cierto recelo, pues puso cara de sorpresa e incluso de horror.

—Consideré esa alternativa —admitió maese Jojonah, ignorando la rabia creciente de su exaltado compañero—; pero debemos actuar de acuerdo con lo decretado por el padre abad.

El hermano Francis soltó un bufido.

—Si lo trajéramos aquí, haría preguntas —prosiguió maese Jojonah, ignorando a Francis de tal forma que Andacanavar dedujo que el monje de más edad estaba muy acostumbrado a las impertinencias del monje más joven.

—Preguntas que nosotros no podríamos responder —continuó Jojonah—. Tenemos que cruzar Alpinador rápidamente y es preferible no involucrar a ningún norteño en nuestra expedición. Es preferible también no reabrir viejas heridas entre nuestra Iglesia y los nativos.

Andacanavar no insistió sobre el asunto, aunque desde luego ya se había dado cuenta de que la presencia de aquel poderoso contingente no respondía a hostilidad alguna contra Alpinador.

—Vuelve y averigua qué hace nuestro amigo explorador —le ordenó maese Jojonah—, y comprueba que ha seguido tu sugerencia.

—Ya lo haré yo —interrumpió el hermano Francis.

El guardabosque reprimió prudentemente su primera reacción, ya que su respuesta habría sido demasiado enérgica e insistente, e incluso desesperada. Aquel día no tenía ganas de pelear otra vez con ningún otro espíritu.

—Padre, soy perfectamente capaz de terminar la tarea que me ha sido asignada —dijo.

La expresión del otro monje le hizo ver su desliz; se dio cuenta de que aquel tratamiento estaba reservado solamente para el hombre de más edad. El hermano Francis pasó de estar enojado a recelar y a mostrarse incrédulo; con el ceño fruncido, clavó su vista en el guardabosque metido dentro del cuerpo del monje. Andacanavar trató de corregir su metedura de pata volviéndose enseguida hacia el monje anciano, el verdadero padre, pero comprobó que Jojonah tenía el mismo aire de sospecha.

—Te ruego que me des la piedra, hermano —le ordenó Jojonah.

Andacanavar vaciló, al considerar las consecuencias. ¿Podría regresar a su propio cuerpo sin aquella piedra? ¿Descubriría el padre con ella su argucia?

Como si percibiera la repentina vacilación del guardabosque, el espíritu sacado de su cuerpo aprovechó la oportunidad para atacar otra vez.

El guardabosque se dio cuenta de que había llegado el momento de huir.

Maese Jojonah y el hermano Francis se abalanzaron para atrapar el cuerpo del vacilante hermano Braumin, cuyos ojos parpadeaban y cuyas piernas se doblaban. El hermano Francis se echó sobre la hematites y se la arrebató.

Pero el espíritu de Andacanavar no tuvo problemas para localizar el cuerpo del guardabosque y entrar de nuevo en él. Se incorporó y echó a andar casi inmediatamente, aunque se preguntó dónde podría esconderse para no ser descubierto por los agudos ojos espirituales.

De regreso en el campamento, el hermano Braumin trató de calmarse y se inclinó con las manos en las rodillas, esforzándose por recuperar el aliento.

—¿Qué sucedió? —preguntó maese Jojonah.

—¿Cómo pudiste fallar ante alguien que no ha sido nunca adiestrado…? —empezó a preguntar el hermano Francis, pero Jojonah lo interrumpió bruscamente con una mirada.

—Fuerte —comentó el hermano Braumin entre jadeos—. Ese tipo, ese alpinadorano, tiene una fuerza de voluntad enorme y una mente muy ágil.

—Qué otra cosa puedes decir —replicó secamente el hermano Francis.

—Ve tú mismo con la piedra del alma —le espetó el hermano Braumin—; no te iría mal para practicar la humildad.

—¡Basta ya! —exigió maese Jojonah, pero bajó la voz al advertir que otros muchos se añadían al grupo—. ¿Qué pudiste averiguar? —preguntó a Braumin.

El joven monje se encogió de hombros.

—Él averiguó cosas sobre mí, me temo, pero no al revés.

—Maravilloso —comentó Francis con sarcasmo.

—¿Qué descubrió? —preguntó maese Jojonah.

De nuevo el hermano Braumin se limitó a encogerse de hombros.

—Preparad los caballos —ordenó maese Jojonah—. Tenemos que alejarnos de este lugar.

—Encontraré al espía —se ofreció Francis.

—Lo buscaremos juntos —corrigió Jojonah—. Si ese hombre derrotó al hermano Braumin, no te hagas ilusiones de estar a su altura.

El hermano Francis estaba furioso y trató de encontrar una réplica adecuada. Se volvió, como si fuera a marcharse.

—¿Colaborarás en la búsqueda? —preguntó bruscamente maese Jojonah.

—No creo que haga falta —pronunció una resonante voz, y todos los monjes se volvieron como un solo hombre y vieron al gigantesco alpinadorano que irrumpía confiadamente en el campamento, pasando a través del anillo de carruajes sin ni tan sólo mirar de soslayo a los monjes que montaban guardia.

—Hoy no estoy de humor para más duelos espirituales; vamos a hablar abierta y llanamente, como hombres.

Maese Jojonah intercambió miradas incrédulas con el hermano Francis, pero cuando se volvieron hacia el hermano Braumin, el único que realmente había establecido contacto con el guardabosque, vieron que no se había sorprendido y que no parecía demasiado contento.

—Es un hombre de honor —dijo maese Jojonah con cierta confianza—. ¿Estás de acuerdo?

El hermano Braumin estaba demasiado preocupado para contestar. Había bloqueado miradas del alpinadorano y ambos compartían un odio poco menos que primario. Habían luchado íntimamente y se habían visto uno a otro el alma desnuda y llena de odio. Para Andacanavar, aquel hombre había tratado de violarlo; para el hermano Braumin aquel hombre le había demostrado que era más poderoso de un modo tan personal que lo llenaba de vergüenza.

Permanecieron un buen rato mirándose el uno al otro, rodeados por todos los demás; incluso el hermano Francis respetó ese momento, intuyendo que era necesario.

Luego, el hermano Braumin se sobrepuso a la confusión y se recordó a sí mismo que aquel hombre, después de todo, se había limitado a defenderse. Gradualmente, la expresión del monje se fue suavizando y acabó por hacer una leve inclinación de cabeza.

—Mi intento de convencerte parecía el modo más seguro —se disculpó—. Sobre todo para vosotros.

—Creo que una horda de gigantes es menos peligrosa que lo que tú tratabas de hacerme —repuso Andacanavar, pero también él hizo una inclinación de cabeza, un gesto de perdón, y dirigió su atención hacia maese Jojonah.

—Mi nombre es Andacanavar —dijo—, y mi tierra está bajo vuestras botas; mis títulos son muchos, pero para lo que hace al caso, podéis pensar que soy el protector de Alpinador.

—Un título pomposo —observó el hermano Francis.

El guardabosque ignoró el comentario. Era curioso que el otro joven monje, a pesar de que había intentado robar su cuerpo, le caía bien, y ciertamente lo respetaba más que a ese.

—No soy ningún espía —empezó a decir—, pues no hay nada siniestro en mis intenciones. Os he seguido desde el valle ya que he constatado vuestra fuerza y no podía permitir que pasarais libremente por mi país. Un poder semejante al que habéis mostrado podría acarrearle desastres a mi gente.

—No somos enemigos de Alpinador —replicó maese Jojonah.

—Eso he descubierto —dijo Andacanavar—. Y por esa razón he venido hasta aquí abiertamente, caminando hasta vuestro campamento como un amigo, quizás como un aliado, con mi arma a la espalda.

—No hemos pedido ayuda —comentó el hermano Francis en tono severo, recibiendo una mirada feroz de maese Jojonah.

—Soy maese Jojonah —se apresuró a interrumpirlo el anciano monje, queriendo frenar al conflictivo Francis—, de Saint Mere Abelle.

—Conozco vuestra casa —dijo el guardabosque—, una gran fortaleza, por lo que cuentan las historias.

—Las historias no mienten —dijo severamente el hermano Francis—, y todos los presentes estamos bien adiestrados en las artes marciales.

—Como tú digas —concedió el guardabosque, dirigiendo de nuevo su atención a maese Jojonah, quien parecía, con mucho, el hombre más razonable—; ya sabéis que he venido aquí, entre vosotros, utilizando su cuerpo —explicó—; y al hacerlo, he aprendido que queréis atravesar mi país. Podría ayudaros en esa empresa. Nadie conoce el camino mejor que Andacanavar.

—¿Andacanavar, el humilde? —comentó Francis—. ¿Lo citas como otro de tus títulos?

—Quizás estás prodigando insultos con demasiada ligereza —replicó el guardabosque—. Tal vez te convendría tener cuidado, o de lo contrario alguien podría arrancarte esos labios.

Demasiado orgulloso para soportar semejante amenaza, el hermano Francis endureció la mirada y dio una temeraria zancada hacia adelante.

El guardabosque se movió como una exhalación, con tal rapidez que ninguno de los monjes tuvo siquiera tiempo de gritar. Sacó un hacha del cinto y se inclinó hacia un lado para poder lanzarla con un movimiento solapado. El hacha giró sobre sí misma volando por entre las piernas del sobrecogido hermano Francis y después se elevó para clavarse profundamente en el costado de un carruaje situado a unos siete metros detrás de Francis.

El asombrado monje, todos los monjes, se dieron la vuelta para ver el blanco, y luego volvieron a darse la vuelta hacia Andacanavar, todos ellos con una expresión del mayor respeto.

—Podría haberla lanzado un poquito más arriba —dijo el guardabosque con un guiño—, y en ese caso tu voz habría sonado un poquito más aguda.

El hermano Francis consiguió reprimir un temblor de rabia y miedo, pero su palidez revelaba sus verdaderas emociones.

—Calma, hermano Francis —le reprendió maese Jojonah de forma inequívoca.

Francis miró al anciano y respondió a la sonrisa maliciosa de Andacanavar con una mirada de cólera. Entonces se dominó, simulando una rabia frustrada, aunque en realidad —y todos lo adivinaron— se alegró de que maese Jojonah hubiese intervenido.

—Ya lo veis; yo también tengo una cierta experiencia en lo que vosotros llamáis artes marciales —explicó el guardabosque—, pero confío poder reservar mis habilidades para powris, gigantes y similares. Vuestra Iglesia y mi gente no han sido amigos (y no veo ninguna razón para que esto vaya a cambiar ahora), pero si vuestros enemigos son powris, podéis contar a Andacanavar entre vuestros aliados. Si queréis mi ayuda, sabed que os llevaré a través de mis tierras por los caminos más rápidos y seguros. Si no queréis mi ayuda, decídmelo ahora y me iré —dirigió una maliciosa mirada al hermano Braumin, y soltó una risita mientras acababa—; y sabed que puedo ir lejos, muy lejos, sin necesidad de la ayuda de ninguno de vosotros.

El joven monje se ruborizó intensamente.

Maese Jojonah miró a sus dos compañeros y, previsiblemente, le llegaron dos silenciosos mensajes de distinta naturaleza. Se volvió hacia el enorme extranjero, sabiendo que en última instancia era él quien tenía que tomar la decisión.

—No estoy autorizado a revelarte nuestro destino —explicó.

—¿Quién lo pregunta? —repuso un sonriente Andacanavar—. Vais en dirección norte y oeste, con la intención de salir de mi tierra; si tenéis previsto seguir esa dirección, puedo mostraros el camino más fácil y más rápido.

—¿Y si no quisiéramos seguir esa dirección? —indicó el hermano Francis. Miró con fiereza a maese Jojonah mientras hablaba, dejando clara su posición respecto al extranjero.

—Oh, pero sí queréis —replicó el guardabosque sin perder la sonrisa—. Os dirigís a Barbacan, a la montaña Aida, según mis suposiciones.

Drásticamente disciplinados, ninguno de los tres monjes que estaban ante el guardabosque dio pista alguna de que había acertado, pero las expresiones boquiabiertas de muchos de los monjes más jóvenes confirmaron las sospechas de Andacanavar.

—¿Es lo único que supones? —preguntó con calma maese Jojonah, imaginando que aquel hombre debía de haberlo oído cuando estuvo en el cuerpo de Braumin. El anciano monje comprendió que Andacanavar se había convertido en una persona más peligrosa, y lo lamentó, pues temía que podría verse obligado a dejar vía libre al hermano Francis para matarlo—. ¿Y es sólo una suposición?

—Es una deducción que he hecho —clarificó Andacanavar—. Si tratáis de atacar a los monstruos que asaltan vuestras tierras por la retaguardia, estáis demasiado al norte y al este. Deberíais haber vuelto hacia el oeste antes incluso de pisar tierras de Alpinador. Pero no es posible que hayáis cometido semejante error, no con las piedras mágicas que os guían. Y por consiguiente, os dirigís hacia Barbacan, es obvio. Buscáis información sobre la explosión que tuvo lugar allí, sobre las grandes nubes de humo gris que cubrieron la tierra durante más de una semana y que incluso llegaron a depositar algunas cenizas en mi propio país.

Los temores de Jojonah dieron lugar enseguida a la curiosidad.

—¿Entonces, realmente se trató de una explosión? —preguntó de repente, a pesar de que temía dar demasiadas pistas.

Poco faltó para que el hermano Francis se atragantara.

—¡Oh, pero si fue la mayor explosión del mundo desde que yo estoy en él! —confirmó el guardabosque—. El suelo tembló bajo mis pies, a pesar de que me encontraba a cientos de kilómetros de distancia. Y se levantó una montaña de nubes formada por los escombros de la montaña entera al volar por los aires.

Maese Jojonah asimiló aquella confirmación, y luego se encontró ante un terrible dilema. Las normas del padre abad Markwart al respecto eran bastante claras, pero Jojonah sabía en el fondo de su corazón que aquel hombre no era un enemigo y que incluso podría serles de gran ayuda. El padre miró a los monjes reunidos a su alrededor —ya que todos ellos se habían agrupado allí en aquel momento— y al fin fijó la mirada en el hermano Francis, el cual, por supuesto, iba a ser el hueso más difícil de roer.

—He visto el interior de su corazón —indicó el hermano Braumin después de un silencio largo e incómodo.

—Demasiado, para mi gusto —observó el guardabosque secamente.

—Y también para el mío —replicó el monje, esbozando una ligera sonrisa. Se volvió hacia Jojonah y, dejando a un lado la turbación que sentía ante aquel hombre, una sensación que sabía que era injustificada, dijo—: Dejemos que nos guíe a través de Alpinador.

—¡Sabe demasiado! —protestó el hermano Francis.

—¡Más que nosotros! —disparó el hermano Braumin en respuesta.

—El padre abad… —empezó el hermano Francis en tono amenazador.

—El padre abad no podía haber previsto esta situación —le interrumpió con celeridad el hermano Braumin—. Andacanavar es un hombre bueno, un aliado poderoso, y además conoce el camino. Un camino que podemos perder con facilidad en este territorio abrupto —añadió en voz muy alta para que todos lo oyeran—. Un giro equivocado en un paso montañoso podría acabar con nosotros, o costarnos una semana de demora.

El hermano Francis se disponía a contestar, pero maese Jojonah levantó la mano para indicar que ya era suficiente. El monje, que desde luego se sentía muy viejo, se pasó las manos por la cara; luego miró a sus dos compañeros, y después al guardabosque.

—Cena con nosotros, Andacanavar de Alpinador —le invitó—. No voy a confirmarte nuestro destino, pero sí te diré que debemos salir de tu tierra por el norte y por el oeste, tan pronto como sea posible.

—Una semana a buena marcha —dijo el guardabosque.

Maese Jojonah asintió, aunque sabía que con su magia podían reducir aquel tiempo a menos de la mitad.

Al mediodía del día siguiente, a maese Jojonah ya no le cabía la menor duda sobre el acierto de permitir que Andacanavar guiara la caravana. La carretera seguía siendo abrupta, ya que el oeste de Alpinador era un lugar implacable, una tierra de piedras rotas por el hielo y montañas melladas; pero el guardabosque conocía bien el camino, conocía todos los senderos y todos los obstáculos. Los monjes, después del largo descanso, facilitaron la marcha con la magia; aligeraron los carruajes con la malaquita levitadora, despejaron la carretera con descargas de rayos, y, desde luego, continuaron haciendo uso de los animales salvajes.

A Andacanavar le costó algún tiempo comprender el sutil truco. Al principio se preguntaba qué argucia utilizaban para cazar, pero cuando la caravana dejó tras de sí en el camino a un par de ciervos exhaustos, casi muertos, el guardabosque se quedó realmente perplejo, y no precisamente contento. Regresó junto a los ciervos para examinarlos.

—¿Cómo llamáis a esto? —preguntó al hermano Braumin cuando el monje siguiendo instrucciones de Jojonah, se reunió con el curioso guardabosque en el sendero.

—Utilizamos la energía de los animales salvajes —explicó el monje con sinceridad—; como alimento para nuestros caballos.

—¿Y luego los abandonáis para que se mueran? —preguntó el guardabosque.

—¿Qué otra cosa vamos a hacer? —dijo el hermano Braumin después de encogerse de hombros con desaliento.

El guardabosque suspiró profundamente tratando por todos los medios de dominar su cólera; desenvainó un ancho y grueso cuchillo que llevaba en la parte posterior de su cinto y con método y eficiencia dio muerte a ambos ciervos; luego se arrodilló y ofreció una plegaria por sus espíritus.

—Coge aquel —indicó al hermano Braumin, mientras levantaba al animal más grande por las pezuñas y se lo cargaba al hombro.

Poco después alcanzaron los carruajes; Andacanavar dejó el cuerpo sin vida del animal ante los caballos de Jojonah. El padre ordenó que el carruaje se detuviera y salió al encuentro del guardabosque.

—¿Extraéis su energía y los dejáis morir? —lo acusó Andacanavar.

—Una desagradable necesidad —admitió maese Jojonah.

—No tan necesaria —insistió el guardabosque—. Si tenéis que matarlos, utilizadlos por completo; de lo contrario, estáis insultando a los animales.

—Eres un cazador duro —replicó maese Jojonah. Vio por el rabillo del ojo que el hermano Francis se acercaba.

—Voy a mostrarte cómo sacarles la piel y curtirla —propuso Andacanavar.

—¡No tenemos tiempo para eso! —protestó el hermano Francis.

Maese Jojonah se mordió el labio, sin saber qué hacer. Tenía ganas de reñir a Francis, pues no podían permitirse perder a un guía tan valioso, pero temía que el daño ya estaba hecho.

—¡O encontráis tiempo para hacerlo o no mataréis a ningún otro de mis animales! —replicó el guardabosque.

—¿Son tuyos esos animales? —preguntó incrédulo el hermano Francis.

—Estáis en mis tierras, os lo he dicho muchas veces —replicó el guardabosque—; y proclamo que soy el vigilante de esos animales. —Se volvió hacia Jojonah—. No voy a interrumpir vuestra cacería; también yo he cazado. Pero si atrapáis a un animal, no podéis dejar que se consuma hasta la muerte abandonado en la carretera. Eso es un insulto y una crueldad, se mire por donde se mire.

—Ahora, un bárbaro del norte nos da lecciones de crueldad —observó con un bufido el hermano Francis.

—Si necesitas lecciones, tómalas donde las encuentres —replicó Andacanavar sin perder el ritmo.

—No necesitamos ni alimentos ni pieles —dijo serenamente maese Jojonah—, pero la energía es vital para nuestros caballos; si no pueden llevarnos a nuestro destino y luego conducirnos de regreso, nos quedaremos colgados.

—¿Y es necesario que saquéis tal cantidad de cada animal que no les quede ni un mínimo para sobrevivir? —preguntó el guardabosque.

—¿Cómo podríamos saber cuándo tenemos que parar?

—Supón que puedo enseñárselo a tus hombres.

Maese Jojonah sonrió ampliamente. Nunca le había gustado la muerte de aquellos inocentes animales.

—Andacanavar, amigo mío —dijo—, si puedes adiestrarnos para que realicemos nuestra misión vital sin dejar en el sendero un solo animal muerto, te estaré eternamente agradecido.

—Y también te estarán agradecidos muchos ciervos —repuso el guardabosque—. Y por lo que respecta a los ya muertos, debes saber que comeréis bien esta noche y que encontraréis de gran utilidad las pieles cuando estéis más al norte, pues incluso en pleno verano allí el viento por la noche sopla bastante frío.

Así pues, Andacanavar enseñó a los monjes cómo despellejar y curtir las pieles de los ciervos muertos. Al cabo de un rato, la caravana se puso en marcha de nuevo incorporando algunos ciervos más. El guardabosque controlaba cuidadosamente a cada animal mientras los monjes transferían su energía y, tan pronto como veía que la criatura iba a agotarse, ordenaba que se detuviera el proceso, entonces el animal, debilitado pero vivo, era liberado para que regresara al bosque.

Ni siquiera el hermano Francis manifestó desacuerdo alguno; y a maese Jojonah y al hermano Braumin les pareció que incluso el siempre descontento Francis se sentía un tanto aliviado al verse liberado de una práctica tan desagradable.

—Un buen truco si lo utilizáis con corrección —dijo Andacanavar a maese Jojonah mientras cabalgaban—. Pero sería mejor si atraparais uno o dos alces. ¡Esos sí harían correr de verdad a vuestros caballos!

—¿Un alce?

—Un ciervo grande —explicó el guardabosque con una sonrisa irónica.

—Hemos atrapado algún gran… —empezó a decir maese Jojonah, pero Andacanavar le cortó en seco.

—Mayor —dijo; saltó del carruaje y se adentró en la maleza.

—Es un viejo muy activo —comentó el hermano Braumin.

El guardabosque regresó donde estaban los carruajes casi una hora después.

—Di a tus amigos de espíritu viajero que vayan a inspeccionar por allí —dijo indicando un vallecito poco profundo al oeste del sendero—. Diles que busquen algo grande y oscuro, con astas como perchas, tan anchas como dos veces la altura de un hombre.

Tanto maese Jojonah como el hermano Braumin pusieron cara de incredulidad.

—Diles eso, ni más ni menos —insistió Andacanavar—. Ya verás luego si miento.

Poco después, cuando un enorme alce vagaba por el sendero controlado por las piedras del alma, ambos monjes le ofrecieron silenciosas disculpas por sus dudas.

¡Y cómo corrían los caballos cuando dejaron al cansado alce en la carretera!

Durante el día cabalgaban largo y tendido, y por la noche los monjes se reunían en torno a las fogatas para escuchar los cuentos del norte que les explicaba el guardabosque. Su manera jovial de narrar y las sugestivas historias cautivaron a todos, incluso al hermano Francis, el cual incluso olvidó su habitual amenaza de establecer contacto con el padre abad para elevar una queja.

Durante el cuarto día del viaje conjunto el guardabosque anunció que se iría una vez hubieran montado el campamento; un jarro de agua fría cayó sobre la caravana.

—Bah, no hay que desesperarse —les dijo Andacanavar—; os enseñaré la carretera que va a Barba… —se detuvo enredado por sus propias palabras y sonrió irónicamente—. Si tal fuera vuestro destino, quiero decir —añadió con astucia.

—No te lo puedo confirmar —dijo maese Jojonah, sonriendo a su vez. Ahora tenía plena confianza en Andacanavar, pues había visto el corazón de aquel hombre y sabía que compartía sus principios. Desde luego, el hombre sabía adónde se dirigían los monjes… ¿A dónde si no, puesto que se habían internado tanto en las Tierras Agrestes?

—Una carretera recta y segura —prosiguió el guardabosque—; y si no encontráis ningún powri ni ningún gigante que bloquee el camino, llegaréis allí, y bastante pronto.

—Según mis mapas, nuestro destino está a muchos, muchos kilómetros de la frontera oeste de Alpinador —comentó el hermano Francis; ahora su tono con el guardabosque era más respetuoso—. Me temo que nos queda un largo trecho por delante.

Andacanavar tendió la mano y el hermano Francis le entregó un pergamino, un mapa de la región. El guardabosque enarcó una ceja mientras lo examinaba, ya que era muy detallado y preciso.

—Vuestros mapas dicen la verdad —asintió Andacanavar— pero dejamos la frontera oeste de Alpinador atrás antes de montar el campamento la penúltima noche. De modo que conservad el ánimo, amigos míos, ya que casi habéis llegado… ¡Yo no lo tendría si tuviera que dirigirme al lugar donde se dice que el demonio tiene su guarida! —Se mordió la punta de un dedo y con la sangre dibujó otra línea en el mapa: la carretera a Barbacan; para finalizar marcó con una X el punto donde se encontraban.

Luego devolvió el mapa a Francis y con una reverencia final se marchó internándose a todo correr entre el sotobosque, sin dejar de reír en ningún momento.

—Si no fuera por su corpulencia, pensaría de él que es un elfo —observó el hermano Braumin—. Si es que los elfos existen.

Las últimas palabras de Andacanavar sobre su actual situación fueron un consuelo que palió la tristeza de los monjes por la pérdida del mejor de los guías. Cenaron de nuevo un excelente venado, recitaron sus plegarias de la noche y durmieron bien; después, volvieron a ponerse en camino, impacientes, antes del amanecer.

El territorio seguía siendo abrupto: menos montañoso, aunque mucho más boscoso. Pero guiándose por la raya de sangre en el mapa, los monjes llegaron pronto a una carretera ancha y despejada, no un simple y estrecho sendero. Allí se detuvieron todos los carruajes para que los líderes de la caravana pudieran salir a investigar.

—Esta ringlera la segó el ejército de los monstruos en su marcha hacia el sur —dedujo Jojonah.

—En ese caso, si seguimos sus pasos hacia atrás llegaríamos al lugar desde donde partieron —dijo el hermano Braumin.

—Un itinerario peligroso —comentó el hermano Francis mirando alrededor—. Estamos a campo abierto.

—Pero es un itinerario rápido, sin duda —replicó el hermano Braumin.

Maese Jojonah consideró la cuestión sólo unos instantes, tomando sobre todo en consideración que Andacanavar los había puesto en ese camino.

—Ampliad el área cubierta por los espíritus exploradores —ordenó—; tanto a nuestros carruajes como a nuestros caballos les vendrá muy bien una carretera tan buena.

El hermano Francis exigió que se utilizaran todos los cuarzos y todas las hematites, y ordenó que los monjes cubrieran un gran espacio hacia adelante y hacia los lados, pues temía que la caravana estuviera dirigiéndose directamente hacia algún campamento enemigo.

Dos días después, aún no habían avistado ni un solo monstruo, aunque habían recorrido ya bastante más de ciento cincuenta kilómetros. Ahora, ante ellos veían las encumbradas montañas que rodeaban Barbacan y todos los monjes temían que les ocurriesen cosas terribles al cruzar aquellas barreras.

Pero la carretera continuaba hasta el pie de las montañas; luego ascendía trepando por un paso ancho. Montar un campamento en semejante lugar podía resultar un poco molesto, pero seguía sin haber monstruos al acecho, y los monjes que disponían de piedras de cuarzo tampoco descubrieron en los alrededores animales salvajes. Aquellas tierras parecían extrañamente muertas y esotéricamente silenciosas. A media mañana del día siguiente divisaron el final de las montañas; una única sierra les impedía ver más allá. Maese Jojonah ordenó que se detuvieran e hizo señas al hermano Braumin y al hermano Francis para que le acompañaran.

—Deberíamos entrar de manera espiritual —observó el hermano Francis.

Era una buena sugerencia, una prudente sugerencia, pero en cualquier caso maese Jojonah sacudió su cabeza. Tenía el presentimiento de que les aguardaba algo increíblemente importante y que merecía la pena verlo físicamente, tanto con el cuerpo como con el alma. Indicó a ambos que le siguieran, pidió a otros inmaculados que se unieran a ellos y emprendió la ascensión.

Los monjes más jóvenes seguían al grupo a corta distancia.

Cuando maese Jojonah cruzó la última barrera y alcanzó un punto desde donde se podía divisar el amplio valle que constituía el corazón de Barbacan, su espíritu flaqueó y se animó al mismo tiempo. Cada uno de los monjes se abstrajo de sus compañeros sin apenas advertir los movimientos de los otros, sobrecogidos delante de aquel panorama, ya que la devastación que apareció frente a ellos era absoluta. Donde antes había habido un bosque, ahora había un campo de ceniza gris sembrado por doquier de troncos carbonizados. Todo el valle era gris y yermo, y el aire se notaba más espeso por los hedores sulfurosos. A todos ellos les pareció un anticipo del fin del mundo o una prematura visión de lo que la Iglesia denomina infierno. Los más impresionados fueron los monjes más jóvenes; al llegar a lo alto de la sierra, muchos se echaron a llorar de desesperación.

Pero cuando la desesperación inicial se hubo convertido en una triste aceptación, pensamientos más positivos se abrieron paso en las mentes de todos. ¿Podía alguien haber sobrevivido a una explosión semejante? Tal vez sus sospechas, mejor dicho sus esperanzas de que el ejército de monstruos hubiera quedado «descabezado», eran fundadas, pues si, como creían, el demonio Dáctilo había proclamado que Barbacan era su morada, si el demonio Dáctilo había estado aquí cuando se produjo la explosión, en tal caso el demonio Dáctilo sin duda había desaparecido.

Incluso el hermano Francis estaba atónito y no pudo pronunciar palabra durante mucho, mucho tiempo. Luego, lentamente, se acercó a maese Jojonah.

—¿Podemos considerar este paisaje devastado como una prueba suficiente de la destrucción del demonio Dáctilo? —preguntó el padre Jojonah.

Francis miró hacia la cuenca repleta de ceniza. No era difícil discernir el origen de la explosión: una montaña achatada que se elevaba solitaria en medio del campo de ceniza, de cuya cima emergía aún una estrecha columna de humo.

—No creo que esto se deba a una causa natural —dijo Francis.

—Hubo otras erupciones volcánicas con anterioridad —comentó maese Jojonah.

—¿Pero en este momento crítico? —preguntó Francis incrédulo—. ¿Cabe esperar que un volcán entre en erupción precisamente cuando más necesitamos su ayuda, y precisamente en el lugar donde se encuentra el jefe de nuestros enemigos?

—¿Acaso pones en duda la intervención divina? —preguntó maese Jojonah; lo dijo con gran firmeza aunque también él albergaba serias dudas al respecto. Había fanáticos en la orden que parecían esperar que el rayo de Dios cayera desde el cielo y aplastara a los oponentes de la Iglesia siempre que hiciera falta; Jojonah había oído cómo un joven monje que estaba en la muralla del lado mar de Saint Mere Abelle durante la invasión de los powris invocaba a Dios repetidamente, reclamando literalmente aquel rayo castigador. Maese Jojonah también creía en el poder divino, pero pensaba que se trataba de algo semejante al poder del bien. Creía que el bien acababa por vencer después de todo gran desastre, porque, por su propia naturaleza, era más fuerte que el mal. Sospechaba que Francis tenía al respecto creencias similares, pues, a pesar de sus defectos, era un hombre reflexivo, un poco intelectual, que siempre prefería consolidar su fe con la lógica.

Ahora Francis lo miró con malicia.

—Dios estaba de nuestro lado —dijo—; en nuestros corazones y en la fuerza que guiaba nuestras armas, y ciertamente en la magia que aplastó a nuestros enemigos. Pero esto… —dijo mientras abría sus brazos de forma teatral, como si quisiera abarcar el devastado valle—. Esto puede haber sido obra de Dios, pero propiciado por la mano de un hombre tocado por la gracia divina, o bien es el resultado de un uso excesivo de la magia negra por parte del demonio Dáctilo.

—Probablemente, se trate de lo último —replicó maese Jojonah, aunque esperaba que no fuera así; confiaba que Avelyn hubiese tenido algo que ver en aquello.

El hermano Braumin, que se acercaba para reunirse con ellos dos, oyó los últimos comentarios, y miró largo y tendido al hermano Francis, sorprendido ante su reacción. Clavó en maese Jojonah una mirada de perplejidad y su superior se limitó a sonreír y a asentir, pues él no se había sorprendido ni mucho menos. En aquel momento, maese Jojonah descubrió en el hermano Francis algunas buenas cualidades y pensó que incluso podría haber aspectos de su personalidad que le gustaran. Reflexionó un momento en silencio sobre la posibilidad de reconducir al hermano Francis en una nueva dirección.

—Sea lo que sea lo que haya ocurrido aquí, tiene su origen en aquella montaña —dedujo el hermano Francis—. La llamada montaña Aida.

Los otros dos lo miraron con curiosidad.

—Así la llamó el alpinadorano —explicó el hermano Francis—. Y por supuesto, el nombre se corresponde con el de muchos mapas antiguos que he estudiado: Aida, la montaña solitaria en medio del anillo, la guarida del demonio.

—No será fácil entrar en ella —observó el hermano Braumin.

—¿Acaso cabía esperar lo contrario? —preguntó el hermano Francis riendo.

De nuevo los otros dos se limitaron a mirarse el uno al otro y a encogerse de hombros. Les parecía como si la explosión hubiera podido liberar al mundo del demonio Dáctilo y también hubiera podido liberar al hermano Francis de sus demonios internos.

No obstante, no hicieron comentario alguno y consideraron el buen humor de Francis como una bendición. Ojalá durase.

El viaje a través del campo de ceniza no era tan difícil como habían temido, pues aunque aquella materia gris era espesa en muchos lugares, en otros el viento se la había llevado. Mientras se encaminaban hacia la montaña, el conductor que encabezaba la marcha hizo un horrible descubrimiento.

Su grito hizo que los monjes acudieran corriendo y encontraron varios cuerpos semienterrados en la ceniza, junto al serpenteante sendero.

—Powris —explicó el hermano Braumin acercándose para examinarlos mejor—. Y un trasgo.

—Y ese otro es… era un gigante —dijo otro monje, señalando, hacia adelante: una enorme pierna que emergía de la cinta de ceniza que bordeaba el sendero.

—De modo que nuestros enemigos estuvieron aquí —observó maese Jojonah.

—Estuvieron —enfatizó el hermano Francis.

Continuaron hasta el mismo pie de la montaña y allí formaron un anillo con los carruajes. Maese Jojonah ordenó que la mitad de los hombres instalaran el campamento y la otra mitad iniciara una exhaustiva exploración de la zona, buscando, en particular, cualquier camino hacia el interior o hacia lo alto de la montaña. Con antorchas y con un solo diamante, un grupo de monjes penetró en una sinuosa cueva aquella misma noche y se adentró en Aida. Al cabo de menos de una hora estaban de vuelta; dijeron que el túnel no tenía ninguna salida: el camino estaba bloqueado por una sólida pared de piedra.

—Sin duda llegaba más allá antes de la explosión —dijo el hermano Dellman a maese Jojonah.

—Esperemos que no todos los túneles estén obturados —replicó Jojonah, tratando de parecer esperanzado. Sin embargo, al contemplar los efectos de la explosión de Aida, el monje no podía menos que moderar su optimismo.

El hermano Dellman condujo a su grupo a un segundo túnel, y al ver que también este terminaba bruscamente, el joven monje, impertérrito, se dirigió a un tercero.

—Es hombre de palabra —comentó el hermano Braumin a Jojonah mientras Dellman se disponía a efectuar el tercer intento.

—De corazón —asintió maese Jojonah.

—Y de fe —dijo el otro—; una fe firme, de lo contrario no abordaría sus tareas con tanta determinación.

—¿Hay alguien con más determinación que el hermano Francis? —recordó maese Jojonah.

Los dos hombres miraron a Francis, que estaba ocupado marcando algunos pergaminos para detallar algunas particularidades de Barbacan.

—También el hermano Francis tiene fe —decidió el hermano Braumin—. Sólo que la sigue por caminos equivocados; pero tal vez encontrará un sendero más adecuado: parece como si la compañía del honrado alpinadorano le haya beneficiado.

Maese Jojonah no contestó y se limitó a sentarse observando a Francis. En efecto, parecía como si parte del espíritu jovial del alpinadorano hubiera limado las asperezas de aquel hombre, pero Jojonah todavía no lo consideraba como un converso.

—¿Por dónde vamos a inspeccionar después, si no encontramos túneles practicables en el corazón de la montaña? —preguntó el hermano Braumin—. ¿Y si la cima achatada no nos aporta información de valor?

—En ese caso buscaríamos con la hematites —repuso el padre.

—Yo creía que por ahí íbamos a empezar.

Maese Jojonah asintió; ya se lo esperaba, pues también él había pensado que la búsqueda inicial en Aida habría sido más fácil si los monjes hubiesen utilizado las piedras del alma. Pero había cambiado de idea y les había dado las oportunas órdenes, al considerar la experiencia del hermano Braumin con Andacanavar. Jojonah no podía saber seguro si el espíritu del demonio Dáctilo permanecía en aquel lugar y, si el alpinadorano sin poderes mágicos pudo utilizar semejante conexión espiritual para abrirse paso y plantarse en medio de ellos, ¿qué no sería capaz de hacer el demonio Dáctilo?

—Vamos a utilizar nuestra inteligencia y nuestros cuerpos —repuso el anciano monje a Braumin—; si no bastan, entonces utilizaremos las piedras del alma.

El joven, que confiaba plenamente en maese Jojonah, quedó satisfecho con aquello.

—¿Cuándo establecerá contacto el hermano Francis con el padre abad? —preguntó Braumin.

—Le pedí que esperara hasta la mañana —explicó maese Jojonah—. No creo que sea prudente abrir canales al espíritu de alguien en este lugar desamparado.

Eso fue muy revelador para el hermano Braumin, en particular, respecto a la buena actitud de Francis, y no insistió en el asunto. Posó una mano en el ancho hombro de Jojonah y después se marchó, pues había mucho que hacer.

Al cabo de tres horas los monjes del campamento empezaron a ponerse nerviosos al no tener noticias del hermano Dellman y de su grupo. Una hora después, maese Jojonah consideró si no habría llegado el momento de utilizar la hematites. Estaba a punto de decidirse a hacerlo cuando los monjes que vigilaban al oeste del campamento gritaron que habían visto la luz de una antorcha.

Maese Jojonah la vio poco después: un solo monje salía del túnel de las estribaciones de la montaña Aida y regresaba al campamento a todo correr.

—Es el hermano Dellman —explicó Braumin a Jojonah mientras el hombre se acercaba bajando a toda velocidad por la pendiente, casi perdiendo el equilibrio y en más de una ocasión cayendo de cabeza al suelo.

—¡Agrupaos y preparaos para luchar! —gritó maese Jojonah.

Los monjes realizaron lo previsto para tales casos, de modo que cada uno preparó la piedra más adecuada para él. Otros se pusieron las armas al cinto o situaron a los caballos en lugar seguro.

El hermano Dellman entró en el campamento dando traspiés, jadeando y tratando de recuperar el aliento.

—¿Dónde están los demás? —le preguntó enseguida maese Jojonah.

—Todavía… dentro —respondió Dellman.

—¿Vivos?

El joven monje se irguió, inclinó la cabeza hacia atrás y aspiró aire tratando de calmarse. Cuando miró de nuevo a maese Jojonah, los temores del padre habían disminuido sensiblemente.

—Sí, vivos —dijo con calma—. No corren peligro, a menos que las piedras vuelvan a desplazarse.

—¿En ese caso, por qué has salido tú? —preguntó Jojonah—. ¿Y por qué estás tan agitado?

—Encontramos algo… a alguien —respondió el hermano Dellman—; un hombre, o medio hombre y medio caballo.

—¿Un centauro? —preguntó el hermano Braumin.

El hermano Dellman se encogió de hombros: jamás había oído aquella palabra.

—Un centauro tiene el cuerpo de un hombre, torso, hombros, brazos y cabeza —explicó el hermano Francis—, pero de cintura para abajo su forma corporal es la de un caballo, cuatro patas y todo lo demás.

—Un centauro —asintió el hermano Dellman—. Estaba en la cueva cuando la montaña se le vino encima. Toneladas y toneladas de rocas.

—¿Lo sacasteis? —preguntó maese Jojonah.

—No sabemos por dónde empezar —respondió el hermano Dellman.

—Pobre criatura —comentó el hermano Braumin.

—Entonces, dejémosla en su tumba —dijo el hermano Francis con crueldad; parecía haber recuperado su auténtica personalidad. Ni a Braumin ni a Jojonah les pasó por alto tal hecho e intercambiaron un resignado encogimiento de hombros.

—Pero hermano Francis —protestó el hermano Dellman—, ¡no está muerto!

—Pero dijiste… —empezó a razonar maese Jojonah.

—Toneladas —acabó por él el hermano Dellman—. Vaya, debería estar muerto. ¡Debería estarlo! No hay nada que pueda sobrevivir bajo semejante derrumbamiento. Y ciertamente parece como si debiera estar muerto con todo aplastado y roto. Pero la criatura vive. ¡Abrió los ojos y me pidió que lo matara!

Los tres monjes de más edad escuchaban boquiabiertos, mientras los más jóvenes en torno a ellos susurraban visiblemente emocionados.

—¿Y lo hiciste? —preguntó al fin maese Jojonah.

—No pude —respondió el hermano Dellman; parecía horrorizado sólo con pensarlo—. No dudo que su dolor debe de ser muy atroz, pero no pude acabar con su vida.

—Dios no nos da más de lo que podemos soportar —recitó el hermano Francis.

Maese Jojonah le dirigió una mirada prolongada y agria. A veces, esa antigua frase sonaba como una excusa de los dirigentes de la Iglesia ante la gente corriente, ante los campesinos condenados a la miseria, mientras ellos vivían en el lujo.

Pero aquel era un asunto para otro día, pensó Jojonah, de modo que no hizo ningún comentario al respecto.

—Obraste bien, y justamente —dijo a Dellman—. ¿Los demás se quedaron con el centauro?

—Bradwarden —respondió el hermano Dellman.

—¿Qué?

—Bradwarden —repitió el monje—; ese es el nombre de esa perso…, del centauro. He dejado a los demás con él, para que le proporcionen el mayor consuelo posible.

—Vayamos y veamos qué podemos hacer —dijo maese Jojonah—. Recoge todas las piedras, salvo las repetidas, y tráelas —añadió dirigiéndose al hermano Braumin—. Hermano Francis —dijo luego en voz alta para que todo el mundo lo oyera con claridad—, tú te ocuparás de la defensa de los carruajes.

Francis le lanzó una mirada agria, pero maese Jojonah no le prestó la menor atención; el anciano monje ya estaba indicando con una seña al hermano Dellman que los condujera por donde había venido para poder ver a aquella criatura llamada Bradwarden, aquel ser en cierto modo inmortal.

El camino no era largo y Dellman se dio mucha prisa, por lo que Jojonah jadeaba y resoplaba cuando divisaron las otras antorchas. Jojonah se abrió paso entre los monjes y se arrodilló ante el malherido y demacrado cuerpo.

—Deberías estar muerto —dijo maese Jojonah con pragmatismo, consiguiendo disimular su horror y repugnancia. Sólo era visible el torso humano de la criatura y la parte frontal de su mitad equina; el resto estaba enterrado, aplastado por un enorme bloque de piedra que se elevaba desde el corredor hacia el interior de la montaña derrumbada. La criatura estaba extrañamente doblada hacia atrás, y tenía los ojos frente a la roca que había aplastado su mitad trasera. Los brazos de Bradwarden, antes muy musculosos, estaban ahora fláccidos, marchitos, como si el cuerpo del centauro se estuviera consumiendo por falta de alimentos. Maese Jojonah se le acercó mucho y se inclinó hacia él para examinarlo tanto como le permitía su propia gordura.

—Oh, ten por seguro que me siento como si ya estuviera muerto —replicó Bradwarden; la agonía se reflejaba claramente en su voz normalmente atronadora y temblorosa—. O, por lo menos, camino de la muerte. No tienes ni idea del dolor que siento —entonces consiguió girar la cabeza para mirar al monje recién llegado, y, al verlo, la ladeó con curiosidad; lo examinó con detalle y soltó una risita de dolor.

—¿Qué miras? —le preguntó el padre.

—¿Entonces tienes un hijo? —preguntó Bradwarden.

Maese Jojonah miró al hermano Braumin Herde por encima del hombro, el cual tendió las manos con un ademán de impotencia. No podía entender por qué a aquella extraña criatura, en aquel momento y en semejante trance se le ocurriría hacerle semejante pregunta.

—No —se limitó a contestar maese Jojonah—. Ni tampoco una hija. Mi corazón fue consagrado a Dios, no a una mujer.

El centauro soltó una risita.

—¡Ay, lo que te has perdido! —dijo Bradwarden con un guiño malicioso.

—¿Por qué me has preguntado eso? —inquirió maese Jojonah, pues de repente se preguntó si podría tratarse de algo más que de una simple coincidencia.

—Me recuerdas a alguien a quien conocí —respondió Bradwarden; su tono ponía de relieve el entrañable recuerdo que guardaba de su viejo amigo.

—¿Un monje? —insistió Jojonah con urgencia.

—Un fraile loco, según se llamaba él mismo —replicó el centauro—; era en exceso aficionado a la bebida, pero era un hombre bueno… o todavía lo es, si es que pudo encontrar una salida de este maldito lugar.

—¿Y sabes cómo se llama? —preguntó maese Jojonah.

—Era mi propio hermano —prosiguió el centauro, hablando más para sí mismo que para los demás y como si estuviera en un lugar remoto, delirando quizás—. Por los hechos, ya que no por la sangre.

—¿Cómo se llama? —preguntó en voz alta el hermano Braumin, acercándose e inclinándose para pegarse a la cara de Bradwarden.

—Avelyn —replicó con calma el centauro—. Avelyn Desbris. El mejor de los humanos.

—Debemos salvarlo cueste lo que cueste —pronunció una voz detrás de ellos. Todos los monjes se volvieron y vieron al hermano Francis; en su mano resplandecía con mucho brillo un diamante. Estaba al final de la fila.

—Te di instrucciones para que te encargaras de la defensa del campamento —le dijo maese Jojonah.

—Yo no recibo órdenes de maese Jojonah —fue la respuesta, y Jojonah advirtió que el padre abad Markwart había tomado posesión del cuerpo del hermano Francis y estaba entre ellos.

—Debemos sacarlo de aquí —continuó, mientras miraba el bloque enorme.

—No sois lo bastante fuertes como para levantar una montaña —dijo secamente Bradwarden—. Del mismo modo que yo no fui lo bastante fuerte para aguantarla mientras mis amigos huían.

—¿Tu amigo Avelyn? —preguntó Markwart impaciente.

—Mis otros amigos —replicó el centauro—. No soy quién para saber… —Se detuvo e hizo una mueca, pues el movimiento que efectuó al volver la cabeza para encararse con el hombre había provocado un ligero desplazamiento de la roca—. No —gruñó—, no podéis levantar esto.

—Ya lo veremos —respondió el padre abad—. ¿Por qué sigues todavía con vida?

—No puede saberse.

—A menos que seas una criatura inmortal —prosiguió Markwart en tono malicioso y acusador, y apartó a los demás para agacharse junto a maese Jojonah.

—Una idea interesante —replicó Bradwarden—. Siempre se dijo que yo era un poquito testarudo. Quizá sea que no quiero morir.

Markwart no parecía divertido.

—Ahora bien, mi padre murió —contó el centauro—, y mi madre también, hace más de veinte años. La alcanzó un rayo, una extraña forma de morir. Así que no tengo por qué suponer que soy inmortal.

—A menos que un espíritu inmortal haya penetrado en tu cuerpo —insistió el padre abad.

—¿Acaso no son inmortales todos los espíritus? —osó interrumpir maese Jojonah.

La terrible mirada de Markwart acabó aquella discusión antes de que empezara.

—Algunos espíritus —dijo en tono uniforme, contemplando a Bradwarden, pero dirigiendo también sus palabras a maese Jojonah— pueden trascender lo físico: pueden mantener con vida un cuerpo que, de otro modo, estaría muerto e inerte.

—El único espíritu que hay en mí es el mío, y un poco de pasmo —aseguró el centauro con una sonrisa forzada y un guiño—. Y un poco más de pasmo podría aliviarme el dolor, si pudierais conseguir esa bebida.

La dura expresión del padre abad Markwart no se alteró en lo más mínimo.

—No soy quién para saber la razón por la que no estoy muerto —explicó Bradwarden con seriedad—. Pensé que había muerto cuando la roca dobló mis piernas y se deslizó hacia abajo. Y los gruñidos de mi estómago han estado más de una semana diciéndome que iba a morir.

El padre abad Markwart apenas lo escuchaba. Había deslizado en su mano otra piedra, un pequeño pero efectivo granate, una piedra que se usaba para detectar sutiles emanaciones mágicas, y la estaba empleando para examinar a la criatura atrapada. Inmediatamente encontró la respuesta.

—Hay magia en ti —anunció a Bradwarden.

—Eso, o el azar —dijo maese Jojonah.

—Nefasto azar —comentó el centauro.

—Magia —repitió el padre abad, con energía—; en tu brazo derecho.

A Bradwarden le costó un gran esfuerzo volver la cabeza lo suficiente como para verse la parte superior del brazo derecho.

—Oh, por el maldito Dáctilo y por todos los diablos —refunfuñó al ver la abrazadera roja, la pieza de tela que Elbryan le había atado alrededor—. Y el guardabosque pensaba que me hacía un favor. ¡Dos meses sufriendo, dos meses de hambre y esa maldita cosa sin dejarme morir!

—¿Qué es? —preguntó maese Jojonah.

—Tela medicinal de los elfos —replicó Bradwarden—. ¡Parece que esta maldita cosa cerró mis heridas tan pronto como me las infligió la maldita montaña! ¡Y ni siquiera la falta de alimentos o de líquidos se me llevará!

—¿Elfos? —preguntó anhelante el hermano Braumin reflejando el sentir de todos los presentes. Bradwarden advirtió sus expresiones y se sorprendió de su extrañeza.

—¡No me digáis que no creéis en los elfos! —exclamó—. Ni en centauros, supongo. ¿Y qué pasa con los powris? Quizá sí creéis que existen uno o dos gigantes.

—Ya basta —le ordenó el padre abad—. Tú sí tienes razones para creerlo; pero nosotros nunca hemos encontrado un elfo; ni un centauro, hasta ahora.

—Entonces vuestro mundo está mejorando —dijo Bradwarden, dedicándoles otro guiño que acabó convertido en una mueca de dolor.

Markwart se levantó e hizo un signo a los demás para que lo siguieran y se apartaron del centauro.

—No será tarea fácil sacarlo de ahí —dijo una vez estuvieron donde no podía oírlos.

—Imposible, diría yo —comentó el hermano Braumin.

—Podemos lograr que la roca levite mediante la malaquita —razonó maese Jojonah—; aunque me temo que toda nuestra fuerza combinada no será suficiente para liberar semejante obstáculo.

—Me preocupa más que cuando levantemos la piedra y lo liberemos, la sangre del centauro mane demasiado deprisa y desborde la protección de la abrazadera élfica y nuestros esfuerzos por restañarla —señaló el padre abad.

—Pero a pesar de todo, debemos intentarlo —dijo Braumin.

—Por supuesto —asintió Markwart—. Es un prisionero demasiado valioso como para dejarlo morir; es una fuente de información de vital importancia, no sólo para saber qué ocurrió aquí, sino también para conocer el destino del hermano Avelyn.

—Estaba pensando sobre todo en la compasión que debe merecernos su estado —se atrevió a añadir Braumin.

—Sé qué pensabas —replicó Markwart sin vacilar—. Te queda mucho por aprender.

El padre abad se alejó precipitadamente indicando a los otros que le siguieran. El hermano Braumin y maese Jojonah intercambiaron agrias miradas, pero poco podían hacer al respecto.

De acuerdo con lo ordenado por Markwart, que estaba cansado a causa de la posesión y necesitaba un descanso, no efectuaron el intento hasta última hora del día siguiente, cuando todos se encontraron recuperados y preparados mentalmente. Markwart regresó al cuerpo del hermano Francis y encabezó la comitiva llevando la malaquita y la hematites.

Todos los monjes de la caravana se situaron adecuadamente y se unieron en comunión mágica en las profundidades de la piedra del alma, salvo maese Jojonah que también tenía una hematites; encauzaron su energía combinada hacia el interior de la malaquita y, cuando la energía alcanzó su ápice, el padre abad Markwart la liberó, dirigiéndola hacia el bloque situado que aplastaba a Bradwarden.

Sólo entonces advirtió maese Jojonah el gran riesgo que Markwart había asumido… para los monjes de la caravana, aunque no para su cuerpo, que estaba a salvo en Saint Mere Abelle. Mientras el bloque de piedra crujía ante la súbita presión ejercida, muchas piedras más pequeñas y nubes de polvo cayeron en el corredor, y Jojonah temió que el túnel pudiera bloquearse por completo. Cayó en la cuenta de que deberían haber dedicado unos días a apuntalarlo, y aquella falta de previsión no hizo más que confirmarle la absoluta desesperación del padre abad para atrapar a Avelyn.

Los monjes siguieron haciendo fuerza y el bloque volvió a desplazarse. Bradwarden gritó y empezó a convulsionarse, y Jojonah se precipitó hacia él; pasó sus brazos por debajo de los anchos hombros del centauro y tiró con todas sus fuerzas.

Horrorizado, comprobó que no podía mover al enorme centauro; en efecto, a pesar del estado de debilidad en que se hallaba, Bradwarden pesaba casi doscientos kilos. Jojonah se concentró en la hematites, no para sanar las heridas del centauro, como tenía pensado hacer, sino para interceptar los pensamientos de los otros monjes, esperando así aportar parte de la energía de los monjes al cuerpo del centauro de modo que él pudiera tirar de la enorme criatura hasta liberarla.

Las cosas se complicaron aún más y Jojonah temió que el bloque de piedra acabaría por desplomarse del todo, pero Markwart, ahora increíblemente poderoso con las piedras, encauzó el esfuerzo de los monjes y desplazó parte de las fuerzas de levitación hacia el centauro.

Jojonah tiró del centauro y consiguió liberarlo; entonces, se concentró de nuevo en la hematites y se dispuso a curarle las heridas con fervor. Apenas se dio cuenta cuando Markwart y los demás los agarraron, al centauro y a él mismo, y los sacaron con gran dificultad tan rápido como pudieron de aquel túnel tan poco seguro.

Y luego maese Jojonah ya no estuvo solo en sus esfuerzos por salvar a la criatura, ya que el espíritu de Markwart y el del hermano Braumin y el de otros monjes se unieron al suyo para ocuparse de las heridas de Bradwarden.

Al cabo de más de cinco horas, maese Jojonah yacía tumbado fuera de la montaña de Aida, completamente exhausto, con el hermano Braumin a su lado. Durmieron profundamente y no despertaron hasta bien avanzada la mañana siguiente, para encontrar de pie junto a ellos al hermano Francis… y esta vez se trataba realmente de Francis.

—¿Dónde está el centauro? —preguntó maese Jojonah.

—Descansando, y más tranquilo de lo que era de esperar —respondió el hermano Francis—. Le hemos dado de comer; primero para probar, pero luego se ha tragado kilos de carne, la mitad de nuestras provisiones de venado, y se ha bebido litros de agua. Por supuesto, la magia de la abrazadera debe de ser poderosa, pues ya parece más recuperado.

Maese Jojonah asintió, sinceramente aliviado.

—Hemos encontrado un camino que sube a la montaña —añadió el hermano Francis.

—¿Y qué falta hace ya?

—Te interesará lo que hemos encontrado allí entre las cenizas —dijo el hermano Francis con severidad.

Maese Jojonah se calló una segunda pregunta y examinó en silencio al hermano. Cualquier progreso que Francis hubiera podido experimentar parecía haber sido borrado… probablemente por obra de la visita del padre abad Markwart. Su expresión volvía a ser glacial; los ojos ya no le sonreían en absoluto; sólo reflejaban un frío interés.

—Me temo que necesito descansar —dijo al fin maese Jojonah—. Hoy hablaré con Bradwarden; podemos subir a Aida mañana.

—No hay tiempo —replicó el hermano Francis con acritud—; y nadie hablará con el centauro hasta que regresemos a Saint Mere Abelle.

A maese Jojonah no le hizo falta preguntar de dónde venía esa orden. Y comprendió con mayor claridad el cambio de actitud del hermano Francis. La primera vez que contemplaron la devastación de Barbacan, Francis había proclamado que aquella explosión había sido o bien la obra de un hombre piadoso o bien un exceso de la magia del demonio Dáctilo. Ahora, desde luego, parecía evidente que el hermano Avelyn había estado involucrado, y maese Jojonah no dudó ni un segundo que el padre abad había convencido a Francis de que el hermano Avelyn no era un hombre piadoso.

—Subiremos hoy a la montaña —continuó el hermano Francis—. Si tú no puedes, el hermano Braumin irá en tu lugar. Cuando hayamos cumplido esta obligación, volveremos otra vez a la carretera.

—Estará oscuro antes de que bajéis —dijo el hermano Braumin.

—Cabalgaremos noche y día hasta llegar a Saint Mere Abelle —contestó el hermano Francis.

Esa forma de proceder le pareció totalmente estúpida a maese Jojonah. Las respuestas estaban allí, desde luego, o quizá cerca. Regresar a toda prisa a Saint Mere Abelle no tenía sentido… a menos que en el padre abad Markwart se hubiera despertado una profunda desconfianza hacia él. El descubrimiento de un testigo ocular lo había cambiado todo, y Markwart no estaba dispuesto a dejarle controlar aquella situación tan delicada. Jojonah miró a Braumin; ambos se preguntaban si había llegado la hora de adoptar una posición contra el padre abad, contra la misma Iglesia.

Maese Jojonah sacudió ligeramente la cabeza. No podían ganar.

No se sorprendió, pero ciertamente sintió pena, cuando al regresar junto a los carruajes vio a Bradwarden encadenado. Pero, el renovado vigor del centauro le asombró y le infundió esperanzas.

—Por lo menos podría permitir que me dieran mis gaitas —pidió el centauro.

Maese Jojonah siguió la larga mirada de Bradwarden hacia unas polvorientas gaitas arrojadas sobre el asiento de un carruaje cercano. Iba a decir algo, pero el hermano Francis le cortó en seco.

—Tendrá comida y cuidados sanitarios, pero nada más —explicó el monje—; y tan pronto como parezca totalmente recuperado le quitaremos la abrazadera.

—¡Ah, Avelyn era con diferencia un hombre mejor que todos vosotros juntos! —comentó Bradwarden; cerró los ojos y empezó a tararear una suave melodía, deteniéndose en una ocasión para murmurar con maliciosa mirada—: Ladrones.

Maese Jojonah, sin dejar de mirar al hermano Francis, se acercó a las gaitas, las cogió y se las entregó al centauro.

Bradwarden le devolvió una mirada de reconocimiento e inclinó la cabeza; entonces se puso a tocar una música maravillosa e inolvidable que todos los monjes, a excepción del tozudo Francis, se pusieron a escuchar atentamente.

Aquella tarde, Maese Jojonah encontró de alguna manera las fuerzas necesarias para acompañar a Francis y a otros seis monjes hasta la cumbre de Aida. La cima ahora era un amplio cuenco negro, pero la ceniza y las piedras fundidas se habían endurecido lo suficiente como para permitir a los monjes caminar sobre ellas sin excesiva dificultad.

El hermano Francis los condujo directamente al lugar: un brazo petrificado emergía del suelo negro, con los dedos apretados como si agarraran alguna cosa.

Maese Jojonah se agachó para observar el brazo y la mano. ¡Los reconoció! De algún modo, sabía de quién eran; de algún modo, percibió la bondad del lugar, un aura de paz y de fuerza piadosa.

—Hermano Avelyn —dijo con voz entrecortada.

Detrás de él los demás, salvo Francis, estuvieron a punto de caer.

—Es lo que supusimos —replicó el hermano Francis—. Al parecer, Avelyn estaba aliado con el Dáctilo y fue destruido cuando el demonio fue destruido.

Tan evidente falsedad sacó de sus casillas a maese Jojonah. Se levantó y se volvió hacia el hermano Francis con tanta energía que poco faltó para que lo golpeara.

No obstante, Jojonah retuvo su golpe; se dio cuenta de que el padre abad Markwart persistiría en su campaña de mentiras contra Avelyn, ya que si se descubría que Avelyn había entregado su vida para destruir al Dáctilo, tal como Jojonah creía, entonces muchas de las pretensiones de Markwart y su posición en la Iglesia podrían quedar en entredicho. Jojonah se daba cuenta de que por aquella razón Markwart había limitado las conversaciones con el centauro hasta que la criatura estuviera bajo su control en Saint Mere Abelle.

Maese Jojonah se esforzó por calmarse. La lucha tan sólo estaba empezando; aún no había llegado el momento de afrontar la batalla abiertamente.

—¿Qué crees que tenía en la mano? —preguntó el hermano Francis.

Jojonah miró de nuevo aquella mano y se encogió de hombros.

—Hay algo de magia en este hombre —explicó el hermano Francis—. Un par de piedras tal vez; lo sabremos cuando exhumemos el cuerpo, pero no una energía mágica equiparable a la del tesoro que había robado Avelyn.

Exhumar el cuerpo. A Jojonah la idea le parecía sencillamente un disparate. Aquel lugar debería señalarse como un sepulcro sagrado, un lugar para renovar la fe y fortalecer el espíritu. Quería gritárselo a Francis y pegarle un puñetazo en la boca por haber pronunciado un pensamiento tan blasfemo. Pero volvió a repetirse que no era el momento de iniciar la batalla; no de aquella manera.

—La roca en torno al brazo es sólida —razonó—. Destruirla no será tarea fácil.

—Tenemos el grafito —le recordó el hermano Francis.

—Pero si hay una pequeña grieta o un hueco debajo del cuerpo, una intrusión tan violenta probablemente nos haría perder para siempre todas las piedras.

Una expresión de pánico cruzó la cara del hermano Francis.

—¿Entonces, qué sugieres? —le preguntó con aspereza.

—Buscar con la hematites y el granate —repuso Jojonah—. No debería ser demasiado difícil determinar si ese hombre tiene piedras y cuáles pueden ser. Coloca la brillante luz de un diamante en la hendidura que hay alrededor del brazo para que tu espíritu entre por ahí.

El hermano Francis, como no cayó en la cuenta de las razones más poderosas que podría tener el padre abad Markwart para destruir aquel potencial santuario, reflexionó unos instantes al respecto y asintió.

También estuvo de acuerdo en permitir que maese Jojonah lo acompañase espiritualmente por la grieta, dado que el padre abad Markwart estaba demasiado débil para reintegrarse a su cuerpo tan pronto y Jojonah era el único que podía identificar al hermano Avelyn; Francis sólo lo había visto un par de veces, ya que Avelyn había abandonado la abadía poco después de que Francis hubiera entrado en ella.

Al rato, el cuerpo había sido identificado y se había comprobado que junto a él sólo había una gema, una piedra solar, aunque maese Jojonah percibió emanaciones residuales de otra piedra, la gigantesca amatista. El padre no dijo nada a Francis de la amatista y no le resultó difícil convencerlo de que una simple piedra solar, que todavía abundaban en Saint Mere Abelle, no merecía la pena el esfuerzo, ni el riesgo, ni tan siquiera la pérdida de tiempo de exhumar el cuerpo.

Así pues, abandonaron a Avelyn; Francis encabezaba la marcha.

Maese Jojonah fue el último en marcharse pues se entretuvo unos momentos para reflexionar ante aquella visión, para repensar su propia fe y para recordar a aquel monje joven que sin darse cuenta le había enseñado tantas cosas.

Cuando estuvieron de regreso en el campamento, Jojonah puso un diamante en la mano del hermano Braumin, le susurró algunas indicaciones y le pidió que fuera a ver aquel lugar sagrado.

—Ya entretendré al hermano Francis lo suficiente para que tengas tiempo de regresar —prometió.

El hermano Braumin, sin acabar de comprender pero reconociendo por el tono de Jojonah la importancia del viaje, asintió y se dispuso a partir.

—Hermano Braumin —le dijo el padre—, lleva contigo al hermano Dellman. También él debe ver a ese hombre y ese lugar.

Por supuesto, el hermano Francis se puso de mal humor cuando se enteró de que se demoraría la salida a causa de que un carruaje tenía un problema con una rueda.

Pero antes del alba ya estaban en marcha. El centauro parecía recuperado de nuevo, aunque el hermano Francis no se atrevió todavía a quitarle la abrazadera, y tocaba la gaita y trotaba detrás del carruaje del hermano Francis; estaba encadenado al chasis y varios monjes se ocupaban de vigilarlo estrechamente.

Ni el hermano Braumin, ni maese Jojonah, ni el hermano Dellman pronunciaron una palabra aquella noche, ni tampoco en todo el día siguiente; les había dejado mudos una imagen que querían guardar para el resto de sus días y una insondable necesidad de meditar sobre sus objetivos y su fe.