8

Una intervención dictada por la conciencia

En un prado, a unos treinta kilómetros al este del pueblo de Tierras Bajas, la caravana de Saint Mere Abelle realizó el último cambio de caballos. El fraile Pembleton, que les llevó los animales de refresco, también les llevó noticias que no fueron bien recibidas por los jefes de la caravana.

—Entonces, debemos dirigirnos más hacia el este —razonó el hermano Braumin Herde, mientras miraba hacia el noroeste, la dirección prevista, como si esperara que una hueste de monstruos se abalanzara sobre ellos.

El hermano Francis miró amenazadoramente a Braumin; el joven y ambicioso monje se tomaba como un agravio personal cada pequeño cambio en su itinerario.

—Procura calmarte, hermano Francis —indicó maese Jojonah, al verlo morderse de ansiedad el labio—. Has oído al buen fraile Pembleton; toda la región entre Tierras Bajas y las Tierras Agrestes está infestada de enemigos.

—Podemos pasar desapercibidos —arguyó el hermano Francis.

—¿A costa de cuánto poder mágico? —preguntó maese Jojonah—. ¿Y de cuánto retraso? —Jojonah suspiró, y Francis lanzó un gruñido y se marchó.

Una vez clarificada tal cuestión, al menos de momento, Jojonah se volvió de nuevo hacia el fraile Pembleton, un hombre corpulento y de espesa barba negra y cejas pobladas.

—Por favor, oriéntanos, buen fraile Pembleton —le pidió—. Tú conoces la zona mucho mejor que nosotros.

—¿Adónde vais? —preguntó el fraile.

—Eso no te lo puedo decir —repuso maese Jojonah—; confórmate con saber que debemos atravesar las Tierras Boscosas, hacia el norte.

El fraile se frotó la poblada barbilla con la mano.

—Hay una carretera que os conducirá al norte, aunque se interna y atraviesa las zonas más orientales de las Tierras Boscosas y no pasa por las estribaciones del oeste tal como habíais planeado en un principio. Es una buena carretera, aunque poco frecuentada.

—¿Y hay noticias de la presencia de powris y trasgos en esas latitudes? —preguntó el hermano Braumin.

—Ninguna —admitió el fraile, después de encogerse de hombros—. Parece que los monstruos llegaron del noroeste, y bajaron a través de las Tierras Boscosas hasta más allá de los tres pueblos de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo. Desde allí se han extendido hacia el sur, pero, por lo que yo he oído, no hacia el este.

—Parece un rodeo razonable —añadió el fraile con esperanza—, pues poco hay por el este que pueda interesar a los monstruos. No hay pueblos, y muy pocos caseríos, si es que hay alguno.

Entonces un joven monje se unió al grupo; llevaba una bolsa repleta de pergaminos arrollados cuyos extremos sobresalían del zurrón de piel. El hermano Francis se apresuró a salirle al paso y le quitó la bolsa de un tirón.

—Gracias hermano Dellman —dijo sereno maese Jojonah al joven monje, e hizo un gesto amable al asustado monje para que volviera junto a los demás.

El hermano Francis miró por encima varios rollos y finalmente escogió uno y tiró con fuerza de él. Lo desplegó con cautela, y lo extendió sobre un tocón de un árbol mientras maese Jojonah, el hermano Braumin y el fraile Pembleton se apiñaban alrededor.

—Nuestro camino iba directo por Prado de Mala Hierba —observó el hermano Francis trazando una línea en el mapa con el dedo.

—Por ahí os toparéis con una pelea a cada paso —indicó el fraile Pembleton con sinceridad—. Y Prado de Mala Hierba, a decir de todos, es en estos momentos un puesto avanzado de los powris. También hay muchos gigantes por allá arriba.

—¿Dónde está la carretera más hacia el este? —preguntó maese Jojonah.

El fraile se acercó al mapa, lo examinó un momento y desplazó el dedo hacia el este de su posición previa, luego hacia el norte cortando por la región más estrecha del este de las Tierras Boscosas, y luego directamente hacia el sur de Alpinador.

—Desde luego, podéis virar de nuevo hacia el oeste antes de cruzar las Tierras Boscosas, rodeando por el norte los tres pueblos de la región.

—¿Qué terreno encontraríamos? ¿Has estado alguna vez allá arriba? —preguntó maese Jojonah.

—Una vez —respondió el fraile—. Cuando reconstruyeron Dundalis por primera vez tras el asalto de los trasgos, hace varios años, por supuesto. Es una región cubierta de bosques; crecen en las laderas de las colinas, de ahí su nombre.

—Con tanto bosque es muy difícil viajar con carruajes —observó el hermano Braumin.

—No tan difícil —repuso el fraile—. Son bosques viejos, con grandes y oscuros árboles, pero con poco sotobosque, a excepción, claro, del musgo caribú, que encontraréis en abundancia.

—¿Musgo caribú? —preguntó el hermano Francis y todos los ojos se volvieron hacia él, ya que sus compañeros monjes se sorprendieron de que no conociera ese nombre. Francis hizo frente a la intrigada mirada de maese Jojonah; el joven frunció de nuevo el entrecejo de forma amenazadora.

—Ningún tomo habla de eso —contestó a la pregunta no verbalizada del padre.

—Es un arbusto blanco y de poca altura —explicó el fraile Pembleton—. Vuestros caballos no deberían tener problemas al pisarlos, aunque se agarrará a las ruedas. Además, la espesura deja poca luz para que crezca mucho sotobosque. Conseguiréis pasar, no importa cuánto os desviéis hacia el oeste.

—Pasaremos por el camino previsto inicialmente —replicó Francis con severidad.

—Te ruego me perdones, buen hermano —dijo el fraile Pembleton con una respetuosa reverencia—. Nunca he dicho que no pasaríais; sólo os he advertido…

—Y por eso te estamos verdaderamente agradecidos —dijo maese Jojonah al hombre, aunque estaba mirando a Francis mientras hablaba—; y ahora te pregunto, de buena fe, ¿qué carretera elegirías tú que estás más familiarizado con ese territorio?

Pembleton se rascó la espesa barba, considerando ambas opciones.

—Iría por el este —respondió—; y luego hacia el norte, directamente hacia Alpinador. El territorio está poco poblado, pero comprobaréis que los nativos que viven a lo largo de la ruta son bastante amables, aunque probablemente no os sirvan de mucha ayuda.

Maese Jojonah asintió; el hermano Francis se disponía a protestar.

—¿Te importa ir ahora a hablar con los conductores para explicarles por dónde deben tomar la carretera del este? —pidió Jojonah al fraile—. Enseguida tenemos que volver a ponernos en camino.

El fraile hizo otra reverencia y se marchó, mirando hacia atrás varias veces.

—El padre abad… —empezó a decir el hermano Francis.

—No está aquí —le interrumpió con presteza maese Jojonah—. Y si estuviera aquí, estaría de acuerdo con el nuevo itinerario. Sublima tu orgullo, hermano. No es apropiado para alguien con tu adiestramiento y de tu condición.

El hermano Francis se disponía a discutir, pero las palabras se le diluyeron en un torbellino de absoluta rabia antes de que ni tan sólo pudiera abrir la boca. Con rapidez, recogió el pergamino y lo arrugó por muchos sitios al doblarlo con brusquedad; era la primera vez que los demás le habían visto tratar un mapa de aquella manera. Después, se alejó enfurecido.

—Se va a establecer contacto con el padre abad —dedujo el hermano Braumin.

Maese Jojonah soltó una risita ante aquella idea, convencido de que su elección era correcta y de que Francis estaba simplemente demasiado cegado por la rabia y el orgullo herido para ver más allá.

Poco después la caravana estaba en camino hacia la carretera del este, sin más incidentes. El hermano Francis no salió en todo el día de la parte posterior de su carruaje y los monjes que cabalgaban con él procuraban alejarse de su lado, pues ponía mala cara, según contaban.

—En algunas situaciones se puede contar con el padre abad Markwart —susurró con un malicioso guiño maese Jojonah al hermano Braumin.

El joven monje sonrió ampliamente, satisfecho siempre de ver cómo se ponía en su sitio al ambicioso Francis.

Tal y como el hermano Pembleton les había contado, la carretera era fácil y practicable. Los monjes que exploraban la zona con el cuarzo informaron que no había monstruos en absoluto, sólo el bosque salvaje. Maese Jojonah estableció que la marcha fuera uniforme y moderada. No podían forzar los caballos más allá de sus límites, ya que no cabía esperar otros de refresco durante el resto del trayecto hasta Barbacan ni tampoco en todo el camino de vuelta hasta encontrar al fraile Pembleton en el mismo prado que acababan de dejar atrás, donde volverían a cambiar estos caballos por los que ahora habían dejado al cuidado del hombre.

Suponiendo, naturalmente, que el pequeño caserío de Pembleton sobreviviera las próximas semanas; y dados los informes sobre la presencia de monstruos a sólo una treintena de kilómetros de allí, los monjes no podían más que rezar para que así fuera.

Viajaron hasta altas horas de la noche; maese Jojonah se arriesgó incluso a dedicar una parte sustancial del diamante para iluminar el camino. Acamparon en medio de la carretera, situando los carruajes en círculo para protegerse mejor. Dedicaron un esmerado cuidado a los caballos: les limpiaron las pezuñas y examinaron con detalle las herraduras; los secaron con una toalla, los llevaron a pastar a una pradera cercana y dispusieron más guardias en torno a ellos que alrededor del anillo de carruajes.

La marcha también resultó fácil al día siguiente, pero el nuevo itinerario sería mucho más largo y no había manera de cumplir el horario previsto sin forzar a los caballos. Precisamente el hermano Francis corrió detrás del carruaje de maese Jojonah y se subió a él para hablar del asunto.

—¿Y si los cansamos hasta tal punto que no puedan continuar? —arguyó el padre.

—Hay un modo de conseguirlo —dijo sin inmutarse el hermano Francis.

Maese Jojonah sabía de qué estaba hablando: en los tomos antiguos, Francis había dado con un método, una combinación de piedras mágicas capaz de robar fuerza a un animal para dársela a otro. Maese Jojonah pensaba que era un procedimiento realmente bárbaro y había esperado que Francis considerara improcedente incluso hablar de él. O había esperado que al menos la caravana podría seguir avanzando según el horario previsto y que así él podría impedir que Francis utilizara aquel método, pues sabía que el impaciente y ambicioso hermano con toda seguridad querría probar la nueva combinación mágica, aunque sólo fuera para poder añadir una destacada nota a pie de página en su diario del viaje. Ahora, frente a la realidad de un camino más largo, el padre dirigió una mirada al hermano Braumin, que se limitó a encogerse de hombros, pues él también carecía de respuestas prácticas. Al fin, Jojonah levantó las manos en señal de rendición.

—Inténtalo —le indicó a Francis.

El monje asintió sin poder ocultar una sonrisa y se fue.

Los monjes a las órdenes del hermano Francis utilizaron la turquesa y la hematites para, en menos de una hora, llevar hasta los carruajes a algunos ciervos. Los desgraciados animales salvajes fueron atados junto a los caballos y de nuevo se les aplicó la combinación de la hematites y la turquesa, ahora para extraerles la fuerza vital y transferir esa energía y esa potencia a los caballos.

No tardaron en abandonar a los ciervos en la carretera, dos de ellos muertos y el resto demasiado exhaustos incluso para mantenerse de pie. Maese Jojonah miró hacia atrás para observarlos con sincera compasión. Tuvo que recordarse a sí mismo la urgencia de la misión, el hecho de que muchos, muchos más animales y personas sufrirían enormemente si no encontraban las respuestas y no repelían a los monstruos.

Pero aun así, la visión de los animales agotados en la carretera le entristeció profundamente. Pensó que la Iglesia abellicana no debería ocuparse de cosas tan turbias como aquella.

Trajeron más ciervos e incluso un oso grande; el animal no tenía una actitud amenazante, pues lo habían dominado con intrusiones telepáticas. De este modo, continuamente renovados con energía robada, los caballos recorrieron casi cien kilómetros antes de la puesta de sol, y de nuevo la caravana viajó largo tiempo durante la noche.

Gracias a la abundante vida salvaje y a la ausencia de monstruos, ni Jojonah ni Francis dudaban de que en un par de días recuperarían el tiempo perdido respecto al horario previsto a pesar del rodeo efectuado.

—¡Trasgos precisamente! —declaró un hombre, y arrojó con tanta violencia su jarra de cerveza sobre la mesa de roble que el asa de metal se separó de la abrazadera superior y el líquido dorado se derramó por todas partes. El hombre era enorme y fuerte, de brazos y pecho abultados, y cabello y barba espesos. Apenas destacaba en medio de aquella asamblea de treinta hombres adultos de Tol Hengor, todos gente endurecida —altos y fuertes— por la vida en el áspero clima del sur de Alpinador.

—Un centenar de trasgos, por lo menos —indicó otro hombre—. Y con uno o dos gigantes, no lo dudéis.

—Y aquellas estúpidas criaturas enanas —añadió otro—. ¡Feos como el culo de un perro viejo, pero más duros que una bota estofada!

—¡Bah! ¡Los aplastaremos uno tras otro! —prometió el hombre, gruñendo a cada palabra.

Entonces se abrió la puerta de la cervecería del pueblo y todas las miradas convergieron en el hombre que entraba, alto incluso para la estatura habitual en Alpinador. Ya había visto más de sesenta inviernos, pero se conservaba tan fuerte como cualquier veinteañero y no había ni pizca de flojedad ni en sus músculos ni en su porte. Por el pueblo, por todo Alpinador, se murmuraba a menudo que este hombre había sido tocado por magias feéricas, y en cierto sentido era bastante verdad. Su pelo era muy rubio y largo, le llegaba bastante más abajo de los hombros, y su cara se adornaba con una bien arreglada barba dorada que hacía destacar sus ojos, que brillaban con un azul intenso como el cielo claro del norte. Todas las jactancias se acabaron en aquel momento en deferencia a aquel hombretón.

—¿Los has visto? —preguntó un hombre, una cuestión totalmente tonta para todos aquellos que conocían al recién llegado, el guardabosque Andacanavar.

El hombre se acercó a la larga mesa e inclinó la cabeza; luego, se sacó la tremenda espada de hoja ancha por encima del hombro y dejó su acero manchado de sangre sobre la mesa.

—¿Nos has dejado alguna diversión? —preguntó un hombre con una gran carcajada, que corearon todos los asistentes.

Todos excepto uno.

—Demasiada —dijo Andacanavar con aire severo, y la sala quedó en silencio.

—¡Trasgos precisamente! —repitió con determinación el hombre que había vertido la cerveza.

—Trasgos y gigantes y powris —corrigió el guardabosque.

—¿Cuántos gigantes? —preguntó una voz desde el extremo de la enorme mesa.

—Había siete —respondió el guardabosque, levantando su resplandeciente espada ante los ojos del auditorio—. Ahora hay cinco.

—Bah, no son tantos —exclamaron dos hombres al unísono.

—Demasiados —dijo de nuevo Andacanavar, con más rotundidad—. Con la ayuda de sus aliados pequeñajos que mantendrán a raya a nuestros guerreros, los cinco gigantes destruirán Tol Hengor.

Miradas nerviosas se cruzaron con otras feroces y rabiosas; los orgullosos norteños no supieron qué responder. Sentían por Andacanavar el mayor de los respetos; nunca los había llevado por el mal camino. Durante los últimos meses, a causa de la incursión por mar y por tierra, todos los pueblos de Alpinador se habían visto gravemente afectados y muchos de ellos invadidos por completo. Sin embargo, siempre que el incansable Andacanavar estaba cerca, la situación se había equilibrado y los alpinadoranos habían salido bien parados.

—Entonces, ¿qué tenemos que hacer? —preguntó un hombre con pinta de oso llamado Bruinhelde, el jefe de Tol Hengor, inclinándose hacia adelante sobre la mesa para poder mirar cara a cara al guardabosque. Hizo una seña a una mujer que estaba de pie esperando a un lado de la tienda, y esta tomó un trapo y se acercó al corpulento guardabosque.

—Llevarás a tu gente hacia el oeste —explicó Andacanavar, entregando su espada a la mujer, que con gran reverencia se dispuso a limpiarla.

—¿Y nos esconderemos en el bosque como mujeres o niños? —rugió el hombre que había derramado la cerveza, brincando en su asiento. Había bebido demasiado y se tambaleaba sobre unos pies poco firmes; el otro hombre que estaba a su lado enseguida lo echó al suelo de un empujón.

—Voy a intentar seguir atacando a los gigantes —explicó el guardabosque—. Si puedo derrotarlos o hacer que se retiren lejos, tú y tus guerreros podréis atacar de nuevo al resto y recuperar Tol Hengor.

—No tengo ganas de abandonar mi casa —replicó Bruinhelde; luego hizo una pausa y toda la habitación quedó en silencio. Bruinhelde era el jefe, un título ganado en combate, y la tribu seguiría sus palabras, fuera lo que fuese lo que Andacanavar sugiriera—. Pero confío en ti, amigo mío —añadió, extendiendo el brazo para posar su mano en el hombro del guardabosque—. Ataca fuerte y rápido. Sería preferible que esas inmundas criaturas no pusieran sus pies en Tol Hengor. Si lo hacen, mi mayor deseo es echarlas cuanto antes. No me seduce la idea de tener que soportar la intemperie del bosque a mi edad.

Bruinhelde pronunció la última frase con un guiño, pues era más de quince años más joven que Andacanavar, y era bien sabido que el guardabosque nómada vivía casi siempre en las profundidades del bosque.

Andacanavar inclinó la cabeza hacia el jefe y después hacia los demás; tomó el trapo de manos de la mujer y acabó de limpiar de la espada la sangre del gigante; luego, la levantó para que todos pudieran ver cómo resplandecía. Era una hoja forjada por los elfos, llamada Rompedora de Hielo, el mayor objeto jamás construido con silverel. Rompedora de Hielo no perdía brillo ni se mellaba y, manejada por los fuertes brazos de Andacanavar, podía cortar de cuajo árboles pequeños de un solo golpe. El guardabosque deslizó la hoja de nuevo en la vaina situada detrás de su hombro, hizo una inclinación de cabeza ante Bruinhelde y se marchó.

Maese Jojonah y Braumin Herde se encontraban en la cresta de una elevada sierra; miraban hacia abajo, donde se asentaba un pequeño pueblo de casas de piedra en un valle ancho y poco profundo. El sol estaba bajo por poniente y proyectaba sombras alargadas a lo largo del valle.

—Hemos llegado más lejos de lo que creíamos —dedujo el hermano.

—Alpinadoranos —asintió maese Jojonah—; o bien hemos cruzado el límite de las Tierras Boscosas o bien estos nativos se han instalado más allá de su frontera reconocida.

—Espero que sea lo primero —repuso el hermano Braumin—. El hermano Baijuis, experto en el uso de sextantes, así lo cree.

—La magia utilizada con animales salvajes es eficaz pero inmoral —dijo el padre secamente.

El hermano Braumin lo miró de soslayo, examinándolo. También a él le repugnaban aquellas extracciones de vida de los inocentes animales salvajes, aunque desde luego no parecía tan consternado como Jojonah.

—Incluso el tozudo Francis está de acuerdo en que hemos recuperado el tiempo perdido con el rodeo —prosiguió Jojonah—; aunque tenía pocos argumentos ya que el padre abad Markwart estuvo de acuerdo con nosotros por haber elegido la ruta del este.

—El hermano Francis raramente necesita apoyo, ni tan sólo lógica, cuando disiente —observó Braumin, mientras esbozaba una sonrisa de complicidad con su superior—. Ahora está trazando nuestro nuevo itinerario, y sorprendentemente con el mismo fervor con que trazó el anterior.

—No es tan sorprendente —repuso maese Jojonah, bajando la voz hasta convertirla en un susurro al advertir que se acercaban dos monjes jóvenes—. El hermano Francis hará cualquier cosa para impresionar al padre abad.

El hermano Braumin rio con disimulo, pero dejó de hacerlo al darse la vuelta para mirar a los recién llegados y ver su expresión grave.

—Rogamos que perdones nuestra intromisión, maese Jojonah —dijo uno de ellos, llamado Dellman. Ambos jóvenes se pusieron a hacer múltiples reverencias.

—Vale, vale —indicó el padre con impaciencia, pues le resultaba evidente que ocurría algo terrible—. ¿Qué pasa?

—Un grupo de monstruos —explicó el hermano Dellman—. Vienen del oeste y van hacia aquel pueblo.

—El hermano Francis insiste en que podemos evitarlos con facilidad —intervino el otro monje—. Pero ¿vamos a dejar que esos aldeanos mueran asesinados?

Maese Jojonah se volvió hacia Braumin, que sacudía la cabeza muy lentamente, como si el propio movimiento le causara un gran dolor.

Las instrucciones del padre abad eran claras —dijo con incomodidad el inmaculado—: no podemos perder tiempo con nadie, ni amigo ni enemigo, al menos hasta que hayamos completado nuestra misión en Barbacan.

Jojonah miró hacia abajo, al pueblo, a los penachos de humo gris que emergían perezosamente de las chimeneas. Se imaginó lo oscuro y cubierto que pronto podría quedar todo, las oleadas de humo negro saliendo de las casas en llamas y gente, niños, corriendo de un lado a otro gritando de terror y dolor.

Y luego muriendo, horriblemente.

—¿Qué sientes en tu corazón, hermano Dellman? —preguntó de forma inesperada el padre.

—Soy leal al padre abad Markwart —respondió el joven monje sin vacilar, enderezando los hombros con resolución.

—No te pregunto cómo procederías si la decisión estuviera en tus manos —le explicó maese Jojonah—; sólo te pregunto qué sientes en tu corazón. ¿Qué deberían hacer los monjes de Saint Mere Abelle cuando se les plantea una situación como esta?

Dellman empezó a contestar en favor de pelear junto a los aldeanos, pero se detuvo, confuso. Luego, empezó de nuevo a hablar, pero su razonamiento iba en otro sentido: se refirió al objetivo de mayor alcance, al mayor bien para todo el mundo. Pero otra vez se detuvo, gruñendo de frustración.

—La orden abellicana tiene una larga tradición en la defensa de aquellos que no pueden hacerlo por sí mismos —indicó el otro monje—. En nuestra propia región, muchísimas veces hemos dado refugio a aldeanos en la abadía durante épocas de peligro, ya fueran invasiones de powris o tormentas inminentes.

—Pero ¿qué pasa con el bien mayor? —preguntó maese Jojonah, interrumpiendo al joven monje antes de que pudiera tomar demasiado impulso.

Al no recibir respuesta alguna, maese Jojonah emprendió una táctica distinta.

—¿Cuánta gente calculas que hay allá abajo? —preguntó.

—Treinta —respondió el hermano Braumin—; quizá lleguen a cincuenta.

—¿Y por cincuenta vidas tendríamos que pagar el precio de fracasar en nuestra misión más importante, riesgo que con toda seguridad asumiríamos en el caso de intervenir?

De nuevo se hizo un incómodo silencio; los dos jóvenes monjes no paraban de mirarse, buscando el uno en el otro la respuesta adecuada a la cuestión que planteaba Jojonah.

—Conocemos la posición del padre abad Markwart al respecto —observó el hermano Braumin.

—El padre abad insistiría en que no compensa el coste potencial —dijo con aspereza maese Jojonah—. Y de ese punto haría una cuestión personal.

—Y nosotros somos leales al padre abad Markwart —dijo el hermano Dellman, como si ese simple hecho cerrara el debate.

Pero maese Jojonah no lo iba a dejar escapar tan fácilmente, no iba a dejar que Dellman o cualquier otro eludiera la responsabilidad de la decisión; una decisión, creía, que concernía al núcleo más profundo de la orden abellicana, y estaba en la misma base de su disputa con Markwart.

—Nosotros somos leales a los principios de la Iglesia —corrigió—. No a personas.

—El padre abad representa esos principios —arguyó el hermano Dellman.

—Eso esperaríamos —replicó el padre; miró a Braumin Herde de nuevo, y vio que el hombre estaba visiblemente angustiado por el derrotero de las preguntas de Jojonah.

—¿Qué opinas tú, hermano Braumin? —le preguntó el padre directamente—. Hace más de diez años que estás al servicio de la Iglesia; sobre lo que ahora nos preocupa, ¿qué te aconsejan tus estudios de los principios de la orden abellicana? De acuerdo con esos principios, ¿hay que correr el riesgo de perder un bien mayor, por cincuenta o cien vidas?

Braumin se estremeció, francamente sorprendido de que maese Jojonah lo hubiera puesto en el punto de mira, le hubiera pedido que revelara en público lo que sentía en su corazón. Sus pensamientos volvieron a la batalla con los powris en Saint Mere Abelle, al aldeano que el padre abad había poseído para saltar con su cuerpo hacia una muerte segura. Aquel acto realizado con el pretexto de un bien mayor —la acción acabó con muchos powris— había dejado un sabor persistente y sucio en la boca de Braumin y una negrura fría en su corazón que todavía sentía.

—¿Hay que correr ese riesgo? —insistió Jojonah.

—Sí —respondió con sinceridad el hermano Braumin Herde—. Una vida merece ese riesgo. Dado que tenemos que afrontar una importantísima empresa, no deberíamos apartarnos de nuestro camino en busca de los que están en peligro, pero cuando Dios cree apropiado ponerlos delante de nosotros, tenemos la sagrada obligación de intervenir.

Los dos monjes jóvenes emitieron al unísono un grito sofocado, sorprendidos por lo que acababan de oír, pero también, en cierto modo, aliviados; alivio que se pintó particularmente en el rostro del hermano Dellman, según advirtió claramente Jojonah.

—Y vosotros dos —les preguntó Jojonah—, ¿qué pensáis de nuestro proceder?

—A mí me gustaría salvar el pueblo —respondió el hermano Dellman—, o por lo menos avisarlos de la inminente invasión.

El otro monje se mostró de acuerdo.

Jojonah adoptó una actitud meditativa para ponderar los riesgos.

—¿Hay más monstruos en la zona? —preguntó.

Los dos monjes jóvenes se miraron y luego se encogieron de hombros.

—¿Y qué potencia tiene la fuerza que se acerca? —prosiguió maese Jojonah.

Tampoco hubo respuesta.

—Son cuestiones que debemos contestar cuanto antes —explicó maese Jojonah—. De lo contrario, debemos seguir lo decretado por el padre abad Markwart y no desviarnos de nuestro camino, abandonando a los aldeanos a su triste suerte. En marcha, pues —ordenó a ambos, ahuyentándolos como si fueran perros extraviados—. Hablad con los que disponen de las piedras de cuarzo; encontradme las respuestas y deprisa.

Los dos monjes jóvenes hicieron una reverencia, se dieron la vuelta y echaron a correr.

—Corres un gran riesgo —observó el hermano Braumin tan pronto como los dos monjes se hubieron ido—. Y un riesgo más personal que para la expedición.

—¿Qué riesgo correría mi alma si no lo hago? —preguntó Jojonah, una consideración que de momento quitó consistencia al argumento de Braumin.

—Pero —dijo al fin el monje más joven—, si el padre abad…

—El padre abad no está aquí —le recordó maese Jojonah.

—Pero estará aquí si el hermano Francis descubre que planeas intervenir contra esos monstruos.

—Me las arreglaré con el hermano Francis —le aseguró maese Jojonah—. Y con el padre abad, si se abre camino a través del cuerpo de Francis.

Su tono revelaba que la discusión había acabado y, a pesar de sus bien fundados temores, Braumin Herde sonrió mientras Jojonah caminaba con decisión delante de él. Braumin comprendió que el padre, su mentor, estaba tomando una posición de principios. Algunas veces, cuando el corazón hablaba lo suficientemente fuerte, uno tenía que aferrarse a su posición.

La noche era oscura; la luna llena había salido temprano, pero había quedado cubierta por una espesa y amenazadora capa de nubes de tormenta. Una noche adecuada, dada la fuerza de monstruos que se aproximaba a Tol Hengor. Un contingente de casi doscientos formaba la perversa banda que ya había arrasado dos aldeas, y no había ninguna razón para pensar que tendrían mayores dificultades con la siguiente. Irrumpieron en el límite oeste del valle en su habitual formación semicircular de batalla; los trasgos formaban un escudo frontal, escoltados por más trasgos con antorchas; los powris y los gigantes se agrupaban en medio, preparados para apoyar cualquier flanco o para cargar hacia adelante. Aunque avanzaban entre dos riscos, por la parte más baja y menos defendible, no los asustaba ninguna emboscada. Los humanos de Alpinador no solían usar arcos e incluso si los guerreros de la aldea hubiesen perfeccionado la técnica de la lucha a distancia, su número —según informes de los exploradores no pasaban de tres docenas— no sería suficiente para causarles mucho daño. Además, los gigantes, que podían encajar muchos impactos de flecha, contestarían a cualquier ataque a un flanco con una devastadora descarga de rocas, que invertiría la intención de la emboscada. No, los jefes powris lo sabían, los humanos de Alpinador eran peligrosos a corta distancia, en la lucha cuerpo a cuerpo, debido a su gran fuerza, pero no en tácticas de ataque-retirada. Por esa razón los monstruos habían elegido aquella formación en bloque en lugar de arriesgarse a dividir la banda en grupos más pequeños, que se hubieran dispersado en varias hileras para desplazarse por el terreno más abrupto de las sierras.

Así que los powris con sus aliados avanzaban con total confianza por el amplio valle; estaban ansiosos por saborear sangre humana: querían abrillantar el tono carmesí de sus gorras.

No podían imaginar el poder que se había confabulado contra ellos en forma de monjes de Saint Mere Abelle. Una docena se había apostado a la espera a cada lado del valle; el hermano Francis encabezaba a los de la ladera norte y el hermano Braumin a los del sur. Maese Jojonah estaba sentado lejos, detrás del grupo de Braumin, y apretaba contra su corazón una hematites, la más útil y versátil de todas las piedras. Fue el primero en sumergirse en la magia: su alma abandonó su forma corpórea y voló bajo el cielo nocturno.

La primera tarea era bastante fácil. Transportó su espíritu invisible a gran velocidad dirigiéndose hacia abajo, hacia el extremo oeste del valle. Encontró al ejército que se aproximaba y se percató de su potencia y de su formación. El espíritu volvió con rapidez por donde había venido: primero pasó por el risco norte donde estaba el hermano Francis y luego cruzó hacia donde estaba el hermano Braumin con objeto de informar debidamente a cada grupo. Entonces, a la velocidad del pensamiento, se fue de nuevo hasta los monstruos que seguían acercándose.

Era la hora de su misión más compleja: infiltrarse entre la fuerza de los monstruos. Invisible y silencioso, atravesó la semicircunferencia de trasgos hasta el grupo central con objeto de apoderarse del cuerpo de un powri, pero prudentemente reconsideró su decisión. Los powris, según proclaman los tomos antiguos, son especialmente resistentes a la magia y, en particular, a cualquier forma de posesión. Son duros e inteligentes y tienen mucha fuerza de voluntad.

Pero maese Jojonah no quería meterse en el cuerpo de un trasgo. Si lo hacía, podía ocasionarles algunos daños, desde luego, pero nada sustancial. Los trasgos eran de carácter imprevisible y traicionero, por lo que no sorprendería demasiado ni a powris ni a gigantes que uno de ellos se volviera de repente contra el grupo, y su frágil cuerpo no podría infligir demasiado daño a los duros powris ni, muchísimo menos, a un gigante.

Así que sólo le quedaba una opción; sabía que se estaba aventurando en un territorio jamás explorado. Nunca había leído nada sobre la posesión de un gigante y sabía muy poco acerca de la naturaleza de esas enormes criaturas, salvo que tenían mal carácter y tremenda destreza en el combate.

Su espíritu se movió con cautela entre un puñado de fomorianos. Uno en concreto, un enorme ejemplar, por supuesto, parecía controlar al grupo; intimidaba a los demás y les apremiaba.

Jojonah consideró las distintas tácticas que podría utilizar, lo cual le llevó a la convicción de que otra de las enormes criaturas podría ser un objetivo más adecuado. Ningún miembro del grupo, ni tan sólo el que parecía el líder, daba la impresión de ser demasiado inteligente, pero uno de ellos estaba en el extremo del espectro: era una criatura que corría a grandes zancadas, meneando la cabeza y riéndose con una risa tonta del ruido de sus labios babeantes.

El espíritu de Jojonah se deslizó en el subconsciente del monstruo.

¿Duh? —preguntó la voluntad del gigante.

¡Dame tu cuerpo! —exigió Jojonah telepáticamente.

¿Duh?

¡Tu cuerpo! —ordenó la voluntad del monje—. ¡Dámelo! ¡Vete!

—¡No! —rugió el gigante horrorizado en voz alta, y su voluntad se bloqueó con la de Jojonah, mientras instintivamente trataba de expulsar al monje.

¿Sabes quién soy? —preguntó Jojonah tratando de calmar a la enorme criatura, antes de que sus compañeros pudieran darse cuenta de que, de repente, algo grave le ocurría a aquel monstruo—. ¡Si comprendieras, imbécil, no me rechazarías!

¿Duh?

Soy tu dios —dijo Jojonah para engatusarlo—. Soy Bestesbulzibar, el demonio Dáctilo; he venido para ayudaros en las matanzas de los humanos; ¿no te sientes honrado de que haya elegido tu cuerpo para que sea mi receptáculo?

¿Duh? —preguntó de nuevo el espíritu del gigante, pero el tono de la inquisición telepática fue sensiblemente diferente.

—Vete —indicó Jojonah, percibiendo la debilidad—, o encontraré otro receptáculo y lo emplearé para aniquilarte por completo.

—Sí, sí, amo —lloriqueó el gigante en voz alta.

¡Silencio! —ordenó Jojonah.

—Sí, sí, amo —repetía el gigante en voz aún más alta.

Jojonah, ahora parcialmente atrincherado, podía oír el mundo exterior a través de los oídos de aquella enorme criatura; podía oír los sonidos de otros gigantes agrupados alrededor, formulando preguntas. Cuando el líder del grupo de gigantes empujó al desconcertado monstruo, que no paraba de gritar, el padre lo sintió como si se hubiera tratado de su propio hombro.

El gigante elegido, convencido de que sin duda se trataba del demonio Dáctilo, se esforzaba desesperadamente en obedecer, aunque tenía muy poca idea sobre cómo podría salir de su propio cuerpo. Jojonah sabía que tenía que trabajar duro, pues la posesión, incluso con un receptáculo predispuesto, nunca era tarea fácil. Se sumergió más profundamente en la hematites; utilizó su magia para infiltrarse en cada aspecto y en cada sinapsis del cerebro del gigante. La reacción instintiva del monstruo fue de retroceso y de rechazo pero, sin el apoyo de la conciencia del gigante, sirvió de poco.

Jojonah sintió de modo intenso el golpe, cuando el gigante mayor de todos derribó su nuevo cuerpo.

—¡Cállate la boca! —ordenó el enorme bruto.

—Duh, sí, amo —respondió Jojonah. Verdaderamente, la pesada quijada y los pesados miembros demostraron ser una experiencia desagradable para el monje mientras trataba de hablar y de levantarse del suelo.

El imponente gigante le golpeó de nuevo y él bajó la cabeza sumisamente.

—Me estaré callado —dijo con suavidad.

Aquellas palabras parecieron calmar al líder del grupo de gigantes un buen rato, y el grupo avanzó hasta recuperar su sitio en la formación, ignorando que un nuevo espíritu se les había incorporado por el camino.

Doce monjes a cada lado del valle aguardaban en línea, con las manos juntas; el cuarto y el décimo de cada grupo tenían un grafito, y el hermano Francis, gracias a una concesión hecha por Jojonah para apaciguar su enfado, tenía un pequeño diamante. Francis era el punto de referencia para ambos grupos; era el que elegiría el momento. El monje tenía que atacar duro y sin cometer el menor error; cualquier represalia de los monstruos les costaría muy cara.

Francis dejó que pasara el borde frontal del semicírculo de trasgos. Todos estaban de acuerdo en que la clave para ganar estaba en destruir rápidamente a los powris y herir lo suficiente a los gigantes para arrebatarles su coraje para la lucha. Una vez eliminados los líderes, lógicamente, los cobardes trasgos tendrían pocas ganas de pelear.

Francis era el único en su línea que tenía los ojos abiertos, pues el resto se concentraba en la magia de los dos grafitos. Vio cómo pasaban los trasgos a menos de veinte metros de distancia y pudo adivinar las encumbradas siluetas de un puñado de gigantes. Francis respiró profundamente y conjuró con fuerza el poder del diamante, provocando un breve destello para avisar al hermano Braumin que esperaba al otro lado del camino.

—Ahora, hermanos —susurró Francis—. Es el momento.

Y entonces también él se sumergió en la magia comunitaria para transferir su energía a los grafitos a través de la línea.

Braumin indicó lo mismo a su grupo.

Una fracción de segundo después estalló el primer rayo atronador salido de la mano del cuarto monje de la línea de Francis; fue seguido por una explosión al otro lado del camino, y luego por otra expedida por el décimo de la línea de Francis e inmediatamente por otra desde el otro lado: la descarga de rayos se extendió de acá para allá; uno tras otro, los monjes transmitieron su energía para agrupar su potencia en cada una de las líneas. Muchos de los monjes más jóvenes no podían todavía utilizar las piedras por su cuenta, pero con el enlace mental con el hermano Francis, con Braumin Herde y con los estudiantes mayores, sus energías pudieron explotar una tras otra.

El valle entero tembló con un atronador estallido; cada destello abrasador revelaba que cada vez quedaban menos monstruos tratando de escapar.

En el centro de la formación enemiga, los powris corrían y eran derribados repetidamente, se tambaleaban estremeciéndose. Los gigantes, con mucho los objetivos mayores, recibieron más impactos, pero sus enormes cuerpos resistieron el ataque mucho mejor, y cuatro de los cinco todavía estaban de pie después de la primera descarga completa; sólo uno había sido derribado y no por un impacto de rayo mágico sino por un enorme árbol que le cayó encima.

El gigante más imponente del grupo, ignorando los gritos de su compañero atrapado, señalaba hacia la ladera norte y gritaba para que se desquitaran con rocas. Sin embargo, su propósito y su expresión cambiaron de pronto, cuando el gigante que estaba junto a él levantó una enorme roca en el aire y la estrelló sobre su cabeza.

Maese Jojonah percibió las repentinas protestas del verdadero espíritu del gigante poseído.

¡Lo mato y nosotros nos convertiremos en el líder! —improvisó telepáticamente, y aquello calmó en buena parte al estúpido gigante. Pero, pese a los esfuerzos del gigante por quedarse en un segundo plano y dejar que lo que él creía que era el Dáctilo controlara su forma corporal, no sabía cómo hacerlo. Así, el gigante reía más sonora y tontamente que nunca, mientras Jojonah ordenaba a los brazos que golpearan al gigante líder una y otra vez; al fin consiguió derribar al suelo a la aturdida criatura.

Los otros dos gigantes aullaron y trataron de interponerse.

Jojonah ocultó la roca en su pecho, la arrojó a la cara del atacante más próximo e hizo que se tambaleara. No obstante, el otro gigante lo golpeó con un ataque furioso; los dos rodaron por el suelo y aplastaron a uno de los pocos powris que quedaban por allí.

¡Hey! —protestó el espíritu del gigante poseído, y Jojonah percibió que la estúpida criatura al fin se estaba dando cuenta del engaño—. ¡Hey!

La voluntad del gigante se esforzó en dominar de nuevo la situación y atacar a Jojonah. Y entonces llegó la segunda lluvia de rayos.

Jojonah obligó al cuerpo del gigante a incorporarse y a salir al paso del rayo abrasador. Cuando el monje sintió la explosión de energía ardiente contra su pecho, volvió a conectar el maltrecho cuerpo a su legítimo propietario, y su espíritu emprendió el vuelo y se quedó suspendido en el aire para contemplar la escena.

El gigante más grande, pese a que perdía mucha sangre que le manaba de la cabeza, se las apañó como pudo para ponerse en pie tambaleándose; recibió el impacto de la siguiente descarga de rayo y después otra. La enorme criatura cayó de nuevo al suelo; había perdido toda su energía y toda su resistencia y sólo esperaba que la muerte se lo llevase.

Los rayos continuaron atacando; cada explosión era más débil que la anterior a medida que se iba consumiendo la energía mágica de los monjes. Pero maese Jojonah se dio cuenta de que no habría contraataque, ya que todo lo que quedaba del ejército de los monstruos era algo menos de la mitad de los trasgos, una docena de powris y un solo gigante; todos ellos estaban demasiado asustados, demasiado maltrechos y demasiado sorprendidos para pensar en continuar la batalla. Antorchas dispersas señalaban la huida hacia el oeste, atrás, hacia la salida del valle, por el camino por donde habían llegado.

En su retirada, los monstruos pasaron por delante de otro silencioso observador, un hombre que había pensado intervenir con ataques más silenciosos por la retaguardia de la formación. Los que inadvertidamente se aventuraron demasiado cerca del guardabosque encontraron la muerte en la punta de su enorme espada. Y cuando Andacanavar descubrió que uno de los gigantes todavía vivía, se acercó a la enorme criatura a la que ya le quedaban pocas fuerzas, y la atacó con una serie de tremendos golpes que acabaron con ella antes de que pudiera advertir la presencia del hombre.

Cuando al fin el valle recobró el silencio, el hermano Francis condujo tranquilamente a sus monjes al otro lado del camino para que se reunieran con sus compañeros. Entonces todo el grupo se puso en marcha de nuevo desde el risco sur de regreso adonde estaban los carruajes y maese Jojonah; allí organizaron enseguida la caravana y se pusieron en marcha, pues no deseaban ser descubiertos ni por monstruos ni por alpinadoranos.

Andacanavar observaba aquello con una mezcla de esperanza y confusión.