El viaje por la carretera hasta allí había sido sorprendentemente tranquilo. Habían encontrado una banda de trasgos en el extremo sur de Los Páramos, pero los despacharon con su característica eficacia: tres tiros del arco de Juraviel, la descarga de un rayo de Pony y Elbryan y Sinfonía atropellando a un par que consiguieron escabullirse del grupo principal. Luego, el guardabosque y el elfo, expertos seguidores de rastros, exploraron la zona y no encontraron señal alguna que indicara la presencia en las proximidades de más monstruos y, por tanto, la lucha, de momento, había terminado.
La calma fue más completa aún cuando dejaron muy atrás los salvajes Páramos y se adentraron en el reino de Honce el Oso, justo al sur de las Tierras Boscosas. El extremo noroeste de Honce el Oso no estaba muy poblado y realmente sólo había un acceso que pudiera ser considerado una carretera; era la que enlazaba las Tierras Agrestes y la carretera principal entre Palmaris y Prado de Mala Hierba. Aparentemente, los trasgos y los powris no habían encontrado distracción suficiente en aquella región, pues no había el menor signo de que anduvieran por allí.
Sin embargo, los tres no tardaron en llegar más al sur, a regiones más pobladas, cruzaron campos delimitados con setos y muros de piedra y encontraron muchas carreteras. Y en todas ellas había huellas de trasgos, powris y gigantes, y el rastro más profundo de ruedas de carros cargados y de máquinas de guerra de los powris.
—Tierras Bajas —explicó Pony, señalando un penacho de humo que se alzaba en lontananza, por encima de una pequeña colina. La chica sólo había estado allí un par de veces y durante poco tiempo, pero a pesar de ello conocía la zona mucho mejor que cualquiera de sus dos compañeros. Cuando el ejército invasor de los monstruos había llegado por vez primera a los tres pueblos de las Tierras Boscosas, fue Pony la que viajó hacia el sur para avisar del peligro inminente a los habitantes de Tierras Bajas así como a las comunidades vecinas.
—Ocupado por monstruos —dedujo el guardabosque, ya que le parecía poco probable que los humanos permanecieran todavía en los pueblos, dado el enorme número de huellas del enemigo en las carreteras. Y aquel humo no correspondía al de una villa saqueada ni era la violenta y ondulante humareda negra de los edificios en llamas, sino más bien la simple columna gris de una chimenea.
—Y probablemente encontraremos el pueblo vecino en las mismas condiciones —dedujo Belli’mar Juraviel—. Parece como si nuestros enemigos se hubieran atrincherado bien y pensaran quedarse.
—Caer Tinella —observó Pony después de reflexionar un momento—. El siguiente pueblo en línea es Caer Tinella.
La mujer volvió a mirar hacia el norte mientras hablaba, pues el grupo se había desviado desde una carretera principal, la que unía Palmaris con Prado de Mala Hierba. Habían viajado a través del bosque en el que habían penetrado por el oeste, justo al sur de Caer Tinella, el municipio organizado más al norte de Honce el Oso, y por consiguiente el más cercano a los tres pueblos de las Tierras Boscosas.
—¿Y más allá de Caer Tinella? —preguntó Elbryan.
—La carretera de vuelta a casa —respondió Pony.
—En ese caso debemos empezar en el norte —razonó el guardabosque—. Volveremos sobre nuestros pasos rodeando Caer Tinella y veremos lo que podemos encontrar; después, regresaremos a Tierras Bajas para empezar la lucha.
—Probablemente encontrarás una pelea justo sobre aquella colina —comentó Juraviel.
—Nuestra máxima prioridad es localizar refugiados, si los hay en la zona —repuso Elbryan, y no era la primera vez que expresaba esos sentimientos. No lo dijo de viva voz, pero esperaba que podría encontrar a Belster O’Comely y a los demás de Dundalis entre los grupos de resistentes que operaban en la región.
El guardabosque miró a Pony, vio una sonrisa en su cara y supo que la chica lo había comprendido al captar la impaciencia de su voz; también supo que ella sentía lo mismo en su corazón. Sería estupendo encontrarse de nuevo entre aliados de confianza. A instancias de Elbryan, Pony montó detrás de él sobre el amplio lomo de Sinfonía.
—¿El pueblo está en la carretera? —preguntó Belli’mar Juraviel.
—Los dos pueblos lo están —contestó Pony—. Tierras Bajas al sur y Caer Tinella unos pocos kilómetros al norte.
—Pero evitaremos Caer Tinella por el oeste dando un amplio rodeo al pueblo —explicó Elbryan—. Es posible que algún grupo de resistentes esté acampado más allá, hacia el norte, donde los campos y las carreteras son escasos y el bosque es más tupido.
—Marchad hacia el oeste —asintió Juraviel, ojeando la carretera del norte—. Yo iré bordeando más de cerca Caer Tinella para ver si puedo hacerme una idea fiable de la potencia de nuestros enemigos.
Elbryan, que temía por su pequeño amigo, se disponía a protestar, pero se tragó las palabras al considerar el sigilo que caracterizaba a los Touel’alfar. Belli’mar Juraviel podía colocarse justo detrás del ciervo más alertado y darle un par de palmadas en la grupa antes de que el animal llegara a darse cuenta de que estaba allí.
Además, Juraviel no habría escuchado ningún razonamiento; Elbryan lo dedujo de la expresión maliciosa de su anguloso rostro; su deducción se vio confirmada cuando Juraviel sorprendió a Pony y a Elbryan guiñando su ojo dorado, y dijo:
—Y de los puntos flacos de nuestros enemigos.
Luego el elfo se fue, deslizándose como una sombra entre las sombras.
—Me dirás lo que yo quiero saber —prometió \Kos-kosio Begulne.
Roger se sentó tan recto como le permitieron las estrechas ataduras y una sonrisa conciliadora se dibujó en su rostro.
Kos-kosio Begulne proyectó la cabeza hacia adelante de tal modo que la huesuda frente del powri aplastó la nariz de Roger y lo hizo caer hacia atrás.
Roger escupió y trató de apartarse rodando, pero las cuerdas le sujetaban los brazos al respaldo de la silla y no pudo conseguir un punto de apoyo. De repente, un par de powris aparecieron detrás de él y volvieron a levantarlo con brusquedad.
—Oh, claro que me lo dirás —declaró Kos-kosio Begulne. El powri sonrió con maldad y levantó una mano nudosa haciendo chasquear los dedos.
El sonido aterrorizó al pobre Roger y el muchacho sólo pudo emitir un gemido cuando se abrió la puerta de la pequeña habitación y entró otro powri que llevaba atado con una corta cuerda al perro más enorme y vil que Roger había visto nunca. El perro quería abalanzarse sobre él y el powri lo retenía con fuerza; enseñaba sus dientes formidables, chillaba y ladraba, y sus mandíbulas poderosas hacían ademán de morder.
—Los sabuesos Craggoth comen mucho —explicó en tono amenazador \Kos-kosio Begulne—. Ahora, muchacho, ¿tienes algo que decirme?
Roger respiró profundamente varias veces, intentando calmarse, tratando con energía de no dejarse llevar por el pánico. Los powris querían saber el lugar del campamento de refugiados, algo que Roger estaba decidido a no confesar, cualesquiera que fuesen las torturas a que lo sometieran.
—Demasiado tarde —dijo Kos-kosio Begulne, de nuevo con un castañeteo de dedos. El powri soltó la cuerda y el sabueso Craggoth brincó hacia la garganta de Roger.
El muchacho se echó hacia atrás, pero el perro siguió su movimiento; los colmillos del animal le arañaron las mejillas y crujieron contra las mandíbulas del hombre.
—No dejéis que la bestia lo mate —ordenó \Kos-kosio Begulne a los demás—. Que sólo lo deje malherido. Hablará, no lo dudéis.
Como tenía otras ocupaciones que atender, el jefe de los powris abandonó la habitación, aunque seguramente disfrutaba del espectáculo.
Para Roger el mundo se había reducido a sangre y a mandíbulas mordedoras.
Belster O’Comely echó un vistazo a las antorchas que se acercaban con un miedo como jamás había experimentado desde que abandonó Dundalis. Según los exploradores que acababan de regresar, los powris habían atrapado a Roger y la aparición de una fuerza de monstruos tan considerable en el bosque, moviéndose sin vacilar hacia el norte, llevó al gordinflón a creer que Roger se había visto forzado a entregarlos. Tal vez Jansen Bridges había tenido razón al criticar las bufonadas nocturnas de Roger.
No había ninguna posibilidad de que los casi doscientos refugiados, una buena parte de los cuales eran demasiado viejos o demasiado jóvenes, pudieran escapar de un ejército semejante, reflexionó Belster; de modo que a él y a sus compañeros aparentemente sólo les quedaba una opción: los capacitados para la lucha saldrían a pelear con los powris en el bosque y los entretendrían con tácticas de ataque y retirada hasta que los no capacitados pudieran irse lejos, muy lejos.
A Belster no le entusiasmaba la perspectiva, ni tampoco a Tomás ni a los demás líderes de los refugiados. Atacar a un grupo de monstruos organizado y preparado les costaría mucho y probablemente significaría el fin de cualquier resistencia real en la región. Belster sospechaba que cualquier humano que sobreviviera esa noche tendría que alejarse hacia el sur e intentar la difícil operación de deslizarse entre las líneas de monstruos para entrar en Palmaris. Muchas veces durante las dos últimas semanas, Belster y Tomás precisamente habían considerado tal alternativa y siempre habían acabado desechándola por demasiado peligrosa. Simplemente, todavía no se había ejercido bastante presión sobre los monstruos por parte de las fuerzas de Palmaris; por tanto, las líneas de los monstruos eran demasiado gruesas y estaban demasiado bien atrincheradas.
Con todo, el posadero había sospechado durante todo aquel tiempo que aquello acabaría por ocurrir, y de hecho se había dado cuenta de que la principal misión para él y sus luchadores era mantener a los no combatientes lejos del campo de batalla. La huida a Palmaris conllevaría riesgos, pero el verano no duraría siempre y muchos de los ancianos y de los jóvenes tampoco sobrevivirían a las frías noches de invierno en los bosques.
Con un profundo suspiro de impotencia, Belster alejó esos pensamientos. Tenía que concentrarse en los asuntos inmediatos, en dirigir la próxima batalla. Los arqueros ya se habían desplazado al este y al oeste de la horda de monstruos que se les echaba encima.
—El flanco este está listo para disparar —anunció Tomás Gingerwart, al aproximarse al posadero.
—Que ataquen duro y se retiren rápido —indicó Belster.
—Y los del oeste tienen que atacar duro y rápido tan pronto como los monstruos se desvíen hacia el este —repuso Tomás con acierto.
Belster asintió.
—Y entonces llegará nuestro turno, Tomás, la misión más crítica. Debemos estimar la potencia de nuestros enemigos enseguida y determinar si son lo bastante débiles y lo bastante desorganizados, para realizar un asalto completo. Si es así, enviaremos a nuestros luchadores al frente y advertiremos al este y al oeste para que se cierren como las mandíbulas de un lobo.
—Y si no —interrumpió Tomás, pues todo eso ya lo había escuchado antes—, los del oeste huirán hacia el bosque y los del este volverán para atacar duro la retaguardia de la línea de \Kos-kosio Begulne, que habrá dado la vuelta.
—Mientras, tú y yo y nuestros hombres nos reuniremos con los demás e iniciaremos el largo periplo hacia el sur —concluyó Belster; su tono deshinchado mostraba que no le gustaba la perspectiva.
—¿Empezarías de golpe? —preguntó Tomás, en cierto modo sorprendido. Había creído que acabarían aquella noche en el bosque, aunque estaba por decidir, y que esperarían las reveladoras luces del día para llevar a cabo sus planes.
—Si pretendemos dirigirnos hacia el sur y si sus fuerzas nos persiguen, tenemos pocas oportunidades; sería mejor irnos mientras los monstruos están ocupados con nuestros arqueros —decidió Belster.
—En ese caso, tenemos que hablarlo con ellos —replicó Tomás—; cuando por fin consigan romper sus filas, deben saber dónde encontrarnos.
Belster reflexionó un momento; sacudió la cabeza con expresión grave.
—Si, atemorizados, se dirigen directamente hacia el sur, los atraparán, y a nosotros con ellos —razonó—. Ya les he ordenado que huyan hacia el bosque si nos derrotan. Desde allí decidirán el camino que quieran, cualquiera que sea.
Aquellas fueron sin duda las palabras más difíciles que Belster O’Comely había pronunciado jamás. Sabía que el razonamiento era correcto, pero a pesar de ello sentía como si estuviera abandonando a sus camaradas.
La primera reacción de Tomás fue protestar inmediatamente, pero pronto la superó, al descubrir la expresión de dolor de Belster, y por eso se tomó el tiempo necesario para considerar la cuestión de forma más profunda. Llegó a la conclusión de que no podía menos que estar de acuerdo con la decisión, y comprendió que por difícil que llegara a ser la situación para los arqueros no lo sería menos para el grupo que se retiraba con Belster, ya que según todos los informes tendrían que cruzar kilómetros y kilómetros de tierras más infestadas aún de monstruos.
Desde el sur, otro hombre llegó corriendo hacia ellos.
—Los powris y los trasgos cuentan con cuatro gigantes aliados —informó—. Acaban de cruzar el riachuelo Arnesun.
Belster cerró los ojos y por supuesto se sintió abatido: cuatro gigantes, cualquiera de ellos probablemente podía liquidar a la mitad de sus guerreros. Todavía peor, los gigantes podían responder a la lluvia de flechas con el lanzamiento de enormes piedras y de lanzas del tamaño del tronco de un árbol.
—¿Debemos modificar el plan? —preguntó Tomás.
Belster sabía que era demasiado tarde.
—No —dijo gravemente—. Diles a los del flanco este que entren en acción; y que Dios los acompañe.
Tomás inclinó la cabeza hacia el explorador y este se alejó corriendo para transmitir la orden. Apenas diez minutos después, por el lado sur el bosque estalló en chillidos y rugidos, silbidos de flechas y ruidos atronadores provocados por las rocas que arrojaban los gigantes.
—Powris, trasgos y gigantes —explicó Juraviel a Elbryan y Pony cuando los alcanzó al noroeste de Caer Tinella—. Una fuerza considerable que se dirige hacia el norte, con un propósito claro, según parece.
Elbryan y Pony intercambiaron miradas de preocupación; les resultaba fácil dicho propósito.
—¿Subes con nosotros? —ofreció Elbryan bajando la mano hacia el elfo.
—¿Tres a lomos de Sinfonía? —preguntó Juraviel incrédulo—. Es un caballo tan excelente como el que más, no lo cuestiono, pero tres es demasiado.
—Entonces corre, amigo mío —propuso Elbryan al elfo—. Busca el lugar que más te convenga en la batalla.
En un abrir y cerrar de ojos, Juraviel salió corriendo a toda prisa por el bosque.
—¡Y mantén la cabeza agachada! —le gritó Elbryan.
—¡Tú también, Pájaro de la Noche! —fue la respuesta que ya llegó de lejos.
El guardabosque se volvió hacia Pony con la típica expresión de cuando iba a entrar en combate: una mirada de absoluta determinación que ella había llegado a conocer muy bien.
—¿Estás preparada con las piedras? —preguntó el hombre.
—Siempre lo estoy —contestó Pony severamente, maravillada ante el cambio operado en el hombre. En cuestión de segundos se había transformado de Elbryan en Pájaro de la Noche—. Tú recuerda todo lo que te enseñé sobre la hematites.
El guardabosque soltó una risita, se dio la vuelta y espoleó el caballo al galope. Pony había sacado el diamante e invocaba su magia para iluminar el camino; mientras avanzaban, sacó el ojo de gato del aro de su cabeza y lo puso en el de su compañero. Entonces dejó que se extinguiera la luz del diamante. El Pájaro de la Noche guiaría a Sinfonía, ya que gracias a la conexión telepática con el caballo a través de la turquesa mágica casi era como si el animal pudiera ver a través de los ojos del hombre. No obstante, pese a su ayuda, el guardabosque consideró que la senda era difícil por la espesa maleza y la maraña de árboles, con senderos que parecían desviarlos hacia el oeste en lugar de permitirles ir directamente hacia el norte; y de ese modo ocurrió que Juraviel, que había atajado por una ruta más directa que la de los jinetes, ya que los árboles apenas eran un obstáculo para el ágil elfo, llegó en primer lugar a un punto desde donde se podía oír el fragor de la batalla. Poco después vio a los monstruos corriendo a toda prisa de izquierda a derecha hacia el este, aparentemente en persecución de alguien.
—Gigantes —dijo el elfo con preocupación, al ver aquellas grandiosas figuras. Mientras miraba, una de las enormes criaturas lanzó una pesada piedra a través de una maraña de árboles y aplastó varias ramas.
Un hombre cayó pesadamente de uno de los árboles. Un grupo de trasgos y el gigante que le había lanzado la piedra fueron a por él, mientras los otros monstruos continuaban la persecución.
Juraviel miró en torno, esperando que el Pájaro de la Noche y Pony aparecerían. ¿Qué podía hacer él solo contra tan poderoso ejército?
El noble elfo alejó aquellos pensamientos. Fuese lo que fuese lo que pudiera hacer, había que intentarlo; no podía quedarse parado y mirar cómo asesinaban a un hombre. Se encaramó a un árbol y corrió por una rama resistente.
El hombre que se había caído aún vivía; la cabeza le colgaba y salían gemidos de su boca. Llegó un trasgo con un palo terminado en un pincho.
El primer disparo del arco de Juraviel alcanzó a la criatura en el riñón.
—¡Caray! —aulló el trasgo—. ¡Me han herido!
La segunda flecha le tocó en la garganta, y el monstruo se cayó gorgoteando y agarrándose en vano la mortal herida.
Sin embargo, el elfo ni lo miró, pues había advertido los manejos del gigante. En efecto, una pesada piedra chocó contra el árbol donde Juraviel había estado hacía unos instantes.
El elfo, que se había alejado hasta otro árbol, se rio muy fuerte, cosa que los gigantes no pueden soportar.
—¡Oh, ser grande y estúpido no es gran cosa! —cantó Juraviel enfatizando su comentario con el lanzamiento de una flecha dirigida a la cara del gigante.
Sin embargo, tan perfecto disparo tuvo poca repercusión física; la enorme criatura se extrajo la fina flecha como si no fuera más que el aguijón de un insecto. No obstante, el impacto emocional fue más del agrado de Juraviel. El gigante rugió y atacó ciegamente aplastando árboles y ordenando a los trasgos que lo siguieran.
El elfo echó a correr y a brincar con agilidad de rama en rama; de vez en cuando se detenía para proferir una mofa o, cuando se le presentaba la ocasión, para disparar una flecha, con la única intención de mantener a raya a sus perseguidores. Dudaba que pudiera matar al gigante o incluso que pudiera efectuar un disparo con la suficiente comodidad como para abatir a un trasgo, pero suponía que tener a la gigantesca criatura y a media docena de trasgos persiguiéndolo lejos del campo de batalla era una contribución importante.
Poco después, los agudos oídos del elfo captaron otra vez el fragor de la batalla, pero ahora lejos, hacia el norte, o quizás él y sus perseguidores estaban más hacia el sur, más cerca de Caer Tinella que del punto donde había caído aquel hombre.
Juraviel quería que siguieran corriendo tras él toda la noche si era preciso, más allá de Caer Tinella, siempre hacia el sur de Tierras Bajas.
—¡Vaya, buen trabajo! —exclamó Elbryan al ver al segundo grupo de arqueros humanos que se dirigía hacia el este, detrás de la fuerza de monstruos.
Pony lo miró con curiosidad.
—Conozco esa táctica —explicó el guardabosque—. Atacan alternativamente uno y otro flanco tratando de confundir al enemigo —una ancha sonrisa apareció en el rostro del guardabosque.
—También yo la conozco —asintió Pony, al caer en la cuenta—. Y por eso debe de ser…
—Belster O’Comely —dedujo el guardabosque—. Esperemos.
—Y veamos cómo podríamos intervenir —añadió Pony espoleando los flancos de Sinfonía. El imponente semental se agitó y atronó a lo largo del sendero mientras se acercaba a la segunda oleada del ejército de Belster. Elbryan tuvo la precaución de conducir a Sinfonía al sur de las fuerzas oponentes, salvo por lo que respecta a un grupo de monstruos que, por alguna razón que Elbryan y Pony sólo podían intuir, se habían alejado al ataque hacia el sur. El guardabosque se detuvo tras la protección de una hilera de gruesos pinos, desmontó del caballo y tendió las riendas a Pony.
—No te arriesgues —murmuró el hombre, extendiendo el brazo hasta tocar la mano de la mujer. Con sorpresa advirtió que ella le entregaba el pequeño diamante.
—No puedo utilizarlo a menos que le dedique mucha atención —explicó ella.
—Pero si se acercan… —empezó a protestar Elbryan.
—¿Recuerdas el bosquecillo en los Páramos? —replicó Pony en tono uniforme—. Entonces estuvieron cerca.
La imagen de aquella carnicería calmó las preocupaciones del guardabosque. Si los monstruos se acercaban a Pony, serían ellos, no la chica, quienes tendrían serios problemas.
—Toma el diamante e indícame tus objetivos —explicó la mujer—. Si eres capaz de usar la hematites, también puedes usar el diamante. Conjurar la magia de una piedra consiste esencialmente en el mismo proceso. Ilumina una banda de powris y entonces corre sin dificultad.
Elbryan le apretó la mano y tiró de ella poniéndose de puntillas para poder darle un beso.
—Para darte suerte —declaró el hombre, y se dispuso a partir.
—Para luego —replicó Pony con malicia mientras Elbryan desaparecía de su vista. No obstante, tan pronto como hubo pronunciado aquellas palabras recordó su pacto y exhaló un suspiro de frustración. La guerra estaba durando demasiado para su gusto.
También para gusto de Elbryan. Con el ojo de gato el guardabosque podía ver bien en la noche. Pero cuando la respuesta maliciosa de Pony llegó a sus oídos, estuvo a punto de tropezar con un tronco.
Respiró profundamente y desechó la imagen que el comentario de la chica le había sugerido, y se concentró por completo en el presente, en la situación inmediata. Entonces corrió guiándose por los ruidos de la batalla para llegar hasta el lugar de la acción. La adrenalina le corría por sus venas; se sentía casi en estado de trance, era la verdadera encarnación del guerrero, con el mismo equilibrio perfecto y la misma aguda sensibilidad que le proporcionaba la bi’nelle dasada, la danza de la espada de todas las mañanas.
Ahora era el Pájaro de la Noche, el guerrero adiestrado por los elfos; incluso sus pasos parecían cambiar, volverse más ligeros, más ágiles.
Pronto estuvo lo bastante cerca para ver los movimientos de los combatientes, tanto de los humanos como de los monstruos. Tuvo que recordarse a sí mismo que ellos, a diferencia de él con su gema, no podían ver más allá de una cierta distancia, que los powris y los trasgos eran como ciegos absolutos fuera de la reducida área iluminada por sus antorchas. Y los que no las llevaban, en aquella noche de lucha en el bosque oscuro, avanzaban guiados más por la intuición que por la vista. El guardabosque observaba con objeto de ponderar la situación; tuvo que esforzarse para no echarse a reír ante la completa ridiculez de todo aquello, pues a menudo humanos y powris pasaban a poco más de tres metros unos de otros sin verse.
El guardabosque supo que había llegado el momento de encontrar su lugar. Descubrió a un par de trasgos acurrucados al pie de un árbol, mirando hacia el oeste, la dirección desde la cual se había producido el reciente asalto. Veía a la pareja con claridad, pero ellos, como no disponían de ninguna fuente de luz, no podían verlo. Sigiloso y rápido, el Pájaro de la Noche emprendió una rápida carrera hacia ellos; luego se fue acercando despacio palmo a palmo y de un brinco se plantó en medio. La temible Tempestad centelleó a la izquierda, después a la derecha; luego el Pájaro de la Noche se volvió de nuevo a la izquierda, impulsó la espada recto hacia fuera con todo su peso y fuerza en un súbito y explosivo ataque que ensartó al primer trasgo.
Retiró la espada y giró de nuevo hacia el otro lado, para encontrar al otro trasgo de rodillas, sujetándose la barriga, pasmado ante aquel primer ataque. Tempestad dio un golpe cruzado, poderosa y segura, cercenando la repugnante cabeza de la criatura.
El Pájaro de la Noche corrió atajando velozmente por pequeños prados, trepando a veces a los árboles para conseguir una posición ventajosa sobre la escena que se desarrollaba a su alrededor. Siempre trataba de ser consciente de dónde podría estar esperando Pony y qué ayuda podía proporcionar.
Los segundos le parecían minutos a la ansiosa Pony, que permanecía inmóvil montada en Sinfonía, protegida bajo las ramas de un bosquecillo de pinos. De vez en cuando veía u oía algún movimiento a poca distancia, pero no podía saber si era de humanos o de powris, o si tal vez se trataba de un ciervo asustado por el tumulto de la batalla.
Pony frotaba sin cesar con los dedos varias piedras seleccionadas: grafito y magnetita, el poderoso rubí y las protectoras serpentina y la malaquita.
—Deprisa Elbryan —murmuró, ansiosa de entrar en combate, y de lanzar los primeros golpes para liberar así la tensión nerviosa. Así era como se sentía siempre, salvo, desde luego, en las peleas imprevistas, antes de comenzar las batallas: con el estómago revuelto y empapada en sudor a causa del hormigueo producido por la impaciencia. Sabía que al atacar, cuando la acción y la adrenalina le hicieran hervir la sangre, se liberaría de aquella inquietud.
Oyó un ruido delante, no lejos de donde estaba, y divisó una figura, una enorme silueta. Pony no necesitaba la luz del diamante para identificar a aquella voluminosa criatura. Sacó el grafito, la piedra del rayo, la sostuvo en alto y concentró sus energías. Aguardó unos instantes para que el poder aumentara y para que el gigante y un puñado de aliados que iban con él coronaran un risco al otro lado de una pequeña depresión con árboles de troncos delgados.
Esperó un poco más, pues dudaba que el impacto de su rayo matara a muchas de aquellas criaturas y, aún más, que destruyera al gigante. Si desencadenaba la magia, tendría que abandonar su posición y se encontraría metida de lleno en la batalla; tal vez se le presentaría una oportunidad mejor.
Pero entonces el gigante rugió y lanzó una enorme piedra hacia el oeste, por donde se acercaba raudo un grupo de humanos, y la cuestión se resolvió. Trasgos y powris aullaron de contento, creyendo que habían cogido por sorpresa a aquel pequeño grupo y que pronto los derrotarían.
Entonces se produjo el estruendo: una súbita, vibrante y cegadora explosión de energía blanca y abrasadora. Varios trasgos y un par de powris salieron volando hasta caer a tierra; el gigante fue impulsado hacia atrás con tanta fuerza que derribó un árbol.
Y lo más importante de todo para Pony, el grupo de los humanos ya estaban alertados, habían visto a sus enemigos agazapados en la zona durante un repentino y reluciente momento.
Pero eso también delató la posición de Pony. En la parte del valle comprendida entre ella y los monstruos se encendieron diversos fuegos y empezaron a arder como cirios árboles partidos por el rayo. El gigante, más encolerizado que herido, corrió hacia Pony y metió la mano en un saco enorme para extraer otra roca.
Pony pensó en provocar la explosión de otro rayo, pero el grafito era una piedra que consumía mucha energía y sabía que esta vez tendría que concentrarse más. Revolvió las piedras; vio que el gigante levantaba los brazos y no pudo hacer otra cosa más que rezar para que su lanzamiento no diera en el blanco.
Apareció otra luz, brillante y blanca, el resplandor de un diamante, que iluminó por detrás al gigante y a sus aliados. Sólo duró uno o dos segundos, pero fue suficiente para que Pony se hiciera una idea clara de sus enemigos, y para distraer un instante al gigante.
Justo el tiempo que Pony necesitaba. Sacó la magnetita, la piedra imán. Se concentró en la magia de la piedra y miró a través de su energía magnética en busca de una atracción, de cualquier atracción. La mujer «vio» las espadas powris y la hebilla del cinturón de un enano; la imagen del gigante iluminado desde atrás por el diamante se dibujó con nitidez en su mente, en particular sus brazos en alto y las grandes manazas con la roca.
Y vio que el gigante llevaba guantes con bandas metálicas.
Pony se concentró con rapidez en la energía de la magnetita y bloqueó todas las influencias metálicas salvo la de un guante del gigante. Consiguió que la potencia de la piedra fuera una descarga explosiva y la dejó volar a una velocidad y potencia muy superior a la de los mortales tiros del arco de Elbryan.
El gigante, sin dejarse amilanar por el destello producido por la luz a su espalda, levantó otra vez la roca por encima de su cabeza con intención de arrojarla en la dirección del invisible lanzador del rayo. Pero, de repente, su muñeca derecha explotó con un dolor punzante y perdió toda su fuerza; la roca se soltó y rebotó en su hombro antes de caer al suelo pesadamente.
El gigante apenas sintió la contusión en el hombro, pues la muñeca y la mano estaban completamente destrozadas; lo poco que quedaba del guante metálico estaba incrustado en la mano de la enorme criatura. Dos dedos le colgaban sostenidos apenas por pingajos de piel; otro dedo había desaparecido por completo, limpiamente.
El gigante retrocedió tambaleándose un par de zancadas, cegado por la sorpresa y el agudo dolor.
Le alcanzó la descarga de otro rayo; el monstruo se vio empujado hacia atrás y cayó al suelo gruñendo. Apenas consciente, la enorme criatura aún pudo oír los gritos que emitían los pocos camaradas supervivientes huyendo en la negrura de la noche.
Pony sacó a Sinfonía de entre los pinos y bajó al valle abriéndose paso entre aquella maraña. Desenvainó la espada mientras cabalgaba y no encontró oposición alguna al llegar junto al gigante que se retorcía de dolor.
Lo mató al instante.
Confiando en la destreza y el buen juicio de Pony, el Pájaro de la Noche no se quedó allí tras haber iluminado el objetivo con el diamante. De nuevo en la oscuridad, el guardabosque se dirigió hacia el norte atajando directamente por en medio de las líneas de monstruos y de humanos.
Vio a un grupo de hombres que se arrastraban entre unos helechos, y, en una rama baja encima de ellos, vio un par de trasgos con terribles lanzas que escrutaban la cama de helechos con objeto de encontrar un buen blanco.
El guardabosque levantó Ala de Halcón, y una fracción de segundo después uno de los trasgos cayó pesadamente de la rama.
—¿Huh? —exclamó su compañero, mientras se giraba en dirección adonde el otro había estado, tratando de imaginar por qué había saltado.
El segundo tiro del guardabosque le alcanzó en la sien, y el monstruo se desplomó también, muerto antes de estrellarse contra el suelo.
Los hombres en los helechos gatearon a toda prisa sin darse cuenta de lo que les había caído cerca.
El Pájaro de la Noche avanzó con rapidez acortando distancias. Un hombre se incorporó al oírlo con el arco en alto y preparado.
—¿Qué? —se preguntó con incredulidad, y añadió en un susurro, mientras el guardabosque corría hacia él—: El Pájaro de la Noche.
—Seguidme —les indicó el guardabosque—; la oscuridad no es ningún obstáculo, yo os guiaré.
—Es el Pájaro de la Noche —insistió otro hombre.
—¿Quién? —preguntó otro.
—Un amigo —explicó el primero, y el pequeño grupo, compuesto por cinco hombres y tres mujeres, se dispuso a obedecerlo.
Poco después el guardabosque descubrió otra banda de aliados agazapados en la oscuridad y condujo a su grupo en aquella dirección. De este modo el contingente de su ejército llegó hasta los veinte hombres. Los llevó al encuentro del enemigo. Comprendió las características de la pelea nocturna en la oscuridad del bosque y la enorme ventaja que representaba el ojo de gato para él y su grupo. Por todas partes en torno a ellos el grueso de la batalla degeneró en una algarabía de chillidos y maldiciones de frustración, flechas lanzadas a ciegas en la oscuridad, oponentes —o incluso camaradas— que sin darse cuenta tropezaban unos con otros y a menudo repartían golpes a diestro y siniestro sin tiempo suficiente para reconocer si se trataba de aliados. De algún lugar alejado llegó un grito, la chirriante voz de un powri, seguida de una tremenda explosión; y el Pájaro de la Noche adivinó que otro infortunado enemigo había tropezado con Pony.
Se mordió el labio y resistió la tentación de precipitarse hacia su amada para ver cómo estaba. Tenía que confiar en ella, tenía que repetirse que ella sabía cómo luchar de día y de noche y que, además de su destreza con la espada, disponía de suficiente energía mágica para resistir hasta el final.
Otra batalla se desencadenó a lo lejos, en dirección opuesta; un grupo de trasgos avanzaba dando traspiés a través del extremo norte de lo que quedaba de una columna humana. Pero no estaba claro el resultado de la pelea, pues hendían el aire gritos de rabia y de dolor tanto de humanos como de trasgos. La lucha atrajo más combatientes y se extendió por todo el bosque, que parecía más tupido debido al tumulto: monstruos y humanos corrían enloquecidamente de un lado a otro. El guardabosque dispuso a su grupo en una posición puramente defensiva y él recorrió el contorno del lugar donde los habían situado. A cualquier humano que pasara por allí cerca lo instaba a unirse a los demás, por lo que pronto llegaron a ser treinta. Siempre que se aproximaban enemigos, el Pájaro de la Noche proyectaba con el diamante un círculo de luz sobre ellos, de forma que los arqueros podían hacer uso de sus instrumentos mortales.
Cuando la zona inmediata quedó al fin libre de monstruos, el Pájaro de la Noche de nuevo puso en marcha al grupo, situando a los hombres en estrecha formación para que pudieran guiarse unos a otros a tientas.
Varias antorchas llameaban en diversos puntos de lo más recóndito del bosque; en muchos otros, surgían gritos de la oscuridad. No había líneas definidas de combate que permitieran la intervención del grupo. Pero siguieron su camino con calma y método, avanzando en estrecha y organizada formación, mientras el incansable Pájaro de la Noche constantemente daba vueltas a su alrededor para guiarlos. Más de una vez el guardabosque vio enemigos que se movían entre los arbustos, pero mantuvo sus fuerzas a la expectativa, sin querer revelar su presencia. Aún no.
Pronto los ruidos de lucha se fueron apagando y la noche en el bosque quedó tan tranquila como oscura. Una antorcha llameaba a lo lejos; el Pájaro de la Noche descubrió que se trataba de powris; los engreídos enanos estaban igualmente convencidos de que la batalla había terminado. Elbryan se dirigió al soldado más próximo y le encargó que pasara la voz de que se acercaba el momento de entrar en acción.
El guardabosque colocó de nuevo al grupo en posición defensiva y se alejó solo. Como estaba familiarizado con las tácticas de los powris, se imaginó que los portadores de la antorcha formaban el centro de la formación, con el resto de las fuerzas dispuestas alrededor como los radios de una rueda. La luz de la antorcha estaba todavía a más de sesenta metros cuando el guardabosque distinguió el extremo de uno de aquellos radios: un par de trasgos agazapados junto a un apretado grupo de pequeños abedules.
Con toda su habilidad y experiencia, el Pájaro de la Noche se deslizó y llegó a situarse detrás de la desprevenida pareja. Pensó iluminarlos con la luz del diamante para que sus arqueros pudieran abatirlos, pero decidió no hacerlo; prefirió atacarlos él de modo decisivo. Avanzaba en solitario, palmo a palmo.
Su mano cogió como una abrazadera la boca del trasgo situado a su izquierda; su espada perforó los pulmones del monstruo que estaba a la derecha. Dejó a Tempestad ensartada en el trasgo muerto y agarró a la otra criatura por el cabello con la mano derecha ahora libre y deslizó la izquierda hacia abajo para coger la barbilla de la criatura. Antes de que el trasgo pudiera gritar, el guardabosque movió los brazos con violencia de un lado a otro dos veces y luego una tercera vez con todas sus fuerzas.
El trasgo apenas tuvo tiempo de chillar y sólo se oyó el chasquido de su pescuezo al romperse, que bien hubiera podido confundirse con el crujido de una pisada sobre leña seca y menuda.
El guardabosque recogió Tempestad y se acercó al grueso de los enemigos para inspeccionar su formación, que era exactamente la que había supuesto. Hizo una estimación aproximada y regresó con sigilo adonde estaban sus fuerzas esperándole.
—Hay monstruos por aquí —explicó—. Un trío de powris a la luz de aquella antorcha.
—En ese caso, muéstranoslos y deja que demos buena cuenta de ellos —indicó un impaciente guerrero; y sus palabras fueron coreadas por otros.
—Es una trampa —explicó el guardabosque—, pues en la oscuridad aguardan muchos trasgos y powris, y un par de gigantes están al acecho detrás de los árboles.
—¿Qué hacemos? —preguntó un hombre, ahora en un tono muy distinto, más humilde.
El guardabosque miró a sus hombres con una sonrisa irónica dibujada en el rostro. Pensaban que eran inferiores en número, como evidenciaban sus expresiones. Pero el Pájaro de la Noche, que había tenido que luchar sin descanso desde Barbacan contra bandadas de monstruos, sabía muy bien qué hacer.
—Primero mataremos a los gigantes —dijo fríamente.
Belster y Tomás observaban y escuchaban desde un distante altozano. El posadero se frotaba las manos sin cesar, nerviosamente, y trataba de imaginarse qué podría estar sucediendo allá abajo. ¿Debería retirar sus fuerzas? ¿Debería arreciar el ataque?
¿Podía hacerlo? Los planes parecían muy lógicos cuando los elaboraron; entonces parecía muy fácil atacar y retirarse en caso necesario. Pero la realidad de la batalla nunca coincidía con lo previsto, sobre todo en una noche oscura y confusa como aquella.
A su lado, Tomás Gingerwart se enfrentaba a un dilema de igual dificultad. Era un hombre fuerte, endurecido en las batallas, y, a pesar de su odio a los monstruos, comprendía que enfrentarse a ellos abiertamente era una solemne tontería.
Pero también él era incapaz de hacerse una idea clara de lo que estaba ocurriendo. Oía algunos gritos —con más frecuencia de monstruos que de hombres— y veía llamaradas luminosas. No obstante, un par de sorprendentes destellos, súbitos y brillantes, atrajeron especialmente su atención y la de Belster, pues no se trataba de llamas de antorchas. Belster los reconoció muy bien: eran el impacto de un rayo mágico.
El problema era que ni Belster ni Tomás tenían la menor idea del bando de donde provenía la magia. Su pequeño grupo no disponía de gemas y tampoco sabrían utilizarlas aunque hubieran dispuesto de ellas; pero, del mismo modo, tampoco les constaba que powris, trasgos y gigantes supieran cómo conjurar tal magia.
—Tenemos que decidir, y pronto —comentó Tomás con un punto de frustración en su voz.
—Jansen Bridges no puede tardar —repuso Belster—; debemos averiguar quién produjo esa magia.
—Hace rato que no la vemos —replicó Tomás—. El porqué es discutible; o se ha agotado la magia o el mago ha muerto.
—¿Pero quién?
—Probablemente Roger Descerrajador —respondió Tomás—; siempre tiene un truco a punto.
Belster no estaba seguro de aquello, aunque la idea de que Roger dispusiera de algún truquillo mágico no era nada nuevo para el posadero. La leyenda en torno a Roger podía ser exagerada, pero sus proezas eran sin duda sorprendentes.
—Diles que regresen —decidió entonces Tomás—. Enciende las señales y envía a los corredores para que pasen la voz. La batalla ha terminado.
—Pero Jansen…
—No podemos esperar más —interrumpió con firmeza Tomás—. Diles que regresen.
Belster se encogió de hombros pues no había razón alguna de discrepancia, pero antes de que él o Tomás pudieran dar el aviso de retirada, un hombre subió corriendo a grandes zancadas por la ladera de la colina.
—¡El Pájaro de la Noche! —les gritó a los dos—. ¡El Pájaro de la Noche y Avelyn Desbris!
Belster salió corriendo a su encuentro.
—¿Estás seguro?
—Yo mismo he visto al Pájaro de la Noche —replicó Jansen, con aire bravucón mientras trataba de recuperar el aliento—. Tenía que ser él, pues nadie puede moverse con tanta agilidad. Vi cómo mataba a un trasgo; ¡oh!, también fue un magnífico espectáculo. La espada iba de un lado a otro —y ondeó su brazo para imitar el movimiento mientras hablaba.
—¿De quién habla? —preguntó Tomás reuniéndose con ellos.
—Del guardabosque —respondió Belster—. ¿Y Avelyn? —preguntó a Jansen—. ¿Hablaste con Avelyn?
—Tenía que ser él —repuso Jansen—; lo prueba el destello del rayo que dispersó a powris y derribó a gigantes. ¡Han vuelto con nosotros!
—Supones mucho —indicó el pragmático Tomás, y luego dirigiéndose a Belster añadió—: ¿Hay esperanzas de que lo que este hombre ha visto sea verdad? Si no lo es…
—En todo caso, parece que tenemos algunos aliados, poderosos aliados —respondió Belster—. Pero por supuesto vamos a encender las antorchas. Vamos a reagruparnos y entonces veremos lo fuertes que hemos llegado a ser.
Belster encabezó con impaciencia la marcha desde la colina con la silenciosa esperanza de que sus viejos camaradas de Dundalis realmente hubieran vuelto para ayudarlos en su causa.
Había expresiones para todos los gustos; algunos asentían con una impaciente o vacilante inclinación de cabeza, y otros miraban dubitativamente a sus compañeros.
—La luz de la antorcha marca el centro de la posición defensiva de los powris —explicó con rapidez el Pájaro de la Noche—. Llegar hasta allí es factible si somos lo bastante silenciosos e inteligentes. Debemos atacarlos con dureza y decisión, y estar preparados ante cualquier carga que se nos avecine.
—¿El centro? —repitió un hombre dubitativamente.
—El punto medio del anillo defensivo de los powris —aclaró el guardabosque—. Un pequeño grupo en la parte central de un considerable perímetro.
—Si atacamos allí, justo en el centro, nos rodearán —replicó el hombre, y a su alrededor sonaron gruñidos de incredulidad que expresaban acuerdo con esa afirmación.
—Si les golpeamos lo bastante fuerte en el centro y matamos a los gigantes, los demás, particularmente los trasgos, no se atreverán a cargar contra nosotros —expuso el guardabosque con confianza.
—Las antorchas sólo son un cebo —arguyó el hombre levantando la voz, por lo que el guardabosque y algunos otros tuvieron que hacerle señas para que se calmara.
—Las antorchas están pensadas, desde luego, para atraer a los enemigos —admitió el Pájaro de la Noche—; pero unos enemigos que se supone serán detectados y atrapados en el borde del anillo. Si nos ponemos en marcha sin más dilación, podremos llegar al centro; nuestros enemigos no esperan un ataque tan potente.
El hombre se disponía a intervenir otra vez, pero los que estaban a su lado, cada vez más convencidos por el guardabosque, le hicieron callar.
—Avanzad con sigilo y de tres en fondo —explicó el Pájaro de la Noche—; después formaremos un estrecho círculo en torno al centro y los aniquilaremos antes de que lleguen refuerzos.
Había algunos que aún intercambiaron miradas de duda.
—He luchado con powris durante muchos meses, y esas son estratagemas de powri, claro —explicó el Pájaro de la Noche.
Su tono, imbuido de una confianza absoluta, alentó a los que estaban más cerca de él, y esos a su vez convencieron a los que estaban detrás.
El grupo se puso en marcha sin más demora, con el Pájaro de la Noche en cabeza, muy adelantado. Volvió al punto donde había eliminado a los dos trasgos, y se tranquilizó al encontrar los cuerpos tal como los había dejado y al comprobar que no había huellas recientes en la zona. La fuerza enemiga no era numerosa y dedujo que los radios de su rueda defensiva eran pocos, pues cuando exploró a izquierda y derecha, aprovechando la luz de las propias antorchas de los powris como faro para guiarse, no vio más monstruos.
El Pájaro de la Noche condujo su fuerza en línea recta y luego la desplegó en abanico a poco más de diez metros de los powris; y de los gigantes, advirtió, pues las dos enormes criaturas seguían allí con sus larguiruchas figuras apretadas estrechamente detrás de un roble, aprovechando su grosor para ocultarse de la luz.
El guardabosque hizo el recorrido en silencio. Recorrió sus filas, indicando a todos que estuvieran preparados, y apretó con fuerza el diamante en el puño. Encontró una rama baja y gruesa a la izquierda de los tres powris. Se encaramó a ella lentamente e impulsando su peso hacia arriba para que no crujiera; luego empezó a avanzar con cuidado a lo largo de la sólida rama, acercándose más y más al tronco.
Acercándose a los gigantes.
El Pájaro de la Noche se concentró en la piedra para generar energía pero sin liberarla todavía.
Generar, generar… hasta que su mano fue un puro hormigueo a causa de la magia de la piedra que pugnaba por liberarse.
El Pájaro de la Noche echó a correr por la rama; los powris, alarmados por el ruido, miraron hacia arriba.
Y después, tanto ellos como los gigantes miraron hacia abajo, deslumbrados por la súbita explosión de radiación, una brillante luz blanca más resplandeciente que la del propio día.
El Pájaro de la Noche pasó por encima de los sorprendidos powris y avanzó amenazadoramente hacia el gigante más cercano; su cabeza quedaba al mismo nivel que la del monstruo. Sabía que no podría propinar muchos golpes; levantó a Tempestad con ambas manos, cargó a la carrera y dio una sacudida para detenerse y transferir cada gramo de su impulso y de su energía al espadazo vertical.
La hoja, al golpear de arriba a abajo sobre la frente del gigante, dejó una estela de color blanco brillante, apenas reconocible a la resplandeciente luz del diamante; le hendió el hueso y le desgarró los sesos, y la enorme criatura se agarró aullando la cabeza y se desplomó hacia atrás.
El otro gigante acudió corriendo, pero se encontró con una lluvia de punzantes flechas.
El Pájaro de la Noche cambió de dirección y se encaramó a lo alto del árbol.
Los powris y los trasgos gritaron y escaparon a toda prisa en desbandada; los arqueros tuvieron que desplazar sus descargas a objetivos más cercanos, más inmediatos.
La otra enorme criatura ignoró la descarga inicial y agarró el árbol con fuerza con la intención de arrancarlo de cuajo, con la intención de aplastar al guardabosque, la miserable rata que acababa de infligir una herida mortal a su hermano. Miró hacia arriba, rugiendo de dolor y de rabia, y entonces se quedó quieto al ver cómo el guardabosque lo miraba apuntando la flecha dispuesta en aquel arco de insólito aspecto.
El Pájaro de la Noche y Ala de Halcón retrocedieron. Con los músculos como cuerdas perfectamente tensos, con los brazos firmemente unidos al arco, con las piernas que atenazaban la rama y el tronco, mantuvo esa posición hasta que el gigante se puso a tiro, directamente debajo de él; en ese instante, la enorme criatura levantó la vista para mirarle.
En aquel preciso momento el guardabosque disparó; la flecha se hundió en la cara del monstruo más y más hasta desaparecer.
Los brazos extendidos del gigante se agitaron en un gesto salvaje y desvalido; luego cayó de rodillas, derrumbándose junto a su hermano y murió mientras su hermano seguía retorciéndose en el lodo.
El Pájaro de la Noche ni siquiera lo miró, pues se encontraba demasiado ocupado trepando, al advertir que en esa posición baja era vulnerable. Entonces, desde una rama más alta observó la lucha y con sumo cuidado seleccionó sus tiros, para eliminar a las parejas de monstruos demasiado bien escondidos para ser vistos por sus compañeros desde el nivel del suelo.
—¡A esconderse! —gritó el guardabosque, y un instante después anuló la luz del diamante, dejándolo todo a oscuras salvo una antorcha caída que brillaba en tierra con luz mortecina.
El Pájaro de la Noche cerró los ojos y luego los abrió poco a poco, para permitir que se habituaran a la nueva iluminación, dejando que el ojo de gato interviniera una vez más. No tardó en advertir que los monstruos distaban mucho de ser derrotados, pues algunos se habían reagrupado y estaban atacando tenazmente, la mayoría desde el sur. Tenía que tomar una decisión, y pronto. El factor sorpresa se había esfumado y el enemigo era muy superior en número a los treinta de su grupo.
—Dirigíos al norte —ordenó, y procuró mantener un tono de voz tan bajo como le fue posible—. Permaneced juntos a toda costa. Me reuniré con vosotros tan pronto pueda.
Mientras los soldados se deslizaban entre la maleza, el guardabosque dirigió su atención atrás, hacia el sur, a los numerosos grupos de monstruos, pensando que encontraría algún modo de refrenarlos, quizá forzándolos a una persecución que los obligara a dar un gran rodeo hacia el sur.
Pero entonces miró detrás de las líneas de monstruos y divisó la brillante figura azul de una mujer a caballo.
—¡Corred! —gritó el guardabosque a los humanos—. ¡Corred por lo que más queráis!
Y el Pájaro de la Noche empezó a trepar, de forma vertiginosa hacia lo alto del árbol, y no por miedo a las ballestas de los powris.
Pony, que confiaba en los agudos sentidos de Sinfonía para transportarla a través de aquella maraña, azuzaba al caballo. Se cruzó con dos powris, que ululaban y perseguían y que se asustaron al verla, y fortaleció su escudo de serpentina.
Había monstruos por doquier, cargando y gritando con una alegría salvaje.
Y entonces, en un abrir y cerrar de ojos de un powri, se vieron envueltos en llamas, al igual que los árboles.
Pony utilizó la luz para orientarse y avanzó a través de la conflagración, esforzándose por mantener bien colocado su escudo protector contra el fuego. Parpadeó de incredulidad al acercarse a un enorme roble en el extremo de la zona que ardía, ya que bajando por el otro lado y saltando frenéticamente de rama en rama apareció el Pájaro de la Noche.
Pony guio a Sinfonía hasta situarlo debajo de la rama más baja, y el guardabosque aterrizó justo delante de ella; enseguida se echó a rodar para sofocar unas pocas llamas. Se puso en pie de un salto y empezó a correr.
—¡Podrías haberme avisado! —la regañó, mientras restos de humo salían de su túnica de piel.
—Es una noche calurosa —comentó Pony disimulando la risa. Dirigió a Sinfonía hacia él, se inclinó hacia un lado y le tendió la mano. El guardabosque la agarró y quedó bajo la protección del escudo tan pronto como sus dedos se tocaron; se encaramó detrás de ella y trotaron seguros de que no había monstruos persiguiéndolos de cerca.
—Deberías tener más cuidado con lo que hay a tu alrededor cuando provocas explosiones —la reprendió el guardabosque.
—Deberías ser más prudente con lo que ocurre a tu alrededor cuando te escondes —comentó Pony.
—Hay otras alternativas además de las gemas —arguyó el guardabosque.
—Entonces, enséñame la bi’nelle dasada —repuso la mujer sin vacilar.
El guardabosque lo dejó correr; sabía demasiado bien que con Pony jamás podría decir la última palabra.