6

Subestimados

Le pareció curioso encontrar centinelas powris en los alrededores de Caer Tinella a una hora tan avanzada de la noche. Generalmente, los enanos y los trasgos volvían a los pueblos poco después de la puesta de sol. Aunque los trasgos, en particular, aprovechaban la protección de la noche para sus fechorías, normalmente atrincherados en los pueblos, empleaban ese período de actividad para practicar sus juegos de apuestas, beber y darse empujones unos a otros hasta que inevitablemente se organizaba una batalla campal.

Sin embargo, eso era antes de que la señora Kelso se hubiera, supuestamente, convertido en árbol, algo que los monstruos atribuyeron a su divinidad, el demonio Dáctilo. Así que ahora aparentemente trataban de vigilar más, por si el Dáctilo aparecía para fiscalizar personalmente su trabajo.

Roger sonrió; estaba contento de que su pequeña argucia hubiera causado tantos problemas a aquellos miserables. Por lo que respecta a los vigilantes, no le preocupaban demasiado. Había tomado el camino para ir a Caer Tinella, y a Caer Tinella iría, por mucho que los powris trataran de detenerlo. Oh sí, los vigilantes le retrasarían un poco, advirtió, pero de ninguna manera como habían previsto.

Los dos powris estaban tan tranquilos, uno con las manos en los bolsillos, el otro dando profundas chupadas a una larga pipa. Roger notó que el color carmesí de sus gorras brillaba incluso bajo una luz débil. Comprendió que eran experimentados veteranos. A los powris se les llamaba «gorras ensangrentadas» debido a su costumbre de empapar las boinas a menudo fabricadas con piel humana, en la sangre de sus enemigos. Las boinas estaban tratadas con aceites especiales que permitían retener el color de la sangre y avivar el tono con cada nueva víctima. Así pues, el rango de un powri podía establecerse por el color de su gorra.

Roger sintió una gran repugnancia al verlos por las implicaciones de sus relucientes boinas, pero no se desanimó. El hecho de advertir que aquella pareja había empapado a menudo sus gorras no hizo sino aumentar su determinación. En su opinión, lo que se proponía vengaría a los asesinados, por lo menos un poco. Entre los dos powris ardía una pequeña fogata y habían dispuesto tres antorchas a unos cuatro metros formando un semicírculo y dejando sólo abierto el sendero que conducía al pueblo. Roger se deslizó más allá del semicírculo con el mismo sigilo que el de una nube al desplazarse ante la luna. Cuando logró rebasar el círculo, el pueblo quedó ante él, pero completó la vuelta hasta situarse detrás de los dos enanos y se deslizó tras un seto a pocos palmos de distancia. Esperó unos instantes para asegurarse de que los powris seguían desprevenidos y que no había otros en los alrededores. Entonces alcanzó el límite de los arbustos, arrastrándose sobre el vientre directamente hacia su víctima.

—Yo también podría fumar —observó uno de los enanos, y sacó una mano del bolsillo con una pipa.

Pero en el preciso instante en que el enano sacaba la mano, Roger le deslizó los dedos en el bolsillo.

—Dame tabaco —dijo el enano, tendiendo la pipa a su compañero. El otro powri la tomó y cogió un paquete de tabaco de pipa, mientras el primero volvía a meter la mano en su bolsillo; entretanto, Roger ya había sacado su mano con un par de monedas de oro de la rara acuñación octogonal de las Islas Desgastadas.

Roger sonrió ampliamente cuando el enano volvió a coger la pipa pero con la otra mano, dejando de este modo accesible el segundo bolsillo.

—¿Estás seguro? —preguntó Belster O’Comely por décima vez.

—Yo mismo lo vi —contestó el hombre, Jansen Bridges—, no hace más de una hora.

—¿Grande?

—Podría comerse a un hombre y aún le quedaría sitio en su barriga para comerse a su mujer —repuso Jansen.

Belster se levantó del tronco donde estaba sentado y se encaminó hacia el extremo sur del pequeño claro que servía de campamento base al grupo de refugiados.

—¿Cuántos fueron al pueblo? —preguntó Jansen.

—Sólo Roger Descerrajador —contestó Belster.

—Va todas las noches —dijo Jansen en un tono ligeramente despectivo. Jansen había venido del norte, con el grupo de Belster, y Roger Descerrajador nunca le había caído bien.

—¡Sí, y gracias a eso todos comemos mejor! —replicó con dureza Belster mientras se volvía para mirarlo.

Entonces se dio cuenta de que en el tono de Jansen había más frustración que cólera contra Roger; por eso el amable Belster lo pasó por alto.

—Si alguien puede eludirlos, ese es Roger Descerrajador —continuó Belster, hablando tanto para sí mismo como para Jansen.

—Así lo deseamos todos —respondió Jansen—, pero no podemos esperar a averiguarlo. Yo creo que tenemos que poner otros ocho kilómetros entre nosotros y los enanos, al menos hasta que veamos hasta qué punto podrían ser peligrosos los nuevos refuerzos.

Belster reflexionó unos instantes y entonces inclinó la cabeza para asentir.

—Ve y díselo a Tomás Gingerwart —indicó—; si está de acuerdo en que lo mejor es que nos pongamos en camino esta misma noche, nuestro grupo estará preparado para emprender la marcha.

Jansen Bridges asintió y se alejó a través del claro, dejando a Belster con sus pensamientos.

Belster se dio cuenta de que se estaba cansando de todo aquello. Cansado de esconderse en el bosque y cansado de los powris. Había sido un próspero tabernero en Palmaris, una ciudad que consideraba suya pues desde la muy temprana edad de cinco años se trasladó a ella con sus padres, procedentes de unas tierras del sur cercanas a Ursal. Durante más de treinta años había vivido en aquella próspera ciudad a orillas del Masur Delaval, trabajando primero con su padre, un constructor, y luego por su cuenta en el negocio de la taberna que él mismo había iniciado. Después, su madre murió plácidamente y, poco menos de un año más tarde, murió su padre; sólo entonces Belster se había enterado de la deuda que su padre había dejado, un legado que cayó pesadamente sobre los anchos hombros de su único hijo.

Belster perdió la taberna, y todavía quedaron deudas sin saldar hasta tal punto que se vio obligado a aceptar una década de incautaciones de los acreedores o pudrirse durante un período de tiempo similar en la cárcel de Palmaris.

En lugar de eso, había optado por una tercera opción: empaquetó las pocas pertenencias que le quedaban y huyó hacia el salvaje norte, hacia las Tierras Boscosas, hasta un lugar llamado Dundalis, un nuevo pueblo edificado sobre las ruinas del antiguo, destruido en un asalto de los trasgos que había tenido lugar hacía varios años.

En Dundalis, Belster O’Comely encontró su propio hogar y una buena posición al abrir una nueva taberna, El Aullido de Sheila. No tenía muchos clientes, pues las Tierras Boscosas no estaban muy pobladas, y los únicos visitantes que pasaban por allí eran ocasionales caravanas de mercaderes; pero teniendo en cuenta el modo de vida autárquico de los pueblos solitarios el hombre no necesitaba mucho dinero.

Pero entonces volvieron los trasgos, esta vez con huestes de powris y gigantes. Y Belster se convirtió de nuevo en un fugitivo; ahora, los peligros eran mucho mayores.

Miró atrás hacia el bosque oscuro, en dirección a Caer Tinella, aunque el pueblo estaba demasiado lejos y oculto detrás de colinas y árboles. Belster sabía que el grupo de fugitivos no podría soportar la pérdida de Roger Descerrajador. El joven se había convertido en una leyenda para los refugiados acosados, en una especie de líder, aunque raramente estaba con ellos e incluso más raramente hablaba con alguno. Desde el osado rescate de la señora Kelso que llevara a cabo Roger, su consideración había ido en aumento, si tal cosa era posible. Si ahora atrapaban a Roger y lo mataban, el golpe moral sería por supuesto terrible.

—¿Qué sabes? —preguntó una voz. Belster se volvió para ver a Reston Meadows, otro de los refugiados de Dundalis, de pie detrás de él.

—Roger está en el pueblo —repuso Belster.

—Eso nos ha dicho Jansen —replicó Reston severamente—; y nos ha hablado también de los nuevos refuerzos. Roger tendrá que hacer honor a su reputación, e incluso más, me temo.

—¿Ha hablado Tomás del asunto?

—Estaremos en marcha dentro de una hora —afirmó Reston.

Belster se frotó la tupida barba.

—Coge a un par de tus mejores exploradores y vete a Caer Tinella —dijo—. Intenta determinar cuál ha sido el destino de Roger Descerrajador.

—¿Crees que tres de nosotros podríamos ir a salvarlo? —preguntó incrédulo Reston.

Belster comprendió lo que sentía; había pocos en el campamento que quisieran un enfrentamiento con \Kos-kosio Begulne y sus resistentes powris.

—Sólo te he pedido que averigües su destino, no que lo decidas —explicó el gordinflón—. Si atraparon a Roger y lo mataron, tendremos que inventar otra historia más adecuada para explicarles su ausencia.

Reston ladeó la cabeza con curiosidad.

—A ellos —dijo para terminar Belster, señalando con su mentón el campamento—. No pudieron con nosotros cuando el Pájaro de la Noche, Pony y Avelyn partieron para Barbacan, pero ¿cómo habrían quedado nuestros corazones si los hubieran asesinado?

Reston comprendió.

—Necesitan a Roger —dedujo.

—Necesitan creer que Roger está trabajando por su libertad —repuso Belster.

El hombre asintió de nuevo y se fue corriendo a buscar dos exploradores entre sus compañeros, volviendo a dejar a Belster solo, con la mirada fija en el bosque. Sí, Belster O’Comely estaba cansado de todo aquello, especialmente de su responsabilidad. Se sentía como el padre de ciento ochenta hijos, y uno de ellos en especial se exponía a tantos peligros que le angustiaba sobremanera.

Belster esperaba con mucho cariño que aquel elemento perturbador regresara sano y salvo.

Con su botín a buen recaudo, Roger se alejó con sigilo. Sin embargo, mientras de regreso se abría paso entre los arbustos, observó un rollo de cuerda, de los utilizados por los esclavos para arrastrar troncos. Roger no pudo resistirlo. Ató la parte central de la cuerda alrededor de un pesado tronco, tomó ambos extremos y volvió adonde estaban los desprevenidos powris fumando en pipa.

Poco después estaba de regreso en el bosque. Decidió volver por ese camino al irse y asustar a aquellos dos. Si, como sucedía habitualmente con los powris, no se habían movido durante aquel rato, se encontrarían con algún problema y Roger se divertiría un rato, cuando se dispusieran a perseguirlo y los lazos que les había puesto en torno a los pies se estrecharan y los hicieran caer de bruces.

Incluso podría acercarse a ellos y arrebatarles una de sus valiosas gorras antes de que hubieran conseguido desenredarse.

Roger desechó esa idea para otra ocasión; el pueblo ahora era perfectamente visible; estaba tranquilo y oscuro. Había un par de trasgos deambulando, pero incluso el edificio central, que generalmente se utilizaba para jugar, esa noche estaba en silencio. Roger volvió a pensar en su argucia con el Dáctilo y la señora Kelso, pues los monstruos se comportaban lo mejor que podían, temiendo que su implacable amo anduviera por allí.

Ante aquella actitud vigilante, Roger casi habría preferido haber utilizado otra explicación para la desaparición de la señora Kelso.

Ya era tarde para lamentarse, se dijo el joven, y se dirigió al pueblo. Esa noche tendría mucho cuidado; en vez de su recorrido normal, moviéndose de edificio en edificio, vaciando bolsillos —y a menudo poniendo los objetos de poco valor en poder de otros monstruos, con la única intención de desencadenar alguna pelea—, se dirigió directamente a la despensa, con la intención de pegarse una buena comilona y llevarse provisiones para la gente escondida en el bosque.

La puerta de la despensa estaba cerrada; los tiradores en forma de argolla estaban enlazados por una cadena pesada y asegurada con un candado.

¿Por qué lo habían hecho?, se preguntó Roger, frotándose el mentón y las mejillas y echando una ojeada en derredor. Y ¿por qué estaban preocupados?

Con un suspiro de fastidio, Roger sacó una pequeña herramienta de detrás de la oreja, la deslizó en la rendija del candado y se inclinó para aguzar el oído. Un par de giros, seguidos de un par de golpecitos secos, y el candado se abrió de golpe. Roger lo quitó y se dispuso a soltar las cadenas, pero se detuvo y consideró qué le convenía más. De hecho, pensándolo bien, no tenía hambre.

Miró en torno, escrutando el silencio y tratando de medir el grado de recelo en el pueblo. Quizá podría hacer primero un poco de deporte esa noche y luego volver y coger algo de comer para sus amigos.

Tomó el candado y la cadena, y dejó la puerta sin abrir.

Tuvo suerte, advirtió antes de haber dado dos pasos, al oír un ruido sordo a su espalda. Se precipitó de nuevo hacia la puerta, se agachó y pegó el oído a la madera.

Desde el otro lado de la puerta llegaron chillidos y gruñidos; y de repente, con tal ferocidad que Roger se irguió en un abrir y cerrar de ojos, sonó un fuerte y rabioso ladrido.

El joven salió corriendo, deslizándose por la parte trasera de otro edificio. Ocultó el candado y la cadena —eran demasiado ruidosos para huir— debajo de una tabla suelta de la callejuela, y subió al tejado trepando con facilidad y sigilo.

Un powri atravesó la zona despejada que conducía a la puerta de la despensa, maldiciendo a cada paso.

—Bah, ¿por qué aulláis? —refunfuñó el enano con una voz que recordaba el ruido de una piedra contra otra. El desagradable powri llegó hasta la puerta, pero se detuvo y se rascó la cabeza al advertir que faltaba algo.

—¡Maldición! —murmuró Roger cuando vio al powri que corría de vuelta por el camino por donde había venido. La táctica normal de Roger habría consistido en quedarse clavado en su sitio, pero los pelos de la nuca se le habían erizado; su instinto le decía que huyera lo antes posible. Bajó por la parte más alejada del edificio y se lanzó a la carrera hacia la oscuridad. Detrás de él, por todo el pueblo, aparecieron antorchas, en medio de un tumulto creciente y gritos de «¡Ladrón!» resonando en la noche.

Roger saltaba de un tejado a otro, bajaba por una pared y escalaba por otra; luego saltó por encima de una cerca rota, a un corral en el extremo noroeste del pueblo. Agachado, se escabulló entre las vacas, tratando de no molestarlas, tocándolas con cuidado y susurrándoles muy bajito que se mantuvieran tranquilas.

Habría conseguido pasar sin ningún incidente; las vacas no parecían demasiado afectadas por su presencia.

Pero no todo eran vacas.

Si Roger hubiera estado menos preocupado de no alertar a powris y a trasgos, se habría dado cuenta de que se encontraba en la granja de Rosin Delaval, y que Rosin tenía un toro, el animal de peor temperamento de todo Caer Tinella. Habitualmente, Rosin mantenía al toro separado de las vacas, pues la intimidante bestia solía lastimarlas y no era tarea fácil meterse entre ellas para ordeñarlas. Pero los powris no separaron a los animales, para divertirse con el ganado herido y con las bufonadas de los trasgos, a quienes consideraban inferiores, cuando los mandaban a ordeñarlas o a sacrificar alguna vaca.

Roger miró por encima de su hombro tan lejos como pudo, se escabulló entre un verdadero amasijo de cuerpos vacunos, apartando con delicados codazos a una bestia y empujando con suavidad a otra. De pronto, notó que un animal parecía más vigoroso que los otros y menos dispuesto a apartarse.

Roger volvió a empujar, pero se quedó paralizado y giró la cabeza para observar al animal.

El toro, que pesaba unos novecientos kilos, estaba medio dormido, y Roger, juzgando que estarlo a medias era demasiado poco, retrocedió lenta y silenciosamente. Chocó con una vaca y el animal protestó.

El toro pegó un bufido balanceando su enorme cabeza astada.

Roger echó a correr, abriéndose paso por detrás del toro, que se estaba dando la vuelta; entonces, volvió sobre sus pasos, para situarse otra vez justo detrás del animal. Se entretuvo un momento fantaseando cómo conseguir marear a la criatura hasta hacerla caer. Un momento, por supuesto, ya que a pesar de sus movimientos raudos y de la considerable velocidad de sus pies, el toro se revolvía contra él con sus mortales cuernos y le iba ganando terreno.

Roger tomó la única salida que parecía quedarle: saltar a lomos del toro.

Racionalmente, sabía que no debía gritar, pero en cualquier caso lo hizo. El toro se apoyó sobre las patas delanteras y resopló; sus pezuñas golpearon el suelo con una rabia absoluta. Se retorció y brincó, agachó la cabeza y lo obligó a dar un giro tan cerrado que por poco lanzó a Roger por encima del hombro.

De alguna manera Roger consiguió mantenerse montado, mientras el toro se dirigía hacia el extremo más alejado del corral; más allá del cercado sólo había el bosque oscuro. Roger advirtió que era una ventaja, pues hacia el otro lado había trasgos y powris por doquier, y la mayoría chillaban y señalaban hacia el corral.

El toro aceleró su carrera durante unos frenéticos instantes y patinó para detenerse bruscamente, primero con un giro cerrado a la derecha y después a la izquierda. Roger se mantuvo sobre él como pudo, incluso se agarró a uno de los cuernos. En el segundo giro, el toro se desequilibró, y Roger, rápido de reflejos, vio su oportunidad. Levantó una pierna y tiró del cuerno con todas sus fuerzas, haciendo girar la cabeza del animal.

El toro se cayó y Roger brincó por encima; aterrizó dando un traspié pero enseguida echó a correr como un loco; consiguió alcanzar la cerca y en un abrir y cerrar de ojos saltó por encima, antes de que el animal, a fuerza de retorcerse, consiguiera levantarse.

El toro trotó hasta el cercado; Roger, aunque vio trasgos que corrían en ambos sentidos a lo largo de la cerca por el lado del pueblo, esperó bastante antes de fanfarronear:

—Podría haberte roto tu chata nariz —exclamó, antes de hacer castañetear sus dedos en el aire justo delante las narices del animal.

El toro soltó un bufido, pateó el suelo y agachó la testuz.

—No puedes comprenderme —protestó Roger sin resuello.

Esto era en cierto modo discutible, pues el toro cargó contra la cerca.

Roger se precipitó hacia el bosque. El toro empujaba y pateaba para derribar la valla, lanzando por los aires algunas tablas.

Al fin se desembarazó de la cerca y se lanzó a través de un pequeño claro más allá del corral. Por entonces los trasgos se estaban acercando en ambas direcciones, y además el toro estaba del lado de Roger.

¡Aiyeeee! —chilló uno de los trasgos. Considerado como rápido de reflejos entre sus amigos menos inteligentes, el trasgo agarró al compañero más próximo y lo lanzó al lugar preciso por donde iba a pasar el toro.

El desgraciado trasgo pronto voló por los aires; dio dos vueltas de campana antes de caer pesadamente al suelo. Se alejó a rastras, tratando de no gruñir, de no hacer nada que pudiera llamar la atención del toro, ya que la enfurecida bestia perseguía al resto de sus compañeros.

Desde un árbol no lejos de allí, Roger observaba con sincera alegría. Sus risitas, sin embargo, se convirtieron en un gruñido comprensivo cuando el toro corneó a un trasgo que huía; el cuerno puntiagudo se clavó en la corva de la pierna del trasgo y se la atravesó para emerger por la rótula. El toro echó bruscamente la cabeza hacia atrás con el trasgo empitonado, y este, chillando, quedó atravesado sobre el enorme cuello de la bestia. El toro corrió y se dejó caer de pronto sobre las patas delanteras, mientras el trasgo era zarandeado con violencia hasta que al fin el cuerno se desenganchó de la rodilla y el trasgo salió despedido. El toro, no obstante, no había terminado con él y se dio la vuelta; pateó arrancando hierba y se abalanzó sobre el trasgo antes de que este pudiera empezar a gatear para escaparse.

Desde lo alto del árbol, Roger avanzó por una rama, alejándose del tronco, y brincó a la de otro árbol, siguiendo hacia el norte, de regreso al campamento.

—Otra noche será —se prometió a sí mismo, al recordar la cadena y el candado. Pensó que con aquellos objetos podía causar un perjuicio nada despreciable a los powris. Así que, aunque no había podido entrar en la despensa y pese a su encuentro con el toro, el siempre optimista Roger consideró que la noche había sido un éxito, y con el corazón alegre y los pies danzarines bajó de los árboles y tomó el sendero de vuelta hacia los dos primeros powris. Los divisó desde lejos; ambos estaban sentados en el suelo tratando de soltarse los tobillos de la cuerda. Parecía que el tumulto en el pueblo los había alarmado y la cuerda los había hecho tropezar.

Roger lamentó haberse perdido la escena. Se consoló un tanto al ver las dos pipas en la mugre del suelo y escuchar las maldiciones de sus víctimas. Eso alegró todavía más su corazón; una maliciosa sonrisa le iluminó el rostro mientras se internaba en la profundidad del bosque.

Pero entonces oyó el ladrido.

—¿Qué? —se preguntó el joven, y se concentró para analizar el extraño sonido. No tenía experiencia con perros de caza y no comprendió que estaban indicando una pista, su pista. No obstante, dedujo del sonido continuo que se estaban acercando, de modo que se encaramó a un roble alto y grueso alejado de los otros árboles y miró con ojos de miope la oscuridad.

Hacia el sur vio un resplandor de antorchas.

—Testarudos —refunfuñó, mientras sacudía la cabeza convencido de que los monstruos nunca lo encontrarían en la oscuridad del bosque.

Se dispuso de nuevo a bajar del árbol, pero invirtió su trayectoria casi inmediatamente cuando hasta él llegó ruido de gruñidos. Desde una rama baja pudo distinguir las cuatro figuras. Roger había visto perros con anterioridad, pues Rosin Delaval tenía un par para guardar su rebaño. Pero eran perros pequeños y amistosos, que andaban siempre meneando las colas y contentos de jugar con él o con cualquier otro dispuesto a ello. En cambio, esos perros le parecieron a Roger de una raza completamente diferente. El tono de sus ladridos no era amistoso sino amenazador, profundo y resonante: como salido de una pesadilla. En la oscuridad no podía averiguar mucho más, pero se dio cuenta, por los ladridos y las siluetas negras, que aquellos perros eran mucho mayores que los de Rosin.

—¿Dónde los habrán encontrado? —refunfuñó el joven ladrón, ya que desde luego los perros eran algo nuevo en Caer Tinella. Ojeó en torno, en busca de un lugar que le permitiera bajar del árbol a bastante distancia como para permitirle escapar de los animales.

Casi inmediatamente después se sobresaltó al comprender que bajar del árbol significaba que se lo iban a comer. No le quedó más remedio que confiar en su suerte y se encaramó hasta las ramas más altas del roble, pensando que los perros lo perderían de vista y dejarían de interesarse por él.

No comprendía el adiestramiento de aquellos animales. Los sabuesos se quedaron justo al pie del árbol, husmeando y arañando, y luego ladrando. Uno de ellos se puso a dar grandes saltos arañando la corteza del árbol.

Roger miró angustiado hacia el sur por donde las antorchas se iban acercando cada vez más, orientadas por aquel alboroto. Tenía que acallar a los perros o encontrar el modo de alejarse de la zona.

No sabía por dónde empezar. Sólo disponía de un arma, un pequeño cuchillo, más adecuado para forzar candados que para pelear; incluso si hubiera tenido una gran espada, la sola idea de enfrentarse a aquellos perros le aterraba. Se rascó la cabeza, miró a su alrededor. ¿Por qué se habría subido precisamente a aquel árbol, tan alejado de los demás?

Porque no había entendido quiénes eran sus enemigos.

—Los subestimé —se reprendió Roger mientras los powris penetraban en el claro donde estaba el roble. En unos instantes el árbol estuvo rodeado de brutos enanos, entre ellos un sonriente \Kos-kosio Begulne. Roger oyó cómo los compinches del jefe de los powris lo felicitaban por la adquisición de los perros; los llamaban perros Craggoth.

Entonces Roger comprendió que se habían burlado de él.

—Baja —gritaba Kos-kosio Begulne hacia lo alto del árbol—. ¡Sí, te vemos, así que baja o, caray, quemaré el maldito árbol! Y dejaré que mis perros coman lo poco que quede de ti —añadió con malicia.

Roger sabía que el fiero Kos-kosio no estaba bromeando en absoluto. Se encogió de hombros con resignación y se deslizó árbol abajo hasta las ramas más bajas, hasta quedar a la vista del jefe powri.

—¡Abajo! —le ordenó Kos-kosio Begulne; y la voz del enano de repente sonaba severa y aterrorizadora.

Roger miró vacilante a los frenéticos perros.

—¿Te gustan mis perros Craggoth? —preguntó el powri—. Los criamos en las Julianthes precisamente para cazar ratas como tú.

Kos-kosio Begulne hizo una señal a unos powris, y estos se apresuraron a acercarse a los perros, encadenarlos y arrastrarlos para apartarlos un poco —una tarea no precisamente fácil, dado el nivel de excitación de los perros—. Roger los observó bien a la luz de las antorchas y vio, tal como sospechaba, que aquellas bestias no se parecían apenas a los perros de Rosin. Tenían unas cabezas y unos pechos enormes, y unos torsos grandes y musculosos; eran altos y de patas finas, de pelo corto marrón y negro, y de ojos que brillaban con destellos rojos en la noche del bosque como si fueran llamas del infierno. Aunque parecía que los tenían bien sujetos, no obstante Roger apenas se atrevía a moverse.

—¡Abajo! —repitió Kos-kosio Begulne—; es la última vez que te lo pido.

Roger saltó ágilmente al suelo justo frente la líder de los powris.

—Roger Billingsbury a su servicio, buen enano —dijo con una reverencia.

—Le llaman Roger Descerrajador —indicó otro powri.

Roger asintió y sonrió, considerándolo un cumplido.

Kos-kosio Begulne lo derribó de un fuerte puñetazo.