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En busca de la verdad

El circo montañoso que rodeaba Barbacan estaba a más de mil novecientos kilómetros de las murallas de piedra de Saint Mere Abelle, y esto a vuelo de pájaro. Por carretera, en aquellos lugares donde un viajero podría considerarse afortunado si la encontraba, la distancia se acercaba a los tres mil doscientos kilómetros, un trayecto que a una caravana convencional le habría llevado doce semanas de viaje, siempre y cuando la caravana no encontrara problemas imprevistos y no se detuviera ni un solo día a descansar. En realidad, cualquier mercader que planificara un viaje semejante calcularía unos tres meses de trayecto, y tendría que disponer de suficiente oro para cambiar de caballo varias veces. Y ciertamente, en aquellos tiempos tan peligrosos, con hordas de trasgos y powris asolando incluso las zonas normalmente tranquilas de Honce el Oso, ningún mercader, ni siquiera los soldados de la famosa elite de la Brigada Todo Corazón, lo habría intentado.

Pero los monjes de Saint Mere Abelle no eran mercaderes ni soldados, y disponían de magias capaces de acortar tremendamente el tiempo de viaje y mantenerlos ocultos a los ojos de potenciales enemigos. Y si ocurría que trasgos u otros monstruos los descubrían, la magia hacía de ellos un imponente adversario. El itinerario de semejante viaje había sido trazado en la abadía hacía siglos. Los monjes de Saint Mere Abelle fueron los primeros cartógrafos de Honce el Oso, e incluso habían dibujado mapas de las Tierras Boscosas, del norte de Behren, del sur de Alpinador, así como de una buena parte de las estribaciones de las Tierras Agrestes, al oeste. En aquellos remotos tiempos, los diarios de las expediciones se habían convertido en guías de viaje, con detalles acerca de las provisiones requeridas, las piedras mágicas recomendadas y las rutas más rápidas. Esas guías se actualizaban con regularidad, y por eso la principal tarea del hermano Francis a partir del día que repelieron el ataque de los powris fue localizar los tomos apropiados y adaptar las cantidades de provisiones recomendadas a las necesidades de una expedición de veinticinco hombres, el número de hermanos que el padre abad Markwart había decidido que realizarían el viaje.

Al cabo de dos días, después de vísperas, el hermano Francis informó al padre abad y a los demás padres de que las listas estaban completas y la ruta confirmada. Tan sólo faltaba redondear por arriba las provisiones —una tarea que Francis aseguró al padre abad que podía hacerse en cuestión de un par de horas— y elegir los monjes que debían emprender el viaje.

—Voy a encargarme personalmente del mando de la expedición —les informó el padre abad, provocando gritos sofocados de Francis y de todos los padres, excepto de maese Jojonah, que siempre lo había sospechado. En efecto, Jojonah había comprendido que Markwart estaba obsesionado y que, en tal estado, esa decisión estaba cantada.

—Pero padre abad —arguyó uno de los padres—, esto es algo que no tiene precedente. Tú eres el superior de Saint Mere Abelle y de toda la Iglesia abellicana; arriesgar tu seguridad en una empresa tan peligrosa…

—Correríamos menos riesgos enviando al rey en persona —protestó otro padre.

El padre abad Markwart levantó la mano para acallarlos.

—Lo he meditado muy bien —replicó—. Es conveniente que yo vaya: el mayor poder del bien debe presentar batalla al mayor poder del mal.

—Pero seguramente no en tu propio cuerpo —propuso maese Jojonah, quien también había pensado bastante en el asunto—. ¿Me permites que sugiera al hermano Francis como receptáculo adecuado de tus preguntas respecto al avance de la expedición?

Markwart miró largo y tendido a Jojonah; evidentemente, aquella sugerencia tan impecablemente razonable pilló desprevenido al padre abad. Mediante la conexión telepática entre los dos cuerpos, proporcionada por una piedra del alma, la distancia física no importaba mucho. El padre abad Markwart podía hacer el viaje o podía controlar su progreso personalmente —en espíritu— sin llegar a abandonar el confort de la abadía.

—¿Te sentirías muy honrado en tal situación, no es cierto, hermano Francis? —prosiguió Jojonah.

Los ojos del hermano Francis dispararon dagas contra el astuto padre. Desde luego, no iba a sentirse «muy honrado» en tal situación; eso era algo que él y también maese Jojonah sabían perfectamente. La posesión era por supuesto algo horrible, y algo que jamás se deseaba. Aún peor, Francis sabía que, al servir de mero receptáculo de Markwart, su papel se reduciría significativamente, si es que era elegido para formar parte de la expedición. ¿Cómo podía ocupar la más mínima posición de liderazgo, después de todo, si existía la posibilidad de que ni tan sólo estuviera allí, si su espíritu y su voluntad podían ser arrojadas a un limbo vacío mientras Markwart utilizaba su cuerpo?

La mirada del hermano Francis pasó de maese Jojonah al padre abad, y luego a los otros siete padres allí presentes, que lo miraban expectantes. ¿Cómo podía rechazar semejante propuesta? Volvió a mirar enojado a Jojonah; sin separar los ojos de él y sin parpadear respondió con afectación entre los dientes apretados:

—Desde luego, sería el mayor honor que cualquier hermano podría esperar o desear.

—Muy bien, entonces —dijo victorioso Jojonah, batiendo palmas. De un solo golpe, había evitado que Markwart dirigiera la expedición y había puesto en su sitio al excesivamente ambicioso hermano Francis. No se trataba de que Jojonah quisiera proteger a Markwart de cualquier peligro; lejos de ello. Se trataba simplemente de que temía el daño que Markwart podía ocasionar en el caso de que el viaje llegara a su término. Algo más que simples especulaciones situaban a Avelyn Desbris en aquel lugar devastado del norte, y Jojonah temía que Markwart pudiera esconder lo que realmente encontraran allí con invenciones para poder acercarse a su odiado Avelyn. Si Markwart estaba al frente de la expedición cuando esta llegara a Barbacan, sería Markwart quien determinaría qué iba a ocurrir allí.

—No obstante, tengo miedo de que mi trabajo sea desaprovechado —añadió de repente el hermano Francis, cuando el padre abad se disponía a hablar.

Todas las miradas se concentraron en el joven hermano.

—Yo he planeado el viaje —explicó Francis; Jojonah y algunos otros se dieron cuenta de que estaba improvisando—. Estoy familiarizado con el recorrido que debemos efectuar y con las cantidades de provisiones que tienen que quedarnos en cada parada. Asimismo, estoy bien adiestrado en el uso de las piedras y, según todas las opiniones, de forma eficiente; las gemas son imprescindibles si queremos cumplir con el plazo de tres semanas, previsto en los tomos de la guía.

—Doce días —dijo el padre abad, atrayendo todas las miradas y provocando un gesto de incredulidad en el hermano Francis—. La duración prevista de nuestro viaje será de doce días.

—Pero… —empezó a responder el hermano Francis; pero, si el tono del anciano dejaba poco espacio para la discusión, su mirada no dejó ninguno, y el joven monje optó prudentemente por callarse.

—Por otra parte, maese Jojonah tiene razón, y acepto su sugerencia como la alternativa más prudente —prosiguió Markwart—. Así pues, yo no iré, pero podré inspeccionar de forma regular la expedición a través de los ojos serviciales del hermano Francis.

Jojonah estuvo encantado con lo que acababa de anunciar el padre abad; había temido que la tozudez de Markwart hubiera persistido. No obstante, no le sorprendió que su recomendación para que Francis fuera receptáculo hubiese sido aceptada; el ambicioso hermano era uno de los pocos en Saint Mere Abelle en quien confiaba el anciano padre abad, cuya paranoia había ido en aumento desde que Avelyn Desbris se fugó con las gemas.

—Dado que no lideraré personalmente, o al menos no de modo físico la expedición —prosiguió Markwart—, uno de vosotros, padres, debe ir —su mirada recorrió la habitación y se detuvo un momento en el impaciente De’Unnero antes de posarse en Jojonah.

El gordo y anciano padre correspondió a aquella mirada con una expresión incrédula. Seguramente Markwart no lo elegiría a él, suplicó interiormente. Era uno de los padres más viejos de Saint Mere Abelle, y, sin duda, el menos preparado físicamente para un viaje largo y duro.

Pero Markwart sostuvo su mirada.

—Maese Jojonah, el padre más antiguo de Saint Mere Abelle, es la elección lógica —anunció en voz alta—. Un inmaculado le servirá de segundo en la expedición; el hermano Francis, de tercero; y otros veintidós se ocuparán de los carruajes y los caballos.

Jojonah miró largamente al padre abad mientras Markwart y los otros empezaron a discutir sobre cuáles de los hermanos más jóvenes y más fuertes serían los más adecuados para el viaje. Jojonah no intervino en el proceso de selección; permaneció sentado mirando y pensando, lleno de odio hacia el padre abad. Sabía que Markwart lo había elegido sin ningún motivo razonable. El anciano lo castigaba por haber sido amigo y tutor de Avelyn, y por sus continuas objeciones contra muchas decisiones de Markwart sobre cualquier asunto: desde la relación de la abadía con el resto de la comunidad abellicana, hasta discusiones filosóficas acerca del valor real de las gemas y del verdadero significado de la fe. Markwart había exteriorizado su disgusto con Jojonah en más de una ocasión, e incluso una vez había amenazado con reunir una asamblea de abades para discutir sobre, como él decía, «la manera de pensar cada vez más herética de Jojonah».

Jojonah casi había deseado que se celebrara aquella reunión, pues estaba convencido de que muchos de los otros abades de la Iglesia abellicana compartían su punto de vista. Se dio cuenta de que aquella amenaza era un farol, pues sabía que el propio Markwart temía el criterio de los abades. Durante los últimos años, Markwart había disminuido intencionadamente los contactos de Saint Mere Abelle con las otras abadías; por tanto, lo último que deseaba el padre abad era una confrontación con el resto de la Iglesia sobre materias filosóficas.

A pesar de eso, maese Jojonah temía que Markwart encontrara la manera de desquitarse de él; y, al parecer, eso era lo que había terminado por ocurrir. Más de mil novecientos kilómetros en doce días, y buena parte de ese tiempo dedicado, sin duda, a eludir desastres en forma de trasgos, powris y gigantes. Y después el grupo pasaría semanas, quizá meses, tratando de descifrar los enigmas de las desiertas e inhóspitas tierras de Barbacan, atormentado por un clima, según los tomos, capaz de helar el agua en las noches de verano, y acosado por enormes huestes enemigas y quizás incluso por el mismo demonio Dáctilo. Después de todo, no sabían si el diablo había sido realmente eliminado. Todo era pura especulación.

El ambicioso hermano Francis quería desesperadamente realizar ese viaje, aunque con su propio espíritu habitando en su propio cuerpo; pero para maese Jojonah, que superaba los sesenta y no tenía ninguna aspiración de poder o gloria, ni espíritu aventurero alguno, el viaje era sin duda un castigo, y muy posiblemente su sentencia de muerte.

Sin embargo, no habría debate. Los veintidós fueron escogidos con rapidez, por su poder tanto físico como mágico. La mayoría eran estudiantes de quinto o sexto año, hombres en la plenitud de la vida física, aunque se había incluido también un par de inmaculados: un estudiante del décimo año y otro del duodécimo.

—¿A quién has seleccionado para ser tu segundo? —preguntó el padre abad a Jojonah.

El padre se lo tomó con calma para considerar las distintas opciones que tenía. La elección más obvia, desde un punto de vista puramente egoísta, habría sido el hermano Braumin Herde, un buen amigo y a menudo confidente. Pero Jojonah tenía que considerar todas las implicaciones. Si a la caravana le ocurría algún desastre, posibilidad muy real, y ambos, él y Braumin Herde, morían, dejarían a Markwart virtualmente sin oposición. Los otros padres, con la posible excepción de maese Engress, estaban demasiado comprometidos a causa de sus trapicheos para conseguir poder o riqueza como para discutir con el padre abad; y los otros inmaculados e incluso los diecinueve estudiantes eran demasiado ambiciosos, demasiado parecidos al hermano Francis.

Salvo uno, meditó Jojonah.

—¿Debe ser un inmaculado? —preguntó.

—No puedo prescindir de otro padre —se apresuró a responder el padre abad Markwart. Su tono, lleno de sorpresa y con una punta de cólera, reveló a Jojonah que había esperado y deseado que eligiera a Braumin Herde.

—Estaba pensando en uno de los colegas del hermano Francis —explicó maese Jojonah.

—¿Otro estudiante del noveno año? —preguntó Markwart con incredulidad.

—Pero como hemos seleccionado a dos inmaculados entre los veintidós —destacó maese Engress—, podrían tomarse a mal el hecho de que se situara un estudiante del noveno año en el tercer lugar de la jerarquía.

—Aunque lo aceptarán cuando les digamos que el estudiante del noveno año va a servir de receptáculo del padre abad —indicó reverencial y rápidamente otro de los padres, inclinando la cabeza en señal de deferencia hacia Markwart.

Maese Jojonah reprimió las ganas de abalanzarse sobre aquel hombre y pegarle un puñetazo.

—Excepto que también les den un estudiante del noveno año para segundo —prosiguió maese Engress, no para polemizar, ya que no era tal su naturaleza, sino sólo para desempeñar el necesario papel de voz discrepante.

Markwart miró al padre que había defendido la decisión de nombrar a Francis como tercero e inclinó ligeramente la cabeza en señal de asentimiento, inclinación que Jojonah estaba seguro de que el anciano había hecho sin ni siquiera darse cuenta y que le anticipaba la decisión que iba a tomar.

—¿A quién tenías previsto nombrar? —preguntó el padre abad Markwart.

Maese Jojonah se encogió de hombros sin comprometerse. Se daba cuenta de que era un punto discutible, por lo que implicaba para su viaje, puesto que Markwart ya había decidido que ningún estudiante del noveno año serviría de segundo. Advirtió que ahora el padre abad estaba simplemente tanteando la situación, tratando de averiguar si existía algún otro posible agitador entre sus subordinados en Saint Mere Abelle, algún otro conspirador en el pequeño grupo de maese Jojonah.

—Abrigaba la esperanza de que el hermano Braumin Herde pudiera acompañarme —comentó Jojonah en tono brusco—. Es un amigo, y alguien a quien considero en cierto modo como a un protegido.

El padre abad arrugó el ceño confuso y su expresión engreída desapareció.

—Entonces ¿qué…? —empezó a preguntar uno de los padres.

—El hermano Herde no es colega mío —interrumpió el hermano Francis—. Es un inmaculado.

Jojonah aparentó toda la confusión de que fue capaz.

—¿De verdad?

Varios padres rompieron a hablar a la vez, la mayoría expresando sus temores de que su gordo compañero pudiera ser víctima de otras debilidades aparte de la del estómago.

—¿Querías a Herde? —dijo en voz alta el padre abad, calmando el bullicio.

Jojonah hizo una mueca y asintió con timidez.

—Así que es un estudiante del décimo año —contestó con fingido embarazo—. Los años pasan tan rápido que parecen mezclarse unos a otros.

Las inclinaciones de cabeza y las risitas en torno a la mesa indicaron a Jojonah que había conseguido salir mañosamente del apuro. Aunque no le hacía ninguna ilusión el hecho de que ambos, él y Braumin Herde, se marcharan juntos de Saint Mere Abelle y se expusieran juntos a un peligro mortal.

El hermano Braumin Herde era un hombre guapo, de pelo negro y rizado y rasgos marcados, con ojos oscuros y penetrantes, y una cara que siempre parecía mal afeitada, sin importar la frecuencia con la que se la rasuraba. No era alto, pero sus hombros eran anchos y su porte erguido le daba un aspecto sólido. Rebasaba en poco la treintena; había dedicado más de un tercio de su vida a Saint Mere Abelle y, dado que su primer amor fue su Dios, muchas de las mujeres de la zona seguramente lamentaron aquella decisión y aquella devoción.

El hermano miró en ambas direcciones el corredor de la planta superior de la abadía, entró de espaldas en la habitación y cerró con cuidado la puerta.

—Debo emprender ese viaje —anunció con su potente y resonante voz, mientras se volvía hacia maese Jojonah—. Con mis años de trabajo me he ganado un lugar en la expedición a Barbacan.

—¿Un lugar conmigo o con Markwart? —replicó maese Jojonah.

—Te dieron la posibilidad de elegir a un segundo, y eso después de que ya hubieran elegido a los demás, sin que me incluyeran a mí entre ellos —repuso con rapidez Braumin Herde—. Y me elegiste a mí, aunque sé que tu intención era otra.

Jojonah lo miró con aire burlón.

—Me han contado lo que sucedió. Es imposible que hubieras olvidado que yo era un inmaculado, dado que tú mismo me entregaste el rollo de pergamino del título —razonó Braumin—. Tú querías elegir al hermano Viscenti.

Jojonah se sobresaltó, sorprendido de que ya se hubiera esparcido tan detallada información relativa a la reunión. Observó cuidadosamente al hermano Braumin; jamás había visto tanto dolor y disgusto en su rostro. Braumin Herde era un hombre fuerte y de aspecto imponente, todo él cubierto de pelo y músculos, y con una enorme mandíbula cuadrada. Su ancho torso acababa en V en la estrecha cintura, pues no tenía ni un gramo de grasa; parecía esculpido en piedra y pocos había en Saint Mere Abelle que pudieran rivalizar con él en demostraciones de fuerza pura. No obstante, maese Jojonah conocía bien su manera de ser, su corazón compasivo, y sabía que el hombre no era un luchador. Pues a pesar de su fuerza, el hermano Braumin nunca había sido nada excepcional en los entrenamientos marciales, algo que frustró en gran manera a maese De’Unnero, quien veía en el hombre grandes posibilidades. Para decepción de De’Unnero, el hermano Braumin era un alma apacible, y por eso a Jojonah no le preocupaba que ahora pudiera manifestar su cólera.

—Sin vacilación alguna te habría escogido desde el primer momento —contestó el padre honestamente—. Pero tenía que considerar las implicaciones que conllevaba esa elección. El camino a Barbacan está plagado de peligros y no tenemos ni idea de lo que podremos encontrar cuando lleguemos allí, si es que llegamos.

Braumin suspiró profundamente y sus hombros se hundieron un poco.

—No tengo miedo —replicó.

—Pero yo sí —dijo Jojonah—. Lo que los dos hemos llegado a creer no debe morir con nosotros en el camino hacia las Tierras Agrestes.

La desilusión de Braumin Herde cedió ante la lógica del razonamiento y la justificada preocupación de Jojonah.

—Debemos asegurarnos de que el hermano Viscenti y los demás lo han comprendido —añadió.

Jojonah asintió y los dos permanecieron callados durante un rato, cada cual considerando la peligrosa decisión que habían tomado. Si el padre abad Markwart llegaba a conocer la naturaleza de lo que guardaban en sus corazones, si llegaba a darse cuenta de que ellos dos, más que nadie en Saint Mere Abelle, ponían en cuestión su liderazgo heterodoxo e incluso habían empezado a cuestionar la orientación global de la Iglesia abellicana, probablemente los tacharía de herejes sin la menor vacilación y les infligiría tortura pública hasta la muerte, algo no sin precedentes, en la a menudo brutal historia de la Iglesia abellicana.

—¿Y qué ocurrirá si topamos con Avelyn? —preguntó al fin Braumin Herde—. ¿Qué haremos si lo encontramos vivo?

Maese Jojonah soltó una risita de desaliento.

—Sin duda, nuestras órdenes serán traerlo aquí encadenado —repuso—. Me temo que el padre abad no permitirá que Avelyn siga con vida y no descansará tranquilo hasta que las gemas que Avelyn cogió sean devueltas a Saint Mere Abelle.

—¿Y lo traeremos aquí?

De nuevo apareció la risita de desaliento.

—No sé si podremos dominar al hermano Avelyn, suponiendo que queramos hacerlo —repuso Jojonah—. Nunca has tenido el placer de ver al hermano Avelyn manejando las piedras mágicas. Si descubrimos que fue él el causante de la explosión en el norte o si destruyó al Dáctilo y todavía vive, entonces, pobres de nosotros si tratamos de presentarle batalla.

—¿A pesar de ser veinticinco monjes? —pregunto incrédulo Braumin Herde.

—Nunca subestimes al hermano Avelyn —fue la brusca respuesta—, pero, en cualquier caso, no creo que sea necesario —se apresuró a añadir Jojonah—. ¡Ojalá encontremos al hermano Avelyn! ¡Oh, cuánto me gustaría volver a verlo!

—Eso nos plantearía un dilema —razonó Braumin Herde—. Si el hermano Avelyn está vivo, nosotros tenemos que tomar partido: o bien con él o con el padre abad.

Maese Jojonah cerró los ojos; reconocía que su joven amigo estaba en lo cierto. Jojonah y Herde, y, en menor medida, algunos otros de Saint Mere Abelle, no estaban satisfechos con la dirección de Markwart, pero, si tomaban partido por Avelyn, que había sido abiertamente tachado de hereje por el padre abad y que con toda probabilidad sería considerado formalmente como tal en la asamblea de abades que se convocaría más tarde aquel mismo año, tendrían que enfrentarse a toda la Iglesia. Jojonah estaba convencido de lo correcto de su posición y no dudaba que muchos otros monjes —de Saint Mere Abelle, de Saint Precious de Palmaris y de las demás abadías— podían unirse a su causa, pero ¿quería realmente dividir a la Iglesia? ¿Quería empezar una guerra?

Ahora bien, si encontraban al hermano Avelyn con vida, ¿cómo podría Jojonah enfrentarse a él con la conciencia tranquila o incluso ignorar acciones de terceros en su contra? El hermano Avelyn no era un hereje, Jojonah lo sabía; de hecho, era más bien lo contrario. Su delito contra el padre abad y contra toda la Iglesia abellicana consistía en que había puesto un espejo ante ellos, mostrándoles la realidad de sus actos en relación a los preceptos honestos de la fe. Y a los hermanos, sobre todo a Markwart, no les había gustado la imagen reflejada en el espejo. No les había gustado nada.

—Creo que la explosión de Barbacan la provocó el hermano Avelyn —dijo Jojonah con convicción—; sólo él podía ser capaz de enfrentarse al demonio Dáctilo. Pero faltaba averiguar quién sobrevivió, si es que hubo supervivientes.

—Tenemos pruebas de que el Dáctilo ha desaparecido —replicó Braumin—. En efecto, el ejército de los monstruos ha perdido su dirección y su cohesión. La alianza entre powris y trasgos ya se ha debilitado, según todos los informes, y hemos comprobado personalmente su desorden cuando atacaron nuestras murallas.

—Quizás el Dáctilo haya resultado malherido, y entonces nosotros podremos acabar el trabajo —dijo Jojonah.

—O tal vez el demonio ha sido destruido y encontraremos al hermano Avelyn —dijo ceñudamente Braumin Herde.

—Si el Dáctilo está muerto, y por tanto el trabajo en Barbacan terminado, es probable que el hermano Avelyn se encuentre lejos de aquel maldito lugar.

—No perdamos la esperanza —dijo Braumin Herde—. Aún no estamos preparados para proceder contra el padre abad.

La última frase cogió a Jojonah desprevenido y le hizo reflexionar. Nunca habían hablado explícitamente de proceder contra el padre abad. De sus conversaciones se podían deducir con facilidad sus puntos de vista respecto al camino que la Iglesia debería tomar, puntos de vista que harían llegar a los demás a través de su ejemplo o de sus intervenciones en las asambleas. Pero nunca habían hablado, ni siquiera dado a entender ningún plan formal para «proceder contra» Markwart o la Iglesia.

Braumin Herde captó la expresión de Jojonah y se azoró un poco, avergonzado de su postura demasiado avanzada.

Jojonah dejó pasar el desliz de Braumin con otra risita. Recordó cuando él era joven, muy joven, un rebelde como Herde que se creía capaz de cambiar el mundo. Sin embargo, la prudencia, o quizá simplemente la debilidad de la edad le había enseñado que no era tan fácil. Ya no era el mundo lo que maese Jojonah quería cambiar, ni tan sólo la Iglesia, sino únicamente su pequeño rincón en ambos lugares. Dejaría que Markwart siguiera mandando, dejaría que la Iglesia siguiera el curso que decidieran los demás. Pero permanecería fiel a su propio corazón y seguiría la senda de la piedad, de la dignidad y de la pobreza, tal como prometió unas décadas antes cuando había hecho los votos en Saint Mere Abelle. Difundiría la palabra verdadera entre los monjes más jóvenes, como Braumin Herde y Viscenti Marlborough, que eran receptivos, pero nada más lejos de su intención y de sus deseos que presenciar la división de la Iglesia abellicana.

Eso era precisamente lo que temía.

Y por eso, maese Jojonah, el hombre amable, el verdadero amigo de Avelyn Desbris, deseaba que Avelyn hubiera muerto.

—Partiremos por la mañana —dijo Jojonah—. Ve con el hermano Viscenti e insiste en todo lo que hemos hablado los tres. Aconséjale que se aplique al estudio con voluntad e intensidad y que defienda la verdad con energía; aconséjale que sea siempre caritativo, tanto con creyentes como con no creyentes, y que cure las heridas del cuerpo y del alma de los amigos y de los enemigos. Aconséjale que denuncie las injusticias y los excesos, pero en un tono siempre moderado por la compasión. El bien acabará por triunfar gracias a la verdad de sus palabras y no a la acción de su espada, aunque la victoria puede tardar siglos en llegar.

Braumin Herde consideró la sabiduría de aquellas palabras durante un rato y se inclinó con respeto antes de volverse hacia el corredor.

—Y tú prepárate para el viaje —añadió maese Jojonah antes de que abriera la puerta—. El padre abad hablará por boca del hermano Francis; y no dudes de que los otros veintidós de la expedición son leales a Markwart. Controla tu temperamento, hermano, o tendremos problemas incluso antes de abandonar las tierras civilizadas.

De nuevo Braumin Herde se inclinó respetuosamente y asintió mientras se erguía, asegurando a su tutor que por supuesto iba a tener cuidado con lo que decía.

Maese Jojonah no lo dudó ni un momento, pues Herde, además de ser un espíritu rebelde y amable, era un hombre disciplinado. Estaba seguro de que el hermano Braumin haría lo correcto, igual que él, aunque temía no saber qué sería lo correcto en el caso de que encontraran al hermano Avelyn Desbris sano y salvo por el camino.

—Ya sabes lo que sospecho y lo que espero —señaló secamente el padre abad.

—Soy un receptáculo servicial, padre abad —dijo el hermano Francis, bajando los ojos—. Entrará en mi cuerpo siempre que lo desee.

—Cómo si pudieras detenerme —alardeó el anciano abad. Markwart sabía que esa baladronada sonaba a falsa, ya que la posesión, pese a sus últimos progresos con las piedras, era una tarea difícil, e incluso aún más cuando el receptáculo era un hombre adiestrado en magias—. Pero hay otro asunto más importante aún —continuó—: ¿Comprendes el auténtico propósito de este viaje?

—Descubrir si el Dáctilo fue destruido —respondió sin vacilar el joven monje—. O comprobar si alguna vez hubo un demonio Dáctilo.

—Por supuesto que lo hubo —le espetó Markwart con impaciencia—. Pero no es esta la cuestión. Vas a Barbacan para determinar el destino del demonio, es cierto; pero vas, y esto es lo más importante, para determinar el paradero de Avelyn Desbris.

El hermano Francis frunció el ceño, confuso. Sabía que la Iglesia buscaba a Avelyn, sabía que se sospechaba que el monje había tenido que ver con la famosa explosión en el lejano norte, pero jamás imaginó que el padre abad diera más importancia al paradero de Avelyn que al destino del demonio Dáctilo.

—El demonio Dáctilo amenaza miles de vidas —concedió el padre abad—. Los sufrimientos causados por la irrupción de la bestia son horribles y lamentables; pero el demonio Dáctilo ha aparecido otras veces y volverá a aparecer; el sufrimiento cíclico es el destino del hombre. La amenaza del hermano Avelyn, sin embargo, es más insidiosa y potencialmente más duradera y devastadora. Sus actos y sus tentadores puntos de vista heréticos amenazan los fundamentos de nuestra querida orden abellicana.

Francis todavía parecía dudar.

—Según los escasos informes relativos a las correrías de Avelyn, parece que disfraza su herejía con bonitas palabras y actos aparentemente caritativos —prosiguió Markwart con una voz teñida de frustración—. Reniega de la importancia de antiguas tradiciones sin comprender el valor de dichas tradiciones y, por supuesto, su absoluta necesidad para la supervivencia de la Iglesia.

—Perdone, padre abad —dijo con calma el hermano Francis—, pero yo creía que Avelyn era muy tradicional; demasiado, dirían algunos. Creía que sus errores se debían a lo contrario, a que era tan devoto de los ritos de otro tiempo que no era capaz de ver la verdad y la realidad de la Iglesia moderna.

Markwart agitó su huesuda mano y se dio la vuelta mordiéndose el labio y tratando de encontrar una manera de salir de aquella trampa dialéctica.

—Es cierto —agregó; entonces se volvió con tal fiereza que Francis se vio obligado a retroceder un paso—. En algunas cuestiones, Avelyn era en apariencia tan devoto que parecía inhumano. ¿Sabes que ni siquiera le importó, que no derramó ni una lágrima, cuando murió su propia madre?

Francis reaccionó con ojos desorbitados.

—Es cierto —prosiguió Markwart—. Estaba tan obsesionado con sus votos que la desaparición de su propia madre fue para él algo sin importancia. Pero no cometas la estupidez de creer que sus actos contenían una auténtica espiritualidad. No, no, eran el producto de la ambición, como lo demuestra el asesinato de maese Siherton y su huida con las gemas. Avelyn es peligroso para toda la orden, y él, no el Dáctilo, sigue siendo la principal prioridad.

El hermano Francis reflexionó unos instantes, y luego asintió.

—Lo comprendo, padre abad.

—¿De verdad? —replicó Markwart en un tono tal que Francis dudó de sí mismo—. ¿Comprendes lo que tienes que hacer si encuentras a Avelyn Desbris?

—Somos veinticinco fuertes… —empezó a decir Francis.

—No cuentes con el apoyo de los veinticinco —le avisó Markwart.

También aquello obligó a Francis a reflexionar.

—Pero —dijo vacilante al fin—, somos suficientes para coger a Avelyn y traerlo con las gemas a Saint Mere Abelle.

—No —respondió Markwart de tal modo que Francis volvió a sobresaltarse.

—Pero…

—Si encuentras a Avelyn Desbris —explicó con expresión severa Markwart—, si alguna vez captas el más ligero vestigio de su olor, me traerás lo que me fue robado junto con la maravillosa noticia de su muerte; si es posible, tráeme también su cabeza.

El hermano Francis se cuadró; no era un hombre amable, y probablemente habría conseguido un lugar más preeminente entre los de su promoción de no haber sido por varias reyertas en las que había participado voluntariamente. Pero nunca esperó semejante orden del padre abad de Saint Mere Abelle. No obstante, era un monje ambicioso y ciegamente leal, de los que no dejan que la conciencia cuestione las órdenes recibidas.

—No le fallaré —afirmó—. Maese Jojonah y yo…

—Cuidado con Jojonah —lo interrumpió Markwart—, y con el hermano Braumin Herde también. Van en calidad de primero y segundo en el viaje a Barbacan y también en cualquier asunto relativo al demonio Dáctilo. Por lo que concierne a Avelyn Desbris, si llegara el caso, el hermano Francis hablará en nombre del padre abad, y la palabra del padre abad es ley incuestionable.

El hermano Francis se inclinó con gran reverencia; al ver el gesto de despedida de la mano del padre abad, se dio la vuelta y salió de la habitación, expectante y lleno impaciencia.

La noche era oscura en torno a Saint Mere Abelle, cuando el hermano Braumin recorrió los pisos superiores de la vieja construcción. Aunque su misión era vital —ya había avisado al hermano Viscenti que le esperara en sus habitaciones privadas—, dio un rodeo por el larguísimo pasillo que corría junto a la muralla del lado de mar de Saint Mere Abelle, dominando la Bahía de Todos los Santos. Como no había antorchas encendidas a lo largo de las murallas exteriores del edificio y tampoco allá abajo, en los pocos y lejanos muelles, ante Braumin se extendía la más espectacular visión del firmamento nocturno, con un millón de millones de estrellas titilando sobre las oscuras aguas del gran Miriánico. He nacido demasiado tarde, se decía, mientras miraba a través de una de las altas y estrechas ventanas, pues se había perdido el viaje a Pimaninicuit, la isla ecuatorial en cuyas riberas los monjes de Saint Mere Abelle recogieron las piedras sagradas; tales viajes sólo ocurren cada seis generaciones, cada 173 años.

Se suponía que Braumin Herde ni tan sólo debía conocer los detalles de tales hechos, pues no era todavía un padre, pero Jojonah le había explicado la historia de la última expedición, le había hablado de cómo los hermanos Avelyn, Thagraine, Pellimar y Quintall habían viajado a la isla a bordo de un barco alquilado, el Corredor del Viento. Jojonah le había contado a Braumin que, una vez acabada la misión, la posterior destrucción del Corredor del Viento, cuando zarpaba de Saint Mere Abelle, por parte de los monjes, fue lo que acabó de enemistar a Avelyn Desbris con la Iglesia abellicana. Ahora, al mirar hacia fuera, el joven monje trataba de imaginarse aquella escena, trataba de imaginar la potencia de las distintas catapultas y la tremenda energía de las piedras del anillo descargadas sobre un único velero. Braumin había sido testigo de la furia de Saint Mere Abelle contra la invasión de los powris; se estremeció al pensar que todo aquel poder se había concentrado contra un solo barco y su tripulación desprevenida.

Debió de ser una noche fatal, reflexionó el hombre. Si Avelyn no se hubiera enterado de aquella destrucción, ¿habría seguido siendo un leal y dedicado servidor del padre abad Markwart? Y si, como sospechaba, el hermano Avelyn había tenido un papel destacado en los sucesos posiblemente trascendentales del norte, en las Tierras Agrestes y en Barbacan, entonces, ¿qué tinieblas seguirían oprimiendo al mundo si Avelyn se hubiera quedado en la abadía?

Braumin Herde se pasó los dedos por el espeso y rizado cabello negro. Todas las cosas tenían un propósito, le había dicho su madre a menudo. Todo ocurría por alguna razón. En el caso del hermano Avelyn Desbris esas palabras por supuesto sonaban a verdad.

Se alejó de la ventana y prosiguió su camino desplazándose silenciosa pero rápidamente a lo largo del corredor. A aquellas horas, la mayoría de los monjes estaba durmiendo; así se exigía a los jóvenes monjes y se recomendaba a los mayores, aunque los estudiantes de noveno y décimo año podían fijar su propio toque de queda si tenían materias importantes que atender, tales como escribir pasajes de textos antiguos o, Braumin pensó con una risita disimulada, conspirar contra el padre abad. También Braumin quería irse a la cama lo antes posible; tenía que levantarse antes del amanecer para emprender viaje, un largo y peligroso viaje.

Inclinó la cabeza al ver una débil línea de luz bajo la puerta de la habitación de Viscenti Marlborough. Llamó con suavidad; no quería despertar a nadie de las habitaciones vecinas, ni tampoco quería que nadie advirtiera su presencia ante la puerta de aquel hombre.

La puerta se abrió; Braumin entró en la habitación.

El hermano Viscenti Marlborough, un hombre escuálido y bajito, de ojos penetrantes y oscuros, y una perpetua barba de tres días en una cara gastada por el tiempo, se apresuró a cerrar la puerta detrás de su amigo.

Ya se estaba frotando las manos, observó Braumin. El hermano Viscenti Marlborough era quizás el hombre más nervioso que había conocido nunca. Siempre se estaba frotando las manos y siempre agachaba la cabeza, como si esperara que alguien fuera a golpearle.

—Ambos os iréis y ambos moriréis —declaró súbita y secamente Viscenti, con una voz rechinante más propia de una comadreja o de una ardilla que de un hombre.

—Nos iremos, sí —concedió Braumin—, pero por un mes; dos como máximo.

—Si el padre abad consigue su objetivo, no regresaréis —comentó Viscenti; se agachó y giró sobre sí mismo poniéndose un dedo sobre los labios fruncidos como si hablar abiertamente sobre el padre abad Markwart pudiera atraer una hueste de guardianes dispuestos a echar la puerta abajo.

Braumin Herde ni siquiera trató de disimular su risa.

—Si el padre abad quisiera hacer algo contra nosotros abiertamente, lo habría hecho hace mucho tiempo —razonó—. La jerarquía no nos teme.

—Temen a Avelyn —indicó Viscenti.

—Le odian porque robó las piedras —corrigió Braumin—. Dejando aparte el hecho de que mató a maese Siherton; el padre abad desprecia a Avelyn porque al llevarse las piedras, Avelyn se llevó también su reputación. Si el padre abad Markwart se va de este mundo sin haber recuperado las piedras, los futuros monjes abellicanos considerarán un fracaso su época al frente de la abadía. Eso es lo que temen, y no la revolución del hermano Avelyn.

Desde luego, el hermano Viscenti ya había oído antes todo aquello; levantó las manos en señal de rendición y avanzó hacia su escritorio arrastrando los pies.

—No obstante, no voy a menospreciar el riesgo que correremos maese Jojonah y yo mismo —le dijo Braumin Herde, mientras tomaba asiento en el extremo de la cama de Viscenti, un pequeño e insignificante camastro—. Ni tampoco, llegado el caso, menospreciaremos la responsabilidad que caerá sobre nuestros hombros, amigo mío.

La mirada de Viscenti reflejaba el más puro terror.

—Tú tienes aliados —le recordó Braumin.

Viscenti resopló.

—¿Un puñado de novicios de primer y segundo año?

—Que se convertirán en estudiantes de noveno y décimo año —replicó Braumin con firmeza—. Conseguirán su rango de inmaculados igual que tú, si eres lo bastante prudente, y alcanzarán la categoría de padres.

—Bajo los auspicios del padre abad Markwart —continuó con sarcasmo el hermano Viscenti—, que sabe de sobras que he sido amigo tuyo y de maese Jojonah.

—El padre abad no determina el rango —repuso el hermano Braumin—. No depende sólo de él; tu ascenso, por lo menos a padre, es un resultado inevitable en la medida que seas constante en tus estudios. Si el padre abad se opusiera, sería el blanco de habladurías en todas las abadías y entre la mayoría de los padres de Saint Mere Abelle. No, no puede negarte el ascenso.

—Pero sí decide sobre el destino —arguyó el hermano Viscenti—. ¡Podría enviarme a Saint Rontelmore en las calurosas arenas de Entel, o incluso peor, podría asignarme como capellán a los Guardianes de la Costa en la solitaria Pireth Dancard, en medio del golfo!

Braumin Herde no parpadeó, se limitó a encogerse de hombros como si tales posibilidades no importaran.

—Y allí fortalecerás tus convicciones —explicó con calma—. Allí, mantendrás vivas en tu corazón nuestras esperanzas en la Iglesia abellicana.

El hermano Viscenti se retorció de nuevo las manos, se incorporó y empezó a pasear por la habitación. Tenía que estar satisfecho con la respuesta de su amigo, lo sabía, puesto que los destinos de los hermanos no dependían de sí mismos. Ahora, no. Pero a pesar de ello, a Viscenti le parecía como si de repente el mundo entero se moviera demasiado aprisa, como si los acontecimientos lo arrastraran y no le dejaran ni un momento para considerar su próxima decisión.

—¿Qué voy a hacer si no volvéis? —preguntó con toda seriedad.

—Guarda la verdad en tu corazón —replicó el hermano Braumin sin vacilar—. Continúa hablando con los jóvenes monjes que comparten nuestros principios, ayúdales a que en su interior se resistan a las presiones que sufrirán para que se adapten y acomoden a medida que asciendan en la jerarquía de la orden. Eso es lo que el maese Jojonah nos ha pedido siempre; eso es lo que el hermano Avelyn nos pediría siempre.

El hermano Viscenti interrumpió su paseo y miró largamente a Braumin Herde. Creía de corazón que aquel hombre tenía razón, ya que él, al igual que el hermano Braumin Herde, al igual que maese Jojonah, y al igual que varios otros jóvenes monjes, tenía el espíritu de Avelyn en su interior.

—Piedad, dignidad, pobreza —recitó Braumin Herde los votos abellicanos. Cuando el hermano Viscenti lo miró y asintió, añadió una palabra que maese Jojonah, a la luz de la labor de Avelyn, había incorporado en secreto: caridad.

No sonaron fanfarrias ni pregones cuando la caravana de seis carruajes atravesó las verjas de Saint Mere Abelle. Cuatro de los carruajes transportaban cinco monjes cada uno, mientras otro, abarrotado de provisiones, llevaba sólo a los dos conductores. El segundo de la fila también lo conducían dos monjes, y llevaba a maese Jojonah, los mapas y la documentación.

Los tres monjes de la parte de atrás del cuarto carruaje, entre ellos el hermano Braumin y otro inmaculado, trabajaban continuamente con las gemas, principalmente con el cuarzo, si bien el tercer inmaculado tenía también una hematites. Empleaban el cuarzo, una piedra para ver a distancia, para explorar la zona en torno a la caravana y, si algo les parecía mínimamente sospechoso, el inmaculado usaba la hematites para proyectar su espíritu en aquel lugar y poder examinar mejor la situación. Los tres monjes eran los ojos y los oídos de la caravana, los guías que mantenían los carruajes alejados de cualquier problema; si fallaban, seguramente se verían implicados en algún combate, quizá mucho antes de que hubieran abandonado las así llamadas tierras civilizadas de Honce el Oso.

Cabalgaron durante toda la mañana, viajando en dirección noroeste por la carretera que se dirigía a Amvoy, el pequeño puerto en el gran Masur Delaval frente a Palmaris. Normalmente, una caravana tan grande viajaría hacia el suroeste, hacia Ursal y los puentes sobre el gran río, pues no había barcos bastante grandes para transportarla a Palmaris en un solo viaje. Pero los monjes tenían su propio método; su ruta hacia Barbacan sería lo más recta posible y con la ayuda de las piedras mágicas, el camino recto era prácticamente factible.

Los caballos, dos por carruaje, estuvieron pronto exhaustos; algunos respiraban tan fatigosamente que parecía que iban a morir. Cada animal llevaba una brida con la turquesa mágica que permitía a los conductores comunicarse con el caballo, a fin de obligarlo a correr más allá de sus posibilidades gracias a la intrusión mental. Hicieron la primera pausa a mediodía, en un prado al borde de la carretera, una cita concertada. Inmediatamente, la mitad de los monjes se puso a trabajar con las ruedas y debajo de los carruajes, apretando, asegurando, mientras otros prepararon una comida rápida y los tres con las piedras exploradoras proyectaban su vista ampliamente a fin de establecer contacto. La Iglesia estaba bien preparada para empresas como aquel viaje, pues a lo largo de todas las rutas de Honce el Oso contaban con aliados, pastores de pequeñas congregaciones, misioneros y similares. La víspera, varios padres de Saint Mere Abelle con la ayuda de los planos y los diarios proporcionados por el hermano Francis, habían utilizado la hematites para establecer contacto con esos aliados estratégicamente situados y les habían indicado lo que tenían que hacer.

Poco menos de una hora después de la pausa de mediodía, les trajeron al campo una docena de caballos de refresco. Maese Jojonah reconoció al fraile que encabezaba la marcha, un hombre que había vuelto al mundo después de doce años en Saint Mere Abelle. Jojonah lo miró a través de las lonas del toldo de su carruaje y no salió para saludarlo, ya que sabía que la familiaridad comportaría preguntas que ni aquel fraile tenía que formular ni él tenía que responder.

En honor del fraile hay que decir que sólo estuvo el par de minutos necesarios para que él y sus cinco ayudantes realizaran el cambio. No tardaron en colocar los caballos y en recolocar las provisiones, y la caravana se puso en camino, corriendo veloz un kilómetro tras otro. A media tarde se desviaron de la carretera para dirigirse más al norte, y poco después, sorprendentemente, apareció ante su vista el gran Masur Delaval; dejaban atrás más de ciento diez kilómetros recorridos. Al sur estaba Amvoy y al otro lado de los treinta y dos kilómetros de extensión acuosa, fuera del alcance de la vista, estaba la ciudad de Palmaris, la segunda ciudad más grande de Honce el Oso.

—Comed bien y acumulad fuerzas —indicó maese Jojonah a todos. Los monjes comprendieron; aquella sería probablemente la parte más difícil y más agotadora del viaje, por lo menos hasta que dejaran atrás las Tierras Boscosas.

Transcurrió una hora y, aunque el detallado itinerario del hermano Francis sólo había previsto un breve respiro durante aquella pausa, maese Jojonah no daba la señal de marcha.

El hermano Francis fue hacia el carruaje donde se encontraba maese Jojonah.

—Ya es hora —anunció sereno pero firme el joven monje.

—Otra hora más —replicó maese Jojonah.

El hermano Francis sacudió la cabeza y empezó a desenrollar un pergamino. Jojonah lo detuvo.

—Sé muy bien lo que dice —aseguró el padre.

—Entonces sabes…

—Sé que si alguno de nosotros flaquea cuando nos encontremos en medio del agua, perderemos un carruaje o incluso todos —interrumpió Jojonah.

—El ámbar no es tan agotador —arguyó Francis.

—No cuando consigue que alguien pueda andar sobre el agua —asintió Jojonah—. Pero ¿y para transportar semejante carga?

—Somos veinticinco.

—Y seguiremos siéndolo cuando alcancemos la orilla oeste del río —dijo Jojonah con expresión severa.

El hermano Francis emitió un ligero gruñido y giró sobre sus talones, dispuesto a irse.

—Viajaremos mucho tiempo de noche —le dijo Jojonah—; utilizaremos diamantes para iluminar el camino y así recuperaremos el tiempo que hemos perdido descansando aquí.

—¿No llamaremos la atención con nuestras luces? —preguntó Francis agriamente.

—Tal vez —repuso Jojonah—, pero en mi opinión es un riesgo menor al de cruzar el Masur Delaval con los hermanos fatigados.

El hermano Francis frunció el entrecejo y adelantó la mandíbula, luego se dio la vuelta y se alejó ofendido; estuvo a punto de tropezar con el hermano Braumin Herde, que se disponía a subir los escasos peldaños de la parte posterior del carruaje.

—No avanzamos de acuerdo con su planificación —explicó Jojonah secamente mientras su amigo entraba.

—Informará de ello al padre abad, naturalmente —dedujo el hermano Braumin.

—Es como si el padre abad Markwart estuviera con nosotros —dijo Jojonah con un profundo suspiro—. La alegría completa.

No obstante, su ceño fruncido se iluminó con una sonrisa que se convirtió en una carcajada cuando Braumin Herde soltó una risita.

Desde fuera del carruaje, el hermano Francis lo oyó todo.

Una hora después, cuando encontraron terreno adecuado en la orilla del río, se pusieron de nuevo en marcha, mientras el sol descendía hacia su ocaso. Maese Jojonah, el más veterano y poderoso con las piedras mágicas, encabezaba la expedición con dos novicios del primer año a su lado y sólo un conductor en el pescante. Dieciocho de los veinticinco monjes, todos salvo los conductores y uno cuya función seguía siendo explorar utilizando el cuarzo, se dividieron en grupos iguales entre los seis carruajes; los tres monjes de cada grupo se dieron las manos para formar un corro alrededor de una pieza de ámbar encantado. Convocaron sus respectivos poderes, enviaron sus energías al interior de la piedra, despertando con vigor las propiedades mágicas. El ámbar era la piedra utilizada para andar sobre el agua, de modo que, cuando los carruajes dejaron de rodar sobre la tierra para adentrarse en el río, no se hundieron: los cascos de los caballos y la parte inferior de las ruedas tan sólo dejaron leves surcos en la superficie del agua.

Los dieciocho monjes se sumergieron profundamente en su meditativo trance; los conductores trabajaron duro, desviando sin cesar sus caballos para compensar la corriente. Pero aquella parte del viaje resultó fácil. La cabalgada fue muy suave, un agradable respiro para los carruajes, para los animales y para los monjes.

Menos de dos horas después, el conductor de Jojonah, que utilizaba el diamante para iluminar el camino hacia adelante, encontró una pendiente fácil y suave en la orilla oeste y situó de nuevo el carruaje en tierra firme. Luego, se dirigió a la parte posterior para informar a maese Jojonah, y el padre salió de su trance y bajó del carruaje para hacer unos estiramientos y observar cómo los otros cinco carruajes alcanzaban la orilla uno tras otro. Hacia el sur, a un puñado de kilómetros de distancia, se veían las luces de Palmaris; hacia el norte y el oeste, sólo la oscuridad de la noche.

—Al atardecer acortaremos la longitud de la caravana —les informó maese Jojonah—, de tal forma que entre la parte trasera de un carruaje y las narices del tiro siguiente no habrá más separación que el largo de un solo caballo. Confiad en las intrusiones de la turquesa y descansad y tomad vuestra última comida en los carruajes. Cabalgaremos mucho tiempo de noche, tanto como los caballos puedan soportar, pero a un paso cómodo. Quiero dejar atrás unos treinta kilómetros más antes de instalar el campamento.

Después, se despidió del grupo, excepto de Francis.

—¿Cuándo está previsto el próximo cambio de caballos? —preguntó al joven monje.

—No será hasta bien entrada la tarde —repuso Francis—. Obtendremos una docena de caballos de refresco a cambio de sólo seis, que a lo mejor dentro de un tiempo serán capaces de tirar de un carro.

—Lo que tenga que ser, será —dijo maese Jojonah, y regresó a su carruaje, lamentando sinceramente tener que explotar tanto a los pobres animales.