Ágil y fuerte, el Pájaro de la Noche se deslizó por el costado de Sinfonía mientras el caballo iba a medio galope. El guardabosque aterrizó corriendo y sobre la marcha tensó Ala de Halcón, mientras Pony, que iba montada en el caballo detrás de él, brincaba hacia adelante, tomaba las riendas y mantenía la carrera de Sinfonía firme y controlada, pues el suelo fangoso era traicionero. Con mano experta hizo virar al caballo hacia la izquierda, alrededor de la base de un montículo, en tanto que Elbryan iba hacia la derecha.
Antes de que Pony y Sinfonía hubieran recorrido media vuelta, advirtieron la presencia del trío de trasgos al que estaban persiguiendo. Dos de ellos habían tomado la delantera y corrían frenéticamente para buscar protección en un bosquecillo, pero el tercero había vuelto sobre sus pasos y estaba dando la vuelta al montículo en sentido contrario.
—¡Corre, aprisa! —gritó Pony y se inclinó sobre Sinfonía, forzando al caballo a cerrar más el viraje alrededor del altozano.
Sinfonía interrumpió su carrera cuando el trasgo apareció tambaleándose detrás del montículo, con las manos en la flecha que llevaba clavada en su garganta. Una segunda flecha le alcanzó en el pecho y lo derribó sobre el fango.
—Se dirigen a los árboles —dijo Pony al guardabosque cuando este apareció corriendo ante ella—. Van a esconderse en la espesura.
El guardabosque frenó y echó una ojeada al bosquecillo; entonces, aparentemente de acuerdo con ella, se acercó al trasgo muerto y procedió a arrancarle las flechas. Hecho esto, se incorporó de nuevo, exploró el panorama y una expresión curiosa asomó en su atractivo rostro.
—Podemos dar la vuelta al bosquecillo —expuso Pony—, encontrar el mejor sitio para entrar en él y atacarlos.
El Pájaro de la Noche parecía no escucharla.
—¿Elbryan?
El guardabosque seguía mirando en derredor, con la boca abierta y el asombro pintado en el rostro.
—¿Elbryan? —insistió la mujer.
—Conozco ese lugar —respondió él con aire ausente; su mirada saltaba de un punto a otro.
—¿Los Páramos? —preguntó Pony con incredulidad; su cara reflejaba el disgusto que le producía la vista de aquella desolada región—. ¿Cómo es posible?
—Pasé exactamente por aquí de vuelta a Dundalis —explicó el hombre—. Cuando abandoné a los elfos.
Corrió hasta un abedul cercano y se inclinó bajo el ramaje como si esperara encontrar su refugio de mucho tiempo atrás.
—Sí —contestó emocionado—. Yo dormí aquí, en este preciso lugar, una noche tranquila. Los mosquitos eran horribles —añadió con una risita sofocada.
—¿Los trasgos? —preguntó Pony, moviendo la cabeza hacia el bosquecillo lejano.
—Aquí no encontré trasgos, pero sí hacia el este, en los confines de Los Páramos —respondió Elbryan.
—Quiero decir esos trasgos —replicó Pony con firmeza, señalando hacia adelante.
Elbryan movió la mano desdeñosamente; los trasgos no le importaban en aquel momento, ante aquel camino lejano en el tiempo que aparecía cada vez más nítido en su mente. Se precipitó hacia un lado, más allá de Pony y Sinfonía, y miró, por encima de las manchas de los arbustos y de las ondulaciones arcillosas, hacia la negra silueta de las cumbres de las montañas visibles allá lejos, hacia el oeste, con su perfil plateado a la luz del sol poniente.
—Olvídate de los trasgos —dijo de repente Elbryan; agarró la brida de Sinfonía y condujo al caballo y a la amazona en dirección hacia las distantes montañas, bordeando el bosquecillo.
—¿Olvidarlos? —repitió Pony—. Hemos perseguido a esa tribu durante más de treinta kilómetros hasta llegar a Los Páramos y casi atravesarlos. ¡Tengo miles de picaduras de mosquito por todo mi cuerpo y el olor de este lugar nos perseguirá durante un año! ¿Y precisamente quieres que me olvide de ellos?
—No son importantes —respondió Elbryan sin mirarla—. Son los dos últimos de treinta; sus veintiocho compañeros están muertos, por lo que dudo que a corto plazo vuelvan a Fin del Mundo.
—No hay que subestimar su maldad —replicó Pony.
—Olvídalos —repitió Elbryan.
Pony bajó la cabeza y refunfuñó entre dientes. Apenas daba crédito a que Elbryan la condujera aún más hacia el oeste, lejos de las Tierras Boscosas, aunque tuviera la intención de ignorar a aquel par de trasgos. Pero confiaba en él y, si lo que suponía era cierto, estaban más cerca del límite occidental de Los Páramos que del oriental. Cuanto antes salieran de aquel maldito lugar plagado de insectos, mejor.
Continuaron durante un ratito, hasta que el sol empezó a ponerse por detrás de las lejanas montañas; entonces Elbryan se dispuso a instalar el campamento. Todavía estaban en Los Páramos, todavía se veían acribillados por los mosquitos y, para mayor disgusto de Pony, todavía estaban demasiado cerca del bosquecillo por donde habían desaparecido los trasgos. La chica se lo recordó una y otra vez, pero su compañero no quería ni oír hablar de ello.
—Debo consultar el Oráculo —anunció.
Pony siguió la mirada del hombre hacia el pie de un árbol grueso; una raíz que sobresalía del suelo blando formaba debajo de ella un hueco pequeño.
—Un magnífico lugar para sentarse cuando los trasgos vuelvan a la carga —replicó la mujer en tono áspero.
—Sólo son dos.
—¿No crees que encontrarán amigos en un lugar tan horrible? —preguntó Pony—. A lo mejor instalamos nuestro campamento creyendo pasar una noche tranquila y nos encontramos con que antes del alba estamos luchando con la mitad del ejército trasgo.
Elbryan parecía haberse quedado sin respuestas. Se mordió ligeramente el labio superior y miró al árbol cercano; la cavidad de su base le invitaba a consultar el Oráculo. Tenía que hablar con el tío Mather, lo sentía, y pronto, antes de que las imágenes de aquel sendero perdido hacía tanto tiempo se evaporaran en su mente.
—Vete y haz lo que debas —le dijo Pony, advirtiendo el dilema grabado en su cara—. Pero dame el ojo de gato. Sinfonía y yo exploraremos para averiguar si hay señales de presencia enemiga.
Elbryan se sintió verdaderamente aliviado mientras cogía el adorno en forma de círculo de su cabeza y se lo entregaba a la mujer. Era un regalo de Avelyn Desbris que él y Pony se intercambiaban según las necesidades. En cualquier caso, él no podía usarlo con el Oráculo; obstaculizaría el estado de ánimo global que se necesitaba para meditar, pues la gema de la parte frontal del adorno, un crisoberilo, más comúnmente conocido como ojo de gato, permitía al portador ver con toda claridad en la más oscura de las noches, incluso en la negrura de una caverna.
—Me debes algo por mi indulgencia —le informó Pony mientras colocaba el adorno en torno a la espesa melena de cabello rubio. Su tono y la repentina sonrisa maliciosa que animó las comisuras de su boca indicaron al guardabosque lo que la mujer podría estar pensando, idea que se reforzó cuando al punto ella saltó sobre él y lo besó con pasión.
»Luego —dijo la chica.
—Cuando no estemos rodeados de trasgos ni de insectos —asintió Elbryan.
Pony brincó a la silla de Sinfonía. Guiñó un ojo a Elbryan, hizo dar la vuelta al caballo y se alejó al trote a través de la creciente oscuridad; pero gracias al ojo de gato veía con total nitidez lo que la rodeaba.
Elbryan la miró con el afecto y el respeto más profundos. Eran tiempos cruciales para el joven guardabosque, tiempos en los que toda su capacidad física y mental sería implacablemente puesta a prueba cada día. Cada decisión podría ser trágica; cada movimiento que diera podía dar ventaja a sus enemigos. Cuánto se alegraba de tener a Pony consigo, tan clarividente, tan capacitada, tan hermosa.
Suspiró al perderla de vista; luego volvió a los asuntos que tenía entre manos: la construcción de un lugar adecuado para el Oráculo y el encuentro con el tío Mather.
Pony no tardó en averiguar que los trasgos no habían abandonado la persecución y que, de hecho, habían empezado a seguirles la pista. Las huellas que descubrió al volver atrás le mostraron que el par de trasgos se había encontrado con algunos amigos, con otros trasgos, quizás hasta una docena. Pony miró hacia adelante, hacia el campamento, que estaba a poco más de un kilómetro y medio de distancia. Se dio cuenta de que debía rebasar a toda prisa a los trasgos y reunirse con Elbryan a tiempo.
—El Oráculo —se dijo, y sacudió la cabeza mientras suspiraba profundamente. Ordenó a Sinfonía que no se moviera del sitio y cogió de su bolsa la malaquita. Mientras concentraba sus pensamientos en la gema para conjurar su poder, sacó los pies de los estribos. Entonces, empezó a subir lentamente por el cielo nocturno, esperando que la oscuridad fuera lo bastante completa para poder pasar inadvertida a los agudos ojos de los trasgos.
Había subido poco más de seis metros, cuando divisó a las criaturas reunidas en torno a un pequeño y bien disimulado fuego en otro bosquecillo, apenas a doscientos metros de donde estaba. Advirtió que no se habían instalado para pasar la noche, sino que estaban levantados y muy agitados, y hacían garabatos en la tierra, probablemente rutas de aproximación o de búsqueda, empujándose y discutiendo.
Pony no quería gastar demasiada energía mágica, así que fue desprendiéndose paulatinamente de los poderes elevadores de la malaquita y se dejó llevar hacia abajo hasta aterrizar de nuevo sobre Sinfonía.
—¿Estás listo para divertirte un poco? —preguntó al caballo, devolviendo la malaquita a su bolsa y sacando otras dos piedras.
Sinfonía relinchó suavemente y Pony le dio unas palmaditas en el cuello. Hasta entonces no había intentado aquel truco, y mucho menos con un caballo de por medio, pero se sentía desbordante de confianza. Avelyn la había enseñado bien y, dadas sus nuevas introspecciones con las piedras, una comprensión que iba más allá de lo que jamás había conocido, creyó de todo corazón que estaba preparada.
Encaminó a Sinfonía hacia el campamento de los trasgos; luego tomó una serpentina y empezó a concentrar su magia.
En la otra mano llevaba la brida y un rubí, tal vez la piedra más poderosa que tenía.
Mediante el ojo de gato Pony avanzaba cuidadosamente por un sendero que los llevaría, a ella y a Sinfonía, a su destino de forma rápida y segura. Apenas a veinte metros de distancia, mientras el ruido de los cascos de Sinfonía se camuflaba entre el ruido de las discusiones de los trasgos, la mujer comunicó sus intenciones al caballo por medio de la turquesa; entonces lanzó al poderoso semental a un galope mortal y dejó que sus pensamientos se sumergieran en la serpentina; la piedra proporcionó un escudo blanco y brillante en torno a ella y al caballo como si ambos hubieran caído en un aljibe lleno de una sustancia pegajosa y lechosa.
Pony sólo disponía de unos pocos segundos para asegurar el escudo en torno a los dos, para cambiar de mano las bridas y sostener en alto el rubí, haciendo desaparecer el escudo de la serpentina en torno a esa piedra y, luego, completando la burbuja protectora en torno a ella y debajo de la gema.
Los trasgos aullaron y empuñaron las armas, pero se tiraron de cabeza al suelo y rodaron cuando caballo y amazona pasaron con gran estruendo entre ellos. Un repugnante bruto levantó una lanza, listo para arrojarla.
Pony no le prestó atención; sólo veía los torbellinos rojos dentro del rubí, sólo oía el viento en sus oídos y el hirviente y creciente poder de la gema.
Sinfonía corrió raudo en línea recta, directamente hacia el fuego de los trasgos; luego se detuvo bruscamente con un patinazo y piafó.
Los trasgos gritaron; algunos atacaron; otros continuaron corriendo a la desbandada.
No lo bastante lejos, sin embargo.
Pony desencadenó el destructivo poder del rubí, una bola de fuego tremenda y atronadora que explotó como si surgiera de su mano, y devoró trasgos y árboles por igual en un repentino y llameante infierno.
Sinfonía piafó otra vez y relinchó, encabritándose violentamente. Pony se mantuvo firme y gritó al caballo unas palabras tranquilizadoras, aunque dudaba que Sinfonía pudiera oírla en medio del tremebundo rugido de las llamaradas, o incluso que pudiera percibir sus pensamientos relajantes, a causa de la conmoción imponente causada por aquella conflagración. Pony apenas podía ver ya que el humo lo invadía todo; pero urgió a Sinfonía a avanzar, y tan eficaz resultó el escudo de la serpentina que ni ella ni el imponente caballo sintieron el más mínimo calor. Pasaron junto a un trasgo caído, el que había levantado su lanza con intención de arrojarla, y Pony miró con desagrado aquella ennegrecida criatura que, fuera de combate y con el recalentado pecho estallando con un crujido, aún empuñaba la lanza chamuscada.
Poco después, en medio de la fría noche caballo y amazona salían del bosque y se alejaban; Pony, exhausta y tosiendo, anuló el escudo protector.
—El Oráculo —repitió y suspiró de nuevo, echando una ojeada a su espalda, hacia las llamas.
Estaba segura de que ningún trasgo saldría vivo de aquella catástrofe.
De regreso, encontró a Elbryan en el límite del campamento con la vista fija en el fuego que seguía ardiendo a más de un kilómetro de distancia.
—Obra tuya —afirmó más que preguntó el hombre.
—Alguien tenía que vérselas con los trasgos —replicó Pony, desmontando del todavía agitado caballo negro—. Y por si te interesa saberlo, eran muchos más.
—Tenía plena confianza en tu capacidad para manejar cualquier situación —respondió Elbryan mientras le dedicaba una encantadora sonrisa.
—¿Mientras tú jugabas con el Oráculo?
La sonrisa desapareció del rostro del guardabosque al tiempo que sacudía lentamente la cabeza.
—No jugaba —dijo con gravedad—; era una búsqueda que podría salvar al mundo entero.
—Esta noche estás muy misterioso —observó Pony.
—Si olvidaras tus pullas un momento y pensaras en las historias que te he contado sobre lo que me pasó mientras estuve lejos de Dundalis, empezarías a comprender.
Pony ladeó la cabeza y miró al hombre, al guardabosque, el guardabosque adiestrado por los elfos.
—¿Juraviel? —preguntó de repente sin aliento, refiriéndose a un elfo que había conocido una vez, amigo y mentor de Elbryan.
—Y a los de su raza —completó Elbryan, y movió su barbilla hacia el oeste—. Creo que he recordado el camino de vuelta a Andur’Blough Inninness.
Andur’Blough Inninness, repitió Pony mentalmente. El Bosque de la Nube donde se halla Caer’alfar, la patria de los Touel’alfar, los ligeros y alados elfos de Corona. Elbryan le había contado muchas historias acerca de aquel lugar encantado, pero siempre había contestado a sus deseos de ir allí con una frustrante respuesta arguyendo que no podía recordar el sendero, que los elfos deseaban mantener su intimidad incluso respecto a él, al que llamaban Pájaro de la Noche, un guardabosque adiestrado en su tierra. Si el hombre estaba en lo cierto, si de verdad podía encontrar el sendero de vuelta a la tierra de los elfos, de repente sus palabras sobre la irrelevancia de un par de trasgos resultaban más convincentes.
—Nos pondremos en marcha por la mañana —prometió Elbryan ante la impaciente expresión de la chica—. Antes del amanecer.
—Sinfonía estará cargado y esperándote —respondió Pony con los ojos azules risueños de emoción.
Elbryan la cogió de la mano y la condujo a la pequeña tienda que compartían.
—¿Tienes algún encantamiento para repeler a los insectos? —le preguntó el hombre de pronto.
—Una bola de fuego nos daría un breve respiro —respondió Pony después de pensarlo un instante.
Elbryan echó una ojeada hacia el este, hacia el bosquecillo asolado que todavía ardía, luego frunció el ceño y sacudió la cabeza. Era preferible sufrir la molestia de unos miles de mosquitos.
Ningún trasgo los molestó el resto de la noche, ni tampoco al día siguiente cuando salieron de Los Páramos por el límite oeste. Ambos montaron a Sinfonía tan pronto como el suelo fue lo suficientemente firme, y Elbryan puso al caballo a paso ligero. Unidos telepáticamente por la turquesa, el guardabosque comprendió que Sinfonía quería correr, que había nacido para correr. Y así recorrieron raudos el camino, montando el campamento para descansar unas pocas horas, las más oscuras de la noche, y, ante la insistencia de Elbryan, evitando los trasgos, los gigantes o los powris, o cualquier otro entretenimiento. Lo guiaba un único propósito, ahora que el siempre esquivo sendero hacia Andur’Blough Inninness aparecía bien dibujado en su mente, y Pony no se oponía, pues le parecía acertado involucrar a los elfos en la lucha.
Y había algo más. Después de haber oído las historias cautivadoras que Elbryan le había contado sobre sus días de adiestramiento para ser guardabosque, la chica deseaba encarecidamente ver el bosque de los elfos.
Por otra parte, empleó aquella tregua en medio de tantas batallas para otro fin.
—¿Estás preparado para empezar tu nueva carrera? —le preguntó la mujer una resplandeciente mañana, mientras Elbryan levantaba el campamento gruñendo porque habían dormido demasiado cuando tendrían que haber emprendido el camino antes del amanecer.
El guardabosque ladeó la cabeza con curiosidad.
Pony levantó la bolsa con las gemas y las sacudió con decisión cuando vio que se agriaba la expresión de Elbryan.
—Ya has visto su poder —protestó.
—Soy un guerrero, no un brujo —replicó Elbryan—; y, desde luego, no soy un monje.
—¿Acaso yo no soy una guerrera? —preguntó Pony en tono malicioso—. ¿Cuántas veces te he derribado al suelo?
Elbryan no pudo evitar una risa sofocada. Cuando eran más jóvenes, cuando eran niños en Dundalis antes de la llegada de los trasgos, él y Pony se habían peleado varias veces, y la joven siempre había ganado. En una ocasión, después de que Elbryan la hubiera agarrado por el pelo, la chica había llegado incluso a dejarlo fuera de combate de un puñetazo en la cara. Aquellos recuerdos, incluso el del K. O. eran los más nítidos que conservaba Elbryan, pues después había llegado el tiempo de las tinieblas, la primera incursión de los trasgos, y él y Pony se habían visto separados durante muchos años, creyendo cada uno que el otro había muerto.
Ahora él era el Pájaro de la Noche, uno de los mejores guerreros de todo el mundo, y ella tenía en su poder las piedras mágicas en cuyo uso había sido adiestrada hasta convertirse en una gran experta, por Avelyn Desbris, quien posiblemente fuera el conocedor del poder mágico de las gemas más poderoso del mundo.
—Debes conocerlas —insistió Pony—, por lo menos un poco.
—Parece que tú te manejas con ellas de maravilla —replicó Elbryan desafiante, aunque interiormente estaba un poco intrigado por las posibilidades que encerraba el uso de las gemas—. ¿No se debilitaría el equipo que formamos si yo me quedara con algunas de las piedras? —añadió.
—Dependería de la situación —contestó Pony—. Si te hieren, puedo utilizar la piedra del alma para curar tus heridas; pero ¿qué pasa si me hieren a mí? ¿Quién me curará? ¿O me dejarás apoyada en un árbol hasta que me muera?
La imagen evocada por aquellas palabras casi hizo doblar las rodillas de Elbryan. No podía creer que a ninguno de los dos no se les hubiera ocurrido antes tal posibilidad, o al menos no con la suficiente claridad como para tomar alguna medida.
—Debemos ponernos en marcha —dijo el hombre, una vez agotadas todas las objeciones; levantó la mano cuando Pony se dispuso a formular la previsible protesta—. Pero durante las comidas y las pausas me enseñarás a usar las piedras y, en particular, la del alma —le explicó—. Siempre que estemos despiertos nos dedicaremos a viajar o a aprender.
Pony reflexionó un poco y asintió con la cabeza. Luego, con una súbita sonrisa de picardía, se acercó a Elbryan, le puso el dedo en forma de gancho en el escote de la túnica del hombre y frunció sus labios sensuales.
—¿Siempre que estemos despiertos? —preguntó con coquetería.
Elbryan se quedó sin aliento, incapaz de responder. Aquello era lo que más le gustaba de ella: su habilidad para conseguir siempre desequilibrarlo, sorprenderlo y seducirlo con las frases más sencillas, con movimientos sutilmente sugerentes. Cada vez que él creía tener los pies bien asentados en el suelo, Pony encontraba la manera de demostrarle que el suelo era tan inestable como las resbaladizas tierras de Los Páramos.
El guardabosque sabía que se les había hecho tarde, y también sabía que tardarían un buen rato en ponerse en camino.
Lo que más les impresionó fue la pura majestuosidad de las montañas; simplemente no había otras palabras para describirlas. Caminaron por senderos rocosos; Elbryan abría la marcha para comprobar el camino y vigilar si había huellas. Pony iba detrás y llevaba a Sinfonía de la brida, aunque, gracias al enlace telepático que le unía a los dos, el caballo los hubiera seguido igualmente. Ni Elbryan ni Pony hablaban, ya que el sonido de voces humanas parecía fuera de lugar, a menos que esas voces entonaran una gloriosa canción.
Por doquier grandes montañas extendían hacia lo alto sus gorras blancas de nieve hasta tocar el cielo. Las nubes se desplazaban unas veces por encima de ellos y otras por debajo, y a menudo caminaban a través del aire gris. El viento soplaba constantemente, hecho que contribuía a apagar aún más el sonido y convertía aquel lugar majestuoso en un absoluto silencio, en una absoluta calma. Así que caminaron contemplando las maravillas a su alrededor y sintiéndose insignificantes ante el inmenso poder y esplendor de la naturaleza.
Elbryan sabía que se hallaba en el buen camino; sabía que se acercaba a su destino. Aquel lugar, tan imponente y sobrecogedor, daba la impresión de ser Andur’Blough Inninness.
El sendero se bifurcaba: un ramal subía a la izquierda, y el otro bajaba y luego se desviaba hacia la derecha en torno a un imponente peñasco. Elbryan tomó el camino de la izquierda y le hizo una señal a Pony para que fuera por la derecha, pues supuso que los senderos no tardarían en juntarse de nuevo. Mientras seguía subiendo e iba girando hacia la izquierda, oyó un grito de Pony. Bajó velozmente atajando por el áspero terreno situado entre los dos senderos, saltando por encima de las rocas que encontraba a su paso y brincando con pies tan seguros como las patas de un gato montés. ¡Cuántas veces el Pájaro de la Noche había corrido por aquellas tierras durante sus años de adiestramiento con los Touel’alfar!
Aflojó el paso al divisar a Pony de pie y tranquila junto a Sinfonía. Cuando llegó junto a ella y acompañó su mirada por encima del borde de una pendiente escarpada, comprendió.
Era evidente que a sus pies se extendía un valle, pero estaba escondido bajo una capa de espesa niebla, una manta gris sin rotura alguna.
—No puede ser natural —razonó Pony—; jamás hasta ahora había visto una nube igual.
—Andur’Blough Inninness —contestó Elbryan sin aliento, y cuando acabó la frase, sus labios dibujaron una amplia sonrisa.
—El Bosque de la Nube —añadió Pony, traduciendo las palabras élficas.
—Todos los días, durante todo el día, hay una nube encima —empezó a explicar Elbryan.
—No es un lugar acogedor —interrumpió la mujer.
—Lo es —respondió Elbryan mientras la miraba por el rabillo del ojo—. Cuando quieres que lo sea.
Entonces fue Pony quien miró a su compañero con curiosidad.
—Ni siquiera soy capaz de explicártelo —tartamudeó Elbryan—. Parece gris desde aquí arriba, pero no es lo mismo visto desde debajo, en absoluto. La manta de niebla es una ilusión y, al mismo tiempo, no lo es.
—¿Qué quieres decir?
Elbryan suspiró profundamente y buscó varias maneras de explicárselo.
—Allá abajo todo es gris, y también melancólico y hermoso —dijo—, pero sólo si tú quieres que lo sea; quienes prefieren un día soleado, lo encuentran sin problemas.
—La manta gris parece sólida —observó Pony escéptica.
—Por lo que se refiere a los Touel’alfar las apariencias suelen estar lejos de la realidad.
Pony no podía dejar de constatar la reverencia con la que Elbryan hablaba de los elfos, y, como había conocido a dos de ellos, podía comprender tal respeto, aunque ella no estuviera tan enamorada de aquellas criaturas y, en realidad, las encontrara un poquito arrogantes e insensibles. Más aún, al mirar a Elbryan se daba cuenta de que el joven estaba radiante, tan ostensiblemente contento y encantado como nunca lo había visto.
Y ella sabía que la causa de aquel hechizo se encontraba justo debajo de ellos. Optó por callar y aceptó la versión del guardabosque.
—Hasta este preciso momento no me he dado cuenta de lo mucho que he añorado mis días en Caer’alfar —dijo Elbryan con calma—. O cuánto echo de menos a Belli’mar Juraviel, e incluso a Tuntun, que me hizo la vida tan difícil aquellos años.
Pony inclinó la cabeza con expresión seria, ante la mención de Tuntun, la valiente doncella elfa que había entregado su vida en Aida para salvar a Elbryan y también a ella misma de una de las más monstruosas creaciones del demonio Dáctilo: el espíritu de un hombre incrustado en magma.
Elbryan soltó una risita para eliminar su sombrío estado de ánimo.
—¿Qué es eso? —preguntó Pony.
—Piedras de leche —respondió el guardabosque.
Pony lo miró con curiosidad; el joven le había hablado bastante de su estancia entre los elfos, pero sólo había mencionado de pasada las piedras de leche. Un día tras otro, una semana tras otra, un mes tras otro, Elbryan había pasado las mañanas transportando aquellas piedras. Eran como esponjas, aunque más pesadas y consistentes. Todos los días las colocaban en una ciénaga, donde se empapaban de líquido. Era tarea de Elbryan recogerlas y transportarlas hasta un hoyo para extraerles el agua, ahora aromatizada, un brebaje que los elfos utilizaban para producir un vino dulce y fuerte.
—La temperatura de mi comida dependía de lo rápido que pudiera extraer el líquido de esas piedras —prosiguió Elbryan—. Las reunía en una cesta y corría hasta el hoyo, para luego repetir la misma operación una y otra vez hasta completar la cantidad asignada. Entretanto, los elfos preparaban mi comida, bien caliente.
—Pero no eras lo bastante rápido y tenías que comértela fría —dijo Pony en tono incisivo.
—Al principio —admitió Elbryan con toda su seriedad—. Pero no tardé en poder acabar el trabajo lo bastante rápido como para quemarme la lengua.
—Y así lograste comer caliente muchas veces.
—No —respondió Elbryan mientras sacudía la cabeza y sonreía con melancolía—. Pues Tuntun siempre acababa por aparecer, me tendía trampas y me hacía perder tiempo. Algunas veces yo era más tramposo y conseguía comer caliente. En muchas ocasiones acabé sentado en la maleza con los pies enredados en invisibles cuerdas élficas, con la comida ante las narices y viendo humear la sopa.
Ahora Elbryan podía hablar de aquello con melancolía, podía recordar con la prudencia que da la perspectiva, con los muy valiosos conocimientos que, a menudo mediante duras lecciones, los Touel’alfar le habían transmitido. ¡Cuánto se habían robustecido sus brazos estrujando aquellas piedras! Y cuánto se había fortalecido su espíritu gracias a Tuntun. Ahora se reía de todo aquello, pero su relación con la elfa muchas veces había acabado a golpes, y en una ocasión realmente se había enzarzado con ella en una auténtica pelea, una pelea en la que él se llevó la peor parte. A pesar del áspero trato, de la humillación y del dolor, Elbryan había llegado a darse cuenta de que Tuntun, en el fondo de su corazón, sólo deseaba lo mejor para él. No era su madre ni su hermana y, por entonces, ni siquiera era su amiga. Era su instructora y sus métodos, aunque duros, habían resultado indudablemente eficaces. Elbryan había llegado a querer a la doncella elfa.
Y ahora todo lo que le quedaba de Tuntun eran sus recuerdos.
—Sangre de Mather —dijo con una sonrisa burlona.
—¿Qué?
—Tuntun solía llamarme así —explicó Elbryan—. Y, al principio, lo adornaba con un profundo sarcasmo. Sangre de Mather.
—Pero tú pronto le demostraste que era un apelativo bien elegido —pronunció una voz melodiosa que llegó desde el interior de la mortaja de niebla, no muy lejos de donde estaban ellos dos.
Elbryan conocía aquella voz, y también Pony.
—¡Belli’mar! —exclamaron ambos al unísono.
Belli’mar Juraviel contestó a aquella llamada emergiendo de la capa de niebla; sus sutiles alas se agitaron para ayudarlo a navegar por el escarpado ángulo de la ladera. La absoluta belleza del elfo, su pelo dorado, sus ojos dorados, sus rasgos angulosos y su cuerpo ágil, se añadieron a la ya majestuosa aura del lugar y dejaron sin habla a ambos humanos. A Elbryan y a Pony les parecía estar oyendo música a cada paso corto y saltarín de Juraviel, a cada aleteo de sus casi translúcidas alas. Sus movimientos eran una armoniosa danza, un perfecto equilibrio, un homenaje a la misma Naturaleza.
—Amigos míos —saludó el elfo calurosamente, aunque había también un deje en su voz que Elbryan no conocía. Juraviel les había acompañado al principio en la expedición a Aida, como único representante de la raza élfica, pero sacrificó su participación en el viaje para servir de guía a un grupo de exhaustos refugiados.
Elbryan se le acercó y le estrechó las manos, pero la sonrisa del guardabosque se había evaporado. Tenía que contarle a Juraviel el triste final de su amiga, pues Tuntun había seguido a la banda sin que los elfos se enteraran. El guardabosque miró atrás hacia su compañera, con una expresión que evidenciaba su apuro.
—¿Sabes que el demonio Dáctilo ha sido eliminado? —preguntó Pony para cambiar de tema.
Juraviel asintió con la cabeza.
—Sin embargo, el mundo continúa siendo un lugar peligroso —contestó—. El Dáctilo ha sido derribado, pero su legado sigue vivo bajo la forma de un ejército de monstruos que comete desmanes por todas las tierras civilizadas de vuestra raza humana.
—Quizá deberíamos hablar acerca de esos tenebrosos asuntos abajo en el valle —apuntó Elbryan—. Espero que siga estando allí bajo las acogedoras ramas de Caer’alfar.
Empezó a bajar por la pendiente, pero Juraviel lo detuvo con un ademán, y la repentina y severa expresión del elfo indicó al humano que no había discusión posible al respecto.
—Hablaremos aquí —dijo el elfo con calma.
Elbryan se quedó inmóvil y examinó a su amigo un buen rato mientras trataba de descifrar las emociones que se escondían tras aquella sorprendente aseveración. Vio dolor, y un poco de enfado, y poco más. Como todos los elfos, los ojos de Juraviel poseían una extraña y paradójica combinación de inocencia y sabiduría, de juventud y veteranía. Elbryan no averiguaría nada más hasta que Juraviel quisiera.
—Hemos acabado con muchos trasgos y powris, incluso con gigantes, de regreso hacia el sur —observó el guardabosque—. Pero aún parece que hemos hecho pocos progresos en la lucha contra esas hordas.
—La eliminación del Dáctilo no fue poca cosa —concedió Juraviel, mientras una incipiente sonrisa asomaba en su rostro—. Fue Bestesbulzibar el que reunió a las tres razas en un ejército. Nuestros… vuestros enemigos ahora no están tan bien organizados y se pelean entre ellos tanto como contra los humanos.
Elbryan apenas escuchó el resto de la frase en cuanto el elfo dejó de hablar de enemigos comunes para hacerlo sólo de enemigos de la gente de Elbryan. En ese momento comprendió que los Touel’alfar se habían desentendido de la guerra, y aquello era algo que el mundo podía difícilmente afrontar.
—¿Qué pasó con los refugiados a los que escoltaste? —preguntó Pony.
—Los conduje hasta ponerlos a salvo en Andur’Blough Inninness —contestó Juraviel—. Aunque nos vimos acosados por el mismísimo demonio Dáctilo, un encuentro del que no hubiera salido vivo de no ser porque la señora Dasslerond acudió personalmente en mi ayuda desde el hogar de los elfos. Pudimos salvarnos, y aquellas asediadas gentes fueron devueltas a las tierras del sur con sus familias, a salvo. —Juraviel soltó una risita cuando finalizó el relato—. Aunque cuando llegaron al sur habían olvidado algunas cosas.
Elbryan asintió al comprender que los elfos pudieron activar un poco de su magia, incluyendo la que hacía olvidar el camino, tal como habían hecho con él. La señora Dasslerond pretendía mantener en secreto la ubicación del valle élfico a toda costa. Quizá por esa razón Juraviel había subido hasta allí; tal vez Elbryan, al regresar, había violado algún código de los elfos.
—Todo lo a salvo que se puede estar en estos tiempos —comentó Pony.
—Por supuesto, pero más seguros ahora que antes, gracias a los esfuerzos de Elbryan y Jilseponie, y a los sacrificios de Bradwarden el centauro y de Avelyn Desbris —dijo el elfo; hizo una pausa y respiró profundamente; entonces miró a Elbryan directamente a los ojos—. Y al de Tuntun de Caer’alfar —acabó diciendo.
—¿Lo sabías? —preguntó el guardabosque.
Juraviel asintió con expresión grave.
—No somos muchos; mi pueblo y nuestra comunidad nos relacionamos de muchas maneras que los humanos no pueden comprender. Supimos de la muerte de Tuntun al tiempo que ella se daba cuenta de que iba a morir. Confío en que murió valientemente.
—Nos salvó a ambos —se apresuró a decir Elbryan—, y salvó el objetivo de la expedición. De no haber sido por Tuntun, Pony y yo habríamos perecido antes de alcanzar la guarida del Dáctilo.
Juraviel asintió y pareció satisfecho con la respuesta; una gran paz iluminó su rostro.
—En ese caso Tuntun vivirá para siempre en los cantos —dijo.
Elbryan asintió con un movimiento de cabeza; cerró los ojos e imaginó a los elfos, reunidos en un campo del valle, bajo un cielo estrellado, cantando a Tuntun.
—Debes contarme los detalles de su muerte —dijo Juraviel—, pero más tarde —añadió enseguida, levantando la mano antes de que Elbryan pudiera empezar—. De momento, me temo, hay asuntos más urgentes. ¿Por qué habéis venido?
La brusquedad de la pregunta, el tono casi acusador, sobresaltó a Elbryan. ¿Por qué habían ido? ¿Cómo podía evitarlo una vez que había recordado el camino? Jamás se le había ocurrido que pudiera no ser bien recibido en Andur’Blough Inninness, un lugar que consideraba su hogar más que ningún otro en el mundo.
—Este no es tu sitio, Pájaro de la Noche —explicó Juraviel, tratando de adoptar un tono amistoso e incluso comprensivo, aunque las simples palabras que pronunciaba no podían dejar de herir a Elbryan—. Y traerla aquí sin el permiso de la señora Dasslerond…
—¿Permiso? —se burló el guardabosque—. ¿Después de todo lo que hemos compartido? ¿Después de todo lo que yo le he dado a tu pueblo?
—Fuimos nosotros los que te dimos a ti —corrigió prestamente Juraviel.
Elbryan reflexionó y meditó sus palabras. Por supuesto, los Touel’alfar le habían dado mucho, le habían ayudado a madurar y le habían adiestrado para ser guardabosque. Pero la generosidad había sido recíproca, advirtió en aquel momento el joven guardabosque, mientras analizaba su relación con los elfos con la misma frialdad que reflejaba la actitud de Juraviel. Los elfos le habían dado mucho, era cierto, pero a cambio él les había dado el rumbo de su propia vida.
—¿Por qué me tratas así? —preguntó abiertamente—. Creía que éramos amigos. Tuntun dio su vida por mí, por mi expedición, y ¿acaso el éxito de esa expedición no benefició tanto a los Touel’alfar como a los humanos?
La expresión severa de Juraviel, exagerada por sus rasgos angulosos, se suavizó un poco.
—Empuñaba Tempestad —prosiguió Elbryan, desenvainando la reluciente espada, un arma forjada por los elfos con su secreto silverel—. Y Ala de Halcón —añadió, descolgando el arco de su hombro. Ala de Halcón estaba hecho de helecho negro, una planta que los elfos cultivaban y que absorbía el silverel del suelo—. Ambas armas son de los Touel’alfar —continuó el guardabosque—. Fue tu propio padre quien fabricó este arco para mí, para el humano amigo y alumno de su hijo. Y Tempestad, que con toda legitimidad llevaba, había superado el reto del fantasma de mi tío Mather…
Juraviel levantó la mano para interrumpirlo.
—Es suficiente —pidió—. Creo que lo que dices es cierto. Todo lo que dices. Pero eso no cambia en nada lo que ahora se plantea: ¿por qué has venido, amigo mío, sin ser invitado, a este lugar que debe permanecer secreto?
—He venido a averiguar si tu gente está dispuesta a ayudar a la mía en estos tiempos de tinieblas —replicó Elbryan.
Una profunda tristeza se dibujó en el rostro de Belli’mar Juraviel.
—Hemos sufrido mucho —explicó.
—Como los humanos —replicó Elbryan—. ¡Han muerto muchos más humanos que Touel’alfar, aun suponiendo que todos los elfos de Andur’Blough Inninness hubieran perecido!
—Es cierto que no han muerto muchos de los míos —admitió Juraviel—, pero no sólo la muerte es motivo de sufrimiento. El demonio Dáctilo vino a nuestro valle; por supuesto la señora Dasslerond tuvo que encargarse de derrotar al sucio diablo cuando se me apareció mientras trataba de poner a salvo a los refugiados. El demonio fue expulsado, pero Bestesbulzibar, maldito sea su nombre, dejó una cicatriz en nuestra tierra, una herida en nuestro propio suelo que jamás sanará y que continúa extendiéndose a pesar de nuestros esfuerzos.
Elbryan miró a Pony; la expresión de la mujer era grave. El guardabosque no necesitaba explicarle lo que aquello implicaba.
—No hay ningún lugar en el mundo para nosotros salvo Andur’Blough Inninness —prosiguió Juraviel en tono sombrío—. Y la decadencia ha empezado; nuestro tiempo pasará, amigo mío, y los Touel’alfar desaparecerán de este mundo. Para la mayoría sólo figuraremos en los cuentos que se explican a los niños alrededor del fuego, y para unos pocos, como el Pájaro de la Noche, que nos conocen bien, seremos un recuerdo que transmitirán a sus descendientes.
—Siempre hay una esperanza —replicó Elbryan con un nudo en la garganta—. Siempre hay un camino.
—Y lo buscaremos —asintió Juraviel—. Pero por ahora, nuestras fronteras están cerradas a todos los que no sean Touel’alfar. Si no hubiera salido a vuestro encuentro, si os hubierais internado en la niebla que cubre nuestro hogar, os habrían asfixiado y dejado morir en la ladera de la montaña.
—No es posible —exclamó Pony después de emitir un sofocado grito de sorpresa—; ¡no mataríais al Pájaro de la Noche!
Elbryan tenía más elementos de juicio. Los Touel’alfar se regían por un código distinto al de los humanos, y sólo unos pocos podían comprenderlo. Los elfos consideraban inferior a cualquiera que no fuera de su raza, incluso a aquellos pocos seleccionados para recibir adiestramiento de guardabosque. Los Touel’alfar podían estar entre los mejores aliados de todo el mundo, podían pelear hasta la muerte para salvar a un amigo, afrontar cualquier riesgo, tal como había hecho Juraviel con los refugiados, y no por simple compasión. Pero cuando se sentían amenazados, eran inflexibles, y a Elbryan no le sorprendió lo más mínimo saber que habían dispuesto una trampa mortal para impedir que los extranjeros penetraran en su valle en aquellos tiempos de peligros.
—¿No soy un Touel’alfar? —preguntó el guardabosque con audacia, mientras miraba a Juraviel a los ojos. Y en ellos leyó dolor y un profundo disgusto.
—No importa —ofreció Juraviel con poco entusiasmo—. La niebla sólo permite distinguir el aspecto físico. Para ellos, eres humano, y nada más. Para ellos, por supuesto, no eres un Touel’alfar.
Elbryan quería insistir sobre ese punto, quería escuchar cómo su amigo vivía aquella situación. Pero decidió que no era el momento oportuno.
—Si existiese algún modo de pedir permiso para venir y traer conmigo a Pony, lo habría hecho —dijo con sinceridad—. De pronto recordé el camino, y por eso he venido; eso es todo.
Juraviel asintió satisfecho, y en su cara se dibujó de repente una cálida sonrisa.
—Y yo me alegro de que hayas venido —dijo afectuosamente—. Es un placer volver a verte y saber que tú, y tú —añadió mirando a Pony—, habéis sobrevivido a la terrible experiencia de Aida.
—¿Sabes lo de Avelyn y Bradwarden?
Juraviel asintió.
—Tenemos medios para recabar información —dijo—. De esa forma me enteré también de que dos humanos demasiado curiosos se estaban acercando a las protegidas fronteras de Andur’Blough Inninness. Según todos los informes, sólo dos figuras salieron del devastado Barbacan.
—¡Pobre Avelyn! —exclamó Elbryan con expresión sombría—. ¡Pobre Bradwarden!
—Avelyn Desbris era un buen hombre —asintió Juraviel—. Y el bosque entero llevará luto por la desaparición de Bradwarden. Su cantar era dulce, y su espíritu, bravo. A menudo me sentaba y escuchaba su gaita, unas melodías muy acordes con el bosque.
Tanto Pony como Elbryan compartían los sentimientos del elfo. Cuando eran niños, en Dundalis, en mejores y más inocentes tiempos, a veces habían escuchado los melodiosos sonidos de la gaita de Bradwarden, aunque en aquella época no tenían ni idea de quién podía ser el gaitero. La gente de los dos pueblos de las Tierras Boscosas, Dundalis y Prado de Mala Hierba, pues por aquel entonces, Fin del Mundo aún no existía, llamaban al desconocido gaitero el Fantasma del Bosque y no lo temían, pues entendían que una criatura capaz de emitir una música tan inolvidablemente hermosa no podía representar una amenaza para ellos.
—Pero cambiemos de tema —dijo súbitamente Juraviel, quitándose la pequeña mochila—. ¡He traído comida, buena comida! ¡Y Questel ni’Touel!
—Pasmo —tradujo Elbryan.
Questel ni’Touel era el vino élfico elaborado con agua filtrada por las piedras de leche. Algunas veces se vendía a través de canales secretos a los humanos con el nombre de pasmo, una broma élfica, pues el nombre les recordaba tanto la ciénaga de donde provenía el líquido originalmente como el estado mental que en seguida producía en los humanos.
—Vámonos y montemos un campamento —propuso Juraviel—. A resguardo del viento y protegidos del frío de la noche que se acerca. Así podremos comer y hablar con más comodidad.
Los dos amigos asintieron en seguida y advirtieron que la agitación que antes habían sentido se debía simplemente a la búsqueda del valle mágico. Ahora que el asunto de Andur’Blough Inninness estaba zanjado, ambos podían relajarse ya que, estando tan cerca de la frontera de la patria de los elfos, no temían ni a trasgos ni a powris, ni tampoco a gigantes.
Cuando se sentaron a comer, Elbryan y Pony comprobaron que Juraviel no había exagerado lo más mínimo respecto de la calidad de la comida que había traído: bayas rollizas y dulces de un fruto crecido bajo las gráciles ramas de Caer’alfar, y pan aromatizado con el toque justo de Questel ni’Touel. Juraviel no había traído muchas cosas, pero aquella comida era fabulosamente buena; en verdad era la más exquisita que los fatigados viajeros habían saboreado en muchos, muchos meses.
El vino también ayudó a eliminar el mal sabor de boca que les había causado el incómodo reencuentro, y permitió a Elbryan y a Pony, y también al elfo, relegar por un tiempo los peligros de la ininterrumpida batalla, sentarse y relajarse y olvidar que su mundo estaba lleno de trasgos, powris y gigantes. Hablaron de los viejos tiempos, del adiestramiento de Elbryan en el valle de los elfos, de la vida de Pony en Palmaris y de cuando estuvo al servicio del ejército del rey de Honce el Oso. La conversación se mantuvo en un tono festivo y transcurrió en su mayor parte entre anécdotas divertidas e historias de Juraviel sobre Tuntun.
—Sí, encontraré bastante materia para la canción que estoy componiendo en su honor —dijo el elfo con serenidad.
—¿Una entusiasta canción de guerra? —preguntó Elbryan—, ¿o una canción para un alma sensible?
La idea de describir a Tuntun como un alma sensible hizo estallar en carcajadas a Juraviel.
—¡Oh, Tuntun! —gritó teatralmente el elfo, brincando sobre sus pies, lanzando los brazos hacia el cielo e iniciando una improvisada canción:
Oh, elfa sensible, ¿qué poemas has escrito
para mejor describirte?
¿Qué versos vuelan desde tus labios a los oídos anhelantes
del Pájaro de la Noche?
¡Pero desde que metiste su cabeza en el hoyo,
es dudoso que pueda oírte!
Pony, ante tal ocurrencia, se desternilló de risa, pero Elbryan clavó en su amigo una grave mirada.
—¿Qué te preocupa, amigo mío? —inquirió Juraviel.
—Si recuerdo bien, no fue Tuntun sino Belli’mar Juraviel quien metió mi cabeza en el hoyo —replicó el guardabosque severamente.
El elfo se encogió de hombros y sonrió.
—Me temo que tendré que escribir otra canción —dijo con calma.
Elbryan no pudo seguir fingiendo y también empezó a reír a carcajadas.
Su alegría, animada por el pasmo, se prolongó varios minutos y al fin dio paso a carcajadas más reposadas y a alguna risa sofocada que acabó en un simple y reflexivo silencio; los tres permanecían sentados y nadie quería ser el primero en hablar.
Al fin, Juraviel se levantó, anduvo unos pasos y se dejó caer frente a Elbryan, al otro lado de la pequeña fogata.
—Debéis dirigiros hacia el sur y hacia el este —explicó—. A los pueblos a medio camino entre Dundalis y Palmaris. Allí es donde más os necesitan y donde podréis hacer el mayor bien.
—¿Es el frente de la batalla? —preguntó Pony.
—Uno de los frentes —replicó Juraviel—. Se libran otras batallas aún más importantes en el lejano este, a lo largo de la costa, y hacia el norte, en las frías tierras de Alpinador, donde el temible Andacanavar enarbola en calidad de guardabosque la bandera ofrecida por los elfos. Pero me temo que Elbryan y Pony sólo serían actores menores en aquellas grandes batallas, mientras que podríais cambiar la suerte de las zonas más cercanas.
—Las zonas más próximas a la frontera de Andur’Blough Inninness —dijo Elbryan con malicia, sospechando los motivos de su amigo elfo.
—No tememos ningún ataque de trasgos ni de powris —se apresuró a responder Juraviel—. Nuestras fronteras están a salvo de esos enemigos. Es el mal más profundo, la infamia del demonio Dáctilo… Hizo una pausa; su voz se había ido desvaneciendo poco a poco dejando en el aire aquel negro pensamiento.
»Pero vosotros dos deberíais ir a esos pueblos —dijo al fin—. Haced por esas gentes lo que hicisteis por los habitantes de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo; así toda la región quedará libre de la herencia del demonio Dáctilo.
Elbryan miró a Pony y ambos inclinaron la cabeza hacia el elfo en señal de asentimiento. Elbryan examinó a su diminuto amigo con detenimiento, en busca de signos no verbalizados que le dieran alguna pista acerca de la importancia de todo aquello. Conocía bien a Juraviel y tenía la impresión de que muchas cosas no eran tan pétreas como el elfo había indicado.
—¿Vosotros dos estáis formalmente desposados? —preguntó de pronto Juraviel, cogiendo por sorpresa a Elbryan.
Pony y el guardabosque se miraron.
—En nuestros corazones —explicó el hombre.
—No hemos tenido tiempo ni oportunidad —respondió Pony, y entonces con un profundo suspiro añadió—; deberíamos haberle pedido a Avelyn que oficiase la ceremonia. ¿Quién sino él hubiera sido más adecuado?
—Si estáis casados en vuestros corazones, entonces estáis casados —decidió Juraviel—. Pero debería haber una ceremonia, una declaración formal ante parientes y amigos. Es algo más que una cuestión legal y más que una celebración. Es una declaración pública de fidelidad y amor eterno, una proclamación ante el mundo entero de que hay algo superior a esta forma corporal y un amor más profundo que la simple carnalidad.
—Algún día —prometió Elbryan, mientras miraba a Pony, la única mujer a la que creía poder amar toda la vida, y comprendía cada una de las palabras que acababa de pronunciar Juraviel.
—¡Dos ceremonias! —decidió el elfo—. Una para vuestros compañeros humanos y otra para los Touel’alfar.
—¿Qué podría importarles a los Touel’alfar? —preguntó Elbryan, con una pizca de cólera en el tono de voz que sorprendió a sus dos compañeros.
—¿Por qué no? —replicó Juraviel.
—Porque a los Touel’alfar sólo les importan los asuntos de los Touel’alfar —razonó Elbryan.
Juraviel se disponía a protestar pero vio la trampa que encerraban aquellas palabras y se limitó a sonreír.
—Os importa —dijo Elbryan.
—Naturalmente —admitió Juraviel—; y estoy contento, como toda la gente élfica de Caer’alfar, de que Elbryan y Jilseponie hayan sobrevivido a la expedición de Aida y de que se hayan encontrado. Para nosotros, vuestro amor es una luz resplandeciente en un mundo oscuro.
—Así es como lo supe —dijo Elbryan.
—¿Supiste qué? —preguntaron al unísono Juraviel y Pony.
—Que yo… nosotros —corrigió, señalando a Pony— no somos Touel’alfar. No a los ojos de Belli’mar Juraviel.
El elfo exhaló un profundo y exagerado suspiro.
—Lo admito —dijo—. Me rindo.
—Y así también es como supe lo otro —continuó Elbryan con una sonrisa burlona de oreja a oreja.
—¿Y qué es lo otro? —preguntó Juraviel, en tono de fingido desinterés—. ¿Qué más sabe el sapientísimo Pájaro de la Noche?
—Que Belli’mar Juraviel tiene intención de acompañarnos al sur y al este —respondió Elbryan.
—¡No se me había ocurrido! —contestó Juraviel abriendo desmesuradamente los ojos.
—Piénsalo entonces —le indicó Elbryan—, porque nosotros, los tres, nos pondremos en camino con los primeros albores.
Luego se tendió apartándose de la fogata y se acurrucó en su saco de dormir.
—Ya es hora de dormir —le dijo a Pony—. Y hora de que nuestro amigo regrese a su valle para decirle a la señora Dasslerond que estará fuera un tiempo.
Pony, fatigada por el camino y el vino, y satisfecha con la comida, estuvo más que contenta de acurrucarse bajo las mantas.
Juraviel no pronunció palabra ni se movió durante algún tiempo. Frente a él, Elbryan y Pony no tardaron en respirar acompasadamente, lo que mostraba su sueño profundo y tranquilo; detrás de él, Sinfonía relinchó ligeramente en la quietud de la noche. Entonces, el elfo se marchó deslizándose en silencio a través de la oscuridad, corriendo con sus pensamientos y corriendo hacia su señora.
A pesar de su discreción, su marcha despertó a Pony, cuyo descanso se había visto perturbado por inquietantes sueños. Sintió el peso del robusto brazo de Elbryan en torno a ella y el calor de su cuerpo acurrucado junto al suyo. Debería de haberse sentido con ese abrazo en un mundo cálido y feliz.
Pero no fue así.
Permaneció tumbada un buen rato y Elbryan, como si percibiera su ansiedad, no tardó en despertarse.
—¿Qué te preocupa? —le preguntó con delicadeza, acariciándola con los labios y besándole la nuca.
Pony se puso rígida y el guardabosque lo advirtió. Se apartó de ella y se sentó; la joven vio su oscura silueta contra el cielo estrellado.
—Sólo trataba de calmarte —se disculpó.
—Lo sé —repuso ella.
—¿Entonces por qué estás enfadada? —preguntó él.
—No estoy enfadada —decidió la chica tras un buen rato de reflexión—. Sólo estoy asustada.
Ahora fue el guardabosque quien hizo una pausa y reflexionó. Volvió a tumbarse junto a Pony boca arriba y se puso a contemplar las estrellas. Nunca había visto a Pony asustada —por lo menos desde el día en que sus hogares fueron saqueados— y estaba convencido de que ahora los temores de la chica no se debían a powris o gigantes, ni tampoco al demonio Dáctilo. Observó su tensión cuando la tocó. No estaba enojada con él, lo sabía, pero…
—Estabas muy callada mientras Juraviel hablaba de matrimonio —dijo el hombre.
—No había nada que añadir a lo que tú ya habías dicho —respondió Pony, dándose la vuelta para ponerse frente a Elbryan—. Compartimos sentimientos y tenemos parecidas formas de pensar.
—¿Pero?
Su cara se ensombreció.
—Te asusta la posibilidad de tener un hijo —razonó Elbryan, y la expresión de Pony reflejó un gran asombro.
—¿Cómo lo averiguaste?
—Dijiste precisamente que teníamos sentimientos parecidos —repuso el guardabosque con una ligera sonrisa bonachona.
Pony suspiró y ciñó con su brazo el pecho de Elbryan, besándole suavemente en la mejilla.
—Cuando estamos juntos, me siento como si todo el mundo fuera maravilloso —dijo ella—. Me olvido de la pérdida de Dundalis, de la pérdida de Avelyn y Bradwarden, de la de Tuntun. El mundo no parece tan terrible y oscuro, y todos los monstruos desaparecen.
—Pero si en estas circunstancias tuvieras un hijo —dijo Elbryan—, entonces esos monstruos volverían a ser demasiado reales.
—Tenemos un deber que cumplir —explicó Pony—. Con la ofrenda que los Touel’alfar te dieron, y la que me ofreció a mí Avelyn, tenemos que ser para nuestro pueblo algo más que simples observadores. ¿Cómo podría pelear si llegara a estar embarazada? ¿Y qué vida le esperaría a nuestro hijo en estos tiempos?
—¿Cómo podría luchar si tú no pudieras permanecer a mi lado? —preguntó Elbryan, mientras deslizaba las puntas de sus dedos por la cara de la chica.
—No quiero rechazarte jamás —dijo Pony—. Jamás.
—En ese caso, no te exigiré nada —repuso Elbryan con sinceridad—. Pero me dijiste que había períodos en cada mes en los que hay poca probabilidad de concebir un hijo.
—¿Probabilidad? —repitió Pony con escepticismo—. ¿Qué riesgo te parece aceptable correr?
Elbryan reflexionó un instante.
—Ninguno —decidió—. La apuesta es demasiado seria, los costes demasiado altos. Haremos un pacto, aquí y ahora. Terminemos el asunto que tenemos entre manos y, cuando el mundo esté en orden, nos dedicaremos a nuestras necesidades y a nuestra propia familia.
Dijo eso con tal sencillez y con tal optimismo que parecía que el pacto sería algo temporal y que el mundo recuperaría pronto el orden, por lo que una sonrisa se esbozó en la cara preocupada de Pony. Se acurrucó junto a él y lo abrazó sabiendo en lo más profundo de su corazón que él sería fiel al pacto y que no podrían hacer el amor hasta que llegaran tiempos mejores.
Ambos durmieron profundamente durante el resto de la noche.
Cuando Juraviel regresó al pequeño campamento, Pony ya se había despertado y todas las pertenencias estaban empaquetadas y colocadas sobre Sinfonía. El sol se había levantado, pero estaba todavía a poca altura sobre el horizonte oriental.
—Ya deberíamos estar en ruta —dijo Pony con ojos soñolientos mientras bostezaba y se desperezaba.
—Esta noche os he dejado dormir —repuso Juraviel—, pues creo que tardaréis en volver a hacerlo.
Pony miró a Elbryan, que todavía dormía a pierna suelta. Sueños largos y reparadores, al igual que otros placeres, serían a partir de ahora algo muy raro.
Pero sólo por un corto tiempo, se dijo la mujer con determinación.