3

Roger Descerrajador

—Está allí dentro —gruñó la anciana mujer—. ¡Lo sé bien! Oh, pobre chico.

—Quizá ya esté muerto —añadió otro, un hombre de unos treinta inviernos—. Más le valdría. Pobre chico.

Un grupo de unos doce aldeanos se acurrucaban en un risco medio kilómetro al norte de su antigua residencia, Caer Tinella, para vigilar a powris y trasgos. Además, aquel mismo día, más temprano, habían estado en el pueblo un par de gigantes fomorianos, pero ya se habían ido, probablemente a la caza de refugiados.

—No hubiera debido bajar al pueblo; así se lo dije —afirmó la anciana mujer—. Había muchos, muchísimos monstruos.

A un lado, Tomás Gingerwart esbozó una sonrisa de superioridad. Aquella gente no conocía bien al muchacho llamado Roger. Para ellos era Roger Billingsbury, un chico huérfano que había sido adoptado por el pueblo. Cuando murieron sus padres, la reacción natural hubiera sido enviarlo hacia el sur, a Palmaris, tal vez a los monjes de Saint Precious. Pero la gente de Caer Tinella, una comunidad realmente sensible, decidió quedarse con Roger y todos le ayudaron a sobrellevar las dificultades derivadas de sus penas y de su precaria salud.

En efecto, Roger era un niño pobre y escuálido, desamparado y obviamente delicado. Su desarrollo físico se había visto detenido a los once años, a causa de las mismas fiebres que mataron a sus padres y a sus dos hermanas.

Habían transcurrido algunos años, pero para aquellos preocupados aldeanos, Roger, que no había cambiado mucho, seguía siendo aquel pequeño chiquillo.

Tomás sabía más. El nombre del muchacho ya no era Billingsbury sino Descerrajador, Roger Descerrajador, un apodo que le dieron, por supuesto, merecidamente. En efecto, no había nada que Roger no pudiera abrir o hacer deslizar o birlar. Tomás se lo repetía a sí mismo a menudo cuando miraba hacia Caer Tinella, pero a decir verdad también estaba un poco preocupado. Pero sólo un poco.

—Una de sus columnas —cacareó la anciana mujer, señalando con énfasis hacia el pueblo. Sus ojos eran agudos, pues, desde luego, un grupo de trasgos se movía a través de la plaza del pueblo, dando escolta a una hilera de harapientos prisioneros humanos, los habitantes de Caer Tinella y de la vecina comunidad de Tierras Bajas que no habían sido lo bastante rápidos o no se habían internado en el bosque lo suficiente para esconderse. Ahora, los monstruos utilizaban los pueblos como campamentos y a los humanos capturados como esclavos.

Los refugiados comprendieron el triste destino que aguardaba a aquellos cautivos cuando dejaran de ser aprovechables para los powris o para los trasgos.

—No deberíais mirarlos —exclamó una voz; el grupo se dio la vuelta como un solo hombre y vio cómo se acercaba un hombre gordo, Belster O’Comely.

—Estamos demasiado cerca de los pueblos, me temo. ¿Pretendéis que nos capturen a todos?

A pesar de sus esfuerzos, el alegre posadero que estaba al frente de la muy respetable posada El Aullido de Sheila, en Dundalis, no pudo controlar demasiado el tono cortante de su voz. Había venido al sur con los refugiados de los tres pueblos de las Tierras Boscosas: Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo. Los compañeros de Belster de las tierras del norte eran, no obstante, un grupo muy diferente, completamente distinto de los desplazados más recientes de Caer Tinella y Tierras Bajas, y de los puñados procedentes de otras pequeñas comunidades a lo largo de la carretera que iba hacia el sur, hasta la gran ciudad portuaria de Palmaris. El grupo de Belster, adiestrado por el misterioso guardabosque conocido como el Pájaro de la Noche, estaba muy lejos de inspirar lástima y de tener miedo. Se escondían de los trasgos, para su seguridad, pero cuando las circunstancias eran favorables, se convertían en perseguidores de trasgos, de powris e incluso de gigantes.

—Intentaremos liberarlos, tal como os prometí —continuó Belster—. Pero todavía no ha llegado el momento. ¡Oh no! ¡No les servirá de nada que muramos! Y ahora, en marcha.

—¿Es que no se puede hacer nada? —preguntó enojada la anciana.

—Rezar, querida señora —respondió con toda sinceridad Belster—, rezar por todos ellos.

Tomás Gingerwart asintió con la cabeza. Y por los trasgos, añadió silenciosamente, pensando que Roger en aquellos momentos debía de estar pasándolo en grande con ellos.

Sin perder su sonrisa de satisfacción, Belster, se acercó a hablar a solas con Tomás.

—Te gustaría que yo hiciera algo más —dijo con calma el gordo posadero, sin comprender la mirada de Tomás—, y así lo haré, amigo mío; pero tengo a mi cargo ciento cincuenta hombres.

—Cerca de ciento ochenta, si cuentas a los de Caer Tinella y alrededores —corrigió Tomás.

—Y sólo unos cincuenta preparados para pelear, para protegerlos a todos —observó Belster—. ¿Cómo podría arriesgar a mis guerreros en un ataque contra el pueblo con tantas vidas en juego?

—No dudo de tu prudencia, maese O’Comely —dijo Tomás con sinceridad—. Juras atacar el pueblo cuando llegue el momento adecuado, pero me temo que no llegue nunca. Los trasgos son negligentes, pero los powris no. Son unos tíos astutos, bien preparados para la guerra; jamás bajan la guardia.

—Entonces, ¿qué esperas que haga? —preguntó afligido Belster.

—Cumple con tu deber —replicó Tomás—. Y tu deber te obliga a cuidar a los ciento ochenta, no a ocuparte de los que ya han sido atrapados por los powris.

Belster miró al hombre sin parpadear durante un buen rato, y Tomás leyó el dolor en los ojos de aquel hombre bueno. El posadero no quería dejar fuera de su red protectora ni a un solo ser humano.

—No puedes salvarlos a todos —señaló simplemente Tomás.

—Pero debo intentarlo.

Tomás ya sacudía la cabeza antes de que Belster acabara la frase.

—No hagas tonterías —le regañó, y por primera vez Belster se dio cuenta de que la sonrisa afectada de Tomás no era burlona, no era la respuesta a sus dudas acerca de ir a Caer Tinella.

—Si atacas abiertamente —continuó Tomás—, ten por seguro que serás derrotado. Y me temo que nuestros amigos powris y trasgos no se contentarían con ello, sino que registrarían todo el bosque hasta dar con todos nosotros y hacernos prisioneros; o matarían a muchos, a todos los ancianos y a los niños demasiado pequeños para ser utilizados como esclavos.

—¿Así que estás de acuerdo con mi decisión de no atacar? ¿Incluso de atrasar nuestras líneas?

—No queda otro remedio —contestó Tomás—; lo sé tan bien como tú. Eres un hombre con conciencia, Belster O’Comely, y suerte tenemos nosotros, los de Caer Tinella, de que tú y los tuyos hayáis venido al sur.

Belster aceptó el cumplido de buen grado: necesitaba que lo apoyaran. Sin embargo, no pudo evitar mirar hacia el pueblo ocupado; se le partía el corazón al pensar en el tormento que aquellos pobres prisioneros deberían estar sufriendo.

Otro observador curioso estaba mirando la procesión de esclavos que los trasgos conducían al sombrío bosque en el límite de Caer Tinella. Roger Descerrajador conocía lo que ocurría en el pueblo mejor que nadie. Desde el día mismo de la invasión, iba a Caer Tinella casi cada noche, moviéndose de sombra en sombra, escuchando cómo los powris y los trasgos establecían su estrategia en la zona, o bien acertando a oír charlas relativas a las importantes batallas libradas hacia el sur, no demasiado lejos de allí. Por encima de todo, el astuto Roger Descerrajador conocía al enemigo y sabía por dónde era vulnerable. Cuando cada día abandonaba el pueblo antes del alba, su cuerpo enclenque iba cargado con provisiones para los refugiados de los bosques vecinos. Y tan cauteloso era robando que los monstruos raramente echaron en falta nada.

Hacía tres noches había hecho su mejor trabajo hasta la fecha: había robado un pony, la montura favorita del jefe powri, y se las había apañado para implicar en ello a un par de centinelas trasgos, los cuales, tal como Roger había descubierto previamente gracias a un sutil espionaje, aquella misma noche casualmente se estaban regalando con un caballo.

A la mañana siguiente ambos fueron colgados en la plaza del pueblo; Roger también espió la ejecución.

El joven, casi todavía un muchacho, sabía que hoy sería distinto. Hoy los trasgos tenían previsto matar a uno de los prisioneros; les había oído hablar de ello antes del amanecer, por lo cual le pareció oportuno quedarse por allí mientras amanecía. Los trasgos habían atrapado a la señora Kelso zampándose una galleta de más, y el jefe powri, un tipo absolutamente desagradable llamado \Kos-kosio Begulne, ordenó su muerte para aquella mañana como escarmiento para los demás.

La mujer estaba fuera del pueblo cortando árboles con el resto de los pobres prisioneros, ignorando que tan sólo le quedaban unas horas de vida.

Roger había sido testigo de muchas crueldades durante las últimas semanas; había visto cometer verdaderas carnicerías por la simple razón de que a un trasgo o a un powri no le gustara el aspecto de alguien. El joven ladrón, siempre pragmático, sacudía la cabeza y miraba a otra parte.

—No es cosa mía —se decía a menudo a sí mismo.

Esta vez era distinto. La señora Kelso era una amiga, una querida amiga que con frecuencia le había dado de comer cuando era más pequeño, un desamparado huérfano que correteaba por las calles de Caer Tinella. Había pasado años durmiendo en su granero, pues aunque su marido le había ayudado muy poco y siempre le estaba diciendo que se largara, la amable señora Kelso generalmente conseguía llevarse a su esposo a otro lado, miraba a Roger y le guiñaba un ojo, mientras con la cabeza señalaba hacia el granero.

Era una buena mujer y Roger consideró demasiado fuerte sacudir ese día la cabeza y limitarse a decir:

—No es cosa mía.

Pero ¿qué podía hacer? No era un luchador, pero aunque lo hubiera sido no habría servido de mucho, pues en Caer Tinella o en sus alrededores había un par de enormes fomorianos, más de un centenar de trasgos, unos cincuenta powris y probablemente muchísimos monstruos más deambulando por el bosque y por los pueblos vecinos. Había pensado sacar del pueblo a la señora Kelso antes del amanecer, pero cuando oyó lo que tenían planeado hacer con ella, los prisioneros ya habían sido despertados, ordenados en fila, y puestos bajo severa vigilancia.

Una cosa después de otra, se repetía Roger sin cesar. Los prisioneros estaban encadenados unos a otros por los tobillos, separados por una cadena de metro y medio, y cada uno de ellos sujeto a otros dos. Para mayor seguridad, los grilletes de cada prisionero no formaban pareja sino que estaban dispuestos sutilmente, de forma que un grillete estaba encadenado al de la pierna del esclavo de la derecha y el otro lo estaba al del esclavo de la izquierda. Roger calculó que necesitaría prácticamente un minuto entero para forzar ambos cierres, y eso en el supuesto de que la señora Kelso y los dos prisioneros encadenados a ella se mantuvieran en calma y cooperaran.

Un minuto era mucho tiempo con powris provistos de ballestas por todos lados.

—Distracción, distracción, distracción —murmuró repetidamente el joven ladrón, mientras se deslizaba entre las sombras alrededor del pueblo ocupado.

—¿Y si gritara «A las armas»? No, no. ¿Un fuego?

Roger reflexionó, concentrando sus pensamientos en un par de trasgos que se hallaban descansando sobre montones de heno de la última temporada, en el granero de Yosi Hoosier. Uno de ellos llevaba una pipa colgando de la boca y hacía gigantescos anillos de humo.

—Oh, me encanta el fuego —susurró Roger. Echó a correr, raudo y silencioso como un felino cazando, dio un amplio rodeo para acercarse al granero y se deslizó dentro, tal y como había hecho tan a menudo durante los últimos años, a través de una tabla rota que había en la parte trasera. Al instante estaba agazapado detrás del heno a pocos palmos de los desprevenidos trasgos. Esperó pacientemente casi diez minutos, hasta que el fumador vació la pipa y empezó a cargarla con tabaco nuevo.

Roger tenía habilidad para encender fuego; otra de sus cualidades. Retrocedió un poco para que no le oyeran, y golpeó pedernal contra acero sobre unas pajas.

Luego se arrastró a gatas y empujó las pajas hacia adentro, con cuidado, hacia la zona donde el fumador había vaciado su pipa.

Después salió por la parte trasera del granero antes de que las primeras columnas de humo provocaran picor en las narices del par de trasgos.

El heno se inflamó como una vela gigantesca; los trasgos empezaron a aullar de forma increíble.

—¡Nos atacan! —gritaron algunos.

—¡Enemigos! ¡Enemigos! —gritaron otros.

Pero cuando se dieron cuenta de lo que pasaba y vieron a sus camaradas luchando furiosamente con las llamas, uno de ellos con una pipa encendida colgando aún de la boca, cambiaron de rollo.

Los trasgos que estaban afuera con los prisioneros que cortaban leña no acudieron a luchar contra el fuego, pero se distrajeron lo suficiente como para permitir que Roger pudiera escabullirse entre la cola del grupo y situarse detrás del grueso roble que la señora Kelso estaba cortando con escaso entusiasmo. Cuando se asomó, la mujer dejó escapar un chillido, pero el muchacho la hizo callar, y también a sus vecinos.

—Escúcheme bien —susurró el joven, mientras salía a gatas de detrás del árbol y la emprendía acto seguido con los grilletes sin dejar de mirarla—. ¡Mantenga la calma! Se han propuesto matarla; los he oído.

—¡No puedes sacarla de aquí o nos matarán a todos! —protestó un hombre con voz lo suficientemente alta como para provocar que uno de los guardianes trasgos gruñera y gritara «¡Al trabajo!».

—Tienes que sacarnos a todos —pidió otro.

—No puedo hacerlo —replicó Roger—. Pero no os matarán, ni siquiera os culparán.

—Pero… —empezó a decir el primer hombre, antes de que Roger le hiciera callar con una mirada.

—Cuando consiga liberarla, pondré sus grilletes cerca de aquel arbolito —explicó el muchacho—; cuenta hasta cinco para darnos tiempo a huir, y esto es lo que tienes que hacer…

—Maldito sea Bufido Sucio y su hedionda pipa —exclamó uno de los guardianes trasgos, mientras ponía orden en el pueblo—. El desagradable \Kos-kosio no va a darnos comida extra esta noche.

El otro se rio.

—¡A lo mejor nos comeremos a Bufido Sucio!

—¡El demonio! —exclamó alguien con un grito que sobrecogió a los trasgos. Vieron la fila de prisioneros y las herramientas esparcidas por el suelo, y a la gente esforzándose por escapar.

—¡Aquí y ahora! —chilló uno de los trasgos, atacando a la persona que tenía más cerca y derribándola con un golpe de escudo—. ¡Aquí y ahora!

—¡El demonio! —gritó otro humano, tal como Roger les había indicado—. ¡El demonio Dáctilo!

—Transformó a la mujer en árbol —chilló una mujer. Los guardianes trasgos miraron con curiosidad, incluso se rascaron la cabeza y enmudecieron por la sorpresa, ya que las dos filas de prisioneros, y efectivamente parecía haber dos filas, se habían alargado más de lo que permitían las cadenas y estaban ancladas en un pequeño pero vigoroso arbolito.

—¿Un árbol? —graznó un trasgo.

—¡Caray! —exclamó otro.

Toda la atención del campamento había pasado del fuego en el granero, que ya languidecía, al bullicio que reinaba en el límite del bosque. Muchos trasgos corrían hacia allí, junto con huestes powris, dirigidas por su despiadado jefe \Kos-kosio Begulne.

—¿Qué es lo que habéis visto? —preguntó un powri al hombre que había estado encadenado a la derecha de la señora Kelso y que ahora se encontraba junto al arbolito.

—Al demonio —farfulló el hombre.

—¿Al demonio? —repitió incrédulo \Kos-kosio—. ¿Y qué aspecto tiene?

—Grande y negro —tartamudeó el hombre—. Como una sombra grande y alada. Yo… no estaba lo bastante cerca. ¡El… aquel ser convirtió a la señora Kelso en un árbol!

—¿A la señora Kelso? —repitió un par de veces \Kos-kosio Begulne, hasta que se acordó de la mujer y del destino que le había reservado. ¿Acaso Bestesbulzibar, el demonio Dáctilo, el señor del ejército de las tinieblas, había regresado? ¿Era aquello una señal de que el demonio Dáctilo estaba otra vez con él, con \Kos-kosio, vigilando sus actividades?

Un escalofrío le recorrió el espinazo cuando recordó la triste suerte que había corrido el jefe anterior de su banda, un trasgo llamado Gothra. En un ataque de su rabia proverbial, Bestesbulzibar había arrancado la piel del trasgo en vivo para que lo viera y lo padeciera. Entonces \Kos-kosio había sido puesto al mando; el powri supo desde el principio que se trataba de un mandato provisional.

El powri examinó el árbol con detalle y trató de recordar, sin éxito, si el arbolito había estado siempre allí. ¿Había vuelto realmente Bestesbulzibar o se trataba de un truco?, se preguntaba el siempre desconfiado powri.

—¡Explorad la zona! —ordenó Kos-kosio a sus secuaces; y cuando estos le obedecieron y empezaron a escrutar por todas partes, el powri rugió aún más alto, amenazando de muerte a los que no se apresuraran.

—Y tú mismo, perro humano —dijo Kos-kosio al hombre más cercano al árbol—, toma tu asquerosa hacha y corta a la señora Kelso hasta derribarla.

La expresión horrorizada del hombre fue lo bastante convincente para suscitar una sonrisa en la repugnante cara de barbilla cuadrada del powri.

Roger se daba cuenta de que estaba corriendo un riesgo al regresar a las inmediaciones del pueblo, pero como la señora Kelso estaba a salvo de camino hacia donde se encontraban Tomás y los otros, simplemente no pudo resistir la emoción de todo aquello. Se instaló cómodamente, con la espalda apoyada en un árbol, mientras dos trasgos estúpidos merodeaban justo debajo de él. Cuando la patrulla se alejó y ya no se veían trasgos en los alrededores, se acercó aún más al pueblo y trepó por el mismo roble del que se había valido para conseguir acercarse a la señora Kelso.

Desde allí atisbó satisfecho. Los humanos habían vuelto al trabajo —los dos hombres que habían flanqueado a la señora Kelso ahora estaban encadenados por el mismo grillete— y los powris habían regresado al pueblo, dejando a un puñado de trasgos para vigilar a los humanos y a otra docena de nerviosos y horribles monstruos para explorar los bosques.

Sí, era una situación absolutamente maravillosa, se dijo Roger; nunca en su corta vida se había divertido tanto.