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Saint Mere Abelle

Con las sombras que provocaba la luz de la antorcha, sus arrugas parecían aún más profundas. Surcos muy marcados en un rostro viejo y gastado por el tiempo: la cara de un hombre que había visto demasiado. En opinión de maese Jojonah, Dalebert Markwart, el padre abad de Saint Mere Abelle, la persona de mayor rango en la orden abellicana, había envejecido tremendamente en los dos últimos años. El gordo Jojonah, que tampoco era un hombre joven, examinaba a Markwart con suma atención mientras ambos estaban en el muro del lado de mar de la imponente abadía, contemplando la Bahía de Todos los Santos. Intentó comparar la imagen del padre abad, sin afeitar y con los ojos profundamente hundidos en las órbitas, con el recuerdo del hombre que era tan sólo unos pocos años atrás, concretamente en el 821 del Señor, cuando todos ellos habían esperado con ansia el regreso del Corredor del Viento, el barco que había transportado a los cuatro hermanos de Saint Mere Abelle a la isla ecuatorial de Pimaninicuit, para que recogieran las piedras sagradas.

Las cosas habían cambiado mucho desde aquellos días de esperanza y de prodigios.

La misión había sido un éxito, pues se habían recogido y preparado debidamente una enorme cantidad de gemas. Y habían regresado vivos tres de los hermanos, todos menos el pobre Thagraine que fue aplastado por la lluvia de piedras, aunque el hermano Pellimar había fallecido poco tiempo después.

—Una lástima que aquella piedra caída del cielo no hubiera golpeado a Avelyn en la cabeza —había repetido a menudo el padre abad desde entonces, pues Avelyn, después de conseguir el mayor éxito de la historia de la Iglesia como Preparador de piedras sagradas, se había convertido en un hombre distinto y, según Markwart, había cometido la mayor de las herejías posibles en la orden: había cogido algunas de las gemas y se había fugado, y en su huida había matado a maese Siherton, colega de Jojonah y amigo de Markwart.

El padre abad no permaneció impasible ante el robo. Al contrario, dirigió el adiestramiento del único hermano que quedaba del grupo de cuatro, un hombre bajo pero fuerte y bruto llamado Quintall. Bajo las estrictas órdenes de Markwart, Quintall se había convertido en el Hermano Justicia y había salido en persecución de Avelyn con el encargo de devolverles a aquel hombre vivo o muerto.

Hacía sólo un mes que había llegado a la biblioteca la noticia del fracaso y de la muerte de Quintall.

Pero Markwart no tenía intención de dejar que Avelyn quedara impune. Estableció que De’Unnero, el más cualificado luchador de la abadía —y, a criterio de Jojonah el ser humano vivo más perverso—, se encargara del adiestramiento no de uno sino de dos Hermanos Justicia para reemplazar a Quintall. A Jojonah no le gustaba De’Unnero en absoluto, pues consideraba que su temperamento no era propio de un hermano de la Iglesia abellicana, y por lo tanto no se alegró cuando aquel hombre, todavía joven, fue elevado a la categoría de padre en sustitución de maese Siherton. Y también la elección de los perseguidores preocupó a Jojonah, pues sospechaba que a los dos jóvenes monjes, los hermanos Youseff y Dandelion, sólo se los había admitido en la orden con ese propósito. Seguramente ninguno de los dos estaba más cualificado que otros cuya candidatura había sido rechazada.

Pero eran capaces de pelear.

Así que incluso la selección para entrar en la orden, la mayor responsabilidad de abades y padres, se había supeditado al deseo de Markwart de limpiar su propia reputación: el padre abad quería recuperar aquellas piedras.

Lo deseaba desesperadamente, pensó maese Jojonah mientras miraba la cara ojerosa del padre abad. Dalebert Markwart era, ahora, un hombre poseído, confuso, un ser perverso. Aunque al principio había querido capturar y procesar a Avelyn, ahora simplemente quería su muerte —una muerte dolorosa, torturada, desgarradora— y que le arrancaran el corazón para poder exhibirlo en una estaca delante de la puerta principal de Saint Mere Abelle. Markwart apenas hablaba del fallecido Siherton aquellos días; su única obsesión eran las piedras, las valiosas piedras, y quería recuperarlas a toda costa.

No obstante, de momento todo aquello había sido dejado de lado, ante una necesidad aún mayor que la obsesión del padre abad, ya que la guerra había llegado finalmente a Saint Mere Abelle.

—Ahí están —observó el padre abad, mientras señalaba a través de la bahía.

Jojonah, apoyado en el muro bajo, miró de soslayo en la oscuridad, y allí, doblando un recodo del espolón norte de la costa rocosa, aparecieron las luces de un bajel, que sobresalía apenas de la superficie.

—Un bote barril powri —declaró Markwart con disgusto, mientras cada vez más luces aparecían a la vista—. ¡Un millar allá afuera!

Y así, en la seguridad de que se acercaban de forma bien visible con sus luces encendidas, Jojonah asintió en silencio. Pero aquel no era el único problema, aunque el padre no vio la necesidad de hacer ningún comentario acerca de otros posibles problemas aún mayores que se cernían sobre la abadía.

—¿Y cuántos por tierra? —preguntó el padre abad, como si hubiera leído el pensamiento de Jojonah—. ¿Veinte mil? ¿Cincuenta? ¡Toda la nación powri está ante nosotros, como si todas las Islas Desgastadas se hubieran vaciado ante nuestras verjas!

De nuevo el gordo Jojonah no encontró ninguna respuesta pertinente. De acuerdo con informes de fuentes fiables, un ejército enorme de enanos de metro veinte de estatura, los crueles powris, había desembarcado en la costa a unos dieciséis kilómetros más abajo de Saint Mere Abelle. Las brutales criaturas no habían tardado en asolar los pueblos de los alrededores, haciendo auténticas carnicerías con los humanos que no pudieron escapar. Aquellas imágenes produjeron un estremecimiento a lo largo del espinazo de Jojonah. Los powris también eran conocidos con el nombre de «gorras sangrientas» debido a su costumbre de sumergir sus boinas tratadas de modo especial —gorras fabricadas con piel humana— en la sangre de sus enemigos asesinados. Cuanta más sangre empapaba una de aquellas boinas, mayor era el brillo de su color carmesí, un signo de distinción entre aquellos enanos de cuerpos como barriles y miembros larguiruchos.

—Tenemos las piedras —propuso Jojonah.

Markwart soltó un bufido despectivo.

—Y agotaremos nuestra magia mucho antes de haber reducido de forma significativa las filas de los horribles powris y del ejército trasgo, que se dice que se está desplazando hacia el sur.

—Está el informe de la explosión en el lejano norte —recordó Jojonah con esperanza, tratando de mejorar como fuera el hosco estado de ánimo de Markwart.

El padre abad no lo negó; rumores fiables hablaban de una tremenda erupción en la tierra del norte conocida con el nombre de Barbacan; según la opinión común, era la tierra del demonio Dáctilo, el responsable de la constitución del ejército invasor. Pero mientras aquellos rumores ofrecían alguna lejana esperanza de que se había llevado la guerra hasta las puertas de la guarida del Dáctilo, de poco servían frente a las fuerzas que ahora se dirigían contra Saint Mere Abelle, algo que Markwart enfatizó con un nuevo bufido de desprecio.

—Nuestras murallas son gruesas, nuestros hermanos están bien adiestrados en las técnicas de lucha y no hay en todo Corona quien supere la dotación de nuestra catapulta —continuó Jojonah, animándose a medida que hablaba—. Y Saint Mere Abelle está mejor provista para afrontar un sitio que ninguna otra construcción de Honce el Oso —añadió, anticipándose a la siguiente observación pesimista de Markwart.

—Mejor lo estaría si no hubiese tantas bocas que alimentar —le espetó Markwart, y Jojonah hizo una mueca de dolor como si le hubieran golpeado—. ¡Ojalá los powris hubieran sido más rápidos!

Maese Jojonah suspiró y se apartó unos pasos, incapaz de tolerar el áspero pesimismo de su superior; aquella última observación, obviamente destinada a la multitud de desgraciados refugiados que recientemente habían llegado como un enjambre a Saint Mere Abelle, había rozado, a criterio de Jojonah, el mismísimo límite de la blasfemia. Después de todo, ellos eran la Iglesia, y por lo tanto se suponía que eran la salvación de la gente corriente; sin embargo, ahí estaba el padre abad, su director espiritual, lamentándose por haber dado refugio a personas que lo habían perdido casi todo. La primera respuesta del padre abad ante la avalancha de refugiados había sido agrupar todos los objetos de valor, libros, hojas de oro, incluso tinteros, y cerrarlos bajo llave.

—Ha sido Avelyn el que ha empezado todo esto —desvarió Markwart—. ¡El ladrón nos debilitó tanto el corazón como el alma, y alentó la esperanza de nuestros enemigos!

Jojonah no sintonizaba con las vociferaciones del padre abad. Todo aquello ya lo había oído antes y, por supuesto, a estas alturas por todas las abadías de Corona ya se había difundido que Avelyn Desbris era responsable del despertar del demonio Dáctilo, y en consecuencia de todas las tragedias que posteriormente habían asolado la tierra.

Maese Jojonah, que había sido el mentor de Avelyn y el superior que le ayudó a lo largo de los años que el hombre pasó en Saint Mere Abelle, no podía, en el fondo de su corazón, creer una sola palabra de todo aquello. Jojonah había estudiado en la abadía durante varias décadas, y en todo aquel tiempo nunca había conocido a ningún hombre tan singularmente piadoso como Avelyn Desbris. Si bien no había estado de acuerdo con las últimas acciones de Avelyn en la abadía —el robo de las piedras y el asesinato, si es que fue un asesinato, de Maese Siherton—, Jojonah sospechaba que en realidad había algo más de lo que la versión del padre abad daba a entender. Sobre todo, Maese Jojonah deseaba hablar largo y tendido con su antiguo alumno para descubrir sus motivaciones, para averiguar por qué había huido y por qué se había llevado las gemas.

En la oscuridad del puerto aparecieron más luces, lo cual recordó a Jojonah que tenía que concentrarse en la grave situación actual. Avelyn era una cuestión a considerar otro día; la luz de la mañana traería a Saint Mere Abelle el enloquecido frenesí de la guerra.

Los dos monjes se retiraron para tratar de reunir todas sus fuerzas.

—Duerme bien en el seno de Dios —dijo maese Jojonah a Markwart; era la apropiada y tradicional despedida nocturna.

Markwart, con aire ausente, saludó ondeando la mano por encima del hombro y se marchó, mientras refunfuñaba en voz baja algo relativo al horrible Avelyn.

Maese Jojonah reconoció ahí un problema creciente, una obsesión que no haría más que acarrear complicaciones a Saint Mere Abelle y a toda la orden. Pero poco podía hacer, se repitió a sí mismo, y se dirigió a sus habitaciones particulares. Añadió a sus plegarias nocturnas muchas frases relativas a Avelyn Desbris, palabras de esperanza y de perdón para el alma de aquel hombre; luego se acurrucó en la cama, sabiendo que no iba a dormir bien.

El padre abad Markwart también farfullaba acerca de Avelyn cuando entró en sus aposentos, cuatro habitaciones situadas en la parte central de la planta baja de la imponente abadía. El anciano, consumido por la cólera, murmuraba una y otra vez, escupía sobre el nombre de Avelyn y sobre el de los mayores traidores y herejes de la historia de la Iglesia, y de nuevo hacía votos para ver a aquel hombre bajo tortura y muerto antes de que él mismo llegara a presencia de Dios.

Su mandato en Saint Mere Abelle había sido intachable y le había cabido la suerte de presidir la orden durante el prodigio de la lluvia de piedras, de una enorme cantidad de piedras —la mayor jamás producida en Pimaninicuit—, por lo que parecía consolidarse su lugar preeminente entre los padres abades más prestigiosos de la historia. Pero el maldito Avelyn lo había alterado todo, había puesto un punto negro en su reputación: era el primer padre abad que había sufrido la absoluta indignidad de perder algunas piedras sagradas.

Con tan negros pensamientos, ninguno de ellos relativo a la flota invasora que había entrado en la Bahía de Todos los Santos, el padre abad Markwart al fin se quedó dormido.

Sus sueños fueron la expresión extrema de su cólera, con imágenes nítidas y completas de una tierra remota que él no conocía. Vio a Avelyn, grueso y gordo y ojeroso, mientras gruñía órdenes a los trasgos y a los powris. Vio cómo aquel hombre derribaba a un gigante con un impresionante rayo, no por odio contra aquella raza maligna, sino porque el monstruo no le había obedecido sin rechistar.

En el plano posterior apareció una figura angelical, un hombre alado, grande y terrible: la personificación de la ira de Dios.

Entonces Markwart comprendió.

¿Un demonio Dáctilo había sido el causante de la guerra? No, el desastre lo había producido algo mayor incluso que aquel poder tenebroso. ¡La auténtica fuerza directriz del mal era Avelyn, el herético!

El padre abad se sentó bruscamente en la cama, sudando y temblando. Sólo era un sueño, se dijo a sí mismo.

¿Pero no habría algo real enterrado entre aquellas visiones? La idea se le apareció al cansado anciano como una gran epifanía, como una llamada para despertarlo tan clara como la más sonora campana que jamás hubiera repicado. Durante años había estado proclamando que Avelyn era la raíz de todos los problemas, pero esa acusación había sido una mera técnica de autodefensa encaminada a disimular sus propios errores. En realidad, siempre había sabido aquella verdad oculta… hasta aquel momento.

Ahora Markwart se daba cuenta de que había sido Avelyn, más allá de toda duda. Sabía que aquel hombre había desarticulado todo lo sagrado, había prostituido las piedras para su perverso uso personal, y había trabajado contra la Iglesia y contra toda la humanidad.

Markwart lo sabía, no le cabía la menor duda, y en aquel profundo conocimiento podía al fin disipar toda su culpa.

El anciano se levantó, anduvo despacio hasta su escritorio y encendió una lámpara. Se dejó caer en su silla, exhausto, postrado, y con aire distraído tomó una llave del compartimento secreto de un cajón y la utilizó para abrir el cerrojo de otro compartimento secreto de otro cajón; allí guardaba su alijo particular de piedras: rubíes, grafitos, malaquitas, serpentinas, una zarpa de tigre, una piedra imán, y la más valiosa de todas: la más potente hematites, la piedra del alma, de Saint Mere Abelle. Con aquella piedra gris y pesada Markwart podía trasladar su espíritu a muchos kilómetros de distancia, incluso podía establecer contacto con asociados aunque estuvieran separados por medio continente. Había utilizado aquella piedra para ponerse en comunicación con el Hermano Justicia —lo cual no era precisamente una tarea fácil—, dado que Quintall no era un experto en el uso de las piedras, y dado que su adiestramiento en una sola dirección le había dado un nivel de disciplina mental que era difícil de penetrar.

Markwart había empleado esa piedra para establecer contacto con un amigo en Amvoy, situada frente a Palmaris al otro lado del Masur Delaval, y ese amigo había descubierto la verdad de la fracasada persecución del Hermano Justicia.

¡Cuán valiosas eran aquellas piedras sagradas! Para los monjes de Saint Mere Abelle no había mayor tesoro; y el hecho de saber que había permitido que le robaran algunas era más de lo que Markwart podía soportar.

Contempló el puñado de piedras como si fueran sus hijos; después se sentó con la espalda recta y parpadeó burlonamente. En efecto, ahora las veía con mayor claridad que nunca, como si una gran verdad le hubiera sido revelada. Vio los poderes contenidos en el interior de cada piedra y supo que podía gobernarlos con un simple pensamiento, sin apenas esfuerzo. Algunas de ellas casi parecían mezclarse, y el anciano reconoció nuevas y más poderosas combinaciones para varias de aquellas gemas.

El padre abad se apoyó en el respaldo y sus ojos se llenaron de lágrimas de alegría. De repente se sintió liberado de la oscura presión de Avelyn, pues ahora lo había comprendido todo sin la menor duda. Y con aquella revelación había llegado un mayor conocimiento, una comprensión más profunda. El hecho de que Avelyn, aquel supuesto hereje, hubiera llegado a ser el más poderoso y hábil de la historia de la Iglesia con las piedras era una espina clavada en el costado de Markwart. Si las piedras venían de Dios, su poder debería ser una bendición; entonces, ¿cómo podía ser cierto si Avelyn, el ladrón, era tan eficiente con ellas?

¡El demonio Dáctilo le había conferido ese poder! El demonio Dáctilo había pervertido las piedras en las manos de Avelyn, concediéndole la facultad y el poder de utilizarlas.

Markwart apretó sus piedras con fuerza y volvió a la cama, pensando que Dios había respondido al Dáctilo concediéndole a él, el padre abad, iguales —no, mayores— facultades. Esta vez no logró conciliar el sueño, demasiado absorbido por la expectación de la batalla de la mañana siguiente.

Dalebert Markwart, el padre abad, el miembro de mayor jerarquía de la Iglesia abellicana, lo entendió todo exactamente al revés, lo cual complació en grado sumo al espíritu del demonio. ¡Con qué facilidad Bestesbulzibar había establecido contacto con el anciano cobarde, con qué facilidad había pervertido las verdades asumidas por Markwart!

Más de setecientos monjes, casi todos de Saint Mere Abelle, tomaron posiciones en la muralla del lado mar antes del alba y se prepararon para hacer frente a la flota powri que se acercaba. Con dos notables excepciones, observó maese Jojonah, ya que no se veía por ninguna parte a los hermanos Youseff y Dandelion. Markwart los había dejado en lugar seguro, reservándolos para lo que él consideraba un trabajo más importante.

La mayoría de los monjes defendían los largos parapetos de la abadía; otros se dirigieron a posiciones estratégicas en habitaciones situadas por debajo del nivel de la muralla superior. Dos docenas de catapultas estaban preparadas mientras la vasta flota powri seguía su ruta hacia el acantilado rocoso. Aún más mortíferos, los monjes de mayor edad y poder, los padres y los inmaculados, monjes que habían estudiado durante diez años y más, preparaban sus respectivas piedras; entre ellos estaba el padre abad, con sus nuevas facultades y fortalecido poder.

Markwart dispuso a la mayoría de los monjes en la muralla del lado de mar del edificio, aunque tuvo que situar a más de veinte hermanos en la muralla opuesta para vigilar las posibles aproximaciones del esperado ataque por tierra. Todo Saint Mere Abelle guardaba silencio y esperaba mientras bajeles de powris en grupos de veinte bordeaban el espolón rocoso y avanzaban en línea recta hacia la imponente abadía; la mayoría semejaba un barril casi sumergido, pero otros tenían cubiertas, despejadas y planas, provistas de catapultas.

Una catapulta disparó desde una de las habitaciones situadas justo debajo de la posición del padre abad; la bola embreada voló alto y lejos, pero quedó muy corta en relación al bajel más próximo.

—¡Alto! —aulló Markwart encolerizado dirigiéndose hacia abajo—. ¿O queréis mostrarles qué distancia alcanzamos?

Maese Jojonah puso una mano en el hombro del padre abad.

—Están nerviosos —indicó Jojonah como excusa para el prematuro disparo.

—¡Son imbéciles! —le espetó el padre abad, deshaciéndose de su amable contacto—. Encuéntrame al que ha disparado esa catapulta, sustitúyelo y tráemelo aquí arriba.

Jojonah iba a protestar, pero enseguida se dio cuenta de que era inútil. Si irritaba al padre abad una vez más —y vio que no había manera de hablar con él sin hacerlo—, el castigo de Markwart al joven monje sería aún más severo. Con uno de sus suspiros habituales, una expresión de desaliento que le pareció haber prodigado mucho más de la cuenta en estos últimos tiempos, el gordo monje salió en busca del artillero despistado y se llevó con él a un estudiante de segundo año para sustituirlo.

Más y más barcos powris se ofrecían a la vista, pero los más cercanos no se acercaban lo suficiente como para quedar al alcance de las catapultas o de la magia de las piedras.

—Esperan el ataque por tierra —observó el hermano Francis Dellacourt, un monje del noveno año conocido por su afilada lengua y por la severa disciplina a que sometía a los jóvenes estudiantes, atributos que lo habían convertido en uno de los favoritos de Markwart.

—¿Qué novedades tenemos de la muralla oeste? —preguntó Markwart.

Inmediatamente, Francis hizo una seña a los dos monjes para que corrieran en busca de información.

—Nos atacarán con más violencia por tierra, en primer lugar —dijo entonces Francis a Markwart.

—¿Qué razonamiento te ha llevado a esta conclusión?

—El acantilado sobre el mar tiene como mínimo treinta metros, y esto en la parte más baja —razonó Francis—. Los powris de los botes tendrán pocas posibilidades de escalar nuestras murallas, a menos que estemos seriamente ocupados por el oeste. Nos asaltarán con fuerza por tierra, y entonces, como dispondremos de pocos hombres en esta muralla, atacará la flota.

—¿Qué sabéis de la táctica de los powris? —dijo Markwart en voz alta, llevando la conversación a todos los que estaban por allí, incluyendo al recién regresado maese Jojonah y al artillero despistado. Markwart sabía lo que Francis diría, pues él, al igual que los otros monjes, había estudiado los informes de los anteriores ataques powris, pero pensó que una conversación con el eficiente Francis sería un prudente recordatorio.

—Tenemos pocos ejemplos de ataques powris duales —admitió Francis—. Habitualmente prefieren atacar por mar, con increíble velocidad y ferocidad. Pero sospecho que Saint Mere Abelle es demasiado impresionante para esto, y ellos lo saben. Debilitarán nuestras líneas atacando por el oeste, por tierra, y luego sus catapultas lanzarán sus resistentes cuerdas por encima de nuestra muralla.

—¿Hasta qué altura podrán trepar por las cuerdas, si nosotros estamos arriba para impedírselo? —preguntó en tono impertinente un monje—. Las cortaremos, o lanzaremos flechas o magias contra los powris escaladores.

Maese Jojonah se dispuso a contestar, pero Markwart prefería que fuera Francis el que hablara de ese tema; así que le ordenó callar con un ademán e indicó al monje del noveno año que diera su opinión.

—¡No los subestimemos! —manifestó este con furia, y Jojonah notó que Markwart esbozaba su primera sonrisa en muchas semanas—. Sólo hace unos meses que los powris atacaron Pireth Tulme, una fortaleza en un acantilado no menos alto que el nuestro. Consiguen alcanzar el patio antes de que la mayoría de la guarnición haya llegado siquiera a las murallas para ofrecer resistencia. Y por lo que respecta a aquellos que estuvieron defendiendo las aparentemente bien protegidas murallas de Pireth Tulme…

Francis dejó en suspenso la frase; era de sobras conocido que no se habían encontrado supervivientes entre los miembros de la unidad de elite de los Guardianes de la Costa, y también que los que se encontraron habían sido horriblemente mutilados.

—¡No los subestimemos! —aulló de nuevo Francis, dándose la vuelta para asegurarse de que todos los monjes estaban atentos.

Maese Jojonah observó con suma atención a Francis. Aquel hombre no le gustaba en absoluto. La ambición del hermano Francis era evidentemente grande, así como su habilidad para tomar cualquier palabra que murmuraba el padre abad Markwart como directamente salida de Dios. Sin embargo, Jojonah no creía que la piedad fuera la fuerza que guiaba la devoción del hermano Francis hacia Markwart, sino más bien ambición pragmática. Ahora, al observar a aquel hombre, deleitándose al sentirse centro de la atención, no pudo menos que reforzar esa convicción.

Dos monjes regresaron de la muralla oeste, al trote, pero sin aparentes muestras de urgencia.

—Nada —dijeron—. Ni rastro de ejército alguno.

—Hace justo unos minutos llegaron varios aldeanos —añadió uno de ellos— y nos dijeron que se había avistado a una gran fuerza powri desplazándose por el oeste del pueblo de Saint Mere Abelle, en dirección oeste.

Jojonah y Markwart intercambiaron miradas de curiosidad.

—Un ardid —avisó el hermano Francis—; se van hacia el oeste, lejos de nosotros, para pillarnos desprevenidos cuando lancen un repentino ataque por tierra.

—Tu razonamiento es correcto —reconoció maese Jojonah—, pero me pregunto si no podríamos darle la vuelta a su ardid, si realmente lo es, y volverlo contra ellos.

—Explícate —pidió Markwart intrigado.

—La flota podría estar, por supuesto, esperando el ataque terrestre —dijo maese Jojonah—. Y ese asalto podría también retrasarse, por lo que nosotros podríamos bajar la guardia. Pero desde el puerto nuestros amigos powris no pueden ver la muralla oeste de Saint Mere Abelle, ni tampoco los campos situados más allá de las mismas.

—Oirán el fragor del combate —razonó otro monje.

—O lo que ellos creerán que es el fragor del combate —replicó astutamente Jojonah.

—¡No quiero perdérmelo! —gritó el hermano Francis, y se alejó corriendo antes incluso de que el padre abad hubiera dado su consentimiento.

Markwart mandó que los hombres de apoyo se retiraran de la muralla y que no se dejaran ver desde el exterior.

Momentos después empezó la conmoción, con gritos de ¡Ataque! ¡Ataque!, y silbidos de disparos de unas catapultas que lanzaban grandes piedras. Después, una tremenda explosión sacudió la tierra y una bola de fuego ascendió en el aire: la explosión mágica de un rubí.

—Auténtico —observó secamente maese Jojonah—, pero nuestro exuberante Francis debería reservar su energía mágica.

—Tiene que convencer a los powris —replicó aguda y bruscamente Markwart.

—Ahí vienen —exclamó una voz, antes de que Jojonah pudiera contestar; en efecto, con considerable tranquilidad una embarcación powri empezaba a deslizarse a través de la bahía, tal como habían supuesto. El tumulto proseguía al oeste; los gritos, los disparos de las catapultas e incluso otra bola de fuego del emocionado Francis. Los powris, espoleados por lo que veían y oían, se acercaban rápido con sus balanceantes botes barril.

Markwart dio la consigna de que los dejaran acercarse, aunque más de una catapulta disparó su carga prematuramente. Pero los barcos avanzaban veloces y no tardaron en ponerse a tiro; con la impaciente bendición del padre abad, las dos docenas de catapultas del lado de mar del monasterio iniciaron su lluvia de fuego lanzando piedras y brea. Una barcaza con una catapulta powri se incendió; un bote barril recibió un impacto en su parte redondeada y volcó por la fuerza del proyectil. Otro bote barril resultó alcanzado de lleno en la proa; la pesada piedra hundió la parte frontal de la embarcación bajo el agua, mientras la popa se elevaba hacia el cielo y los propulsores giratorios a pedales quedaban al aire, inservibles. Un número considerable de malignos enanos cayeron chillando al agua, y no tardaron en hundirse.

Pero los gritos de entusiasmo en la muralla de la abadía no se prolongaron demasiado, pues los barcos powris de cabeza no tardaron en alcanzar la posición justo debajo de donde estaba el padre abad, en la misma base de la muralla, y enseguida sus catapultas entraron en acción y lanzaron docenas de pesadas y anudadas cuerdas terminadas en una especie de ingeniosas áncoras de múltiples puntas. Estos instrumentos en forma de garfios caían en zonas escogidas como una densa granizada, provocando que los monjes se apartaran a toda prisa. Algunos fueron atrapados por un garfio y arrastrados entre chillidos contra la muralla, con el áncora clavada en un brazo o en un hombro.

Un grupo de siete inmaculados se dispusieron en círculo a la derecha de Jojonah y empezaron a cantar al unísono para concentrar su poder; seis de ellos tenían las manos enlazadas y el séptimo, en el centro, apretaba con fuerza un trozo de grafito. Un manto de electricidad azul crepitó sobre la bahía, haciendo saltar chispas de las manivelas metálicas de las catapultas powris y derribando por docenas a los enanos que estaban desprotegidos en las cubiertas de las barcazas.

Sin embargo, la explosión no duró más de una fracción de segundo, y docenas de powris reemplazaron a los caídos. Empezaron a subir por las cuerdas, colgándose de ellas y trepando mano tras mano a una velocidad tremebunda.

Los monjes los atacaron con arcos convencionales y con las gemas, provocaron descargas de rayos escupiendo fuego por las puntas de los dedos para quemar las cuerdas, mientras otros daban cuenta de las áncoras con pesados martillos o de las cuerdas con espadas. Cayeron docenas de cuerdas, y los powris agarrados a ellas se hundieron en la bahía; pero otros muchos empezaban a escalar mientras las embarcaciones se apelotonaban al pie del acantilado.

Como aún no había signo alguno de aproximación de fuerzas por tierra, todos los monjes acudieron a la muralla del lado de mar, de modo que toda la potencia de Saint Mere Abelle se concentró contra los miles de bajeles powris que pululaban por la Bahía de Todos los Santos. El aire vibraba con el zumbido de la energía mágica, con el hedor de la brea quemada, con los chillidos de los powris que se ahogaban en las heladas aguas y con los chillidos de los monjes que morían, pues tan pronto se hubo lanzado hacia arriba todas las cuerdas, las barcazas con las catapultas powris empezaron a disparar enormes cestos de bolas con pinchos y bolas de madera de algo menos de tres centímetros de diámetro con múltiples agujas metálicas, muchas de ellas con las puntas envenenadas.

A pesar de todo lo que se había contado sobre Pireth Tulme y a pesar de las advertencias de los monjes más veteranos y preparados, los defensores de Saint Mere Abelle se quedaron sin duda desconcertados por la tremenda ferocidad y osadía del asalto. Y por su habilidad, ya que los powris eran un ejército tan eficiente y disciplinado como el que más. Ni un solo monje, ni siquiera el tenaz hermano Francis, dudaba lo más mínimo de que, si las fuerzas terrestres del enemigo hubieran hecho entonces su aparición, Saint Mere Abelle, el bastión más antiguo y bien protegido de todo Honce el Oso, habría caído.

Incluso sin aquel ejército de tierra, el padre abad Markwart se daba cuenta de lo peligroso de la situación.

—¡Tú! —gritó al monje que había lanzado el primer tiro de catapulta—. ¡Ahora tienes una ocasión de redimirte!

El joven hermano, ansioso de recuperar el favor del padre abad, corrió a su lado y recibió tres piedras: una malaquita, un rubí y una serpentina.

—No utilices la malaquita hasta que estés cerca del barco —explicó el padre abad con impaciencia.

Los ojos del joven monje se abrieron desmesuradamente al comprender cuáles eran las intenciones del padre abad. Markwart quería que se arrojara por el acantilado, que cayera a plomo sobre una maraña particularmente grande de barcos powris, que activara la malaquita para levitar y la serpentina para generar el escudo protector del fuego y que en ese preciso instante lanzara una bola de fuego contra los bajeles.

—No conseguirá acercarse —empezó a protestar Jojonah, pero Markwart le lanzó una mirada tan feroz que el gordo maese se apresuró a alejarse. Markwart se equivocaba al enviar a aquel joven monje, seguía pensando para sí Jojonah, pues era más apropiado que manipulara las tres piedras un monje mayor y con más experiencia, como mínimo un inmaculado o, aún mejor, un padre. Además, aunque el joven realizara aquella difícil hazaña, la explosión no sería suficiente: provocaría unas llamaradas, quizás, y nada verdaderamente serio para los powris.

—No tenemos otra opción —dijo Markwart al joven monje—. ¡Hay que ocuparse de ese grupo de barcos; y enseguida, o perderemos nuestras murallas!

Mientras hablaba, un par de powris se encaramaron a la muralla. Los inmaculados cayeron sobre ellos como un solo hombre, derribándolos antes de que pudieran adoptar una posición defensiva, y acto seguido cortaron todas las cuerdas de la zona. Pero su acción no hizo sino reforzar claramente la idea de Markwart.

—No se darán cuenta de tu llegada; tan sólo creerán que uno de los suyos te ha lanzado al abismo —explicó—. Cuando se den cuenta de lo que ocurre, estarán ardiendo, y tú subiendo de vuelta.

El monje asintió, apretó las piedras con fuerza y brincó hasta lo alto del muro. Echó una mirada hacia atrás, pegó un salto largo y alto y cayó a plomo acantilado abajo. Markwart, Jojonah y algunos otros se apresuraron a asomarse al muro para mirar su descenso; y el padre abad maldijo en voz alta cuando la malaquita convirtió aquella caída vertiginosa en el vuelo suave de una pluma en un día de fuerte brisa, ya que el monje todavía estaba a muchos metros sobre las cubiertas.

—¡Imbécil! —rugió Markwart mientras los powris descubrían al hombre, le lanzaban lanzas y martillos y levantaban sus pequeñas ballestas. En honor del joven monje, o a causa de su profundo terror o simplemente porque no dominaba el poder y el conocimiento mágicos, hay que reconocer que no invirtió su marcha para regresar acantilado arriba sino que siguió bajando más y más.

Un cuadrillo de ballesta se le clavó en el brazo; una piedra cayó de su mano.

—¡La serpentina! —gritó Jojonah.

El joven monje tensó el brazo, tiró bruscamente de él y lo hizo girar con la obvia intención de remontar el vuelo, en un vano intento de eludir la creciente cortina de fuego.

—¡No! —le chilló Markwart.

—No dispone del escudo contra la bola de fuego —gritó Jojonah al padre abad.

El joven monje experimentó una sacudida espasmódica al ser alcanzado por el cuadrillo de una ballesta; luego le alcanzó otro, y un tercero en rápida sucesión. La energía mágica lo abandonaba junto con la fuerza vital, y su cuerpo extenuado empezó a bajar, rebotó en una barcaza powri y fue a parar a las oscuras aguas de la Bahía de Todos los Santos.

—¡Tráeme a uno de nuestros campesinos refugiados! —vociferó Markwart al hermano Francis.

—No era lo bastante fuerte —dijo Jojonah al padre abad—. No era tarea para un simple novicio. ¡Hasta un inmaculado podría fallar en el intento!

—Con mucho gusto te enviaría a ti para librarme de tu presencia —le chilló en la cara, dejándole sin palabras—; pero te necesito.

El hermano Francis regresó con un joven aldeano, un hombre de unos veinte años, de aspecto tímido.

—Sé tirar con arco —dijo el campesino, tratando de mostrar coraje—. He cazado ciervos…

—Coge esto en lugar del arco —le ordenó el padre abad, tendiéndole un rubí.

Los ojos del hombre se abrieron desmesuradamente al ver el aspecto y percibir la suave sensación de la piedra sagrada.

—Yo no puedo… —tartamudeó sin comprender.

—Pero yo sí —gruño Markwart tomando otra piedra, la poderosa hematites, la piedra del alma.

El hombre lo miró sin comprender, pero el hermano Francis entendió perfectamente y supo que debía aturdir al campesino, de manera que le propinó un fuerte manotazo en la cara, derribándolo al suelo.

Maese Jojonah miró hacia otro lado.

Francis se acercó al hombre, con intención de atizarle de nuevo.

—Ya está —exclamó el hombre, y Francis se contuvo y lo ayudó respetuosamente a levantarse.

—Una posesión —espetó Jojonah con disgusto. Apenas podía creer que Markwart hubiera realizado tan perversa acción, normalmente considerada el lado más oscuro de la hematites. Según todos los edictos, debía evitarse la posesión de otro cuerpo; por supuesto, era una acción que los espíritus de los monjes, liberados de sus cuerpos mediante la hematites, a menudo impedían con la preparación de otras piedras protectoras. Y al pensar en lo que acababa de ver, Jojonah apenas podía creer que la posesión, quizá la más difícil de todas las tareas relacionadas con las gemas, se hubiera llevado a cabo con tanta facilidad.

El padre abad en el cuerpo del campesino se acercó despacio al muro, se asomó y echó un vistazo para localizar la mayor aglomeración de bajeles powris; entonces, sin vacilar ni un solo momento, saltó serenamente al vacío. Esta vez sin malaquita, sin chillidos, sin miedos. El padre abad se concentró en el rubí mientras descendió los treinta metros y activó la energía de la piedra al máximo para lanzar una tremebunda y violenta bola de fuego justo en el momento antes de estrellarse contra la cubierta. Al punto su espíritu abandonó el cuerpo del campesino, voló a través de las llamas, alejándose de la carnicería, y regresó a su propia forma corporal en lo alto de la muralla.

Cerró momentáneamente sus ojos viejos y cansados, para aclimatarse a su propio cuerpo luchando por olvidar aquel instante terrorífico, cuando se había acercado a las cubiertas de los powris, cuando el propio cuerpo que había tomado prestado se había consumido en los fuegos mágicos. Todos los monjes alrededor, con la notable excepción de maese Jojonah, proferían estruendosos gritos de entusiasmo y muchos miraban por encima del muro la masa ardiente de los bajeles powris, mientras pronunciaban alabanzas de incredulidad ante la posibilidad de que alguien hubiera podido encender una bola de fuego tan tremenda.

—Era preciso —dijo Markwart secamente a Jojonah.

El padre no parpadeó.

—Sacrificar a alguien para salvar a los demás es el precepto más elevado de nuestra orden —señaló Markwart.

—Sacrificarse uno mismo —corrigió Jojonah.

—Sal de aquí y vete con las dotaciones de las catapultas —ordenó a modo de despedida un molesto Markwart.

Aunque Jojonah se daba cuenta de que sus conocimientos sobre las piedras seguían siendo necesarios en el tejado, se alegró de complacerle. Al irse, se volvió varias veces para echarle una mirada fugaz, pues mientras los demás se habían quedado pasmados ante la exhibición mágica, Jojonah, que conocía a Markwart desde hacía más de cuarenta años, estaba simplemente confuso y no poco receloso.

Había una entrada en Saint Mere Abelle que daba al muelle de la Bahía de Todos los Santos, pero las puertas —de madera de roble de más de medio metro de grosor, reforzadas con tiras de metal, protegidas con un rastrillo provisto de barras tan gruesas como el muslo de un hombre; y protegidas a su vez por otra barrera descendente, tan gruesa y fuerte como las puertas exteriores— eran tan imponentes que ni los powris ni siquiera los enormes gigantes fomorianos las podrían haber traspasado ni al cabo de una semana de esfuerzos.

Esto suponiendo, claro, que las puertas estuvieran cerradas.

Si hubiesen podido asomarse suficiente por encima del acantilado para alcanzar las puertas con la vista, ni el padre abad Markwart ni maese Jojonah se habrían sorprendido al ver girar aquellos inmensos portalones como una invitación a los grupos de powris que habían conseguido escapar de la explosión y escabullirse por la orilla rocosa. De hecho, ambos hombres ya habían esperado algo así cuando maese De’Unnero se había ofrecido, incluso con insistencia, a ser el que encabezara el contingente de doce en aquel puesto de guardia de la planta baja. Aquel grupo disponía de dos catapultas, una a cada lado de las enormes puertas, para lanzar grandes piedras, pero su alcance se veía severamente limitado por el estrecho ámbito de las hendiduras por donde tenían que disparar; Markwart sabía de sobras que De’Unnero jamás se conformaría con lanzar unos pocos proyectiles, generalmente ineficaces.

Así que el joven y fiero maese había abierto las puertas, y estaba al descubierto en el corredor interior, riendo histéricamente y desafiando a los powris a que entraran.

Un grupo de casi veinte gorras rojas, algo maltrechos pero sin atisbo alguno de temor, entraron rugiendo; blandían martillos, hachas y crueles espadas cortas.

Cuando el último de ellos hubo pasado debajo del rastrillo, este cayó con un gran estruendo; sus vibraciones se propagaron por toda la abadía y subieron hasta lo alto de la muralla del lado de mar.

Sorprendidos pero no detenidos, los gorras sangrientas chillaron con fuerza y atacaron. Una docena de cuadrillos de ballesta atravesaron como un rayo sus filas; unos pocos cayeron pero apenas disminuyó la intensidad del ataque.

Allí estaba De’Unnero, solo, riendo; sus potentes músculos le tensaban tanto la piel que parecía que iban a desgarrarla. Algunos monjes, sobre todo maese Jojonah, habían expresado a menudo su convicción de que el corazón de De’Unnero simplemente explotaría porque el joven padre se dejaba arrastrar por los avatares de las cosas terrenales. Ahora su aspecto cuadraba perfectamente con esta descripción: temblaba de veras con una energía interior. No tenía ninguna arma que los powris pudieran ver, sólo una simple piedra, la zarpa de tigre de color marrón claro con rayas blancas.

Invocó con fuerza su magia y, cuando se acercó el primer powri, los brazos de De’Unnero se transformaron y tomaron la forma de las patas delanteras de un tigre.

—¡Yach! —gritó el primer powri, levantando el arma para defenderse.

De’Unnero fue más rápido que él; saltó hacia adelante como un felino cazador, lo golpeó en la cara con el brazo derecho y se la destrozó.

El padre parecía presa de un frenesí pero, en realidad, se controlaba perfectamente, saltando de uno a otro lado para impedir que ningún powri lo sobrepasara, aunque había una docena de otros monjes en el corredor para hacer frente a una carga. La piedra que tenía en su mano transformada en garra se le había incrustado en la piel, y De’Unnero se sentía por eso identificado con su zarpa y, aunque su aspecto exterior no experimentó otros cambios, sus músculos se convirtieron en los de un felino.

Un potente golpe con su brazo de tigre hizo volar a uno de los powris; con un rápido movimiento de los músculos de las piernas brincó hacia un lado, evitando un martillazo. Entonces una segunda contracción muscular lo colocó ante el powri que le atacaba antes de que el enano, asustado, tuviera tiempo de levantar el martillo…

Las zarpas rasgaron perversamente, y la cara del powri quedó destrozada como la del otro enano.

Los powris iban cediendo terreno, pero las ganas de pelea de De’Unnero no se habían agotado ni mucho menos. Contrajo las piernas, se lanzó más de ocho metros hacia adelante, y fue a parar en medio de los enanos, y se convirtió en un torbellino de zarpazos y patadas. Los powris no eran un enemigo despreciable pero, aunque le sobrepasaban en número a razón de nueve a uno, no quisieron hacerle frente y huyeron a toda prisa. Dos de ellos regresaron hacia el rastrillo, gritando a sus camaradas que todavía estaban fuera, mientras que otros se tambalearon ante el infatigable De’Unnero, retrocedieron dando traspiés por el corredor y allí fueron atacados por una segunda descarga de cuadrillos de ballesta.

Todos los monjes menos uno soltaron las ballestas y empuñaron otras armas para el cuerpo a cuerpo, aunque algunos se precipitaron a acabar con los enanos tan sólo con sus manos.

Más allá, corredor abajo, De’Unnero agarró por la cabeza al powri que tenía delante con sus enormes zarpas. Le clavó las garras en el cráneo y zarandeó a la criatura hacia atrás y hacia adelante con tanta facilidad como si fuera la muñeca de trapo de una chiquilla. Después lo arrojó a un lado y se dirigió hacia los dos que se encontraban junto al rastrillo.

Detrás de ellos, un powri apuntó y disparó una cerbatana, y el dardo alcanzó a De’Unnero justo debajo de la caja torácica.

El monje rugió, se arrancó el dardo junto con un pedazo de carne y continuó su decidido avance. El powri que había disparado preparó otro dardo; los dos enanos junto al rastrillo chillaron y trataron de escabullirse. La barrera deslizante interior bajó, golpeando al enano de la cerbatana y aplastando a los otros dos.

De’Unnero resbaló al detenerse y lo roció con una ducha de sangre. Se dio la vuelta completa y rugió otra vez; el grito de batalla se convirtió en exclamación de frustración al advertir que sus soldados habían dado buena cuenta de los demás enanos. La pelea había acabado.

El fiero padre recuperó su forma humana, exhausto por el esfuerzo realizado tanto físico como mágico. Sentía un profundo pinchazo en el vientre, una quemazón, una sensación de desfallecimiento; entonces se dio cuenta de que lo habían envenenado. La mayor parte del veneno, una pócima paralizante y dolorosa, había sido eliminada por la fuerza de la energía de las transformaciones mágicas; pero había quedado bastante para hacerle temblar de tal modo que tuvo que apoyar una rodilla en el suelo.

Sus soldados, consternados, se apelotonaron a su alrededor.

—¡Hombres, a las catapultas! —gruñó; aunque De’Unnero volvía a ser totalmente humano, su voz era tan feroz como el rugido de un tigre cazando. Los monjes más jóvenes obedecieron y con absoluta determinación maese De’Unnero se reunió con ellos para dirigir los lanzamientos.

Cuando la mayor parte de la maraña de bajeles powris fueron presa de las llamas o quedaron fuera de combate, los monjes que vigilaban abandonaron la zona y corrieron a reforzar la defensa de la muralla donde fuera necesario. Muchos powris alcanzaron la muralla aquella larga y funesta mañana, pero ninguno pudo mantenerse en ella, y hacia mediodía, dado que seguía sin percibirse señal alguna de aproximación de fuerzas terrestres, el resultado ya no ofrecía ninguna duda. Los powris pelearon duro, como siempre; mataron a más de cincuenta monjes e hirieron a un número varias veces mayor, pero sus pérdidas fueron asombrosas: más de la mitad de los bajeles de la flota se hundió en la Bahía de Todos los Santos y sólo algunos centenares escaparon hacia aguas más profundas gobernados por tripulaciones muy mermadas.

A media tarde maese Jojonah se había reunido con los otros monjes más veteranos y expertos en el uso de las piedras para atender a los numerosos heridos, mientras los hermanos más jóvenes organizaban los detalles del entierro para aquellos a los que ya no se podía ayudar con las piedras del alma. Ahora que el caos había acabado, la batalla había llegado a la última fase, la limpieza. La disciplina de los hermanos no tardó en disponer todo lo necesario de forma práctica y eficiente. No obstante, algo despertó la curiosidad de maese Jojonah. Sabía que el padre abad había utilizado en la posesión la piedra del alma más poderosa de todo Saint Mere Abelle; había paseado entre los heridos y les había ofrecido palabras de consuelo pero parecía no curar a ninguno. Ya habían pasado horas desde la impresionante bola de fuego y de los dos rayos que Markwart había lanzado desde la parte superior de la muralla, por lo que sus comentarios acerca de que se le había agotado la energía mágica no tenían mucho fundamento.

El rechoncho fraile se limitó a encogerse de hombros con desaliento y sacudió la cabeza; entonces, maese De’Unnero llegó a la muralla, con una espectacular herida en el costado, aunque el fiero hombre apenas cojeara ni mostrara el menor signo de dolor. Markwart se le acercó y se apresuró a cicatrizarle la herida con la piedra del alma. Jojonah había descubierto que el vínculo entre ambos era estrecho, tan estrecho como el que unía al padre abad con el hermano Francis.

Se fue en silencio hacia su trabajo, mientras asimilaba todo aquello y lo archivaba convenientemente hasta que pudiera disponer de tiempo y calma para poder reflexionar largo y tendido.

—Insistes en meterte en situaciones peligrosas —reprendió Markwart a De’Unnero mientras la herida abierta se sellaba bajo la influencia de la hematites.

—Un hombre tiene derecho a divertirse —replicó el padre con una mueca maliciosa—. Diversión que tú te empeñas en negarme.

Markwart retrocedió un paso y le miró con severidad, comprendiendo la queja demasiado bien.

—¿Cómo va el adiestramiento? —preguntó bruscamente.

—Youseff promete —admitió De’Unnero—. Es astuto y utilizará cualquier arma y cualquier táctica para vencer.

—¿Y el hermano Dandelion?

—Es un oso temible, fuerte de brazos pero débil de sesos —dijo De’Unnero—. También nos servirá para nuestros propósitos, siempre y cuando Youseff guíe sus acciones.

El padre abad, con aire satisfecho, asintió con un gesto.

—Podría batirlos a los dos juntos —aseguró De’Unnero, disipando la expresión de complacencia de su superior—. Ostentarán el título de Hermano Justicia, pero yo podría aplastarlos a ambos con facilidad; yo podría ir a buscar a Avelyn y las gemas.

Markwart no tenía argumentos prácticos para oponerse a tal pretensión.

—Tú eres un padre y tienes otras obligaciones —dijo.

—¿Más importantes que la caza de Avelyn?

—Igualmente importantes —respondió Markwart en un tono que daba por zanjada la cuestión—. Youseff y Dandelion servirán para ese propósito, si maese Marcalo De’Unnero los adiestra adecuadamente.

La cara de De’Unnero se arrugó de irritación, sus ojos se estrecharon y lanzaron dagas imaginarias contra el padre abad. No le gustaba verse cuestionado, en absoluto.

Markwart captó aquella mirada que había visto a menudo. No obstante, sabía que De’Unnero no se atrevería a más y, por tanto, tal intensidad podía ser dirigida a una buena causa.

—Déjame ir a cazarlo —imploró De’Unnero.

—Tú adiestrarás a los cazadores —volvió a disparar Markwart—. Confía en mí, encontrarás recompensa a tus esfuerzos.

Dicho esto, el padre abad se marchó.

—Hoy hemos trabajado denodadamente —comentó maese De’Unnero con orgullo a Markwart y a los demás padres en la breve reunión después de vísperas.

—Pero también hemos tenido suerte —recordó a todos maese Jojonah—. Pues no han aparecido ni las fuerzas terrestres de los powris ni ninguno de los ejércitos de trasgos que han sido vistos por la región.

—Más que suerte, diría yo —intervino Francis, aunque aquella reunión no era el lugar adecuado para hacerlo. Después de todo, Francis ni siquiera era todavía un inmaculado y participaba en la reunión sólo en calidad de asistente del padre abad. Pero Markwart no hizo ningún ademán para hacerle callar, y los otros padres le dejaron hacer uso de la palabra.

—Esto es impropio de nuestro enemigo —prosiguió Francis—. Todas las noticias de los frentes de batalla al norte de Palmaris indican que nuestros monstruosos enemigos luchan cohesionados y bien dirigidos, y es obvio, considerando el éxito de nuestra argucia, que los barcos powris sin duda estaban esperando un ejército terrestre de apoyo.

—¿Entonces dónde estaban, mejor dicho están, los ejércitos de tierra del enemigo? —preguntó Markwart con visible impaciencia—. ¿Nos despertaremos mañana para descubrir que volvemos a estar sitiados?

—La flota no regresará —respondió otro padre inmediatamente—. Y si los monstruos se acercan por tierra, encontrarán nuestras defensas aún más invulnerables que las que nos protegían por mar.

Maese Jojonah estaba observando a De’Unnero cuando se pronunciaron esas palabras y vio con desagrado su sonrisa casi feroz, una mueca realmente impropia de un padre de la orden abellicana.

—Triplicad la guardia a lo largo de las murallas de mar y de tierra —decidió el padre abad.

—Muchos están agotados a causa de la batalla —señaló el padre Engress, un hombre amable amigo de Jojonah.

—En ese caso, utilizad a los campesinos —le espetó Markwart con brusquedad—. Han entrado para comer nuestros alimentos y esconderse tras la protección de los muros de la abadía y de los cuerpos de los hermanos. Que se ganen esa protección vigilando, esta noche y todas las noches.

Engress miró a Jojonah y a otros monjes, pero el tono de Markwart impidió cualquier réplica.

—Así se hará, padre abad —dijo con humildad maese Engress.

El padre abad empujó con violencia su silla hacia atrás y las patas chirriaron sobre el suelo de madera. Se levantó, hizo un desdeñoso ademán con la mano y salió de la habitación: la reunión había terminado.

A criterio de Markwart, se habían ventilado todos los asuntos importantes. El hombre deseaba estar a solas con sus pensamientos y emociones, algunas de las cuales eran por supuesto perturbadoras. Aquel día había enviado a un hombre a una muerte segura, un acto que requería un poco de reflexión; además, era consciente de que no se había implicado mucho en los trabajos de curación después de la lucha. Le había quedado suficiente energía mágica —lo había sabido incluso mientras daba hipócritas excusas—, pero simplemente no se había sentido a gusto colaborando en esa tarea. Se había acercado a un monje herido sentado contra la muralla del lado de mar, con el brazo muy desgarrado por un áncora powri, pero cuando se dispuso a curarlo con la hematites, un acto que requería una profunda concentración, retrocedió, sintiendo… ¿qué?

¿Aversión? ¿Repulsión?

Markwart no tenía una respuesta convincente, pero se dejó llevar por el instinto. Se dio cuenta de que una perversión, una debilidad, iba creciendo en el seno de la orden. Avelyn, siempre aquel repugnante Avelyn, había iniciado esa corrupción que, al parecer, se había generalizado más de lo que jamás hubiera sospechado.

Sí, era eso, comprendió el padre abad. La debilidad de espíritu y la indulgencia excesiva se habían ido apoderando de ellos hasta el punto de que ya no podían reconocer el verdadero mal ni enfrentarse a él adecuadamente. Como aquella estúpida consideración de Jojonah hacia el campesino cuyo sacrificio había salvado muchas vidas.

Pero Markwart pensó que De’Unnero estaba a salvo de eso, y esbozó una sonrisa. El hombre era fuerte y brillante. Quizá debía ceder a sus deseos y dejar que fuera él quien diera caza a Avelyn; el éxito estaría prácticamente asegurado.

El padre abad sacudió la cabeza, recordándose a sí mismo que tenía otros planes para aquel padre. De’Unnero sería ascendido como su sucesor, se prometió en silencio el padre abad. Tan pronto como había visto las heridas de De’Unnero, Markwart había deseado curárselas, como si la sagrada piedra del alma le hubiera llamado a la acción, le hubiera mostrado la verdad.

Todo estaba diáfanamente claro para el padre abad Markwart. Se dijo que convendría homenajear debidamente al campesino inmolado con la bola de fuego, y quizás incluso erigir una estatua en su honor, y se fue a la cama.

Durmió profundamente.

Al día siguiente unos exploradores salieron de Saint Mere Abelle; escudriñaron aquella parte del territorio y regresaron para informar que no habían visto ninguna señal de monstruos por los alrededores de la abadía. Al cabo de una semana la situación se aclaró: la fuerza invasora de los powris se había retirado a sus barcos y había partido con rumbo desconocido. El ejército trasgo, y por supuesto había una enorme fuerza en la región, se había dividido; bandas de delincuentes corrían por todas partes dedicadas al saqueo.

Los hombres del rey, el ejército de Once el Oso, perseguía a una banda de delincuentes tras otra y las destruía.

En Saint Mere Abelle fueron muchas las implicaciones de estas noticias en apariencia tan buenas.

—Debemos buscar la causa del desorden que reina entre nuestros enemigos —comunicó el padre abad a los monjes veteranos—. En Barbacan y en la rumoreada explosión.

—Crees que el demonio Dáctilo ha sido destruido —dedujo maese Jojonah.

—Creo que nuestros enemigos han sido decapitados —replicó Markwart—. Pero tenemos que conocer toda la verdad.

—Una expedición —expuso llanamente maese Engress.

El hermano Francis fue el primero en salir de la habitación, impaciente para establecer el plan de un viaje a Barbacan, impaciente, como siempre, por complacer al padre abad.