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Otro día

Elbryan Wyndon cogió su silla de madera y su preciado espejo y se dirigió hacia la boca de la pequeña cueva. Parpadeó al apartar la manta, sorprendido al comprobar que había transcurrido mucho tiempo desde el amanecer. Salir trepando por el agujero no parecía tarea fácil para un hombre de la corpulencia de Elbryan, de más de metro noventa de estatura y cuerpo musculoso; pero, gracias a la agilidad adquirida durante los años de adiestramiento con los pequeños elfos de Caer’alfar, hacerlo no supuso demasiada dificultad.

Encontró a su compañera Jilseponie, Pony, despierta y trajinando para recoger los sacos de dormir y los utensilios. No lejos de allí, Sinfonía, el imponente caballo, relinchó y pateó con fuerza al ver a Elbryan. El aspecto del semental habría hecho vacilar a la mayoría de los hombres; Sinfonía era alto, pero en absoluto desgarbado, pues su pecho era potente y musculoso; tenía el pelo tan negro y suave, sobre las ondas de los músculos, que brillaba con la luz más débil, y la mirada revelaba una profunda inteligencia. Sobre sus inteligentes ojos, una mancha blanca en forma de rombo le adornaba la cabeza; pero aparte de esto y de insignificantes manchas blancas en las patas delanteras, lo único que rompía el negro perfecto de su pelo era una gema, una turquesa, el enlace entre Sinfonía y Elbryan, incrustada mágicamente en el centro del pecho del caballo.

Sin embargo, a pesar de su espléndido aspecto, el guardabosque no le prestó apenas atención, pues, tal y como sucedía a menudo, su mirada estaba clavada en Pony. La chica era unos meses más joven que Elbryan; había sido su amiga de la infancia y, ya adulta, se había convertido en su mujer. El pelo de Pony, espeso y dorado, le llegaba justo debajo de los hombros, y, por vez primera en varios años, era más largo que las melenas de color castaño claro de Elbryan. El día estaba bastante encapotado y el cielo gris, aunque esto apenas menguaba el resplandor de los enormes ojos azules de Pony. El guardabosque sabía que ella era su fuerza, el punto de luz en un mundo oscuro. Su energía parecía no tener límites, ni tampoco su capacidad para sonreír. Ningún peligro la arredraba como tampoco la amedrentaba ninguna visión; seguía adelante metódicamente, con determinación.

—¿Y si tratáramos de localizar el campamento al norte de Fin del Mundo? —preguntó la chica, y la pregunta quebró el ensimismamiento de Elbryan.

El hombre consideró la propuesta. Habían averiguado que había campamentos satélites en la región, generalmente grupos de trasgos aprovisionados por los enclaves establecidos en lo que en otro tiempo fueron los tres pueblos de Dundalis, Prado de Mala Hierba y Fin del Mundo. Debido a que cada pueblo distaba del siguiente un día de camino, Dundalis al oeste de Prado de Mala Hierba, y Prado de Mala Hierba al oeste de Fin del Mundo, esos pequeños campamentos avanzados serían claves para reconquistar la región si alguna vez un ejército de Honce el Oso se dirigía a los límites de Tierras Agrestes. Si Elbryan y Pony podían expulsar a los monstruos de los tupidos bosques, la comunicación entre los tres pueblos sería difícil.

—Parece un lugar tan bueno como cualquier otro para empezar —respondió el guardabosque.

—¿Empezar? —preguntó Pony con incredulidad, ante lo cual Elbryan se limitó a encogerse de hombros. Por supuesto, ambos estaban fatigados de tantas batallas; no obstante, ambos sabían que tendrían que entablar muchas, muchísimas más.

—¿Hablaste con el tío Mather? —preguntó Pony, señalando el espejo con la cabeza. Elbryan le había explicado el Oráculo, aquella misteriosa ceremonia élfica mediante la cual se podía conversar con los muertos.

—He hablado con él —contestó el guardabosque; sus ojos verde oliva centellearon y un estremecimiento recorrió su espina dorsal, como solía sucederle cuando pensaba en el espíritu del gran hombre que le había precedido.

—¿Te ha respondido alguna vez?

Elbryan soltó un bufido, tratando de imaginar cómo podría explicarle mejor qué era el Oráculo.

—Yo me contesto a mí mismo —empezó diciendo—. Creo que el tío Mather guía mis pensamientos, pero de hecho él no me da las respuestas.

Con una inclinación de cabeza Pony le dio a entender que había comprendido perfectamente lo que el joven estaba tratando de decirle. Elbryan no había conocido al tío Mather en vida; su familia lo perdió a una edad muy temprana, antes de que Olwan Wyndon —hermano de Mather y padre de Elbryan— llevara a su mujer y a sus hijos a las agrestes Tierras Boscosas. Pero Mather, como luego Elbryan, había sido acogido y adiestrado por los Touel’alfar, los elfos, para llegar a ser guardabosque. En el Oráculo, Elbryan conjuraba la imagen que tenía de él, la imagen del perfecto guardabosque, y cuando le hablaba se esforzaba en superar sus más altos ideales.

—Si te enseñara el Oráculo, quizá podrías hablar con Avelyn —dijo el guardabosque, y no era la primera vez que se lo sugería. Desde hacía varios días el joven le había estado insinuando que podía tratar de establecer contacto con su amigo fallecido; concretamente, desde que él mismo trató, sin éxito, de comunicarse con el espíritu de Avelyn en el Oráculo dos días después de que ambos iniciaran el regreso hacia el sur desde la devastada Barbacan.

—No me hace falta —respondió Pony con suavidad volviendo la cabeza, y por vez primera Elbryan se dio cuenta de lo despeinada que estaba.

—No crees en el ritual —empezó a decir el hombre, con más intención de aconsejarla que de acusarla.

—Oh, sí creo —fue su rápida y aguda réplica, pero perdió ímpetu con la misma celeridad, como si temiera el giro que la conversación pudiera tomar.

»Yo… yo puedo tener experiencias muy parecidas —añadió la chica.

Elbryan, con serenidad, la miró fijamente para darle tiempo a preparar su respuesta.

—¿Has aprendido el Oráculo? —le preguntó el joven para ayudarla, al cabo de unos minutos.

—No —contestó ella, dándose la vuelta para mirarlo—. No de la misma manera que tú. Yo no lo busco. Más bien me busca a mí.

—¿Quién te busca?

—Avelyn —afirmó Pony con convicción—. Está conmigo, lo siento; de alguna manera, es parte de mí, me guía y me da fuerzas.

—Así siento yo a mi padre —razonó Elbryan—. Y tú al tuyo. Estoy seguro de que Olwan está velando por… —Su voz se desvaneció al mirarla, pues vio que Pony asentía con la cabeza antes de que él acabara de hablar.

—Es aún más potente —explicó la chica—. La primera vez que Avelyn me enseñó a utilizar las piedras, estaba gravemente herido. Nuestros espíritus se unieron mediante la hematites, la piedra del alma. El resultado fue tan instructivo para los dos que Avelyn repitió esa unión durante semanas, mientras me mostraba los secretos de las gemas. En un solo mes mi conocimiento y destreza con las piedras progresaron mucho más de lo que podría aprender un monje en Saint Mere Abelle en cinco años de adiestramiento.

—¿Y tú crees que él sigue conectado a ti de esa forma espiritual? —preguntó Elbryan, y no había el menor rastro de escepticismo en su pregunta. El joven guardabosque había visto demasiada magia, tanto blanca como negra, para dudar de tal posibilidad… o de cualquier posibilidad.

—Así es —replicó Pony—. Y cada mañana al despertar me encuentro con que sé algo más sobre las piedras. Quizá sueño con ellas, y durante esos sueños veo nuevos usos de una piedra concreta, o nuevas formas de combinarlas.

—Entonces no se trata de Avelyn, sino de Pony —razonó el guardabosque.

—Es Avelyn —replicó la chica con firmeza—. Está conmigo, en mí; es parte de lo que yo he llegado a ser.

La mujer se calló, y Elbryan no respondió. Ambos permanecieron en silencio mientras asimilaban aquella revelación, algo de lo que ni siquiera Pony se había dado cuenta hasta aquel preciso momento. Entonces, una amplia sonrisa iluminó la cara de Elbryan, y Pony le imitó paulatinamente, confortados ambos por el hecho de que su amigo, el Fraile Loco, el monje huido de Saint Mere Abelle, pudiera seguir estando con ellos.

—Si tu introspección es correcta, nuestra misión será más fácil —razonó Elbryan. Siguió sonriendo y le guiñó el ojo; luego se dio la vuelta y se dispuso a llenar las alforjas de Sinfonía.

Pony no contestó y se limitó a ir metódicamente de un lado a otro para acabar de levantar el campamento. Nunca permanecían en el mismo lugar más de una noche, y a menudo no más de media si Elbryan juzgaba que había bandas de trasgos en la zona. El guardabosque acabó antes su tarea y, después de echar una mirada a la mujer, a la que ella respondió con una inclinación de cabeza, tomó el cinto con la espada y se alejó.

Pony se apresuró a acabar su tarea y luego, en silencio, se dispuso a seguirlo. Sabía que el hombre se dirigía hacia un claro por el que habían pasado justo antes de montar el campamento, y también sabía que le prestarían suficiente protección los espesos arbustos de arándanos del extremo nordeste. Tras seguirle los pasos sin hacer ruido, tal como Elbryan le había enseñado, se instaló allí.

El guardabosque ya estaba enfrascado de lleno en su danza. Se había despojado de todas sus ropas, salvo de un brazal verde que llevaba en el bíceps izquierdo, y blandía su pesada espada Tempestad, una ofrenda de los Touel’alfar a su tío, Mather Wyndon. Con grácil agilidad, Elbryan realizaba los movimientos precisos: los músculos ondeaban en perfecta armonía, las piernas giraban, el cuerpo se desplazaba pero siempre en equilibrio.

Pony lo observaba hipnotizada por la pura belleza de la danza, a la que los elfos llamaban bi’nelle dasada, y por la perfección de las formas de su amado. Como le ocurría siempre que miraba a escondidas la danza de Elbryan —mejor dicho, no la de Elbryan, pues en aquella actitud de lucha los elfos lo llamaban el Pájaro de la Noche, y no Elbryan Wyndon—, Pony tenía remordimientos, se sentía como esas personas que obtienen gratificación sexual espiando actos u órganos sexuales. Pero en la joven no había nada sexual o salaz, sólo admiración por el arte y la belleza de la interacción entre los poderosos músculos de su amado. Ante todo, quería aprender la danza, urdir con la espada elegantes círculos, sentir cómo los pies desnudos se acoplaban con la hierba mojada que pisaban hasta percibir cada brizna y cada relieve del suelo.

Pony no era un guerrero cualquiera ni mucho menos, pues había servido de forma destacada en los Guardianes de la Costa. Había luchado con muchos trasgos y powris, e incluso con gigantes, y pocos podían pelear mejor que ella. Pero cuando miraba a Elbryan, al Pájaro de la Noche, se sentía una simple aficionada.

Aquella danza, la bi’nelle dasada, era la perfección de la destreza física, y su amante era la perfección de la bi’nelle dasada. El guardabosque prosiguió las elegantes secuencias de cuchilladas, maniobras ondulantes, giros de pies, pasos laterales, pasos hacia adelante y hacia atrás, bajando a veces el cuerpo a ras de suelo para alzarlo después. Aquel día estaba practicando un estilo de lucha tradicional, unos ejercicios de acuchillamiento para espadas pesadas y afiladas.

Pero, de repente, el guardabosque cambió de postura y juntó los talones de modo que los pies quedaron en posición perpendicular. Avanzó apoyando primero la punta y luego el talón, y se agachó en perfecto equilibrio doblando las rodillas sobre las puntas de los pies; flexionó el brazo más avanzado con el codo hacia abajo e hizo lo mismo con el otro, con la salvedad de que el brazo más elevado le quedaba a la altura del hombro y la mano le colgaba suelta más arriba. Avanzó y luego se retiró con movimientos cortos, medidos pero increíblemente rápidos y equilibrados; de repente, inmediatamente después de esa retirada, estiró el brazo más avanzado de forma que pareció que el miembro tirara de él. El guardabosque realizó el ejercicio en un abrir y cerrar de ojos, y aquella mañana, como le ocurría siempre que lo contemplaba, Pony quedó maravillada. Con la misma celeridad, el Pájaro de la Noche se lanzó hacia adelante, cubriendo con la punta de Tempestad más de medio metro de terreno y bajó el brazo más atrasado de modo que la espada y los brazos del hombre dibujaron una larga y equilibrada línea.

Un estremecimiento recorrió la espina dorsal de Pony al imaginarse un enemigo atravesado por aquella hoja mortal, mirando con ojos desorbitados y sin poder dar crédito a un ataque tan raudo.

Y entonces el guardabosque se replegó de nuevo veloz y equilibradamente, sin dejar ningún resquicio en su defensa mientras lo hacía, y reanudó su danza ondulante.

Con un suspiro de admiración y de frustración a la vez, Pony se marchó para acabar de levantar el campamento. Elbryan regresó poco después; tenía los brazos desnudos bañados en sudor, pero parecía lleno de fuerza y preparado para afrontar las dificultades de otro día de camino.

Al poco rato emprendieron la marcha, montados a horcajadas sobre el imponente semental; Sinfonía llevaba a ambos sin mayor esfuerzo. Elbryan los condujo hacia el norte, lejos de la línea de los tres pueblos, y luego hacia el oeste, en dirección a Fin del Mundo; antes del mediodía encontraron un pequeño campamento de trasgos. Una rápida exploración de la zona les proporcionó la información necesaria, y luego se internaron en el bosque a fin de liberar a Sinfonía de su carga y de preparar el asalto.

A primera hora de la tarde, el guardabosque exploró con cautela el bosque llevando en la mano Ala de Halcón, el arco que los elfos habían construido para él. No tardó en dar con un grupo de tres trasgos centinelas, y, como solía suceder, las descuidadas criaturas no estaban precisamente en guardia. Se habían agrupado junto a un grueso olmo: uno de ellos estaba apoyado en el árbol, otro deambulaba delante de él refunfuñando algo y el tercero se hallaba sentado al pie del olmo con la espalda apoyada en el tronco, aparentemente dormido. El guardabosque se sorprendió un tanto al ver que uno de los centinelas llevaba un arco. Los trasgos acostumbraban a pelear con palos, espadas o lanzas, y la visión de un arco le hizo pensar que también podría haber powris por los alrededores.

Dio una sigilosa vuelta por la zona para asegurarse de que no había más enemigos y después buscó el mejor ángulo para lanzar su ataque. Levantó Ala de Halcón, así llamado por las tres plumas situadas en su extremo superior, las cuales, cuando él tiraba hacia atrás la cuerda del arco, se separaban como los emplumados «dedos» de la punta del ala extendida de un halcón. Aquellas plumas ahora estaban ampliamente separadas, mientras Elbryan preparaba el tiro.

Ala de Halcón zumbó; inmediatamente después el guardabosque preparó y disparó una segunda flecha. Ahora era el Pájaro de la Noche, el guerrero adiestrado por los elfos, y la simple mención de su nombre hacía estremecer incluso a los tenaces powris.

La primera flecha se clavó en el trasgo apoyado en el árbol. La segunda alcanzó al compañero que paseaba, sin darle tiempo a proferir un grito de sorpresa.

—¿Duh? —preguntó el tercero, despertando de su sueño cuando el Pájaro de la Noche lo empujó. El trasgo miró hacia arriba al tiempo que veía cómo Tempestad bajaba: la temible espada le partió el corazón por la mitad.

El guardabosque recuperó las flechas, y luego cogió otro par del carcaj del trasgo. No estaban bien construidas, no eran perfectamente rectas; pero bastarían de sobras para su propósito.

Al partir, dio una vuelta completa al perímetro del campamento. Encontró otros dos guardias y los despachó con igual eficacia. Después, regresó junto a Pony y Sinfonía, con una idea más detallada de la disposición del terreno y con un plan de ataque ya establecido. El campamento de trasgos propiamente dicho estaba estratégicamente situado en un risco poco elevado rodeado de peñascos. Aparentemente, sólo había dos vías de acceso: una al sudeste por un sendero entre paredes de piedra que llegaban hasta el hombro, un camino muy abrupto que bordeaba un abismo vertical de diez metros; la segunda permitía subir por la pendiente más suave situada al oeste del altozano por una amplia pista desprovista de hierba.

El Pájaro de la Noche se colocó en un bosquecillo situado al oeste, desde donde podía disponer de un buen ángulo de tiro, mientras Pony trataba de pasar por la parte superior del precipicio.

El guardabosque se desplazó a una posición más elevada, trepando desde el lomo de Sinfonía hasta una de las ramas bajas de un roble. Aunque aún se encontraba por debajo del nivel del campamento de los trasgos, ante su vista quedaba más de la mitad del mismo. Suponía que Pony lo esperaría, y por tanto procedió a elegir con calma su primera diana, tratando de adivinar la jerarquía de la patrulla. El guardabosque sabía que no había dos grupos de trasgos iguales, ya que aquellas pequeñajas criaturas amarillo-verdosas eran absolutamente egoístas e incapaces de dedicarse a causas más importantes que la satisfacción de sus deseos más inmediatos. El demonio Dáctilo había cambiado eso —precisamente la repentina coordinación de los monstruos era el factor que había provocado que las tinieblas fueran absolutas—, pero el Dáctilo había sido eliminado y las horribles criaturas habían vuelto rápidamente a su primitiva naturaleza caótica.

El campamento lo evidenciaba sin lugar a dudas. Aquel lugar era un tumulto de empujones y codazos, de gritos y quejidos.

—¡Nos vamos al sur para asesinar! —oyó el Pájaro de la Noche que gritaba una criatura.

—¡Nosotros vamos en la dirección que yo digo que vamos! —replicó otro de aspecto especialmente traicionero y canalla, de brazos largos y delgados, y piernas arqueadas, de pequeña estatura incluso para un trasgo, lo cual significaba que apenas medía metro veinte, y con una nariz y una barbilla tan estrechas que parecían astiles de flechas emergiendo de su repugnante cara.

El guardabosque vio que el trasgo más corpulento apretaba los puños con rabia ante el pequeñajo canallesco; vio que un grupo de tres trasgos que estaban más cerca —todos provistos de arcos, cosa que le desagradó— echaban mano a sus carcajes. La tensión se prolongó en silencio durante bastantes segundos, al límite de la explosión, y entonces apareció una figura gigantesca, de más de cuatro metros y medio de estatura y de más de novecientos kilos de músculos y huesos.

El fomoriano se sacudió la somnolencia y caminó con parsimonia para unirse a la discusión. La bestia gigantesca no abrió boca y se limitó a situarse justo detrás del trasgo de aspecto traicionero. ¡Había que ver de qué modo aquella criatura hinchaba su escuálido pecho con semejante guardaespaldas tan cerca!

—Al sur —repitió el otro trasgo de nuevo, pero de manera calmosa y nada amenazadora—. Gentes para matar al sur.

—Nos dijeron que teníamos que quedarnos aquí para vigilar —insistió el trasgo traicionero.

—¿Para vigilar qué? —se quejó el otro—. ¿Osos o cerdos?

—Para cerdos nosotros —terció otro, desde un lado, dibujando una risa disimulada e indiferente, que se borró rápidamente cuando el trasgo traicionero lanzó una mirada implacable al guasón.

Todo iba a las mil maravillas para el Pájaro de Noche hasta la aparición del gigante fomoriano. Un primer impulso le instó a lanzar una flecha a la cara de la inmensa criatura, pero empezó a vislumbrar otro plan más perspicaz al observar la evolución general del grupo.

La discusión continuó, con no pocas y ruidosas amenazas a cargo del trasgo traicionero, cada vez más envalentonado por tener al gigante tras él. La repugnante criatura acabó por prometer una muerte cruel a quien desafiara sus órdenes; luego se dio la vuelta y se marchó.

El Pájaro de la Noche, utilizando una de las flechas que había quitado a los trasgos, se la clavó en la espalda aprovechando un ángulo que le permitió disparar el proyectil entre los dos arqueros del límite del campamento. El trasgo se desplomó, retorciéndose y chillando, mientras trataba de estirar el brazo para agarrar la flecha que le había herido; el grupo empezó a darse empujones y codazos, y a lanzar acusaciones y gritos de asesinato.

Los tres arqueros eran los más desconcertados y se increpaban a gritos, al tiempo que contaban el número de flechas que contenían los carcajes de sus compañeros. Uno de ellos pedía a gritos que se comprobara el astil de la flecha clavada en la espalda del líder, arguyendo que las suyas estaban marcadas de forma específica.

Sin embargo, el enfurecido fomoriano no tuvo paciencia para realizar investigación alguna. Implacable, se abalanzó sobre el arquero protestón, le golpeó en la cara y lo lanzó patas arriba ladera abajo. Luego agarró al segundo arquero y, mientras el tercero escapaba, levantó a la desgraciada criatura y la estrujó hasta quitarle la vida. El resto del campamento se precipitó sobre el tercero, pues interpretaron su huida como una señal de culpabilidad. La sed de venganza les hacía hervir la sangre: siguieron aporreándolo y pateándolo mucho después de que la pobre criatura hubiera cesado de retorcerse.

El guardabosque, al contemplar aquel brutal espectáculo, vio confirmada su convicción de que no había redención posible para la naturaleza de aquellas horribles bestias. La matanza cesó, pero los empujones, los codazos y las acusaciones no disminuyeron. No obstante, Elbryan ya había visto bastante. Tal vez quedaban unos doce trasgos en el campamento, sin contar al líder, que no estaría en condiciones de pelear en bastante tiempo, y, por supuesto, un fomoriano. Trece contra tres, contando a Sinfonía.

Al guardabosque le gustaban los retos.

Saltó desde el árbol a lomos de Sinfonía, que lo estaba esperando. El imponente semental pegó un bufido y salió corriendo, abandonando el bosquecillo por detrás. La última cosa que el Pájaro de la Noche pretendía era que los trasgos cargaran pendiente abajo, pues allí podrían dispersarse. Se dirigió hacia el oeste, luego al sur y después volvió hacia el este hasta llegar a divisar a Pony, estratégicamente situada al final del sendero largo y estrecho. Se saludaron con un movimiento de la mano, y el guardabosque buscó una nueva posición ventajosa. Ahora le tocaba esperar a él.

El campamento de los trasgos seguía agitado; las acusaciones volaban. Las criaturas parecían perfectamente ajenas a la idea de que alguien desde el exterior hubiera podido disparar contra su líder, hasta que Pony atacó con ímpetu.

Un trasgo apareció al final del sendero, apoyado en la pared de piedra. Se quitó el casco metálico —otra manía de aquellas toscas criaturas— y se rascó la cabeza; luego volvió a ponerse el casco sin parar de hablar con otro que quedaba fuera de la vista de Pony. La chica se concentró en el primer trasgo, en su casco, mientras sostenía en la mano una piedra negra, de bordes rugosos llamada magnetita o piedra imán. Se sumergió en la piedra y miró a través de ella sendero abajo. Todo resultaba borroso y confuso —todo salvo aquel casco, cuya imagen aparecía con la nitidez del cristal. Pony sintió que aumentaba la carga energética de la piedra con una energía que la chica le prestaba, combinada con las propiedades mágicas de la propia piedra. Sintió que la atracción hacia aquel casco metálico crecía y crecía; la piedra empezaba a tirar para soltarse de su presión.

Cuando la energía llegaba al punto culminante y parecía que la piedra iba a explotar realmente con su zumbido mágico, la chica la soltó. En un abrir y cerrar de ojos la piedra salvó la distancia, golpeó el casco y lo atravesó; tras una brusca sacudida, el trasgo cayó muerto.

¡Cómo chillaba el compañero del trasgo muerto!

Pony no se sorprendió cuando el gigante fomoriano apareció a todo correr en una curva del estrecho sendero rugiendo de rabia. La mujer volvió a preparar otra piedra, la malaquita, la piedra de la levitación; antes de que la inmensa criatura hubiese dado tres zancadas, se encontró con que sus pies ya no tocaban el suelo. No obstante, se estaba moviendo: su propio ímpetu impulsaba su cuerpo repentinamente ingrávido en línea recta.

El sendero dibujaba una ligera curva y el gigante pasó rozando la pared. Trató de descender y encontrar un asidero, pero su movimiento fue lento y sólo sirvió para tumbarlo patas arriba, mientras se retorcía y giraba tratando desesperadamente de encontrar donde agarrarse.

Pony apenas podía creer que necesitara tanto esfuerzo para mantener a la inmensa criatura en el aire y sabía que no podría resistirlo durante mucho rato. Aunque no le hizo falta. La chica se agachó cuanto pudo —el gigante giraba sobre ella cada vez más deprisa al tratar de agarrarla— y dejó que la criatura pasara por encima. Entonces, tan pronto como el gigante estuvo sobre el precipicio, abandonó su concentración, liberó la energía de la piedra mágica y dejó que el bruto cayera a plomo.

Al mirar atrás, vio un puñado de trasgos en el extremo del sendero, mirándola boquiabiertos pero sin osar acercarse a ella. Con rapidez tomó la tercera piedra, el grafito, y trató de encontrar más energía mágica en lo más profundo de su ser. Ya había producido en secuencias muy seguidas más energía mágica que en ninguna otra ocasión, por lo que temía que la siguiente emisión, la descarga de un rayo, fuera poco potente.

Pero recobró esperanzas al ver la conmoción que se expandía por el altozano situado detrás de los trasgos, y al oír los chillidos y gritos de agonía, el estruendo de la carga de Sinfonía y el chasquido del mortal arco del guardabosque.

Sin embargo, sabía que su amado no llegaría a tiempo de ayudarla. Una hilera de cinco trasgos apareció aullando y precipitándose sendero abajo. Uno de ellos disparó una flecha, que casi alcanzó a la joven.

Pony se mantuvo firme. Desechó sus temores y se concentró en el grafito, sólo en el grafito. El rayo surgió más rápidamente de lo que la joven había previsto, y se le escapó como apremiado por una absoluta urgencia cuando el trasgo más próximo estaba a una distancia de tres zancadas largas.

Pony se tambaleó como si hubiera recibido un golpe; el gasto de energía fue superior a lo que ella podía tolerar. Las rodillas le temblaron y retrocedió de modo instintivo; abrió los ojos a duras penas y luego constató, con cierto alivio, que el rayo había detenido a los trasgos. Tres de ellos habían caído al suelo y se retorcían entre espasmos, mientras los otros dos, cuyos músculos temblaban con violencia, se esforzaban tenazmente en mantener el equilibrio.

Desde el altozano, el Pájaro de la Noche lanzó la última flecha y alcanzó de lleno a un trasgo cercano en su escuálida nariz; luego hizo girar el arco en una mano y lo empuñó como un palo mientras Sinfonía pateaba a otra criatura. Una vez eliminada, Elbryan soltó el arco y desenvainó Tempestad, la espada élfica, ligera y fuerte, forjada con el valioso silverel y que crepitaba con la energía de la magia de los elfos y con la de la gema incrustada en la empuñadura. El guardabosque rectificó la dirección de Sinfonía y dejó que el imponente semental atropellara al siguiente trasgo; mientras Sinfonía pasaba por encima de él sin apenas notarlo, el Pájaro de la Noche dirigió su espada contra el próximo. Este trasgo llevaba un escudo de metal que alzó para neutralizar el ataque, pero la gema de la empuñadura de Tempestad, una piedra azul con manchas blancas y grises, fulguró de energía, y la imponente hoja atravesó el escudo, quebró las ataduras que lo ligaban al brazo del trasgo y finalmente alcanzó el rostro de la criatura.

El altozano estaba despejado; el único trasgo a la vista huía a toda prisa por la verde pendiente. El guardabosque, cuya sangre hervía, pensó perseguirlo, pero cambió de idea cuando oyó a su espalda la descarga del rayo de Pony, una reluciente crepitación en lugar de una explosión atronadora, y oyó los gruñidos de los trasgos todavía llenos de vida.

Desmontó de una voltereta hacia atrás y cayó de pie con suavidad. Sinfonía derrapó para detenerse y se dio la vuelta para mirarlo; el Pájaro de la Noche no pudo hacer menos que detenerse un instante y hacer lo propio. El pelo negro del caballo brillaba de sudor, lo cual acentuaba la potencia de sus músculos. Sinfonía clavó la mirada en su compañero y pateó el suelo con fuerza, ansioso de nuevos combates.

El guardabosque miró primero los inteligentes ojos del caballo y después la turquesa insertada en su pecho, la ofrenda de Avelyn, el vínculo telepático entre el Pájaro de la Noche y Sinfonía, que Elbryan utilizó ahora para darle órdenes.

Con un bufido de aquiescencia, Sinfonía se dio la vuelta y se alejó, y el guardabosque se apresuró a tomar el arco mientras corría velozmente hacia el angosto sendero.

Llegó hasta el borde, se deslizó sobre una rodilla, levantó Ala de Halcón y apuntó. Sólo un trasgo permanecía en el suelo; dos se disponían a atacar a Pony y otros dos aún trataban de mantener el equilibrio. La flecha voló, zumbó entre los dos que estaban más cerca y por encima de la cabeza del tercero, y se clavó en la espalda del trasgo que iba en cabeza. La criatura dio un extraño brinco, pareció volar unos palmos y cayó de bruces. El compañero que corría tras él, temió que le sucediera algo similar y se agazapó en el suelo aullando.

El segundo tiro de Elbryan alcanzó al trasgo más cercano en el pecho; luego se levantó blandiendo Tempestad. Atacó con decisión, moviendo la espada hacia adelante y hacia atrás, más para desequilibrar al trasgo que con intención de tocarle. La criatura se esforzó por mantenerse erguida ante los movimientos raudos de la hoja; su tosca espada chocó con Tempestad sólo un par de veces durante la estratagema de los diez golpes. Al poco, el trasgo volvía a tambalearse, casi tropezando con sus propios pies, mientras trataba de torcerse y darse la vuelta para evitar la rauda hoja. Tempestad se desplazó a la izquierda, luego a la derecha, una vez más a la derecha; después el Pájaro de la Noche volvió de nuevo a la izquierda pero recortando el movimiento, y entonces le embistió con su característico estilo: de repente, de forma imperceptible, había cambiado de posición y había extendido el brazo al máximo, de modo que la punta de la espada había avanzado más de medio metro desde su posición anterior y había alcanzado al trasgo en el hombro.

El brazo del trasgo se desplomó y la espada rodó, inútil, por los suelos. El guardabosque se echó a un lado y le abrió la cabeza de un tajo vertical al monstruo que quedaba mientras trataba de mantener el equilibrio. Luego volvió a atacar, ignorando el último grito de clemencia del trasgo y dirigiendo su hoja, entre las costillas, hacia los pulmones.

Luego echó una ojeada hacia el sendero y vio que Pony, que no era en absoluto una luchadora inexperta, había vuelto a la carga, con la espada en lugar de las gemas, para acabar con el trasgo que se había agazapado para protegerse. La mujer miró al Pájaro de la Noche y asintió con la cabeza; abrió bien los ojos mientras el guardabosque soltaba un grito sobrecogedor y echaba a correr hacia la muchacha.

El joven rebasó a Pony mientras ella se daba la vuelta y alzaba la espada en posición defensiva presintiendo que había algo detrás de ella. Así era en efecto, pues el gigante había vuelto trepando con tenacidad por la pared del precipicio. Apoyaba las dos manos y un hombro sobre el borde cuando el Pájaro de la Noche llegó junto a él blandiendo Tempestad. El guardabosque le acuchilló un brazo y luego el otro, una y otra vez, esquivando sin cesar los vanos esfuerzos de la enorme criatura para agarrarle. Al fin, los golpes mermaron la defensa del gigante y su presión en el reborde se debilitó; el Pájaro de la Noche dio con toda tranquilidad una zancada y le propinó a la criatura una patada en la cara.

El monstruo volvió a caer, rebotando por la inclinada pendiente de casi diez metros. Tenazmente sacudió la cabeza y se puso de rodillas para intentar trepar una vez más.

Poco después Pony se reunió con Elbryan.

—Tal vez necesites esto —observó la chica, entregándole Ala de Halcón.

Su cuarta flecha mató al gigante, mientras Pony regresaba por el sendero y se dirigía hacia el campamento para rematar a los trasgos heridos. Entretanto, Sinfonía había vuelto; las pezuñas traseras del caballo goteaban sangre fresca de los trasgos.

Los tres amigos se reunieron poco después.

—Sólo un día más —dijo Pony secamente, a lo cual el guardabosque se limitó a asentir con la cabeza.

El hombre observó que en su tono había un punto de desánimo, como si la batalla, a pesar de haberse desarrollado sin problemas, de alguna manera hubiera resultado insatisfactoria.