UNA APROXIMACIÓN INTERPRETATIVA A LOS HECHOS

Resulta muy difícil calibrar el grado de preparación estratégica que hubo en la persecución religiosa. Una cuestión es evidente: la hostilidad contra el estamento religioso se había ido alimentando durante muchos decenios. La fobia, atizada por los partidos de inspiración marxista y, muy especialmente, por el movimiento anarquista, era compartida en mayor o menor intensidad por muchos sectores sociales, incluso por una parte importante de la clase media que veía en el clericalismo un freno a la modernización. Como consecuencia de tal consenso, los partidos republicanos también habían incorporado en sus programas la promoción de procesos de laicización del país.

Las logias masónicas también habían colaborado en la creación del negativo estado de opinión. Los debates en los talleres facilitaban a sus miembros argumentos y práctica dialéctica para promover campañas ideológicas anticlericales y les recordaban el compromiso de trabajar para tal fin desde los respectivos cargos de responsabilidad intelectual, económica o política. Tal procedimiento había permitido a las logias tejer una efectiva red de penetración ideológica que se había radicalizado desde finales del siglo XIX.

Sin embargo, estos elementos contextuales no explican suficientemente que se produjera el estallido de violencia tan mortífero, tan rápido y tan general en la retaguardia republicana, dirigida muy especialmente contra la Iglesia, sus bienes y sus personas.

Se dice que fue obra de incontrolados. Sin embargo, la lectura de las crónicas de los miles de asesinatos permite descubrir unas constantes en las maneras de actuar, permite intuir ciertas consignas, permite deducir planes de actuación, permite observar que existían listas de víctimas y listas de domicilios protegidos como, por ejemplo, los de los británicos afincados en Barcelona… Los boletines de las organizaciones políticas y sindicales denunciaron, en ocasiones, que los atentados personales y las destrucciones de inmuebles desprestigiaban a la revolución. No hay duda de que algunos episodios fueron producto de venganzas personales o acciones perpetradas por delincuentes comunes en beneficio propio. No hay duda de que algunos milicianos se dejaron seducir por la corrupción. Sin embargo, junto a todos los casos accidentales y a todos los elementos que pudieran resultar del caos y del azar, existen multitud de testigos y de pruebas documentales que acreditan con certeza y de modo incuestionable que existieron órdenes para apuntar contra la Iglesia en las intensas campañas de depuración ideológica que se registraron en la retaguardia republicana coincidiendo con la ofensiva gubernamental para neutralizar la sublevación militar y de ultraderecha.

Hubo un interés preferente, muy especialmente por parte de la CNT-FAI, para conseguir la abolición radical de la Iglesia católica como institución, la demolición de todos los vestigios arquitectónicos que la pudieran evocar, la destrucción de todos los archivos y bibliotecas que pudieran transmitir su legado, la muerte física de todos los sacerdotes y religiosos que la encarnaban, así como de todos los seglares comprometidos con su acción pastoral…

No fue, pues, obra de incontrolados ni una cuestión puramente casual, fruto de rumores infundados sobre la colaboración con los militares sublevados. Las actuaciones resultaron de la aplicación escrupulosa de un ideario revolucionario. Con unos valores compartidos por todos los partidos y sindicatos y unos criterios mucho más restrictivos y radicales enarbolados por las organizaciones anarquistas como instrumento para conseguir su modelo de revolución.

La temperatura emocional de los días que siguieron a la toma de facto del poder político por parte de las milicias anarquistas, socialistas y comunistas convertía en incendiario cualquier rumor. La acusación de que en las sacristías se reunían los facciosos, de que en las iglesias y conventos se guardaban arsenales y de que desde los campanarios se disparaba contra las patrullas de obreros eran estratagemas fáciles para encender la mecha de la rabia contra el clero y las instituciones clericales.

Son ciertas, en casos muy aislados, las acusaciones anteriores. Sin embargo, cabe subrayar que los ataques anticlericales se iniciaron casi simultáneamente con los primeros enfrentamientos armados por la acción de patrullas preparadas que, segregadas del resto, actuaron en posiciones alejadas de los puntos de conflicto.

También es cierto que una parte importante de la Iglesia española, sobre todo la jerarquía, se había ido posicionando contra la República. Sin embargo, no es cierto que la Iglesia como institución hubiera participado de la conspiración antirrepublicana ni que el móvil del alzamiento fuera la religión; al contrario, para los conspiradores la actitud que se debía mantener con la Iglesia fue, en los preparativos de la sedición, un motivo de discordia.

En ningún caso, ni las acusaciones concretas de colaboración ni las genéricas de conspiración explican, de modo convincente, la obsesión por mantener viva una campaña antirreligiosa durante más de medio año, asumiendo todos los perjuicios que ocasionaba al prestigio de la República y desatendiendo la exigencia de primar la acción bélica. Las acusaciones no explican tampoco que en lugar de aplicar las leyes de defensa de la República se urdieran planes de actuación criminal con patrullas que trabajaban con listas en las manos —a veces listas de suscriptores del ABC o simplemente de miembros de la Adoración Nocturna—, con patrullas que acudían a pueblos y ciudades de su entorno hasta llegar a los rincones más alejados con órdenes fulminantes de no tener piedad ni de los sospechosos ni de los curas.

Ningún hombre ni mujer de los que quemaron iglesias o destruyeron imágenes, de los que pisoteaban las hostias o destrozaban los archivos parroquiales, podía escudarse en reivindicaciones clasistas o en imperativos de la guerra. Había una voluntad transgresora. El anticlericalismo cruzó la línea indeleble que nos viene definida por la moral natural, la que indica el dintel que nunca se debiera atravesar; se asoció con la sinrazón que impulsa al ser humano a perder la noción del respeto mutuo. Ciertamente, no fueron los únicos en cometer asesinatos y atrocidades. Pero duele en el alma pensar la distancia trágica que separó lo que en teoría pretendían hacer con lo que ejecutaron, duele en el alma comprobar que sus modos de actuar fueron tan faltos de compasión como los de los admiradores del fascio que alardeaban de no tenerla, de considerarla un estorbo, una moral ineficaz.

Ni conociendo todos los detalles de cada episodio criminal sería posible establecer una estadística que determinara los pormenores de cada actuación ni tampoco la verdadera autoría de los asesinatos.

Sin embargo, un análisis de la secuencia de los hechos, un estudio comparativo de las maneras de actuar, permite concluir que, a pesar de haber participado milicianos de todos los partidos y sindicatos en los «paseos» y en las «sacas» y en todo tipo de atropellos, todos ellos únicamente compartian los motivos iniciales —el anticlericalismo y la obsesión por depurar la sociedad—, pero no los objetivos finales.

Para los anarquistas, las razones y finalidad de la persecución fueron siempre una exigencia del proyecto de sociedad estrictamente igualitaria y antiautoritaria que anhelaban, mientras que para los comunistas se trataba especialmente de evitar que la Iglesia y sus sacerdotes y feligreses —como cualquier otro estamento o persona— cooperara con el quintacolumnismo. Las familias socialistas, así como las republicanas de izquierdas, alternaron en el tiempo, y según los territorios, opciones con un grado revolucionario muy diferente. En todo caso, la moderación no fue el rasgo dominante. En algunas ocasiones, la violencia verbal —e, incluso, física—de estas formaciones superó a todas las demás. Pero sus acciones, o la participación de sus militantes en acciones represivas, estuvieron, por regla general, faltadas de un planteamiento homogéneo, compartido por la formación política a que pertenecieran o defendido por sus programas.

En un símil matemático diría que en la persecución religiosa el anarquismo encarnó el mínimo común múltiple de todos los factores revolucionarios de las demás formaciones e ideologías. Es, pues, desde este vértice matemático —convertido en vértice histórico— desde donde me propongo continuar la aproximación interpretativa de los hechos.

Para los anarquistas, los religiosos y las religiosas eran un estigma social que tenía que ser extirpado. El grado de obstinación con que defendían este juicio determinó el de la ofuscación con que actuaron. Pensar de manera obstinada y actuar de modo ofuscado son argumentos para creer que existía un objetivo claro: abolir la religión, el más doctrinal de los tres poderes que debían ser destruidos —capital, ejército e Iglesia— y que era, al mismo tiempo, el más vulnerable y el más omnipresente en el territorio. Atacando a los sacerdotes se infundía el terror necesario en todo el territorio para advertir que la revolución estaba en marcha.

Por tanto, la persecución religiosa no fue, o no fue sólo, la culminación de una lucha anticlerical. Cataluña, por ejemplo, no había sufrido episodios anticlericales durante el período 1931-1936 y, en cambio, fue uno de los territorios donde más vidas se cobró la persecución. La persecución religiosa fue, ante todo, un instrumento para conseguir el poder social, condición previa para los anarquistas por imponer una revolución inédita en la historia occidental, la que pretendía instaurar el comunismo libertario, la sociedad ácrata.

La gran organización anarquista fue la CNT. Sin embargo, el sindicato confederal no era una organización monolítica sino compleja. Saber con precisión cuáles constituían los centros reales de poder no es nada fácil. No obstante, lo cierto es que la FAI se erigió, desde 1927, como la garantía de la ortodoxia revolucionaria del sindicato, como representante de las esencias del anarquismo. Los componentes de la FAI, organización minoritaria y excluyente, eran asimismo los depositarios de la tradición más aguerrida del anarquismo, muchos de sus militantes eran agitadores expertos, avezados en la lucha armada, en la acción directa, en los ensayos insurreccionales, en la gimnasia revolucionaria…

En el seno de la FAI también hubo grupos de afinidad que destacaron por su capacidad de liderazgo. Entre ellos, cabe destacar el denominado Solidarios. Fue un grupo cambiante tanto de miembros como de nombre.

Sin embargo, mantuvo siempre un núcleo de personas con una capacidad ideológica y estratégica determinantes. Destacan, entre ellos, Buenaventura Durruti, Juan García Oliver, los hermanos Ascaso…

Ellos fueron los responsables en gran medida de que en la CNT de 1936 primara la opción anarquista de carácter redentorista —la partidaria de la acción violenta—, a la de carácter regeneracionista, defensora del pacifismo, de la promoción personal, de un cierto franciscanismo…

Las contradicciones derivadas de confrontar una estrategia que no excluía el terror como instrumento de agitación social con los sectores anarquistas de tradición no violenta y con la necesidad perentoria de ganar la guerra corrompieron de tal modo la idea revolucionaria promovida por la FAI que resultó imposible que llegara a un punto de implantación que garantizara su irreversibilidad. La oposición radical de los comunistas, mucho más que la de los republicanos y socialistas, fue uno de los factores que impidieron el triunfo del modelo libertario de revolución.

Que existieran unos objetivos revolucionarios y una voluntad de conseguirlos significa que hubo inevitablemente una estrategia más o menos elaborada. Dado que iniciaron una aventura revolucionaria sin modelos útiles —la Revolución Rusa tenía otros parámetros— y coincidiendo con una sublevación militar, es razonable pensar que la estrategia fue de mínimos. El guión histórico exigía un alto grado de improvisación. Sin embargo, era, precisamente, la capacidad de integrar el caos la que, en primera instancia, la definía y la hacía productiva. Es perceptible recordar en este momento la parte central del dictamen presentado por la Federación de Grupos Anarquistas de Cataluña en el pleno nacional de la FAI de octubre de 1933:

Nuestra revolución es social por y para todos, lo que quiere decir que ésta debe efectuarse con arreglo a los impulsos espontáneos o provocados en el pueblo por las propagandas y agitaciones llevadas a cabo en su seno por los anarquistas. La historia nos demuestra con creces la producción de estos movimientos populares, en virtud de diversidad de causas y que aprovechadas por un sector determinado, definido ideológicamente, han realizado cristalizaciones concretas.

Es lo que debemos tener en cuenta los anarquistas. Mientras nos preparamos de material efectivo, organizamos nuestros cuadros y preparamos la semilla de nuestros ideales, debemos poseer la visualidad de saber interpretar, primero, y aprovechar, después, estos estados psicológicos emotivos de la masa popular para traducirlos en movimientos puramente libertarios o, lo que es lo mismo, convertirlos en una verdadera revolución social.

Para ello bastará que nos aprestemos a figurar en las vanguardias de todos estos movimientos y en carácter de otros tantos combatientes, influenciando a los trabajadores con nuestras clásicas consignas […].

Estas palabras, que delatan la intervención en su redactado de Juan García Oliver o, cuando menos, que él las conocía y compartía, demuestran que existía una voluntad innegable de los sectores más radicales del anarquismo para convertirse en conductores de la revolución.

Con talante de líderes salieron armados a las calles el 19 de julio. La historia les daba la oportunidad de dirigir, de catalizar, una revolución social con un ejército de obreros que, por estar sindicados, estaban prestos a las consignas y armados.

En El eco de los pasos, el libro de memorias que publicó en 1978, el citado García Oliver describe la batalla que se libró en las Atarazanas de Barcelona, fundamental para poder detener posteriormente al general Goded. A continuación, explica García Oliver que, en compañía de García Vivancos —miembro también del grupo Nosotros de la FAI y por entonces su chófer— y algunas personas más, pasó aquella noche, la del 19 al 20 de julio de 1936, en una fonda cercana al Club Náutico y reproduce, al dictado de su memoria, las reflexiones de aquel momento:

Mi mente estaba alerta. Me daba cuenta de que, entre el ayer y el hoy, se iniciaba una inquietante etapa revolucionaria que traería inopinados planteamientos de problemas que exigían una rápida solución y que ésta debería ser original, totalmente nueva, sin vinculación con el pasado, que en parte se había hundido ya, pero que trataría incansablemente de reproducirse. Toda Revolución lleva consigo la Contrarrevolución.

Si aquella noche yo no pude dormir, otros tampoco debieron hacerlo. ¿Qué estaban haciendo y quiénes eran los contrarrevolucionarios que tampoco debieron dormir? ¿Amigos conocidos? ¿Desconocidos enemigos?

Siguiendo los pasos de García Oliver, es posible hacer una aproximación a la complejidad del momento histórico y subrayar la importancia que tuvo para la persecución religiosa la idea de implantar el comunismo libertario. Seguir los avatares de este miembro del núcleo de la FAI en Barcelona puede permitir, a mi entender, por extrapolación, interpretar muchos otros episodios de 1936 que tuvieron por protagonistas a las fuerzas revolucionarias con más o menos influencia anarquista.

Veamos. A los pocos días del conflicto en Cataluña se formó el ya citado Comité Central de Milìcies Antifeixistes de Catalunya. Él participó de forma muy activa en su organización. Sin embargo, el mismo día en que se decidió crear tal organismo, el lunes 20 de julio, en una reunión de la Plenaria local de la CNT de Barcelona, García Oliver, en nombre de los delegados de la zona fabril de Llobregat, había propuesto que la CNT y la FAI no participaran en él. Temía, como así sucedió con el paso de los meses, que la revolución quedara atada —carente de libertad absoluta—, ni que fuera por una minúscula trabazón, con el «sistema».

García Oliver recuerda así su intervención:

Afirmé que los errores podían y debían ser anulados, tenida cuenta de que estábamos en los inicios de un proceso revolucionario que podría ser largo en su desenvolvimiento y durante el cual seguramente tendríamos que ir modificando algunas actitudes y no pocos acuerdos. Expliqué también que la marcha revolucionaria estaba adquiriendo tal profundidad que obligaba a la CNT a tener muy en cuenta que, por ser la pieza mayoritaria del complejo revolucionario, no podía dejar la revolución sin control y sin guía, porque ello crearla un gran vacío que, al igual que en Rusia en 1917, sería aprovechado por los marxistas de todas las tendencias para hacerse con la dirección revolucionaria, aplastándonos.

Opinaba que había llegado el momento de que, con toda la responsabilidad, terminásemos lo empezado el 18 de julio, desechando el Comité de Milicias y forzando los acontecimientos de manera que, por primera vez en la historia, los sindicatos anarcosindicalistas fueran a por el todo, esto es, a organizar la vida comunista libertaria en toda España.

Con gran sorpresa para muchos, el Pleno no aceptó las propuestas de García Oliver, sino que decidió participar en el nuevo órgano de coordinación política. García Oliver, contrariado, optó por imponer la fuerza de la FAI en el recién creado Comité, amenazando en más de una ocasión con el control que aún tenía sobre los comités de Defensa Confederal, los grupos anarquistas armados más expertos en lucha armada.

Con el paso de los días su defensa acérrima de la revolución libertaria provocó que se produjera un cierto distanciamiento con la cúpula de la CNT. Para evitar sorpresas, opto por blindar la sede del Comité con la ayuda de Aurelio Fernández. En sus memorias, refiriéndose al 25 de julio —día de la marcha de la columna Durruti—, explica la conversación que mantuvo con este compañero de la FM:

Aurelio, ya sabes lo ocurrido el día de la constitución del Comité. Companys pretendió reducirnos al papel de guardianes del orden burgués. La primera partida se la ganamos entonces, al determinar nosotros la constitución del Comité de Milicias y su ordenamiento. Hubo algo que no se hizo, dejando que el Comité lo resolviera después. Se votó la constitución de un Comité sin elección de presidente o de secretario general. Se ha creado una situación confusa que podemos aprovechar, haciendo que el ejercicio de la Presidencia recaiga sobre mí. Se impone que, tanto yo en el departamento de Guerra, como tú en el de Seguridad Interior, estemos siempre presentes en nuestros puestos. Por mi parte haré que desde ahora no entre nadie en el Club Náutico [Sede del Comité] sin mi permiso o sin permiso tuyo. Esta actitud la hemos de hacer extensible a todas las actividades: solamente con salvaconducto mío o tuyo será permitida la salida de la ciudad. De manera que si llegase el momento de que la Organización cambiase se manera de pensar y decide marchar adelante, la operación de asalto resulte grandemente simplificada.

La sensación de que la revolución corría peligro de ser neutralizada se generó, por tanto, de inmediato. Las milicias actuaron con recelo unas de otras y todas del poder establecido desde el primer día. Los vaivenes políticos, con la emergencia veloz de las fuerza comunistas, provocaron aún más incertidumbre en los núcleos más activos de la revolución social.

En tales circunstancias todo tipo de comités locales, sindicales y políticos procuraron dominar el territorio donde estaban establecidos. En las grandes ciudades el objetivo fue controlar áreas de poder. La asunción de cargos ministeriales por parte de la CNT-FAI puede ser interpretada en este sentido.

No fue un acto de responsabilidad política lo que determinó su participación en los Gobiernos central y autonómicos, sino un medio para garantizar que la revolución no sería frenada.

En mi opinión, la lucha encarnizada por el poder que se desarrolló en diferentes estratos, y en muy diferentes circunstancias según el territorio, potenció y multiplicó, en general, la agresividad de las patrullas y comités destinados a la depuración en la retaguardia y, por tanto, muy especialmente, la ejercida contra la Iglesia.

Este fenómeno de amplificación de la violencia tiñó la persecución religiosa de un barniz caótico y la hizo aparecer como un fenómeno espontáneo, producto de incontrolados que encarnaban el odio secular al clero. Sin embargo, las órdenes existieron, las consignas también y las doctrinas que anunciaban la necesidad de un cambio radical en el control moral de la sociedad, también.

Los sacerdotes, considerados responsables subsidiarios del control ideológico ejercido por la Iglesia, se convirtieron en las víctimas propiciatorias de una lucha por el control efectivo de una revolución que nunca había superado el estadio del ensayo, consistente en proclamar como comunas libres algunos municipios por un breve período de días. Llegada la hora de la verdad, los partidarios de la implantación del comunismo libertario necesitaban demostrar de forma contundente que las cosas iban en serio, que la «idea» era posible.

En tales circunstancias quemar iglesias y matar curas era manifestar claramente que la revolución definitiva había llegado. Los réditos revolucionarios de los asesinatos y las destrucciones los justificaban.

Donde los anarquistas fueron mayoría, la persecución religiosa no sólo fue implacable, sino que además mantuvo de forma constante esta motivación revolucionaria.

En todo caso, la intervención de milicianos anarquistas en los episodios de violencia anticlerical habidos a lo largo y ancho de la retaguardia republicana siempre les infirió un carácter extraordinario, bien fuera por su crueldad, bien por aplicar aquella lógica perversa de cuanto más bueno o eficiente o anciano más culpable… o por subrayar que cumplían órdenes o por aplicar la consigna de perdonar la vida a los más jóvenes…

El protagonista de la novela ya comentada de Miguel Mir, Entre el roig i el negre, y basada en los diarios auténticos de un camionero de la FAI, lo deja claro:

Las órdenes eran prepararnos para ir con un grupo de faístas al asalto, destrucción y quema de casas de religiosos, iglesias, conventos de clausura y capillas, además de detener y asesinar a los sacerdotes, a todos los miseros que encontráramos por las calles o en templos y casas parroquiales. […] Éramos ateos por definición y la consigna […] fue sangre y fuego contra el poder religioso corrupto […]. El petróleo tenía que correr por todas partes pensando que, con el total exterminio de la Iglesia, liquidábamos uno de los pilares del Estado y asustábamos al resto, paralizando su capacidad de resistencia.[238]

Siempre me ha parecido de sumo interés procurar saber qué leían, si leían, estos milicianos adiestrados para la revolución y apasionados por ella. El protagonista de la novela, el camionero de la FAI, confiesa que toda la instrucción anarquista la recibió a través de mítines y conferencias. Sin embargo, el responsable de uno de los comités más temidos del norte de Cataluña, Genís Serrats, de Orriols, sí que era buen lector. Los vecinos lo describieron en su momento como un joven que tiraba del carro con las riendas en una mano y un libro en la otra. ¿Qué debía leer este campesino revolucionario que había vivido unos años en México, coincidiendo con la persecución de los cristeros?

Permítame el lector, en las conclusiones de este libro, que lo imagine leyendo uno de los manuales más estimados por los anarquistas españoles del primer tercio del siglo XX: Los sindicatos obreros y la revolución social, de fierre Besnard, editado en castellano por la propia CNT, el 1934, libro que con seguridad habían leído todos los dirigentes de la CNT-FAI.

Explica Besnard:

A pesar de todo lo que se siga, la revolución es sólo un accidente violento; representa el punto final de un período de evolución que se extingue y el principio de otro período hacia la libertad. ¿Por qué se produce la revolución? Porque al ser contrariada violentamente la actividad progresiva, necesita ésta desembarazar el camino y tener paso libre contra una clase social que se obstina a defender el privilegio […].

Es un craso error que se comete deliberadamente el de afirmar que el proletariado se complace en la violencia por perversidad de instinto […].

Si el proletariado usa la violencia —con retraso, por cierto— es porque le obliga a ello el adversario […]. Por violenta que sea la reacción del proletariado se justifica por la conducta de la burguesía […].

[…] el avance social no podrá seguir más que en medio de conmociones y choques, representando las revoluciones el papel de partos dolorosos. Serán indispensables mientras la gestación se prolongue retrasando el advenimiento de la libertad y del bienestar por culpa de una minoría reducidísima que se apropia el monopolio de la felicidad. […]

La revolución es un acto violento y necesario que acelera y precipita en ocasión determinada la evolución excesivamente lenta por los obstáculos que se oponen a su paso. No se trata, pues, […] de una locura ni de una imbecilidad sangrienta, inútil y mítica; ni siquiera mística.

[…] esas conclusiones [la desaparición de la coacción y de la autoridad] no podrán tener realidad más que después de quedar en ruinas el régimen de la brutalidad actual, el reino de castas. Sólo cabrá esperar semejante resultado después de la revolución social, la única, la verdadera y efectiva.

No hay posibilidad de evitar la revolución […].

Sólo cabe el deseo de que la revolución sea tan completa que no haya que repetirla, que sea la última.

Después de atacar el sistema parlamentario y la dictadura del proletariado que, afirma, siempre se convierte en dictadura para el proletariado, el autor especifica como tiene que funcionar una célula violenta:

Un sindicato puede acordar el uso de la violencia y del sabotaje, si bien no es lícito que imponga la ejecución a los miembros que no acepten semejantes medios de lucha y que no quieren utilizarlos ellos mismos espontáneamente.

Sólo la propia conciencia resuelve el caso de la ejecución de actos que se consideren necesarios. Es conveniente que los participantes o ejecutores estén sólo ellos al corriente de tentativas y proyectos y se entiendan únicamente entre ellos para la ejecución. Es de rigor el secreto. Sólo quienes se deciden a actuar por el bien colectivo son jueces de sus actos […].

Una agrupación puede verse impelida a obrar en el mismo sentido. Es preciso para ello que los adherentes acepten la lucha en tales condiciones, como aceptarían anticipadamente la conformidad para un acto de sabotaje, de violencia o de destrucción colectiva. […]

La acción directa es arma única y efectiva de carácter social que tiene el proletariado. […] Nada ha de servir como la acción directa para libertar a los trabajadores de yugos, poderes y dictaduras […].

Digan lo que quieran nuestros adversarios, la acción directa no es una serie de actos desordenados, brutales y violentos, sin razón ni motivo, que tienden a destruir por destruir, a demoler por sistema, por placer. Afirmo que la acción directa es metódica, reflexiva y ordenada, violenta cuando precisa que lo sea

Tendrá que prepararse, pues, con tenacidad, ardor y clarividencia, empeñando la lucha cuando se crea capaz de triunfar. La victoria tendrá que ser efectiva, neta, indiscutible, definitiva, y será preciso que el proletariado salga de ella libre de adversarios y enemigos. […]

No cabe más que indicar las grandes líneas de actuación sindicalista revolucionaria. Falta aplicar en la práctica y en cada caso la fórmula más conveniente según las circunstancias de lugar y tiempo […].

Si la revolución […] no realiza beneficios tangibles inmediatos y casi repentinos que representen crédito evidente sobre el régimen caído, está destinada con toda seguridad a fracasar.

Según sea la capacidad de los sindicatos vivirá o morirá la revolución. En los primeros días se incuba su eficacia. […]

Importante romper en absoluto desde que se inicie el hecho revolucionario con el régimen antiguo, destruyendo su estructura […].

Han de aniquilarse los organismos burgueses en su carácter de instituciones para que la contrarrevolución no trate de rehacer el pasado […].

Compréndase bien que las instituciones capitalistas […] obedecen a una ordenación determinada, a una determinación originaria con objetivos precisos que son los de la burguesía, antípodas de los nuestros.

Como los organismos capitalistas no pueden servir más que para el objeto a que se destinan, no cabe duda que nos compete la labor destructora para reconstruir después; labor destructora del sistema vigente en su totalidad y reconstrucción según nuestros principios.

Tal como puede constatarse, el libro no contiene referencias directas a la religión ni a la Iglesia. Las obvia, las ignora. Incluso cuando habla con detalle de la organización de la nueva sociedad, nunca, ni al referirse a los temas educativos, las cita, ni siquiera para denunciarlas. Este silencio se explica porque el libro parte de la realidad francesa, donde el Estado ya hacía más de un siglo que había incorporado el laicismo en las estructuras sociales y educativas.

Sin embargo, los postulados de revolución irreversible que defiende el autor sumados a la tradición anticlerical española y al carácter antirreligioso de las teorías de Bakunin y de Proudhon da como resultado lógico y posible que los dirigentes de la FAI se apresaran a querer destruir a la Iglesia como objetivo principal de un proceso revolucionario definitivo. La forma y grado de violencia con que se expresó cada comité debería analizarse siempre con la ayuda de la antropología social. Sin embargo, sería conveniente averiguar si las teorías del acto gratuito de Netchaiev —discípulo y maestro de Bakunin— eran conocidas en los años previos a la guerra civil por los círculos anarquistas o si, por el contrario, las expansiones de crueldad y de morbosidad presentes en algunos episodios anticlericales fueron fruto, exclusivamente, de dejar libre a la bestia asociada a la condición humana.

El mito de Lafcadio, proveniente de la novela de André Gide Les caves du Vatican, el personaje que lanza de un tren en marcha a un viejo inofensivo para demostrarse a sí mismo que es un hombre libre, ¿era conocido en los ambientes libertarios de España?

Aún en el terreno de las conjeturas: si alguna de las hipótesis que defienden que existieron relaciones entre cenetistas y falangistas —o de las que aseguran que existieron falangistas infiltrados en la CNT— fuera cierta, después de que los facciosos vieran los réditos que podían extraer de un proceso de confesionalización de la guerra, ¿resultaría extraño imaginar que fueran ellos los principales interesados en que la central anarquista radicalizara al máximo la lucha contra la Iglesia?

En resumen, todo induce a pensar que la persecución religiosa de 1936 fue, en términos generales, principalmente un instrumento de terror en una lucha contrarreloj para imponer una revolución social y no fue —o no sólo fue—, por tanto, la expresión violenta y culminante de una larga tradición anticlerical.

Dicho de otro modo, la tradición anticlerical —y antirreligiosa, en algunos casos— de republicanos, masones, socialistas, comunistas e, incluso, de la mística anarquista no habría conducido sin las ambiciones revolucionarias descritas a una explosión tan cruel contra sacerdotes y feligreses. Cabe subrayar, por ejemplo, que la tradición antiparroquial casi no existía…

Los promotores y los estrategas de la explosión revolucionaria anarquista, que luchaban tanto contra la República —que consideraban un modelo político burgués— como contra los partidos marxistas —que consideraban contrarrevolucionarios porque pretendían la dictadura del proletariado—, vieron en las consignas persecutorias de carácter anticlerical y antirreligioso una manera fácil, rápida, muy simbólica y eficaz de movilizar a sus militantes y simpatizantes —e, incluso, de seducir a militantes de otras organizaciones— en la lucha contrarreloj para conseguir imponer unos cambios radicales en los modelos sociales y, al mismo tiempo, para neutralizar por medio del terror cualquier iniciativa que pretendiera desactivar el proceso iniciado.

Partiendo de esta hipótesis, lo que les faltó fue tiempo y lo que les sobró —lo que les estorbó— fue la capacidad de reacción —aunque tardía— de los partidos parlamentarios que se habían comprometido con el Frente Popular —muy especialmente, aunque por intereses inconfesables, el PCE, PSUC en Cataluña—, los cuales, finalmente, fueron capaces de impedir que continuara la represión indiscriminada en la retaguardia y, concretamente, que se acabara con la persecución religiosa.

Pensar que la tradición anticlerical de ateneo o de taberna podía ser unarazón suficiente para que la sociedad observara impasible cómo la condición de católico era motivo de sospecha y de persecución y cómo se daba muerte a más de seis mil religiosos, y que además lo admitiera como un hecho normal, propio de un proceso revolucionario, fue también un error de cálculo.

Es difícil imaginar que una sociedad pueda soportar el azote de la violencia gratuita sin pestañear.