LA IGLESIA CLANDESTINA

«La búsqueda de Dios en la oscuridad, la contemplación de la naturaleza o la visión de una iglesia quemada… eran, según el talante o la ocasión, caminos de vida cristiana», escribieron Albert Manent y Josep Raventós en el libro dedicado a la pervivencia de la Iglesia en Cataluña durante el período 1936-1939.[232]

El comentario ilustra la intensidad con que muchos católicos vivieron la fe en la intimidad de las casas, de las comunidades o en un escondite rural. Sin embargo, no era suficiente refugiarse en la mística contemplativa. La fe, cualquier tipo de fe, siempre pugna por ser compartida. No es de extrañar, pues, que, con el paso de los días, pueblos y ciudades vieran florecer iniciativas más o menos organizadas para rezar en comunidad o para administrar los sacramentos.

En los momentos de máxima angustia tener la posibilidad de comulgar se convirtió para muchos católicos en un acto sublime: «Lo que sucedió en estos momentos de emoción y fervor no se puede decir, hablaban las lágrimas de los ojos y los afectos del corazón […]», escribió en un diario inédito una monja de la Congregación de las Jerónimas de Madrid después de recibir la comunión de manos de un inesperado visitante que guardaba las formas en «una cajita envuelta en un pañuelo de seda».[233]

Dado que la persecución, durante los primeros meses, casi no dejó resquicios por donde respirar, los esfuerzos para conseguir la más mínima expresión litúrgica tuvieron que ser totalmente clandestinos. Las catacumbas romanas fueron sustituidas por habitaciones de casas particulares. Muchas familias mantuvieron la costumbre del rezo del rosario, por ejemplo. Sin embargo, la vida sacramental topó con muchas más dificultades por la necesidad de contar con un sacerdote.

Lentamente se fueron organizando pequeños grupos de vida catacumbaria. En algunas casas, los sacerdotes, antes de huir o de ser detenidos, habían escondido las formas consagradas, salvadas de emergencia de los sagrarios de las iglesias. En tales circunstancias, muchos seglares se atrevieron a administrar la comunión. Sin embargo, ante la laxitud que esta actitud representaba, algunas autoridades eclesiásticas, paradójicamente, en lugar de agradecerla la censuraron y limitaron. Tal fue el caso del obispo Irurita de Barcelona que, a finales de octubre de 1936, prohibió que los seglares se atribuyeran dicha función excepto en el caso extremo de llevar el viático a un moribundo. También subrayó que era preceptivo garantizar la rectitud de los propietarios de las casas que se ofrecían para guardar una reserva de formas consagradas. El recelo de estas disposiciones hacia los feligreses más comprometidos disgustó a muchas personas que se habían arriesgado a colaborar e, incluso, a esconder sacerdotes o religiosos en sus domicilios.

A pesar de tales directrices, o ignorando si existían directrices, muchos seglares con vocación pastoral continuaron administrando la comunión aun con peligro de sus vidas.

Barcelona

En el caso de Barcelona, a mediados de septiembre de 1937, el vicario general Josep Maria Torrent —la máxima autoridad diocesana en aquellos momentos—, en lugar de reconocer la tarea desarrollada con tanta generosidad por docenas o centenares de voluntarios, volvió a insistir en la prohibición. Entonces, el disgusto se transformó en indignación.

Muchos sacerdotes y religiosos, desde su escondite o procurando de forma permanente actuar con disimulo, se comprometieron en la organización de actividades pastorales y sacramentales.

En resumen, tanto el clero como los laicos promovieron desde el primer día la pervivencia comunitaria de la fe. Ciertamente, muchas acciones heroicas de los primeros días o semanas posteriores al 19 de julio nunca podrán ser conocidas, quedarán en la dignidad del anonimato.

En Cataluña uno de los colectivos que mejor y más rápidamente se organizaron fueron los jesuitas, desde los pisos en que convivían en grupos reducidos. Por ejemplo, el padre Bartomeu Arbona, asesinado a finales de noviembre de 1936, consagraba cada semana unas cinco mil formas. La acción de la Compañía de Jesús se extendió prácticamente por todo el territorio.

La clandestinidad provocó, como es natural, que se creara un argot, que se cifraran palabras básicas. Por teléfono no se hablaba jamás de formas consagradas ni de hostias, sino de «granulado» o de «reconstituyente», nombre con amparo médico.

La imaginación también fue utilizada para encontrar formas ingeniosas de administrar el sacramento de la penitencia. Las sillas de la Rambla de Barcelona y, en general, los bancos de los parques públicos eran lugares escogidos por los sacerdotes para confesar.

La clandestinidad siempre genera leyendas y mitos. Algunos puntos de la ciudad de Barcelona, por ejemplo, se convirtieron en lugares de cierta veneración popular por el rumor de que en ellos habían ocurrido hechos extraordinarios. Tal es el caso de la iglesia de Pompeya, situada en el cruce de la Diagonal con la calle de la Riera de San Miguel. Decíase que en aquel templo los milicianos no habían conseguido arrancar la imagen de San Francisco de Asís a pesar de haberlo intentado tirando con vehículos a motor de cuerdas atadas a la figura. Durante la guerra, muchas personas, al pasar por aquel cruce, moderaban el paso disimuladamente o paraban unos instantes.

La vida catecumbaria también fue intensa en las poblaciones rurales o ciudades medianas. En muchas localidades se registraron iniciativas para mantener el culto y la plegaria. A menudo, las casas, caseríos y masías repartidas por montes y campos sirvieron de lugar ideal para establecer puntos de referencia y de enlace.

En Cataluña, uno de los casos más espectaculares fue el de mosén Pere Vinyes, conocido como «Pere de la Pipa», que consiguió establecer treinta puntos estables en los cuales, un día fijo al mes, oficiaba la misa. Con el paso del tiempo llegó a conseguir que funcionara más de una de estas redes parroquiales ambulantes, extendiendo la actividad ministerial por toda la parte central del territorio.

Una experiencia parecida la protagonizó en Barcelona el sacerdote T.S., conocido con el sobrenombre de «Faluga», que se aventuró a establecer servicios religiosos estables en los barrios de Gracia y el Ensanche e, incluso, hasta en la localidad cercana de Montcada, tristemente famosa por ser su cementerio un punto predilecto donde las patrullas iban con nocturnidad a «pasear» a sus víctimas.

En casi todas las diócesis se establecieron con el paso de los meses organizaciones pastorales clandestinas. Acción Católica y la Federació de Joves Cristians (FEJOC) en Cataluña, colaboraron activamente en todas las iniciativas. A veces la solución escogida por los más jóvenes fue organizar encuentros al aire libre, al estilo de los campamentos de Boy Scouts.

Los sacerdotes encarcelados en Barcelona casi siempre pudieron oficiar la misa y seguir los rituales litúrgicos. Durante los primeros meses, en el punto álgido de la persecución, la posibilidad de hacerlo no fue consecuencia de ninguna actitud permisiva sino de la lenidad con que trabajaban los carceleros. Después de mayo de 1937 pudieron hacerlo por efecto de las nuevas normativas aprobadas por el Gobierno amparando dicha posibilidad. El ambiente de tolerancia también existió en algunas de lascárceles flotantes. En los barcos, una discreta y efectiva organización interna permitía a los sacerdotes y religiosos mantener una vida espiritual activa.

A partir de 1937 se organizaron, con más libertad, «rutas misioneras» o «excursiones apostólicas» que consistían en itinerarios realizados por sacerdotes que, partiendo de las capitales donde estaban escondidos, se dirigían a pueblos alejados previamente avisados. Llegados al lugar, eran acogidos por feligreses en sus casas. En aquellos domicilios, por unas horas o días procedían a administrar los sacramentos, incluso bautizos o matrimonios. En ciertas poblaciones se contaba con la permisividad de las autoridades locales. A finales de 1937 y, sobre todo, durante el año 1938 las redes de atención religiosa crecieron y se consolidaron.

En el caso de Barcelona, ya no era ningún secreto el lugar donde residía el vicario general. Torrent había ido convirtiendo el piso de sus anfitriones en una pequeña curia diocesana.

Lamentablemente, Torrent, en tanto que una de las máximas autoridades en activo de las residentes en zona republicana, no tuvo el carisma que las circunstancias exigían. En su defensa cabe decir que en todo momento, a pesar de no tener formación adecuada ni experiencia previa ni ser persona dotada para la acción de gobierno, procuró ser fiel a su cargo pastoral.

Su excesiva prudencia se revistió, a menudo, de cobardía. Para colmo —ya ha sido comentado—, no pudo evitar acompañar a las autoridades franquistas en la misa de campaña, dicha de la victoria, oficiada al día siguiente de la entrada de las tropas en Barcelona. Es cierto que se vio sometido a muchas presiones. Sin embargo, su presencia en un acto religioso militarizado, totalmente huérfano de proyección evangélica, fue una demostración explícita de las profundas contradicciones con que la Iglesia afrontaría la posguerra y de las gravísimas consecuencias que de ello se derivarían. El nacionalcatolicismo emergía de unas llamas que no habían destruido a la Iglesia pero sí habían cegado a sus representantes.

La consolidación de la tolerancia religiosa se hizo evidente durante la Semana Santa de 1938. A pesar de la prohibición vigente de organizar actos de culto públicos, en algunas poblaciones los privados revistieron cierta solemnidad. Era una situación compleja y contradictoria, cambiante. En el obispado de Gerona, por ejemplo, durante aquel año, ciento catorce parroquias pudieron ofrecer discretas ceremonias de culto religioso.

Quizá resulta redundante afirmar que a pesar de la atmósfera creciente de tolerancia religiosa, en algunos ámbitos, como las checas, las manifestaciones religiosas no estaban autorizadas. Sin embargo, la fe es una fuerza capilar que consigue siempre llegar a la superficie y conquistar nuevos espacios. Una detenida en la checa de Vallmajor de Barcelona fue testigo de una experiencia inédita acaecida en los días de Pascua de 1938 en aquel centro de detención del SIM y lo narró así:

Este sábado de gloria, durante aquellos minutos [los del paseo por el huerto del recinto], empezamos a cantar (sin palabras) el Aleluya de Pascua […]. El huerto daba a los bajos donde estaban detenidos los hombres. Cuando oyeron la melodía del Aleluya su unieron a nosotras. Los carceleros se quedaron muy sorprendidos, no sabían qué hacer y nos miraban con suspicacia […][234]

Con el paso de los meses, la práctica religiosa iba ensanchando su cauce. Se calcula, por ejemplo, que en la ciudad de Barcelona el Jueves Santo de 1938 pudieron comulgar unas 70.000 personas.

Las crónicas de aquellos meses ilustran que ya no resultaba difícil encontrar lugar y sacerdote para poder celebrar un bautizo, una comunión o una boda canónica. Confesarse, oír misa o comulgar llegó a ser perfectamente posible. Los sacerdotes «actuantes» garantizaban los servicios espirituales. Tal situación chocaba con la opción oficial de la Iglesia de evitar cualquier paso que pudiera parecer una colaboración con el régimen republicano, hasta el extremo de censurar la iniciativa del Gobierno vasco de preparar el sepelio católico y oficial al capitán Vicente de Eguía, ya comentado en el capítulo anterior.

La actitud obstruccionista mantenida por la Iglesia durante los últimos diez meses de la guerra creó confusión y angustia en muchos católicos. En otro fragmento de las memorias mencionadas en los párrafos anteriores, la detenida, prisionera por aquel entonces en la cárcel de mujeres de Barcelona —estuvo allí el último semestre de 1938—, explica que recibieron la visita del abogado Josep Vilardaga, el anfitrión del vicario general, y las sensaciones contradictorias que se derivaron de la conversación que mantuvo con las presas:

Aquel día nos dijeron que traía un mensaje: por fin se había podido solucionar la práctica religiosa en las cárceles (Iglesia y Gobierno) y que permitirían misa los domingos y sacramentos de vez en cuando. Pero que habría unos requisitos a cumplir. Se tendrían que recoger firmas de prisioneras que lo pidieran con toda libertad dejando las que ya nos conocíamos mucho, había otras que temían ser engañadas […]. Encontramos dificultades, porque otras personas que también gozaban de prestigio nos llevaban la contra, porque ellas sólo esperaban a los sacerdotes de Franco y nada más.[235]

Las sensaciones de contradicción e, incluso, de división de pareceres tomaron carta de naturaleza en las Navidades de 1938. La festividad pudo celebrarse con cierta tranquilidad en muchas partes. Sin embargo, al dolor por la guerra se le sumaba la confusión citada. El gran dilema continuaba siendo —sobre todo en Cataluña, donde, cabe subrayarlo, residían el Gobierno central y los dos autonómicos sancionados por las Cortes—, si era más conveniente mantener y dar impulso a una Iglesia silenciosa y clandestina o era lícito aceptar el ofrecimiento oficial y reiterado de restablecer el culto público.

El tema creó divisiones entre el clero y entre los fieles, pero quedó sin resolver a causa de la derrota definitiva de la República. El final de la guerra y la entrada de las tropas franquistas en Barcelona y Madrid iluminaron las catacumbas religiosas con todo tipo de halagos, tan previsibles como aberrantes.

Madrid

En Madrid, huido el obispo, Eijo y Garay, para instalarse en Vigo, la administración episcopal quedó en manos del provicario Manuel Rubio, refugiado en la embajada noruega, y del teniente vicario Heriberto Prieto, que permaneció durante toda la guerra en el Hospital Francés.

Sin embargo, quien consiguió organizar una verdadera iglesia clandestina en la capital fue José María García Lahiguera, director espiritual del Seminario Mayor y futuro arzobispo de Valencia. Lo hizo a partir de diciembre de 1936. Con anterioridad vivió refugiado en la embajada finlandesa hasta que tuvo que abandonarla, el 3 de diciembre, a causa de un asalto de las milicias populares. Contó siempre con la colaboración de José María Taboada, secretario nacional de Acción Católica y, como enlace con el exterior, con el párroco de la iglesia de San Luis de los Franceses, el padre Azemar quien, gracias a disponer de pasaporte diplomático, podía viajar con relativa libertad.

Lahiguera tuvo la fortuna de disponer, gracias a su hermano, de un piso en Diego de León, 25, propiedad del socialista Fernando de los Ríos, entonces embajador de España en Estados Unidos. Desde un lugar tan poco sospechoso pudo trabajar casi con total inmunidad. Fundó primeramente Socorro Blanco Sacerdotal, una entidad destinada a aliviar las necesidades de los sacerdotes supervivientes.

A mediados de 1937 su acción pastoral recibió el aval del obispo quien, a través de la embajada francesa, le encargó oficialmente que dirigiera y coordinara el trabajo de los sacerdotes de la diócesis que, de modo clandestino, continuaban con su ministerio.

Cesáreo Barroso, párroco de Humanes de Madrid, contó con el uso de otro piso, en ese caso de un militar republicano, en Hermosilla, SS. Barroso se procuró un carné de la CNT, del sindicato de la Enseñanza, y con este salvoconducto y la complicidad del portero de la finca, convirtió el piso en un centro de acción pastoral.

Uno de los sacerdotes que, desde una estricta clandestinidad, trabajó más incansablemente para mantener el pulso católico de la ciudad fue Dimas Sigüenza, de la parroquia de El Salvador y San Nicolás. En su palmarés constan noventa y ocho bautizos, cuarenta y cuatro bodas, más de siete mil confesiones y más de ocho mil comuniones

En la calle Hermosilla, concretamente en el número 12, se refugiaron un grupo de monjas Reparadoras, procedentes del convento de la calle Torrija, a las que se sumaron otras cinco que se habían refugiado inicialmente en una fonda de la calle de la Cruz. Las reducidas dimensiones del lugar no fueron inconveniente para realizar desde allí una labor tan intensa de culto y de ayuda que se convirtió, por renombre popular, en la «catedral de Hermosilla». Se da la circunstancia de que al lado del edificio había una Comisaría de Gobernación… No cabe decir, pues, con qué sigilo y prudencia actuaron aquellas monjas durante los tres años de guerra…

Uno de los factores que permitieron consolidar una organización eclesiástica eficaz fue contar con una persona, Félix Verdasco —alias «Kodasver»—, infiltrada, gracias a disponer de un carné del Partido Sindicalista de Pestaña, en las oficinas de Socorro Rojo Internacional, la organización comunista liderada en España por Tina Modotti.[236]

Valencia

En la ciudad del Turia, la diócesis quedó confiada al vicario general, Miguel Payé Alonso quien, refugiado en una clínica de la capital, pudo ejercer, con la ayuda de tres sacerdotes, una acción pastoral eficiente.

El sacerdote Bernardo Asensi fue el complemento imprescindible a esta improvisada curia: consiguió establecer más de diez puntos estables en la ciudad donde él personalmente u otros sacerdotes oficiaban misa y administraban los sacramentos.