A primeros de septiembre de 1937, coincidiendo con el viaje de Trias a París para entrevistarse con el cardenal Vidal i Barraquer, Lluís Nicolau d'Olwer, por entonces gobernador del Banco de España, intentó sin éxito, por encargo del Gobierno, entrevistarse con el nuncio de la Santa Sede en Francia, monseñor Valeri.
Trias, que oficialmente había ido a París para negociar un intercambio de presos, quiso, ante todo, cumplir el encargo de contactar con el cardenal Vidal i Barraquer. Para ello tuvo que trasladarse a Montpellier. Habiéndole recomendado el prelado que se entrevistara con el cardenal Verdier, arzobispo de París, Trias volvió a la capital francesa.
Los resultados de la entrevista de Trias con Verdier fueron contradictorios. Por una parte, Verdier escribió al ministro elogiando su actitud, aunque sin mencionar las posibilidades de una intervención personal ante la Santa Sede que era, no debe olvidarse, la razón final de los comisionados. Por otra parte, agravando aún más el desinterés real, el arzobispo envió un comunicado de plena adhesión a la Carta colectiva de los obispos españoles.
Ante la reacción indignada del ministro, el cardenal se comprometió a entregar a la Santa Sede un informe preparado por Trias, así como el resultado de la encuesta que sobre la situación religiosa en España había promovido el ministerio de Justicia. Probablemente, la lectura de estos documentos influyó en la respuesta no negativa que el Vaticano transmitió, a finales de septiembre de 1937, a Josep Maria Torrent, sobre la consulta del restablecimiento del culto en las iglesias.
Las gestiones de los cardenales Verdier y Vidal, los viajes a París de Josep Maria Trias y los de París a Roma de monseñor René Fontenelle, hombre de confianza de Verdier, iban dando sus frutos. Irujo recibió garantías de que la Nunciatura, que nominalmente aún se mantenía en Madrid, no sería trasladada a Burgos y, además, que la Santa Sede estaba dispuesta a aceptar un intercambio de nuevos representantes oficiosos. Lacuestión, tan necesaria desde un punto de vista diplomático, progresó tanto que incluso se barajaron nombres concretos. El gobierno de la República dio el placet a la persona indicada por el Vaticano, el ya citado René Fontenelle, y propuso al canónigo vasco Alberto de Onaindía para negociar con Roma.
Todas estas gestiones coincidieron, en enero de 1938, con un episodio bélico de gran trascendencia: la victoria republicana en la ofensiva de Teruel. El éxito militar tuvo repercusiones político-militares dado que los alemanes, alarmados por la derrota de las tropas nacionales, decidieron redoblar la ayuda a Franco. También tuvo consecuencias para la delicada cuestión de la normalización de relaciones con la Iglesia dado que, al ocupar la ciudad, el ejército republicano tomó prisionero al obispo de la diócesis, Anselmo Polanco. La detención resultó aún más incómoda por la condición de católicos de los jefes de los cinco Cuerpos del ejército que tomaron parte en la campaña militar.
Por la descripción que de él consta en las páginas dedicadas a la diócesis de Teruel, Polanco, como es de suponer, era un firme partidario de la Carta colectiva, incluso la consideraba demasiado moderada. Tanto es así que, unos meses antes de su publicación, en marzo de 1937, ya había redactado una para sus feligreses en términos mucho más radicales. Su beligerancia —ya ha sido comentada— lo había convertido en el símbolo de la resistencia de los nacionales en Teruel. Pocos días antes de ser detenido, Antoniutti, el representante pontificio, había sugerido que se instalara en Albarracín para evitar los peligros que acechaban a la capital aragonesa… pero él había desestimado el ofrecimiento.
Su detención resultó ser una victoria amarga. Tener al obispo Polanco encarcelado supuso un problema para el Gobierno republicano y entorpeció gravemente el proceso de regularización de las relaciones con la Santa Sede.
El ministro de Defensa, Indalecio Prieto, recibió un telegrama estremecedor: tres sacerdotes vascos, con hermanos fusilados por los nacionales, le felicitaban por haber protegido al obispo y le encarecían para que, en pro de la República, lo siguiera amparando dado que, a pesar de las discrepancias, se sentían unidos a él en el seno de la Iglesia.
La gravedad del caso y el testimonio de los sacerdotes decidieron al ministro a ofrecer la libertad del obispo con la única condición de que fuera expatriado a Roma hasta el final de la guerra.
La oferta no prosperó. Las relaciones con el Vaticano se habían visto gravemente alteradas por los acontecimientos. La Secretaría de Estado había denegado, finalmente, el pasaporte diplomático a Onaindía frustrando así el intercambio de representantes entre los dos Estados. Para colmo, el silencio fue la única respuesta a la condición de Prieto para liberar a Polanco. La situación era cada vez más comprometida. El ministro Irujo intentó vanamente establecer contacto directo con el Vaticano. Los caminos del diálogo volvían a prender en llamas. En este caso, el silencio ardía como el fuego.
A pesar de todas las dificultades, el Gobierno continuó dando señales de distensión. En marzo de 1938, los ministerios de Justicia y Defensa dictaminaron que los sacerdotes llamados a filas estuvieran exentos de servicios de armas y el 26 de junio se dio cumplimiento a la petición de asistencia religiosa para los soldados que la reclamasen.
A pesar de todos los esfuerzos, la nueva situación militar y el encarcelamiento del obispo, que había sido trasladado a Cataluña, mantenían bloqueadas todas las vías diplomáticas. La situación internacional, con la ocupación, en marzo de 1938, de Austria por parte del ZII Reich, sumó aún más inconvenientes a la voluntad de encontrar fórmulas de compromiso. El Vaticano, que en marzo de 1937, a través de la encíclica Mit Brennender Sorge, había denunciado las incompatibilidades del nazismo con los principios cristianos, no deseaba que una negociación con la República — responsable directa o subsidiaria de la persecución religiosa de 1936— comprometiera su capacidad de maniobra en el contexto europeo. Sin embargo, tampoco quería favorecer demasiado públicamente la opción franquista, entre otras razones por el escándalo que representaba apoyar sin matices una campaña militar que había ido acompañada de graves represiones, aunque de signo contrario, en las zonas ocupadas.
Una demostración de la voluntad de equidistancia que, aunque sólo fuera oficialmente, mantenía aún la Santa Sede, se hizo evidente en el texto del acuse de recibo que el 5 de marzo de 1938 envió el cardenal Pacelli al cardenal Gomá para que fuera publicado en el volumen recopilatorio de adhesiones a la Carta colectiva que se estaba preparando. En el breve comunicado oficial, el Vaticano manifiesta sus elogios al documento «por los nobles sentimientos en que está inspirado, así como el alto sentido de justicia de los Excmo. Obispos al condenar absolutamente el mal, de cualquier parte que venga».
La coletilla final del redactado molestó profundamente tanto a las autoridades eclesiásticas como a las militares, que optaron por censurar las últimas palabras a pesar de haber aparecido íntegramente el comunicado en L'Osservatore Romano.
En este contexto, Negrín, presionado por los comunistas, decidió el relevo de Prieto en la cartera de Defensa y, por tanto, la remodelación del Gobierno. En el nuevo gabinete, Irujo fue relegado de nuevo a ministro sin cartera; Negrín asumió personalmente la de Defensa y la CNT, nuevamente en el Gobierno, ocupó la de Instrucción Pública y Sanidad. El resultado no podía ser más contrario a los esfuerzos para reconducir las relaciones con la Iglesia.
Negrín quiso dotar a la nueva etapa gubernamental de una política realista. Con esta intención concretó la acción de gobierno en un programa de trece puntos que tenían que orientar la acción legislativa y gubernativa. La iniciativa, pensada como un instrumento de concordia, tuvo efectos negativos para la cuestión religiosa y se convirtió en motivo suficiente para un nuevo repliegue de las autoridades vaticanas.
En términos generales, el programa de Negrín, ampliamente difundido, preveía un plebiscito para determinar la estructura jurídica y social de la República, asumía la autonomía de las regiones, reafirmaba la libertad de conciencia, garantizaba la propiedad privada, defendia los derechos sindicales, proponía despolitizar el ejército y preveía una amnistía. El sexto punto, dedicado a la libertad de conciencia, decía textualmente que se garantizaba «la plenitud de los derechos al ciudadano en la vida civil y social, la libertad de conciencia y asegurará el libre ejercicio de las creencias y prácticas religiosas».
La declaración —en este punto, como en los demás— resultaba demasiado generalista. A pesar del énfasis dado a los trece puntos, la ambigüedad les restó credibilidad. Sin embargo, las repercusiones negativas no procedieron del texto que, en sí mismo, era inocuo, sino de puntualizaciones posteriores.
Efectivamente, a los pocos días de la promulgación de los «trece puntos», un portavoz del Gobierno puntualizó que:
Este ejercicio pleno de las creencias y prácticas religiosas no supone en modo alguno la tolerancia de abusos, entronizamientos y monopolios a que un régimen de privilegio y favor puede dar lugar, creando condiciones contra las cuales tenga que resolverse de nuevo la opinión popular… Esta cuestión va siendo resuelta de una manera amplia en los países que gozan ya de regímenes avanzados. Quizá el ejemplo más elocuente nos lo dé la Unión Soviética, por haber logrado el máximo desenvolvimiento social y político que se haya alcanzado hasta la fecha en país alguno. Aquí, al lado de la propaganda antirreligiosa, se respetan las creencias y las prácticas religiosas, siempre que sus funciones se mantengan dentro del marco de las actividades pura y exclusivamente religiosas.[221]
Las declaraciones, así como la renovada presencia anarquista en el Gobierno, fueron un sabotaje en toda regla a la línea de flotación de la anunciada libertad religiosa.
En tales circunstancias, las campañas de la Conferencia de Metropolitanos —muy especialmente del cardenal Gomá— y de la diplomacia franquista consiguieron, finalmente, que la Santa Sede se decidiera a abrir una Nunciatura vaticana ante el gobierno de Burgos. El 16 de mayo de 1938 fue nombrado a tal efecto monseñor Gaetano Cicognani, que lo había sido de Austria hasta la ocupación nazi. La decisión se hizo efectiva a pesar de que pocas semanas antes, el 9 de abril de 1938, fuera cumplida la condena a muerte, dictada por un tribunal militar franquista, del diputado democratacristiano Manuel Carrasco i Formiguera. En correspondencia, José Yanguas presentó sus cartas credenciales ante la Santa Sede como embajador extraordinario y plenipotenciario del primer Gobierno del Estado Español el 30 de junio de 1938.
A pesar de todas las dificultades, el ministro Irujo continuó su trabajo unilateral que, por una cuestión de carácter meramente posibilista, se centró en Barcelona por el amparo que allí podía conseguir del Gobierno vasco. El 23 de mayo de 1938, en carta al cardenal Vidal i Barraquer le expresaba su satisfacción por haber conseguido que varias iglesias de la diócesis de Barcelona hubieran sido asignadas por la autoridad civil a la administración del citado Gobierno vasco —que en octubre de 1937 se había trasladado a la capital catalana—, ampliando así las posibilidades de oferta religiosa pública. Sin embargo, se lamentaba de que la actitud del vicario general entorpecía la eficacia de las iniciativas puesto que no había sacerdotes que quisieran oficiar sin contar con la autorización eclesiástica, más aún cuando suponían que la determinación del vicario procedía de un mandato pontificio.
Finalmente, el 17 de agosto de 1938, Manuel de Irujo presentó la dimisión. Según parece, la razón principal fueron las dificultades gubernativas para hacer efectivas las excarcelaciones de sacerdotes.
En Barcelona, entre la opinión vaticana no desfavorable a la apertura del culto y la del vicario general en contra, se abrió paso una tercera vía partidaria de un proceso de normalización pública que no diera oportunidad a la República de manipularla como propaganda, pero que tampoco diera lugar a que una más que probable victoria franquista permitiera a las nuevas autoridades capitalizar la irrupción pública del culto que en pueblos y ciudades de toda la zona republicana se mantenía en la clandestinidad.
Dicha opción, defendida por el cardenal Vidal i Barraquer y por la UDC, tuvo posibilidades de ser efectiva con el nombramiento de Salvador Rial —que había estado preso durante diez meses en un barco-prisión del puerto de Tarragona— como vicario general de la diócesis tarraconense y, al mismo tiempo, como administrador apostólico de los obispados de Lérida y Tortosa. El nombramiento estuvo acompañado de la concesión de pasaporte diplomático. Tal circunstancia facilitó que pudiera mantener un contacto fluido con París y Roma y que los sacerdotes de sus diócesis le ofrecieran su apoyo incondicional. Las tensiones surgieron con el padre Torrent que, receloso, incluso ordenó que se procediera a vigilar a los sacerdotes tarraconenses.
Fueron meses de confusión en los cuales las aspiraciones a una normalización religiosa eran sometidas a la crítica más severa. Cualquier acto público de culto católico era interpretado de maneras contradictorias. Así sucedió con el entierro en Barcelona, el 17 de octubre de 1938, del capitán vasco Vicente de Eguía. Las autoridades civiles quisieron convertir el entierro en una demostración fehaciente de libertad religiosa y organizaron una comitiva fúnebre que desfiló por el paseo de Gracia, presidida por un sacerdote y cruz alzada y acompañada de seguimiento oficial.
Nuevos contactos de Josep Maria Trias directamente con Negrín consiguieron avanzar en esta opción gradualista de tal manera que, después de una entrevista entre el jefe del Gobierno y el doctor Rial, celebrada el 8 de diciembre de 1938, se creó, finalmente, el Comisariado de Cultos. Lo dirigió Jesús María Bellido, un médico católico que en 1932 se había significado por protestar contra la expulsión de los jesuitas.
Su primer objetivo fue garantizar las misas dominicales en iglesias o espacios habilitados para este fin. Los acontecimientos militares impidieron que el proyecto de normalización del culto pudiera expandirse y tomar carta de naturaleza en toda la zona republicana.
El avance de las tropas nacionales también impidió que, con todos los permisos civiles y religiosos concedidos, se abriera al culto una capilla de la catedral de Tarragona. La recuperación religiosa quedaría asociada, definitivamente, a la victoria del franquismo con la consiguiente alianza entre la Iglesia oficial y el Estado totalitario que se derivó de la derrota republicana, una alianza que durante muchos años determinó un modelo de pastoral diocesana incompatible con una práctica religiosa capaz de vincular la fe cristiana con un compromiso a favor del progreso social y político de España y, más incompatible aún, si este compromiso se asumía desde comunidades históricas y lingüísticas que, siendo autónomas, no habían colaborado con la sublevación.
La imagen de las apoteósicas misas de campaña, las misas de la victoria, como la de Barcelona, oficiada en la plaza de Cataluña el 29 de enero de 1939, presidida por el vicario general, el padre Torrent, y el general Yagüe, era el signo inequívoco de que los católicos que habían mantenido, a pesar de todo, su fidelidad a la República, quedaban condenados a sufrir en silencio todas las contradicciones y humillaciones no sólo de la guerra sino de la posguerra, quedaban condenados a un peregrinaje que no llegó a su término como mínimo hasta el aggiornamento general que representó, en la década de los sesenta, el Concilio Vaticano II.