Archidiócesis de Madrid
La actual archidiócesis de Madrid que agrupa el territorio metropolitano juntamente con Getafe y Alcalá, en 1931 era una única diócesis —la de Madrid-Alcalá, creada en 1885— sufragánea de Toledo.
En 1931 contaba con 254 parroquias y 14 santuarios. El censo eclesiástico estaba formado por 1.192 sacerdotes, 333 seminaristas, unos mil religiosos y cerca de cinco mil monjas.
Un 30% de los clérigos diocesanos, 334 en total, fueron víctimas de las «sacas» o asesinados.
Transcurridos los primeros días de confusión y violencia, en la capital se respiraba una expectante atención al desarrollo de los acontecimientos con la convicción creciente de que el azar había tomado el relevo a la capacidad de las instituciones para gobernar. Como en Barcelona, las milicias demostraron poseer una gran capacidad de reacción y de movilización.
Si bien la revolución social no tuvo en Madrid los tintes carnavalescos de Barcelona, lo cierto es que la ola anticlerical se desató por igual. La asociación recurrente entre clericalismo y fascismo, sedimentada durante años, dio lugar a una persecución religiosa radical protagonizada tanto por anarquistas como por comunistas con la colaboración o pasividad de los socialistas y de los republicanos radicales, que es como decir del gobierno de la República.
El 25 de julio de 1936, a una semana vista de los primeros incidentes, murió fusilado cerca de Villaverde el joven de 24 años José García, militante de Acción Católica, que había destacado por acompañar a sacerdotes ancianos a votar en las elecciones de febrero. Denunciado por una vecina, fue detenido en pleno día en el Puente de Toledo y, después de ser interrogado, fue pasado por las armas.
Al día siguiente murió asesinado el superior de la comunidad de padres paúles de la calle García de Paredes. En este caso, el religioso fue descubierto por milicianos de la FAI que habían convertido una escuela de la misma calle en un Ateneo Libertario. Como si quisieran sentar el precedente de una muerte ejemplar, procedieron con sadismo a la mutilación de todas las extremidades.
El protagonismo de la FAI se hizo evidente, también, en la detención y posterior ejecución del religioso agustino Juan Múgica. Descubierto el 29 de julio en el domicilio de un sillero de la calle de Valverde, fue detenido. Dejado en libertad por la intervención casual de la policía, los milicianos de la FAI lo arrestan de nuevo y, en una refriega provocada por el escándalo organizado por otro miembro de la comunidad, lo matan.
Existen numerosos casos de religiosos detenidos en los domicilios particulares donde se habían refugiado. Dos casos de muestra: sor Gertrudis, terciaria franciscana de la Divina Pastora, fue arrestada en la portería del número 7 de la calle Diego de León; las monjas de la comunidad religiosa de los Ángeles Custodios de la calle de Ayala fueron detenidas en un piso del número 34 de la calle de Cervantes donde se habían refugiado. Tanto la primera como las demás fueron asesinadas. Sor Gertrudis murió, después de ser torturada, cerca del pueblo de Hortaleza; los cuerpos de las religiosas de los Ángeles Custodios fueron hallados el 30 de julio en la carretera de Andalucía.
Los milicianos de la CNT-FAI también detuvieron y asesinaron, el 26 de agosto de 1936, a Luis Mayoral, presidente de Acción Católica de la parroquia de San Cayetano. El mismo día fue víctima de la violencia anarquista sor María de los Ángeles, de la comunidad de celadoras del Culto Eucarístico de la calle Blanca de Navarra.
Los milicianos del Ateneo Libertario de Delicias también dieron muerte a los hermanos Casimiro, Tomás y Luis Penalva, miembros de Acción Católica. Sus cuerpos fueron hallados el 2 de septiembre en la citada carretera de Andalucía.
El 1 de septiembre de 1936 fueron asesinados en el término de Boadilla del Monte doce hermanos de San Juan de Dios del Instituto-Asilo de San José de Carabanchel Alto apresados aquel mismo día. La muerte de estos religiosos está relacionada con una nota mecanografiada encontrada al final de la guerra en la Casa del Pueblo de Madrid.
El documento, encabezado por «De Francisco», nombre del diputado socialista Enrique de Francisco, dice así:
Comunico que en Carabanchel todo va muy bien. Hay un comité compuesto por dos compañeros socialistas y dos comunistas y el alcalde que es socialista. Se han detenido doce frailes entregados al alcalde y éste los puso a disposición de la Dirección General de Seguridad.
Esta resolución promovió discusión entre los miembros del Comité porque los dos comunistas entendían que el alcalde debía mandar liquidarlos. Éste contestó que si le hubieran entregado doce cadáveres se hubiese limitado a ordenar su enterramiento pero que como entregan doce prisioneros, como autoridad debe entregarlos a la Dirección.
Esto promovió la disputa entre el Comité. Los comunistas propusieron se fusilara al alcalde que es un buen compañero nuestro. Afortunadamente, el conflicto se ha conjurado, pero conviene mucho que desde aquí se llame la atención para que los dos comunistas no pierdan la cabeza porque ello podría provocar una lucha entre las milicias de Carabanchel Alto y Bajo que hasta ahora marcha muy bien y no deben producirse hechos que puedan ser causa de ruptura.[193]
El documento pone en evidencia que el Partido Comunista, ya antes de las «sacas» masivas de las cárceles madrileñas, era partidario de dar muerte a los detenidos, especialmente, según este caso, a los eclesiásticos.
En la capital, existían tres pensiones donde se albergaban sacerdotes o religiosos huidos de sus parroquias o conventos. El 1 de octubre de 1936, en un registro efectuado en una de ellas, la Nofuentes, situada en la calle de la Puebla, fueron detenidos cinco clérigos salesianos. Los cadáveres de dos de ellos, Manuel Borrajo y Pedro Altolozaga, seminaristas en Carabanchel Alto, fueron hallados al cabo de dos días en el kilómetro diez de la carretera de Andalucía; de los restantes, nunca más se conoció su paradero.
Como consecuencia del hallazgo de la pensión de Nofuentes, también fue descubierta la ubicada en el número 10 de la calle de Montera, conocida por Loyola. Allí fueron detenidos los claretianos Emilio López y Saturnino González y el sacerdote salesiano Mateo Farolera que, después de ser interrogados en la checa de Fomento, fueron asesinados en la carretera de Vallecas.
Nunca fue descubierta la Pensión Vasco-Leonesa, también situada en la calle de la Puebla.
Los pueblos madrileños no se libraron de la ofensiva anticlerical. En ellos, como en el conjunto de pequeñas poblaciones españolas, la detención y asesinato de los sacerdotes y religiosos tomó, aún más si cabe, sentido de persecución.
El párroco de El Pardo, detenido ya el 21 de julio, fue asesinado en las paredes del cementerio el 18 de agosto. La carretera que une esta población con la capital se convirtió en los primeros meses de la revolución en uno de los lugares habituales donde las milicias ejecutaban a sus víctimas. Numerosos cadáveres fueron hallados en aquellos parajes. Se da la circunstancia de que la Dirección General de Seguridad procedió en este caso a fotografiarlos. Algunos correspondían a clérigos, como es el caso de Gabriel de Aróstegui, capuchino de El Escorial, asesinado el 23 de agosto; Balbino Pérez, sacerdote de la Almudena, el 4 de octubre; Tomás Alarcón, párroco de Camarena, el 6 de octubre… En otros casos, los cadáveres correspondían a feligreses destacados de las parroquias de la zona. Así Juan García Rueda, sacristán-organista de la parroquia de San Miguel Arcángel, de Chamartín de la Rosa, hallado el 29 de septiembre juntamente con los restos de su esposa y de uno de los hijos.
En Hortaleza se produjeron las primeras víctimas eclesiásticas de la diócesis. El lunes, 20 de julio, después de diversas disputas entre comités, fueron fusilados dos hermanos de la Congregación de la Misión, paúles.
En Carabanchel Alto, aquel mismo día, por la mañana, los milicianos atacaron el colegio de los Salesianos donde, además de la comunidad, residían 150 alumnos. Los religiosos fueron trasladados ante el Comité municipal, los alumnos al colegio de Santa Bárbara y la iglesia fue quemada y destruida. Todo parece indicar que los docentes hubieran sido fusilados de forma inmediata a no ser por la intervención de los guardias de asalto que, cumpliendo órdenes del ministro de Gobernación, los trasladó a la Dirección General de Seguridad. Lamentablemente, esta decisión no evitó que diez de ellos fueran asesinados posteriormente. El 1 de septiembre de 1936 también fue asaltado el Colegio-Asilo de San José de Carabanchel. Excepción hecha de dos religiosos ancianos y enfermos, el resto de la comunidad de la Orden Hospitalaria, doce en total, fueron fusilados el mismo día en Boadilla del Monte. El traslado de los detenidos hasta el lugar de la ejecución se realizó en pleno día con un camión descubierto. El paso del convoy fue observado por las autoridades locales y por numerosos grupos de vecinos sin que ejercieran ninguna presión para evitar la más que previsible muerte.
Carabanchel Bajo, por razón de comprender en su término el recinto militar de Campamento, fue escenario de cruentos combates en los días de la sublevación africanista y, desde entonces, también un lugar habitual de actuación de las milicias dedicadas a la depuración de la retaguardia. De entre las víctimas que encontraron la muerte en este municipio constan dos religiosos pasionistas de la comunidad de Daimiel, cuyos cadáveres fueron hallados el 24 de julio.
En Chinchón encontró la muerte el párroco de Valdaracete que había optado por refugiarse en casa de sus padres y también éstos por haberle dado cobijo. Los tres murieron fusilados el 27 de septiembre.
En Getafe encontraron la muerte cinco congregantes de las Compañías de Obreros de San José que, después de haber practicado el 18 de julio su turno habitual de Adoración Nocturna al monumento al Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, se habían escondido en el vecino pueblo de Perales del Río. Descubiertos por su forma de comportarse en público, fueron detenidos por milicianos de la Marañosa y ejecutados al pie del monumento.
La comunidad Agustina de San Lorenzo del Escorial se mantuvo en el recinto del monasterio hasta que el 5 de agosto de 1936, avisadas las autoridades locales de que se preveía la llegada de una importante patrulla de la FAI, decidieron que sus componentes fueran trasladados en autobuses escoltados a la Dirección General de Seguridad de Madrid. Una vez más, el recurso a una hipotética salvaguarda de las vidas se convirtió, únicamente, en una simple dilatación del día de la muerte. En este caso, los religiosos fueron trasladados a la cárcel de San Antón donde la mayoría acabó formando parte de las «sacas» de presos fusilados en Paracuellos.
No es objetivo de este libro describir todos y cada uno de los episodios de violencia criminal ejercida contra la comunidad religiosa. Así pues, para concluir el sumario escogido de los casos que se produjeron en los alrededores de Madrid, citaré el del párroco de Bustarviejo, Federico Elvira. Este sacerdote de sesenta y tres años, siguiendo los consejos de sus feligreses, se trasladó a la capital para eludir a los milicianos. Lamentablemente, fue descubierto. La singularidad del caso estriba en el periplo que precedió a su muerte. A ruegos del sacerdote, la patrulla encargada de ejecutarlo lo trasladó el 30 de septiembre hasta Bustarviejo donde, después de permitirle un rezo ante el altar de la iglesia y de alejarlo del núcleo de la población, lo mataron.