En Cataluña se produjeron un tercio de las víctimas eclesiásticas habidas en el conjunto de España. Esta cifra asciende al 40% si se le suman los clérigos asesinados en las diócesis aragonesas, muy especialmente la de Barbastro, muertes causadas por las columnas de milicianos que partieron de Barcelona con el objetivo de neutralizar la sublevación en Zaragoza. Este dato cuantitativo está íntimamente vinculado al predominio casi absoluto de la CNT-FAI en el desarrollo de la revolución social de 1936.
Archidiócesis de Tarragona[175]
Tarragona era la sede metropolitana y primada de la provincia eclesiástica catalana. Hasta fecha reciente estaba organizada en ocho diócesis: Tarragona, Gerona, Lérida, Vic, Solsona, Tortosa, La Seu d’Urgell y Barcelona. Actualmente, esta última forma una archidiócesis con los obispados de Terrassa, Sant Feliu de Llobregat y la misma Barcelona.
En 1931 la diócesis agrupaba 168 parroquias y 228 capillas o santuarios que estaban a cargo de 461 sacerdotes. En el seminario cursaban sus estudios 130 seminaristas. Las órdenes masculinas contaban con 127 religiosos y las femeninas con más de 500 monjas. En total, siete de cada mil habitantes eran clérigos.
De los sacerdotes diocesanos, 136 fueron víctimas de la persecución religiosa, un tercio del total.
En primer lugar, debe destacarse la muerte del obispo auxiliar, Manuel Borrás i Ferré, nacido en la Canonja, en el año 1880.[176] La figura de Borrás está indisolublemente unida a la del cardenal Francesc d’Assís Vidal i Barraquer, al que ya acompañó en su etapa de administrador apostólico de Solsona (1913-1919). Como obispo auxiliar de Tarragona destacó por su carácter sencillo, por el impulso que dio a la Obra deis Exercicis Espirituals, la Acción Católica y otras asociaciones confesionales. Siempre se le consideró un devoto, una persona discreta y un buen gobernante para ayudar al cardenal.
El martes 21 de julio, una vez controlado por completo el alzamiento militar que se había preparado a las órdenes del coronel Martínez Peñalver, permanecía en el palacio episcopal, junto al cardenal y el resto de miembros de la Curia tarraconense. Por la inminencia del peligro que corrían —los incendios ya llegaban a la parte alta de la ciudad, concretamente el convento de Santa Clara ya estaba en llamas—, a instancias principalmente de Ricard Mestre, miembro por la CNT del comité de Defensa Local que, desde aquella tarde, actuaba de comisario de la Generalitat, elcardenal accedió a trasladarse a Poblet juntamente con el vicario episcopal y, también, con Magí Albaigés i Escoda, arcipreste de la catedral, Joan Monrabá i Martorell, beneficiado de la catedral, y Joan Baptista Viladrich i Viladomat, canónigo y a la vez secretario personal del cardenal.
En Poblet vivía desde 1930 el diplomático y mecenas Eduard Toda i Güell. Ocupaba las dependencias de la antigua casa de los novicios. Allí recibió al cardenal y a sus cuatro acompañantes. A la mañana siguiente, Albaigés i Monrabá volvieron a Tarragona en tren, vestidos de paisano, para encargarse, en la medida de lo posible, de las cuestiones de la diócesis.
Aunque la estancia de los eclesiásticos en el monasterio transcurrió con la máxima discreción, fue inevitable que la noticia se extendiese por los pueblos vecinos de los que procedían los trabajadores del recinto. Probablemente ésa fue la razón por la que un miembro de la FAI, del Hospitalet del Llobregat, que había ido casualmente a Vimbodí, se hiciera acompañar por una patrulla para detenerlos.
Los milicianos reclamaron solamente la presencia del cardenal. Por eso el obispo Borrás permaneció, a petición del mismo cardenal, en el monasterio de Poblet mientras éste y su secretario partían, detenidos por los milicianos, en dirección a Barcelona.
Una vez alertado el gobierno de la Generalitat, gracias al aviso de un miembro del Patronato de Poblet, el coche del cardenal pudo ser interceptado por otro oficial procedente de Barcelona en el que viajaba una patrulla de los Mossos y el diputado Joan Soler i Pla con órdenes estrictas de acompañar al arzobispo a Barcelona. Tras poner en duda la autoridad del diputado, se dirigieron todos hacia el ayuntamiento de Montblanc. Las discusiones políticas sobre lo que debía hacerse duraron casi veinticuatro horas, en el transcurso de las cuales el comité local llegó a ponerse en contacto directo con el presidente Companys. Finalmente, entre las dos y las tres de la madrugada del sábado 25, el cardenal y su secretario pudieron salir de Montblanc en el coche oficial. Una vez en Barcelona, el conseller Gassol los llevó al puerto para embarcarse en un barco italiano.
Cuando el cardenal partió, detenido, el obispo Borrás, a instancias del patronato del monasterio, fue trasladado —junto con dos hombres de confianza— al molino de Can Girona, cerca del monasterio. Lo que tenía que ser su salvación se volvió en su contra por un aviso telefónico al comité de la Espluga del Francolí. Llamó Eduard Toda en persona. Es difícil ponderar las razones que motivaron al anfitrión a dar ese paso. No parece que hubiera voluntad alguna de delación, sino más bien la de evitar males mayores. ¿Sería quizá también el miedo a imaginar que podía acudir una segunda patrulla y que entonces su propia vida correría peligro?
Sea como fuere, los milicianos de la Espluga detuvieron al obispo, que fue conducido el jueves por la mañana a la prisión de Montblanc, en la que, por tanto, coincidió, a partir de media tarde, con el cardenal. La incomunicación a la que Vidal i Barraquer estaba sometido impidió que se atendiese su insistencia por reunirse con el obispo auxiliar. En el momento de partir, el diputado barcelonés tampoco consiguió que los acompañase, ya que parecía evidente la existencia de una confusión entre la persona del secretario y la del obispo auxiliar, y no podían arriesgarse más.
El obispo permaneció en la prisión de Montblanc, pese a las presiones ejercidas por el comité de Tarragona, hasta el día 12 de agosto. Otro de los presos era el presbítero Josep Colom i Alsina, a quien los carceleros de Montblanc le encontraron una carta, que le había enviado tiempo atrás el obispo Borrás y en la que le encargaba treinta misas. Esa minucia se convirtió en la excusa para matarlo. Según la opinión del comité de Montblanc, las misas encargadas se referían, en el lenguaje cifrado, a una provisión de armas. Mosén Colom fue ejecutado el día 3 de agosto de 1936. En cuanto al obispo Borrás, el 12 de agosto al mediodía le comunicaron que sería trasladado a Tarragona para que declarase ante un tribunal.
En realidad, al salir de Montblanc, en el Coll de Lilla, los milicianos lo asesinaron y dejaron su cuerpo abandonado en la cuneta de la carretera. Parece ser que el cadáver fue enterrado en el cementerio de Lilla. Pese a los esfuerzos realizados al respecto, nunca se localizaron sus restos. Unos campesinos y un taxista de la zona afirman que la víctima estaba desnuda, medio quemada y con los pies atados con una cuerda.
Los dos eclesiásticos, Albaigés y Monrabá, que habían vuelto a Tarragona después de abandonar Poblet, también fueron asesinados. El primero el 18 de agosto y el segundo una semana más tarde, el 25.
Al llegar a Tarragona, el miércoles 22, se instalaron en una casa particular de la calle Vallmitjana. Al día siguiente, la policía registró el edificio y se los llevó presos al barco Río Segre.
El Río Segre era uno de los barcos anclados en el puerto de Tarragona que, junto con el Isla de Menorca, el Ciudad de Mahón y el Cabo Cullera fueron habilitados como prisiones. Concretamente, en el Río Segre metieron a 300 presos, de los que 218 fueron ejecutados, entre ellos muchos monjes, curas y hermanos de las Escuelas Cristianas.
La mayoría de los clérigos se encontraban agrupados en la segunda cubierta de proa. Las ejecuciones eran casi diarias durante las primeras semanas y afectaban a pequeños grupos de presos. No obstante, hubo tres fechas trágicas: el 25 y el 28 de agosto y el 11 de noviembre.
El 25 de agosto, a las seis de la tarde, en el tercer «paseo» del día, se llevaron del barco-prisión a quince eclesiásticos de los que tres eran hermanos de La Salle y diez curas de las parroquias del Tarragonés; completaban el grupo un lego capuchino y un hermano del Corazón de María. A la salida del puerto, dejaron a los tres hermanos de las Escuelas Cristianas en la sede del comité de la ciudad, mientras el resto del convoy se dirigía hacia Valls. Hay testigos de que en su paso por la ciudad los presos cantaban el Himno de la Obra d’Exercicis del padre Vallet: «Arriba, hermanos, sigamos nuestro camino, Jesús Rey nos guía…». En Valls, añadieron al grupo a unos jóvenes de la Comunió Tradicionalista. A dos kilómetros del cementerio de Valls, en la carretera de Santa Coloma de Queralt, los fusilaron a todos en presencia de un grupo de vecinos de Valls y del comité de esta población. Por la noche, los cuerpos fueron trasladados al cementerio y mal enterrados en.fosas comunes.
El 28 de agosto, festividad de San Agustín, los llamados para el «paseo» fueron los seis hermanos del noviciado de la Salle de Cambrils junto con el párroco de esta población. Todos fueron asesinados en el puente de la riera Castellet, en el término de Reus. Los siete hermanos de las Escuelas Cristianas habían sido precedidos dos días antes de la muerte de los tres que en el «paseo» del día 25 habían sido liberados en el comité de Tarragona.
El 11 de septiembre de 1936, tras unas semanas de calma relativa, el comandante del barcoprisión, Joan Ballesta, de la CNT, recibió la visita de Josep Recasens i Oliva, miembro destacado de las Joventuts Llibertáries, conocido por el sobrenombre de «Sec de la Matinada», que se llevó, lista en mano, a un grupo de veinticinco personas, quince de las cuales eran miembros de congregaciones religiosas y cinco sacerdotes. Los fusilaron a todos en el cementerio de Torredembarra.
El 12 de agosto se produjo otra matanza colectiva en el lugar conocido como Partida de Comafonda, en el término de la Torre de Fontaubella. En los bosques del lugar, desde el 21 de julio, vivían escondidos el párroco de Falset, Antoni Nogués, con sus dos vicarios y el regente de Riudecanyes, Joan Rofes. Para descubrirlos, organizaron una batida con más de veinte milicianos acompañados por perros de caza. Los asesinaron en el mismo momento de atraparlos.
Con el grupo que formó parte de la «saca» del 28 de agosto, junto con los religiosos, también hicieron subir a seis jóvenes del pueblo de Solivella que fueron fusilados al salir de Vila-seca. Este dato es importante porque nos recuerda la resistencia que opuso una parte del pueblo de esta localidad de la Conca de Barbera a la implantación de un comité formado por sindicatos y partidos de izquierda. El 23 de julio se atrincheraron en el Centro Parroquial. El enfrentamiento con las milicias que venían de fuera duró unas horas. A las cuatro de la tarde, una vez presos, los fusilaron a todos, pero cuatro de ellos sobrevivieron y lograron huir. El padre Joan Punsoda, que había conseguido esconderse, fue atrapado en la Riba tres días más tarde. Lo fusilaron en un lugar conocido como «El Molí».
Episodios como éste se utilizaron a menudo —¡y aún se utilizan!—para justificar la necesidad de reprimir a la clerecía. La documentación aportada por numerosos estudios —y quizá por esta misma síntesis— tiene suficiente peso para entender que las actitudes defensivas o agresivas de los eclesiásticos en Cataluña fueron tan minoritarias que en absoluto pueden justificar los miles de asesinatos. No obstante, existió —y subsiste todavía— una importante campaña mediática que aprovecha rumores e incidentes aislados para levantar una cortina de humo en torno al carácter deliberado de la persecución religiosa.
Un ejemplo de esta forma de actuar es el caso de mosén Pau Rosselló, profesor de Ciencias Naturales en el seminario de Tarragona. Había contribuido a montar las primeras instalaciones de radio en la ciudad y tenía una pequeña emisora en su domicilio. Los milicianos lo atraparon el 26 de julio y lo condujeron al ayuntamiento y, después, fue ejecutado a boca de cañón —según revela la autopsia— en la carretera de Reus. El asesinato se relató a propósito en un diario local como represalia por las supuestas tareas de espionaje que el sacerdote había llevado a cabo con la emisora, sin saber que él mismo había previsto ese peligro y la había desmontado el primer día de la revuelta militar.
De los sacerdotes muertos se conservan algunos escritos que dan fe de la serenidad con la que, por regla general, asumían la tragedia.
Si algún día te tocara saber la feliz suerte de mi martirio, alégrate [le dice mosén Prats, párroco de Pallaresos, a su ama de llaves] porque se me contará con los de Jesús, que son los del Calvario. […] Conformémonos totalmente en la voluntad divina, que en eso consiste la verdadera felicidad.
Mosén Francesc Carné, vicario de Vallmoll —uno de los presos del Río Segre—, escribía a los fejocistas del pueblo:
[…] en mi hora suprema os doy algunas recomendaciones: perseverad en vuestras tareas y en vuestro comportamiento, para ser fieles soldados de Cristo. Es y será siempre de quien recibiréis una paga abundosa y que no finalizará jamás. Resignado y conforme a la divina voluntad entrego todo lo que soy, puesto que todo de Él he recibido, y os ruego que me incluyáis en vuestras plegarias.
Como autor de este libro, no puedo elidir la ocasión de hacer un inciso en relación con estos textos. A un lector no creyente o agnóstico, o para los que no han recibido una formación católica —deseo que a todos ellos les interese el libro—, les puede sorprender la mística subyacente de los escritos de las personas que se saben condenadas a muerte. Les invito a efectuar un análisis semántico de los textos y a concluir conmigo que la sumisión trascendente que demuestran no tiene ningún componente iniciático o esotérico, sino que sus mensajes se basan en una fe libremente aceptada que, más allá de la salvación particular, predica una doctrina de perdón y de amor. El valor espiritual de estas cartas, así pues, creo que debe ser visto con la debida admiración a aquellas personas que, aun sabiendo que habían sido sentenciadas a muerte, no apostatan de sus creencias ni recomiendan venganza alguna.
El tono crítico también abunda en algunos escritos de los sacerdotes asesinados. Es el caso de unas notas de mosén Jeroni Fábregas, vicario de Vilabella, encontradas tras su fusilamiento, el 20 de enero de 1939, justo al final de la guerra. La circunstancia de haber vivido todo el conflicto, incluso desde el frente del Ebro, y su juventud —tan sólo tenía 29 años—, dan un valor complementario a sus palabras.
La Iglesia venera dos santos, albañiles de oficio, que consiguieron el martirio porque se negaron a edificar un templo a la falsa divinidad. Nuestros católicos han destrozado, quemado y demolido imágenes y templos contra la voluntad de Dios, por miedo a las pistolas. Y lo más triste es que de esta apostasía colectiva ha quedado la imagen de que tienen las manos limpias. Dios quiso poner a prueba la fe que tanto cantábamos y nosotros le hemos mostrado la cobardía.
El padre Josep Domingo, vicario de la parroquia de Sant Joan de Tarragona y alma de su Casal Catequístico, fue una de las personas asesinadas del grupo que el «Sec de la Marinada» se había llevado del barco Río Segre el 11 de noviembre de 1936. Destaco el episodio porque en la decisión de matarlo hay una cuestión importante que debe tenerse en cuenta. Después de reconocerlo, dos niños del Casal pidieron a su padre, que era miliciano, que le salvase la vida. Después de que el padre intercediese, el comité resolvió que con más razón debía ser ejecutado porque era culpable de inculcar ideas cristianas a niños indefensos.
Una vez relatados estos casos como muestra de los 136 sacerdotes asesinados, sólo es necesario destacar otro hecho sorprendente: el treinta por ciento de los sacrificados tenía más de sesenta años, una edad que, entonces mucho más que hoy en día, suponía la vejez. Este dato, sumado a casos de tortura extrema —comprobada por dictámenes forenses—, añade a la persecución una nota de crueldad que merecería un análisis interpretativo más detenido.
El crimen colectivo más emotivo tuvo lugar en el Sanatorio de Calafell (Baix Penedés), regido por los Hermanos de San Juan de Dios y dedicado a la atención de niños enfermos. En un primer momento, parecía que el lugar no corría peligro debido a que incluso el comité de la playa de Calafell había ondeado allí la bandera de la Cruz Roja. Pese a la prevención, los milicianos de Vilanova i la Geltrú llegaron al Sanatorio el jueves 23 de julio, después de quemar la iglesia parroquial y la capilla del barrio de pescadores.
A lo largo de una semana, la situación fue tensa. El día 30, el jefe de las milicias comunicó a los religiosos —treinta y tres personas, entre novicios y hermanos— que al día siguiente serían sustituidos por enfermeras y que, por consiguiente, eran libres de abandonar el lugar, aunque no se les daría ningún salvoconducto por el hecho de partir. La comunidad optó por dividirse: cuatro hermanos y cuatro novicios se quedaron en el sanatorio para atender a los niños y el resto se marcharían. Al día siguiente, el día 31, después de un minucioso registro, se fueron en pequeños grupos hacia las estaciones de tren de Calafell y Sant Vicenç.
Antes de la llegada del tren, todos los que se encontraban en los andenes de ambas estaciones fueron detenidos. Tan sólo cuatro novicios, al ver los numerosos controles de milicianos que había por el camino, lograron escapar. Otro se salvó gracias a la intervención de un ferroviario, amigo de su padre. Los otros diecinueve fueron conducidos a la plaza de El Vendrell donde les sometieron a un simulacro de fusilamiento. A continuación, se les obligó a subir a un camión para ir, teóricamente, al local del comité de Vilanova. Sólo se separó del grupo, en la cabina del camión, a un hermano de nacionalidad argentina.
A sólo un kilómetro y medio de distancia, el camión se detuvo. Al principio, los milicianos apartaron a los cuatro novicios más jóvenes con el argumento de que por su edad no podían darse cuenta de que los habían engañado. Los otros dos novicios y los trece hermanos fueron fusilados allí mismo. Incluso tres de ellos, que con los primeros disparos habían logrado escapar, fueron perseguidos por el bosque y rematados.
Este episodio, por la meticulosidad y rotundidad con el que se planteó, además de ser —como he dicho— uno de los más emotivos y trágicos, demuestra con creces que las ejecuciones se llevaban a cabo con criterio y método, que sería como decir con estrategia y táctica y, sobre todo, con la garantía de una total impunidad.
La garantía tenía a menudo el aval gobernativo, tal como lo demuestra el segundo episodio trágico vivido por los Hermanos de San Juan de Dios. Los hechos tuvieron lugar el 9 de agosto. Siete hermanos legos del Orden Hospitalario, de nacionalidad colombiana, procedentes del sanatorio de Ciempozuelos (Madrid), llegaron a Barcelona en tren. Una vez detenidos, fueron llevados inmediatamente a la comisaría de Balmes. Al día siguiente, de madrugada, pese a todas las gestiones del cónsul de Colombia, fueron ejecutados en un lugar desconocido. La protesta oficial, posterior a los hechos, dice textualmente:
[…] Manifiesto a usted que han sido vilmente asesinados en esta ciudad por las llamadas milicias siete ciudadanos colombianos; a su tiempo advertí a quien correspondía que no se cometiera una imprudencia ni una precipitación con estos infelices, víctimas del odio y la insania de ciertas secciones armadas y prohijadas por el gobierno de Cataluña. No se me oyó. Se me desconoció toda autoridad para defenderlos y tomarlos a mi cuidado. Se me alegó el internacionalismo, la guerra y otras disculpas revolucionarias para impedirme verlos. Se les fusiló por el solo delito de ser sacerdotes (eran hermanos legos) de la religión católica y con el pueril pretexto que las cédulas estaban borrosas […].[177]
Obispado de Barcelona
En 1931, la diócesis de Barcelona, con 1.440.000 habitantes, estaba dividida en 302 parroquias, de las que 60 correspondían a la capital. También contaba con 522 capillas o santuarios. En 1936, ejercían el ministerio 1.251 sacerdotes, de los que fueron asesinados 277, además de 34 de los 450 que se habían refugiado en la capital y de 12 que fueron llevados presos de otros obispados.
La diócesis contaba con la presencia de 35 órdenes masculinas que agrupaban a un millar de religiosos, de los que 425 fueron asesinados, además de 112 de los muchos que se habían refugiado en la capital, procedentes de otros obispados. Las órdenes femeninas contaban con treinta familias con un total de 1.137 monjas, de las que mataron a 46.
Resulta difícil hablar de la persecución religiosa en la diócesis de Barcelona sin caer en el peligro de acumular datos, listas y referencias que darían como resultado un efecto contrario a la síntesis y la visión con perspectiva que pretende este libro. Me limitaré, pues, a citar los casos más emblemáticos. Por otro lado, debo destacar que el primer martirologio de las diócesis catalanas —y uno de los más completos— corresponde a la investigación exhaustiva y minuciosa elaborada por el historiador mosén Josep Sanabre que fue publicada ya en 1943.[178]
En primer lugar, debe mencionarse la muerte del obispo Manuel Irurita. El prelado, de origen navarro, había tomado posesión del obispado de Barcelona a primeros de mayo de 1930, después de haber ocupado durante cuatro años la sede de Lérida. Los dos nombramientos se habían llevado a cabo en el contexto de la dictadura de Primo de Rivera.
El estallido revolucionario sorprendió al obispo Irurita en el palacio episcopal, del que huyó el martes 21 de madrugada, cuando los grupos de milicianos ya asaltaban el edificio. Al salir, pudo refugiarse casualmente en casa de un feligrés, Antoni Tort, joyero, junto con su secretario y pariente. Permanecieron allí hasta el primero de diciembre de 1936, cuando una patrulla de control del Poble Nou los descubrió durante un registro domiciliario, por haber encontrado el nombre de Antoni Tort en una lista de peregrinos a Montserrat. Los milicianos se los llevaron, tanto a él y a su acompañante como a su anfitrión, con la hija y el hermano de éste, además de dos monjas que también se habían refugiado en la casa.
De la sede de la calle Pere Quart, donde fueron llevados en primera instancia, los cuatro hombres fueron trasladados al centro de detención de la calle San Elías. Dos días más tarde, en la madrugada del martes día 4 de diciembre, se tiene noticia de que se los sacó del centro de detención para llevarlos, probablemente, cerca del cementerio de Montcada en el que debían ser asesinados. Parece cierto que en un primer momento los milicianos no descubrieron la identidad del sacerdote que se hacía llamar Manuel de Luis. No obstante, informaciones indirectas acreditan que antes de salir de San Elías ya se había descubierto su verdadera identidad e incluso que se había pensado en la posibilidad de un rescate.
La muerte del obispo Irurita siempre se ha envuelto de un cierto grado de confusión. Por un lado, a través del testimonio de la superiora general de las Carmelitas se sabe que, a finales de septiembre de 1936, el obispo tenía previsto ser evacuado a Italia.[179] Esta información mantiene notables paralelismos con la que pudo recoger Josep Sanabre del cónsul francés en Barcelona, según la cual Antoni Tort habría acudido a visitarle en plena euforia anticlerical para que lo ayudara a expatriar a un obispo. La operación no se pudo llevar a cabo porque el prelado se negó a presentar la dimisión previa, que era la condición impuesta por el cónsul.[180]
También hay noticias de una iniciativa, fechada a primeros de 1938, de canjearlo por el diputado Manuel Carrasco i Formiguera, preso en Burgos, a la espera de la ejecución de la pena de muerte a la que había sido condenado el verano de 1937, después de su detención por la marina franquista. El hecho desconcierta en primer lugar por las fechas, ya que, según la versión oficial comentada, el obispo Irurita habría sido asesinado en diciembre de 1936 y también porque al tratarse de una autoridad eclesiástica relevante parecería natural que el gobierno de la Generalitat, después de saber de su desaparición, hubiera intervenido con más celeridad. La desidia, en este caso, si que puede tener relación directa con la hostilidad que Irurita había manifestado repetidamente contra la República, como lo atestigua el hecho que pocos días antes del alzamiento militar opinase —según le dijo al padre Josep Maria Llorens— que Cataluña debía armarse tal como lo hacía Navarra.[181]
Miguel Mir, en el libro Entre el roig i el negre, da alas a la hipótesis de que se salvó. Esa opinión ya había sido planteada por algunos testigos que afirmaban haberlo visto después de la guerra. Tal posibilidad, defendida por Hilari Raguer en numerosas ocasiones, ha recibido últimamente el aval de un documento de Antoniutti al Papa —descubierto por el mismo Raguer en los archivos vaticanos del pontificado de Pío XI abiertos recientemente a los historiadores— donde se menciona una entrevista mantenida en 1937 con Franco en la que hablaron de las gestiones del gobierno de Burgos para conseguir salvar al obispo de Barcelona.
Esta versión choca aparentemente con el resultado de las pruebas de ADN que se llevaron a cabo en el año 2000 que certifican, con un alto índice de probabilidad, que los despojos que se conservan en la catedral son ciertamente los del cardenal Irurita. La única explicación que permitiría conciliar las dos versiones es que los restos correspondieran a los de un familiar.
Sea como fuere, el hecho de que localizaran al obispo ocasionalmente a través de una lista de peregrinos a Montserrat demuestra una vez más la voluntad persecutoria de los comités y patrullas. La capacidad detectivesca también se evidenció en el hecho de que, tres meses después del enfrentamiento que tuvo lugar frente al convento de los Carmelitas de la Diagonal, uno de los frailes que resultó gravemente herido, encontrado convaleciente por una patrulla en el hospital de Sant Pau, fuera lanzado al mar el día 10 de octubre, en el Pas de la Mala Dona de las costas del Garraf.
Que ni el estado de salud ni la edad fueron obstáculos para ser víctimas de la tragedia se hizo evidente en el asesinato del padre Miguel Piera i Martí, quien con ochenta y tres años había sido trasladado del balneario de Vallfogona de Riucorb a un domicilio privado de la calle Valencia de Barcelona. Descubierto el 8 de agosto a las once de la mañana, esa misma noche fue encontrado muerto en la parte alta de la Diagonal. Un caso parecido fue el del padre Valentí Saladefont, de setenta y dos años. Escondido en casa de su hermano, en Torrelavid, el 12 de agosto fue descubierto y asesinado de inmediato. Y el padre Gaietà Clausellas, de setenta y tres años, que, detenido el 14 de agosto de 1936 en el asilo de Sabadell, fue ejecutado en la carretera que va desde esta población a Sant Julia d’Altura.
En la diáspora provocada por el terror, muchos curas y religiosos buscaron refugio en casas de familiares o amigos. El peligro que corrían se hace evidente en el caso del padre Gil Parés, de la parroquia de la Sagrada Familia. Las patrullas de control, después de varias pesquisas, lo localizaron en el domicilio de Clodovir Coll, en la calle Mallorca, en un piso diferente del que era el habitual del sacerdote, que estaba refugiado en otro piso del mismo edificio, propiedad de doña Consol Puig. El grupo de milicianos que lo descubrió optó por llevárselos a los tres y fueron encontrados muertos tras el Hospital de Sant Pau.
La condena a muerte no era exclusiva de los que acogían a un religioso en su casa. Cualquier gesto que pudiera interpretarse como una intercesión a favor de la Iglesia, e incluso a favor de los bienes materiales de carácter religioso podía ser considerado razón suficiente para depurar a quien osara manifestarlo. Tal es el caso de Jaume Busquets, el organista de la iglesia de Sant Josep de Grácia —de los Josepets—, que fue fusilado el 23 de julio por haber querido convencer a los milicianos que destruían la iglesia de que detuvieran la demolición.
La ingenuidad también salía cara. El lunes 20, cuando aún estaba fresco el alzamiento militar, cuatro jesuitas de la Casa de Ejercicios de la Bonanova optaron por dirigirse a la sede de un sindicato de la calle Gran de Grácia para consultar qué debían hacer. Esa misma tarde los cuatro fueron fusilados cerca de Sant Genís dels Agudells.
El goteo de muertos individuales o en pequeños grupos fue habitual entre el clérigo secular de la ciudad y la diócesis de Barcelona. En el caso de las órdenes religiosas, la persecución presenta episodios colectivos importantes. Los más destacables fueron los de los benedictinos, los agustinianos, los gabrielistas y los maristas.
El 19 de julio la comunidad benedictina de Montserrat temía la llegada de las Patrullas de Control de Monistrol. Puestos en contacto con la Generalitat, el conseller España, el mismo día 21, declaró el monasterio de interés público e hizo llegar hasta allí una dotación de los Mossos d’Esquadra y un delegado del Gobierno para que se encargara de la seguridad del recinto, cargo que ocuparían sucesivamente los diputados Joan Soler i Pla, Joan Puig i Ferrater y Caries Gerhard. A instancias del Gobierno, la comunidad abandonó el monasterio. El 27 de julio no quedaba ningún monje en Montserrat, salvo unos cuantos enfermos. A lo largo de 1936 y 1937, por varias razones y en varios momentos y lugares, veintitrés miembros de la comunidad benedictina fueron asesinados a sangre fría. El caso más notorio es el de los seis monjes que vivían en el número 7 de la Ronda de Sant Pere de Barcelona. Aunque frente a la puerta destacaba un distintivo del gobierno de la Generalitat, el 19 de agosto por la noche un grupo de milicianos entró y se los llevó presos. De madrugada, los cuerpos fueron encontrados en la calle Garrofers.
Los agustinianos, vinculados históricamente con la rambla de Santa Mónica y con la iglesia de Sant Agustí, ya habían sufrido notables bajas durante los disturbios de 1835. En julio de 1936 sólo tenían abierta en la ciudad de Barcelona una casa de convalecencia en el número 63 de la Travessera de Dalt. Al inicio de la revolución, la comunidad se repartió en diferentes casas de acogida. Una gestión cerca del consulado británico fue la causa de que la FAI conociera las direcciones de los pisos. Aunque era una comunidad de ancianos y enfermos, el 21 de septiembre de 1936 las patrullas de control detuvieron a la mitad de los miembros, que desaparecieron el 12 de octubre.
Los gabrielistas, una congregación francesa dedicada a la enseñanza, se habían instalado desde inicios de siglo en la diócesis de Barcelona. La orden tenía su noviciado en Can Valls (Sant Vicenç de Montalt) y dos escuelas para chicos —siete en el conjunto de Cataluña—, una en Viladecans y la otra en Sant Adriá del Besós. La comunidad de Sant Vicenç de Montalt, de manera excepcional, había podido llevar una vida bastante regular hasta el día 7 de noviembre, cuando cuarenta y cuatro hermanos y su cura fueron apresados y trasladados al centro de detención de San Elías. Dos días más tarde, cinco de ellos —de nacionalidad francesa—fueron liberados. Del resto, junto con el sacerdote, no se volvió a tener noticia alguna. Se supone que fueron ejecutados el día 11. Muchos de ellos no llegaban a los treinta años.
Uno de los casos más escandalosos fue el de los maristas. En el número 7 de la calle Serra de Barcelona estaba la sede de la curia provincial que agrupaba a todas las casas de Cataluña, Aragón, Levante, Andalucía y Centro. En total, de la provincial dependían setecientos diecisiete religiosos y varios centenares de estudiantes.
La preocupación del superior, Laurentino Alonso, crecía a medida que observaba el incremento imparable de muertos de su comunidad que, a mediados de septiembre, ya superaba la docena.
Por esa razón avaló la iniciativa del hermano Epifanio, director del Colmlegi de la Immaculada de la calle de Llúria quien, tras haber sido preso, había sugerido a uno de los milicianos que podrían acordar un rescate por el conjunto de todos los religiosos de la comunidad que se encontrasen en zona republicana, de tal manera que pudieran atravesar la frontera hacia Francia. El 23 de septiembre, en el café El Tostadero de Barcelona se reunieron para cerrar el trato Aurelio Fernández y Dionís Proles de la FAI, Antoni Ordaz de la CNT y Lluís Portela del POUM con los hermanos Virgilio, procedente de Murcia, Louis Aragon, adjutor, y el ya citado hermano Epifanio por parte de los maristas. Se acordó un pago de doscientos mil francos franceses en dos plazos. La primera expatriación estaría destinada a estudiantes y pasaría la frontera el día 4 de octubre. La recogida de los chicos llegó a hacerse en coches de la FAI. La evacuación se llevó a cabo sin problemas, salvo por la negativa a dejar salir a treinta hermanos porque eran mayores de veinte años, con la promesa de que formarían parte de la siguiente expedición, que se acordó para el día 7.
Aquel día, el punto de concentración fue el puerto de Barcelona. Se acogieron a la convocatoria ciento siete maristas más que fueron embarcados en el barco San Agustín que tenía que trasladarlos al francés En fa. En lugar de ese tránsito, el 8 de mayo a media mañana los milicianos los obligaron a abandonar el barco y a subir a unos autobuses que los condujeron directamente al centro de detención de San Elías.
Mientras tanto, el adjutor, el hermano Louis Aragon, fue detenido a su llegada al aeropuerto del Prat, desde donde se le condujo a otro centro de detención de la calle Provença, cerca de la Sagrada Familia. Una semana más tarde, fue trasladado a la Modelo. Los francos correspondientes al rescate desaparecieron.
En el centro de San Elías las cosas no podían ir peor. Al caer la noche fueron llamados, uno por uno, los que formarían parte del primer «paseo». El padre provincial y cuarenta y cuatro hermanos más formaban parte de ese grupo. Esa misma noche los fusilaron a todos cerca del cementerio de Montcada.
Los sesenta y dos restantes salvaron la vida gracias a la intervención casual de un teniente de los Mossos d’Esquadra, hermano de uno de los maristas, quien alertado de la tragedia solicitó su liberación a Aurelio Fernández. Una vez hubo liberado a su hermano, dado que supo por el mismo Fernández que al día siguiente pensaban fusilar al resto, el teniente optó por comunicarlo al gobierno de la Generalitat que, después de deliberar —cabe recordar que tres consellers eran entonces miembros de la CNT—, forzó el traslado de los presos a la Modelo.
Los hechos provocaron, después de los Fets de Maig de 1937, la apertura de un sumario para procesar a Aurelio Fernández. Sorprendentemente, la causa alegada fue por estafa ¡y no por asesinato! Y más sorprendente todavía es que aunque Juan García Oliver, después de los hechos — y, por tanto, después de haber ocupado el cargo de ministro de Justicia—, defendiese la actuación de Fernández, además de denunciar que el dinero confiscado al hermano Aragon había sido entregado a Josep Tarradellas, el entonces conseller de Hacienda[182].
De las comunidades de religiosas, la que fue perseguida con más violencia fue la de las Mínimas, congregación penitente fundada en el siglo XV por Francesc de Paula y establecida en Barcelona desde el siglo XVII Tenían la casa provincial en Horta, donde vivían nueve monjas. El viernes 24 de julio, los milicianos fueron a buscarlas. Las localizaron en una torre vecina en la que se habían refugiado, en compañía de la hermana de una de ellas. Las trasladaron en camión y las tirotearon en el camino próximo de Sant Genís dels Agudells. Las fotografías de los cadáveres demuestran la gratuidad de la violencia con la que fueron asesinadas. Es un caso evidente de que el peligro contrarrevolucionario no era la causa de la persecución.
La persecución religiosa no se limitó, como ya se ha dicho, a los sacerdotes y a los miembros de congregaciones. Se sabe que afectó también a muchos laicos, asesinados a causa, o también por causa, de su fe cristiana. A menudo, no obstante, resulta difícil determinar hasta qué punto la manifestación pública de su fe —o, por contra, otras razones derivadas de su profesión y relieve social— fue la razón de formar parte de una lista de condenados a muerte. Por consiguiente, son pocas las ocasiones en las que estos casos pueden documentarse. No obstante, en la diócesis de Barcelona hubo dos de evidentes y destacables.
Uno de ellos ocurrió el día de la Mercé de 1936. La familia Armengol-Serra, procedente de Albesa, había abierto el año 1931 una panadería en la plaza de la Bonanova. Se trataba de una familia numerosa —¡con diez hijos!— y muy activa en la parroquia. Por ambas razones eran muy conocidos en el barrio. Uno de los hijos, Plácid, había cantado su primera misa en el mes de abril, y una de sus hijas, Encarna, también era religiosa. El 19 de julio Encarna se refugió en su casa acompañada de una aspirante nicaragüense. Esa circunstancia permitió que, a través del consulado de aquel país, el hijo sacerdote y dos compañeros suyos pudieran expatriarse.
A lo largo de las semanas, los milicianos y las Patrullas de Control habían registrado el domicilio de la familia en más de una ocasión sin tomar jamás represalia alguna. Incluso alguna vez la madre había querido explicarles las razones de su fe. El 24 de diciembre, de madrugada, las cosas fueron de otro modo. Los milicianos llevaban una orden de la FAI para llevarse a los hombres a declarar. Así fue como obligaron al padre, a los tres hijos mayores y, también, al repartidor de la panadería a que los siguieran. La madre quiso ir también. Se los llevaron en dos coches a la carretera de la Arrabassada donde los fusilaron a los seis.
Este episodio de violencia gratuita conmovió al barrio y a la ciudad. Tres días más tarde, mucha gente, venciendo al miedo, siguió la procesión fúnebre —exenta a la fuerza de símbolos religiosos— hasta el cementerio.
El otro caso, bien documentado, tuvo lugar el 24 de julio de 1936. El notario de Terrassa, Francesc de Paula Badia i Tobella, de cuarenta años y padre de siete hijos, estaba almorzando en la casa que tenía en Matadepera cuando una patrulla de milicianos acudió a detenerlo.
El notario Badia había destacado desde joven por su compromiso, como seglar, con las tareas de renovación litúrgica y de formación catequística. La defensa de una Iglesia de espíritu evangélico, de inspiración montserratina y no beligerante le había hecho discrepar en más de una ocasión del obispo Irurita.
Los últimos años había colaborado activamente en la constitución de mutuas de padres de familia que amparasen legalmente a los colegios confesionales. Cuatro días antes de la detención había impartido la lección inaugural de un curso de reflexión sobre las encíclicas sociales. Su condición de militante de Unió Democrática de Catalunya hacía que destacase como defensor, al mismo tiempo, de las libertades de Cataluña y del compromiso social de los católicos.
Todo ello explica que, cuando acudieron a detenerlo acusándolo de burgués, él, después de negarlo, respondiera: «Si me apresáis como católico, os digo que lo soy con toda mi alma».
Esa misma tarde Francesc de Paula Badia fue asesinado junto con siete industriales textiles de Terrassa cerca de la Font de l’Olla, en la carretera de Talamanca.
Obispado de Lérida[183]
Hasta el año 1998, el territorio de la diócesis de Lérida se extendía a caballo entre Cataluña y Aragón y ocupaba parte de la denominada Franja de Ponent. En las 326 parroquias[184] la persecución religiosa fue especialmente intensa y cruel. Dos de cada tres curas fueron asesinados, hasta un total de 270. En Lérida, las comunidades religiosas femeninas eran mucho más importantes que las masculinas. Mientras que había casi quinientas monjas, el número de religiosos no llegaba al centenar. El censo de seminaristas en 1931 era de 196. En resumen, seis de cada mil habitantes pertenecían al clero.
La explicación de la abundancia de víctimas sacerdotales puede encontrarse en la composición del Comité de Salud Pública, formado el 20 de julio, que quedó exclusivamente en manos del POUM, la CNT y la UGT. El comité nombró directamente al Tribunal Popular, que empezó a actuar el 22 de agosto. También puede deberse al hecho de que Lérida fuera un lugar de paso de las columnas de milicianos que, tras haber abandonado Barcelona los primeros días de la revolución, se dirigían en dirección a Zaragoza para conseguir liberar la ciudad de los militares sublevados que habían conseguido ocuparla. Por encima de todo, hay que destacar el paso de la de Durruti, que tenía al coronel Pérez Farrás como asesor militar, y la de Los Aguiluchos, capitaneada por Juan García Oliver.
De hecho, a lo largo de los años anteriores, desde la proclamación de la República, el ambiente social de aquellas comarcas ya era muy hostil hacia todo lo que representara o tuviera vinculación con la religión. La actitud de rechazo se hizo más notoria en las zonas rurales. En Vilanova de Sigena y en Torres de Segre, por ejemplo, ya se habían dado casos de violencia en 1933 y 1934.
El obispo de Lérida, Salvi Huix i Miralpeix, natural de Vic, había llegado a la ciudad el 5 de mayo de 1935. Hacía, pues, un año que regía los destinos de la diócesis, con una atención especial a los jóvenes —había potenciado mucho la Federació de Joves Cristians— y a los sacerdotes ancianos. Anteriormente había sido profesor del seminario de Vic y, desde 1927, obispo de Ibiza.
El martes 21, a mediodía, era ya evidente que el palacio episcopal sería ocupado por los milicianos. Entonces, los más cercanos al obispo le convencieron para que lo abandonase y le facilitaron una cédula de identidad falsa que rechazó alegando que jamás negaría su condición de obispo. Al principio se refugió en una masía del hermano del portero del palacio episcopal, a unos diez minutos a pie. El jueves, el cabeza de familia, atemorizado, le manifestó que no podía permanecer en su casa durante más tiempo.
El obispo Huix partió esa misma noche con la idea de refugiarse en alguna población vecina. No obstante, al pasar cerca de un control de la Guardia Civil en las afueras de la ciudad, optó por entregarse. Desde allí fue conducido por guardias de asalto a la prisión, a la que llegó antes de medianoche. Su estancia se prolongó durante dos semanas. El 5 de agosto le comunicaron que sería trasladado a Barcelona, en compañía de veintiún presos más. La orden, que procedía del gobierno de la Generalitat, había sido mal recibida por el Comité de Salud Pública, que se resistía a cumplirla. La realidad fue que, de madrugada, iniciaron el viaje acompañados de un pequeño destacamento de la Guardia Civil, pero al llegar a la altura del cementerio municipal, un grupo de milicianos armados les obligaron a detenerse y fusilaron a todos los detenidos. El obispo solicitó ser el último para poder auxiliar a sus compañeros de presidio en el momento de su muerte.
La orden religiosa más castigada por la persecución en el obispado de Lérida fue la de los claretianos, sobre todo porque en esta ciudad fue asesinado un numeroso grupo procedente del obispado de Solsona. Efectivamente, la orden de los claretianos, fundada a mediados del siglo XIX para suplir las tareas predicadoras de muchas congregaciones que habían sido disueltas en 1835, tenía una de sus sedes principales en el edificio de la antigua Universidad de Cervera, donde en 1936 residían 123 religiosos. A instancias del ayuntamiento que les facilitó autobuses, 102 de estos claretianos partieron a última hora de la tarde del martes 21 de julio. Pasaron las dos primeras noches en el convento de los mercedarios de la Manresana, cerca de Calaf. Ante el temor a que los milicianos de la localidad fuesen a buscarlos, el jueves decidieron dispersarse en pequeños grupos. La mayoría de ellos optó por retroceder en dirección al Mas Claret, una propiedad de la orden cercana a Cervera. Cuando el viernes por la mañana intentaron entrar en ella, un grupo de milicianos enviado por el comité de Cervera lo impidió. Entonces se formaron dos expediciones. Una, con catorce estudiantes y dirigida por el humanista Manuel Jové, hijo de Vallbona de les Monges, optó por ir hacia esa población. Cuando estaba a punto de llegar fueron descubiertos por unos vecinos de Ciutadilla, que optaron por llevarlos ante la presencia del comité del pueblo. Al día siguiente, atados de dos en dos, subieron a un camión que debía trasladarlos a Lérida. El domingo 26 a mediodía, al llegar a la capital, mientras pasaban cerca del cementerio, los milicianos que estaban allí convencieron a los de Ciutadilla de que no hacía falta llevarlos hasta el comité. Fueron asesinados allí mismo, en presencia de muchos leridanos.
Dos días antes de que los claretianos murieran, quince sacerdotes parroquiales detenidos en Fraga fueron también ejecutados junto con veinticuatro seglares detenidos, en su mayoría, por ser católicos.
La madrugada del viernes 21 de agosto tuvo lugar otro caso trágico. Tres días antes se había creado el Tribunal Popular, que debía comenzar sus sesiones el sábado. Tensiones internas y presiones de los sectores más radicales impulsaron el Comité de Salud Pública, que se había distinguido por haber actuado con total impunidad y contundencia contra todo aquel que se mostraba desafecto para con la revolución, a cometer un asesinato masivo de presos. Poco después de medianoche, lista en mano, llamaron a setenta y nueve presos —de los que setenta y cuatro eran eclesiásticos— y, atados por los codos de dos en dos, fueron llevados en ocho camiones a las afueras de Lérida. En el cruce de la carretera de Barcelona con la de Tarragona, un grupo de unos doscientos milicianos obligó al convoy a retroceder hasta el cementerio. Alrededor de las dos de la madrugada los detenidos fueron asesinados de doce en doce. Las crónicas dicen que los condenados cantaban el Magnificat y que sólo se remataba a los moribundos que respondían con un gesto si habían quedado malheridos. En este episodio encontramos uno de los diálogos más patéticos y macabros de la persecución. Uno de los fusilados, el padre Josep Franch, rector de la parroquia del Carme de Lérida, en lugar de responder a la pregunta pidió al verdugo que debía rematarlo que le dejase acabar de rezar el Credo. «De acuerdo, pero sea breve, porque no estoy acostumbrado a esperar.» Segundos más tarde, el padre Franch exclamaba: «He acabado y os perdono».
La escena deja constancia una vez más del grado de convicción en la fe cristiana de los sacerdotes y religiosos que perdieron la vida por su condición de eclesiásticos. El hecho de no haber encontrado casos de apostasía demuestra una coherencia doctrinal muy elevada y admirable.
Otro diálogo demuestra hasta qué punto la fe cristiana era para muchos de los grupos de milicianos que cometían los asesinatos un hecho determinante y obsesivo. La escena se sitúa el 7 de agosto en una huerta de Alguaire donde vive recluido el padre Jaume Randúa, de setenta y tres años, párroco de Sant Faust. Un grupo de milicianos va a su encuentro y le pregunta: « ¿Dios existe?». La respuesta es clara: «Ciertamente, Dios existe». Uno de los milicianos, aun sabiendo que después lo fusilarían, le soltó: «Si no fuera porque eres un viejo, te pegaría una bofetada». La reacción, a medio camino entre el respeto y el cinismo, demuestra hasta qué punto los perseguidores consideraban que la religión —y no el grado de participación de la Iglesia en el alzamiento militar— era un hecho alienante y, por tanto, el principal enemigo de la revolución.
La impunidad con la que las patrullas de milicianos actuaban, sobre todo durante las primeras semanas, explica que en algunos casos las ejecuciones se hicieran a pleno día y en medio de la ciudad. Tal es el caso de la muerte del doctor Josep F. Cortecans, canónigo de la catedral y profesor de filosofía del seminario, que fue asesinado el domingo 26 de julio por la mañana, delante del quiosco de Montmartre. Otro caso es el del sacerdote y compositor Ramon Esteve, que era organista de la catedral. En uno de los primeros días de la revolución lo sacaron de su domicilio y, tras perseguirlo y maltratarlo por las calles de la ciudad, lo asesinaron delante mismo del Casino Principal. Los cadáveres de los asesinados normalmente quedaban en medio de la calle sin que nadie osara tocarlos hasta que llegaba el Punt blau, que es como se conocía al camión que los recogía y que llevaba un distintivo de ese color.
Son varias las crónicas que coinciden en el hecho de que, sobre todo en Lérida capital, se formaban con cierta facilidad grupos de hombres y de mujeres que incitaban a los milicianos a matar a cualquier detenido sospechoso de ser fascista. Y a los curas especialmente.
La acusación de fariseísmo con la que a menudo se atacaba a la Iglesia, para poner en evidencia que nadaba en la abundancia cuando el pueblo vivía en la miseria, parece que debería haber ahorrado la muerte a los curas rurales que, en algunos casos, sobre todo después de que la nueva Constitución republicana les hubiera suprimido la paga, no tenían ni para vivir. Ése era el caso del padre Antoni Pleyán, párroco de Ilche, que, para sobrevivir, había vuelto a casa de sus padres, en Fonz, donde lo detuvieron. Fue asesinado en un bosque cercano después de que unos milicianos del pueblo le avisaran para que huyera por un camino, el mismo en el que fue encontrado muerto. Si se pudiera confirmar que el aviso fue una trampa, nos encontraríamos ante otro caso de acción violenta más allá de sus municipios promovida por los milicianos del mismo pueblo —sin presión ni ayuda externa—, un hecho que en Lérida fue más frecuente que en el resto de Cataluña. Eso no obsta para que algunos comités destacaran por su actividad represiva más allá de sus municipios, como es el caso del de Graus y el de Tremp.
En pueblos y ciudades se habían efectuado llamamientos a la población para que se denunciara a cualquier sacerdote o religioso que hubiera conseguido esconderse. Así, el azar podía convertir un gesto inocente en una delación. Ése fue el caso del padre Caries Martí, párroco de Alcarrás, quien de camino a la Granadella —en busca de un refugio seguro—, mientras pasaba por Albatárrec, saludó a unos campesinos que iban en un carro. Era el 20 de julio. Un niño, espontáneamente, gritó: «Es el padre Garles». Fue su sentencia de muerte, ya que una denuncia puso a los milicianos sobre la pista.
El estado físico tampoco constituyó un motivo para ahorrarles la muerte a los sacerdotes. La condena venía por el simple hecho de serlo. El caso más extremo fue el del padre Ramon Camarasa, de sesenta y cinco años, que, siendo ciego, había dejado la parroquia de Alberola y residía en Balaguer. El 25 de septiembre fue localizado y fusilado camino del cementerio.
La lectura detallada de cada una de las crónicas de la muerte de los doscientos setenta sacerdotes permite llegar a la conclusión de que la tortura precedió en algunas ocasiones a la ejecución de la pena capital. Algunos casos, como el de Andreu Montardit, vicario de Almatret, obligado a caminar con el vientre reventado, o el de Jaume Cabiscol, párroco de Albagés, arrastrado tras el camión con las manos atravesadas por un gancho, hacen pensar que en el hecho de matar al sacerdote había un componente importante de emulación de las crónicas inquisitoriales y/o también del sadismo como transgresión revolucionaria.
Al hablar de la Federació de Joves Cristians de Catalunya se ha dicho que ascienden a más de tres centenares los inmolados que pertenecían a ella. El compromiso público de los fejocistas con el país y con la Iglesia los situaba en el punto de mira de las patrullas de milicianos que pretendían la «salud pública» de la revolución. Pese a todo, muchos casos han permanecido en el anonimato. La crónica de su muerte forma parte tan sólo del recuerdo de sus familiares y amigos. Además, como en el caso de tantos y tantos seglares, es difícil determinar si la manifestación pública de su fe fue la causa única o principal por la que fueron asesinados.
No obstante, la ciudad de Lérida fue testigo de un caso singular, el aprisionamiento y ejecución de Francesc Castelló i Aleu. Castelló, que había nacido en Alicante en 1914, había llegado a Lérida para trabajar como químico en la empresa Cros. En el mes de julio de 1936 lo llamaron a filas. Pese a su condición de soldado republicano, el mismo día 20 de julio de 1936 fue detenido junto con siete compañeros más por las milicias que gobernaban la ciudad. Un mes más tarde, el 29 de septiembre, todos ellos fueron llevados ante el Tribunal Popular que funcionaba en la Paeria. Al principio fue acusado de fascista por haber encontrado en su casa libros para aprender italiano y alemán. Una vez aclarado que los necesitaba para su profesión, el fiscal lo condenó —sólo por haber respondido afirmativamente cuando se le preguntó si era católico. La pena capital se ejecutó esa misma noche. De él se conocen bien las cartas que en las horas de capilla escribió a sus hermanas y a su tía, a su novia y a un cura residente en Cuba con el que compartía la pasión por la ciencia. La carta a Mariona, su novia —que ya había sufrido la muerte de dos hermanos—, resume como ningún otro documento la mística que permitía a muchos de los perseguidos —sacerdotes y laicos— transformar el dolor en riqueza espiritual. La carta dice así:
Querida Mariona:
Nuestras vidas se han unido y Dios ha querido separarlas. A Él ofrezco con toda la intensidad posible el amor que te tengo, mi amor intenso, puro y sincero. Siento tu desgracia, no la mía. Debes estar orgullosa, dos hermanos y tu prometido. Pobre Mariona.
Me pasa algo raro: no puedo sentir pena alguna por mi suerte. Una alegría interna, intensa, fuerte me invade del todo. Quisiera escribirte una carta triste de despedida, pero no puedo. Estoy completamente rodeado de ideas alegres como un presentimiento de la Gloria.
Quisiera hablarte de lo mucho que te hubiera amado, de la ternura que te tenía reservada, de lo felices que habríamos sido. Pero para mí todo eso es secundario. Debo dar un gran paso. Hay algo que sí quiero decirte: cásate si puedes. Yo desde el cielo bendeciré tu unión y la de tus hijos. No quiero que llores, no quiero. Quiero que estés orgullosa de mí. Te amo. No me queda tiempo para nada más.
Francesc
Obispado de Solsona[185]
En 1931, la diócesis contaba con 175 parroquias, pero además extendía los lugares de culto a cerca de 500 ermitas y santuarios. El censo eclesiástico constaba de 479 presbíteros, 128 seminaristas, 150 religiosos y 325 monjas. La suma de estas cifras representaba casi un diez por mil de la población, muy por encima de la media. La revolución de 1936 acabó con la vida de 60 sacerdotes —un 15,7% del total— y 106 religiosos. Esta cifra abarca el total de los asesinados dentro y fuera de los términos diocesanos y, por tanto, también se cuentan los claretianos asesinados en Lérida. El total de 166 llega a 208 si se suman los eclesiásticos hijos del obispado, residentes fuera de él, que también fueron asesinados.
De los once arciprestazgos en los que se dividía el obispado, hubo algunos en los que se mataron a muy pocos clérigos. Destaca el caso de Cardona, donde de 37 sacerdotes parroquiales sólo mataron a uno hacia el final de la guerra. Sería mejor decir que sólo consiguieron matar a uno, ya que los milicianos de Súria y de la misma Cardona, en más de una ocasión, tuvieron la voluntad de detenerlos y eliminarlos. En Solsona capital la persecución también fue de baja intensidad. La actitud decidida de los payeses y la geografía agreste de la zona explican que muchos curas y religiosos encontrasen amparo allí.
No obstante, hablar del obispado de Solsona es hablar, ante todo y una vez más, de los claretianos que residían en el edificio de la antigua Universidad de Cervera. Tal como hemos visto al hablar de Lérida, después de que el ayuntamiento de Cervera invitara a los claretianos a abandonar la ciudad, un grupo de quince religiosos acabó en manos del comité de Lérida que los ejecutó el 26 de julio.
Pero la congregación de Sant Antoni Maria Claret vivió la tragedia de ver morir a dos grupos más de miembros de la comunidad. Cuando los frailes salieron de Cervera en autobuses, se optó por dejar en el hospital a nueve hermanos que no podían hacer el esfuerzo físico que aquello representaba, acompañados por tres miembros de la comunidad que los cuidaban. La situación era tolerada por las nuevas autoridades. El 17 de octubre, a las once y media de la noche, un grupo de milicianos fue a buscarlos a todos y, aunque muchos estaban enfermos y no podían valerse por sí mismos, de madrugada los fusilaron junto con tres seglares. El caso más significativo dentro de este grupo fue el del padre Buxó, que era médico, ya que algunos de los que dispararon contra él habían sido pacientes suyos.
Los claretianos tenían también, desde 1920, una masía cerca de Cervera, el Mas Claret, el lugar en el que intentó refugiarse en primera instancia el grupo que acabó en Lérida. Tal como se ha dicho, el comité de Cervera impidió que vivieran allí más religiosos que los dieciocho habituales. Éstos pudieron llevar una vida más o menos normal durante tres meses, salvo por el sufrimiento causado por los hermanos muertos y por el peligro que corrían. El episodio del 17 de octubre, que era domingo, fue el aviso inminente de su muerte. Efectivamente, el lunes a las cuatro de la tarde llegaron los milicianos. Eran alrededor de treinta. Obligaron a los religiosos a tomar el camino conocido como de los Hostals, donde fueron ametrallados. Sólo dejaron con vida a uno de los religiosos, el hermano Bagaria, para que cuidara de la masía. Su testimonio hizo posible la reproducción de los hechos.
Al total de 45 claretianos muertos en el conjunto de los tres episodios colectivos, debemos añadir los veintitrés que fueron perseguidos individualmente. Uno de los casos más emblemáticos fue el del hermano Ferran Saperas. Había ingresado en la orden en 1928, después de cumplir el servicio militar y de vencer los recelos de su madre, que había quedado viuda cuando él tenía siete años. Desde 1930 se ocupaba de la portería de la comunidad. Huyendo de la persecución había ido a pedir trabajo y amparo en una masía del pueblecito de La Rabassa, a cinco kilómetros de Mas Claret. Al llegar allí lo vieron unos milicianos que habían ido a reclamar unas yeguas que el propietario quería guardar en las requisas. Debieron de sospechar y, aunque él dijo que era de las brigadasde trillado, lo obligaron a ir con ellos. Por el camino, dentro del coche, lo provocaron hasta que consiguieron que se delatara. Era el 13 de agosto. A lo largo de toda la tarde intentaron conseguir, con la promesa de que le salvarían la vida, que aceptase mantener relaciones con una prostituta. Ante su negativa fueron al cementerio de Tárrega, donde fue fusilado.
La voluntad obstinada del comité de Cervera de perseguir a los claretianos, así como la decisión inicial del ayuntamiento de obligarlos a abandonar la sede de la universidad tenía, además de todas las consignas recibidas, un plus añadido de los comités de ferroviarios que, ajenos al ritmo social de la ciudad y a la cultura del país, veían en la comunidad un símbolo que debían liquidar. La hostilidad que ya se había evidenciado en otras ocasiones había encontrado en los años de la República un cierto grado de complicidad del ayuntamiento, que exigía —sin éxito— convertir las aulas de la antigua universidad en escuela pública.
Otra comunidad de la diócesis que vivió la persecución colectivamente fue la de los franciscanos de Berga. En 1936 vivían en el convento 31 religiosos entre padres, hermanos, estudiantes y legos. El comité de Berga procuró que todos pudiesen encontrar un sitio en el que refugiarse. Un grupo de seis estudiantes, acompañados de un fraile lego, fueron a esconderse en el santuario de la Quar de La Portella, pensando que en aquel lugar solitario estarían seguros. Pese a las precauciones, un grupo de milicianos más radicales optó por ir a buscarlos al santuario el 31 de julio. Apresaron a cuatro de los estudiantes —los otros tres en aquel momento estaban fuera— y dos de los curas diocesanos que se habían unido a ellos. Los condujeron a pie hasta Gironella donde, al caer la noche, los asesinaron y los lanzaron a una fosa común.
En Tárrega, una de les pocas ciudades donde en febrero de 1936 había ganado el Front Catalá d’Ordre, todo hacía pensar que los eclesiásticos no corrían peligro. Pero un decreto de la Generalitat obligó a un cambio de gobierno que favoreció la inmunidad de los comités locales de milicianos. De un total de 38 sacerdotes diocesanos que tenía el arzobispado, asesinaron a once. Dos de los casos que produjeron más indignación fueron los de Francesc Roig, cura-maestro de la Escuela de la Santa Creu de Anglesola, y el del padre Lluís Sarret, organista de la parroquia de Tárrega y archivero municipal. El primero, después de cinco meses de prisión, fue condenado a muerte con el pretexto de «ser sacerdote y maestro, corruptor de inteligencias infantiles». La ejecución tuvo lugar la noche del 21 al 22 de enero de 1937. El caso de Lluís Sarret pone en evidencia la vergonzante pasividad del consistorio que consintió el asesinato del que a lo largo de más de diez años había sido el archivero de la ciudad. El hecho de que la detención tuviera lugar el 21 de septiembre, lejos del caos de los primeros días, aún añade más iniquidad a esta muerte, ejecutada en Manresa el 27 de septiembre.
En el mismo día que ejecutaron al padre Francesc Roig también recibió la pena capital el hermano Arnold de Mollerussa, que había sido detenido el día 24 de agosto. Y por la misma razón: «Por su profesión». De él se dice en la sentencia que en el colegio que dirigía —los hermanos habían abierto escuela en Mollerussa en 1905— «se instruía a la juventud que acudía a dicho Centro en los dogmas católicos, haciéndose propaganda político-religiosa». Por todo eso, el tribunal concluye que «debemos condenar y condenamos a la pena de muerte a Juan Font Taulat», que era su nombre civil.
El día 24 de agosto, en el mismo momento en que se producía la detención del hermano Arnold, los milicianos apresaron a Manel Barbal, también hermano de La Salle, que profesaba con el nombre de Jaume Hilari. Había nacido en 1898 en el pueblo de Enviny del Pallars Sobirà. En Mollerussa, en 1917, había empezado su tarea docente, que continuó a lo largo de seis años hasta que pasó a Manresa. Aquellos días de 1936 el hermano Hilari había morado en el colegio de paso a casa de sus padres. Alegando que su residencia habitual era en Cambrils, fue trasladado a Tarragona, donde el día 15 de enero de 1937, después de intentar sin éxito y con muchas vejaciones que rompiera su voto de castidad con prostitutas, fue ejecutado. Juan Pablo II reconoció la singularidad de su caso con el acto de beatificación celebrado el 19 de abril de 1990.
Los carmelitas tenían en Cataluña cuatro conventos de religiosos y cinco de monjas de clausura. El de Tárrega había sido habilitado en 1935 como noviciado. En julio de 1936 formaban la comunidad carmelita de Tàrrega doce personas entre sacerdotes, hermanos y novicios. A instancias del ayuntamiento, el 21 de julio de 1936 abandonaron el convento y se repartieron por casas particulares hasta que el 28, seguros de que no les pasaría nada puesto que habían conseguido un salvoconducto, se dirigieron discretamente hacia la estación para ir a Barcelona. Allí fueron detenidos por las Milicias Antifascistas. Ya de noche, los llevaron en un camión por la carretera de Cervera en dirección a Agramunt, hasta el paraje del Clot deis Aubins, donde los asesinaron y lanzaron sus cuerpos a un estercolero al que posteriormente prendieron fuego.
El hecho de quemar los cuerpos de las víctimas aparece frecuentemente en las crónicas de los asesinatos de religiosos. Dado que muchos fueron cometidos en verano, era habitual que los milicianos cubriesen los cuerpos con gavillas para prenderles fuego. Este interés por hacer desaparecer los cuerpos parece que tiene más relación con la voluntad de evitar la posible veneración como mártires que la de esconder el crimen cometido, ya que a menudo los verdugos contaban la narración sin reservas en los cafés de los pueblos.
Resulta difícil saber cuál era la percepción que tenía la gente de los pueblos y ciudades de los asesinatos. Cuáles eran las complicidades y por qué se producían los silencios. Hasta qué punto era únicamente el miedo lo que atenazaba a la población. Lamentablemente, la lectura detallada de las narraciones permite saber que entre la población eran frecuentes los delatores. Tal es el caso del padre Xavier Bosch, vicario de Torá. Consiguió esconderse en diferentes casas de la comarca hasta que la denuncia de un joven puso al comité del pueblo sobre su pista y acabaron por detenerlo el 9 de diciembre. Lo llevaron hasta el Parc deis Clavells, cerca de Santa Maria de Vallfogona, donde fue asesinado y su cadáver abandonado.
Les delaciones también se producían en la ciudad. Dos de los franciscanos del convento de Berga —el padre Bonaventura y el padre Lleonard— habían conseguido esconderse en el número 16 de la calle del Perill de Barcelona. Pese a que nadie los conocía, fueron detenidos por una patrulla del Clot tras la confidencia de un vecino.
El obispado de Solsona sufrió el asesinato de una monja de las Hijas de San José, Raquel Feixes. Nacida en Villorbina de Riner, el 19 de julio estaba en el Hospital de Santa Coloma de Farners para cuidar a los enfermos. Aunque el comité local no expulsó a las monjas, ella, después de que el convento recibiera a un grupo de monjas vascas y comprobar que había un problema de espacio, optó por ir a casa de su hermana que vivía en Cardona. De allí pasó a la casa paterna. Los Feixes eran valientes y osados y no se privaban de decir todo lo que pensaban. Esta temeridad y el hecho que la primera vez que los milicianos fueron a inspeccionar la masía fueran recibidos con disparos de escopeta, provocó que el comité de Riner asaltara la masía y la saqueara. Cada miembro de la familia fue a parar donde buenamente pudo. Después de varias vicisitudes, acabaron por detener a la madre y a la hija por separado, sin que una supiera nada de la otra hasta que se encontraron en el local del comité de Manresa. Con la excusa de ser conducidas a Barcelona, las subieron a un camión con dos presos más de la ciudad. Al llegar cerca de Castellgalí, sin previo aviso, los milicianos —pese a la exasperación de la hija— optaron por asesinar a la madre. Fue un momento de tensión y los dos hombres aprovecharon para huir. La hermana Raquel, desesperada, también intentó escapar, pero fue fácilmente atrapada por los milicianos, que la torturaron y dejaron su cuerpo entre un cañaveral, a la orilla del río. Ocurrió el 21 de diciembre de 1936, por la noche.
Los dos últimos casos que he explicado demuestran, además de los hechos particulares por los que han sido elegidos, que la determinación de los comités para descubrir y asesinar a los religiosos no disminuía en absoluto con el paso de los meses. Si no había tantos crímenes, era porque no les quedaba a quien perseguir, y no por un cambio de opinión o de consigna.
Obispado de Vic[186]
La diócesis de Vic, distribuida en 289 parroquias y casi 600 ermitas o santuarios, contaba en 1931 con 868 sacerdotes, 400 religiosos, 800 monjas y casi 300 seminaristas. En 1936, más de 500 curas consiguieron esconderse o huir, y 160 fueron asesinados, como es norma general, en los primeros meses de guerra y revolución, especialmente los de agosto y septiembre, en los que murieron a manos de las milicias 67 y 57 clérigos, respectivamente cada mes.
A diferencia de otras diócesis, en Vic no se registra ninguna matanza colectiva. No obstante, los pequeños grupos de dos o tres religiosos asesinados juntos forman un goteo constante.
Los métodos de las patrullas para conseguir que los sacerdotes los siguieran son calcados a lo largo del país. Habitualmente se les hacía saber que los debían llevar detenidos a declarar ante un comité, pero no llegaban a hacerlo jamás, porque eran asesinados antes, generalmente en alguna cuneta. A veces eran retenidos durante algunas horas para cometer el crimen al amparo de la oscuridad.
En la diócesis de Vic hubo muchos casos en los que mataron a las víctimas dentro o delante de la iglesia, e incluso en medio de la plaza del pueblo.
El 23 de julio un grupo de milicianos se presentó en el domicilio del padre Josep Anglada, de la parroquia de los Dolors de Vic. Por una confusión no lo reconocieron y, en represalia, pensando que alguien lo había ayudado a escapar, llevaron a su ama de llaves y a su hermano hasta el presbiterio de la iglesia y los fusilaron allí mismo.
Al párroco de Sampedor también lo hicieron entrar en la iglesia. Era el 22 de julio de 1936. Pretendían que disparase contra un crucifijo y que los ayudase a sacar todas las imágenes afuera. Tras negarse a hacerlo, un grupo de milicianos lo mató a la entrada del templo.
El vicario de Sant Eudald de Ripoll, después de ver cómo quemaban su iglesia, optó por refugiarse en casa de sus padres, en el Mas Rossell de Granollers de la Plana, donde lo detuvieron el 31 de agosto. Los milicianos lo entregaron al comité de Alp. Este comité, el 4 de septiembre, hizo un pregón para que la gente se reuniese en la plaza del pueblo, donde lofusilaron públicamente, a plena luz del día y sin ningún tipo de juicio ni amparo.
El paso de un preso de un comité a otro también fue un hecho habitual en el obispado de Vic. Como también lo fue la constante intervención lejos de su localidad de los comités más belicosos. Tal es el caso de los comités de Roda, de Olot e, incluso, el del barrio de la Torrassa del Hospitalet.
El comité de Roda detuvo y fusiló el 6 de agosto de 1936 a los párrocos de Folgueroles y de Tabérnoles, que se habían refugiado en una masía cerca de Sabassona. El crimen tuvo lugar cerca de la masía, en un paraje conocido como el Clot de l’Infern. El comité de Tabérnoles, que es quien conocía el escondrijo, no se había atrevido, sobre todo en consideración por el párroco de Folgueroles, un anciano de setenta y siete años. Este mismo comité, a su paso por Sau, topó con Joan Traveria, que había sido el alcalde republicano de Vic hasta el 16 de febrero, y su suegro. Sin juicio ni consultas, fueron ejecutados.
El comité de Olot irrumpió en Sant Joan de les Abadesses el 6 de septiembre de 1936. Acudía como invitado a un mitin de las Juventudes Libertarias en los locales que habían sido el Centro Católico y que ahora constituían su sede. Dos sacerdotes, nacidos en el pueblo, vivían allí refugiados: el padre Josep Masdeu, de setenta y siete años, y el padre Pere Verdaguer, ex párroco de Orís, de sesenta y tres. Los dos fueron arrancados de las casas de sus padres y, junto con el vicario de Sant Joan, el padre Esteve Orriols, fueron conducidos a Sant Pau de Segúries. Al llegar allí, los milicianos entraron en un hostal para cenar. Mientras comían, advirtieron a los propietarios: «Dentro de poco, oiréis tiros. No tengáis miedo… Estamos limpiando el país de mala gente». En el Coll de Capçacosta, ejecutaron a los dos ancianos mientras el vicario, obligado a echarse al suelo, murió aplastado por el coche.
La incursión del comité de la Torrassa fue a primeros de septiembre de 1936 en la zona de Sant Pere de Torelló donde el comité local, para garantizar la vida del párroco y del vicario, había decidido que pernoctarían en el antiguo convento de las carmelitas que había sido transformado en la sede de las Milicias. El 2 de septiembre la comarca se revolucionó con la llegada de los milicianos forasteros. En pocas horas detuvieron al párroco de Vidrà, al vicario de Bellmunt y al padre Jeroni Novellas, beneficiado de la catedral de Vic. Todos fueron retenidos en Sant Pere de Torelló. Después de añadir al grupo al párroco y al vicario de la población, ya citados, los obligaron a subir a un automóvil que los llevó hasta Granollers de la Plana. Los fusilaron delante de la iglesia del pueblecito de Plana.
Resulta difícil saber por qué motivo los milicianos de Hospitalet se trasladaron a Sant Pere. Las crónicas sólo cuentan que, horas antes de asesinar al grupo de eclesiásticos en Granollers de la Plana, habían ya ejecutado al padre Joan Sala i Salarich, párroco de la Vola. El padre Sala, además de sacerdote, era también folclorista. La pasión por recopilar el repertorio de las canciones antiguas de la comarca de Osona y del Montseny lo mantenía en contacto con el Orfeó Catalá. ¿Puede tener alguna relación esta vinculación barcelonesa del padre asesinado en solitario con la llegada del comité de la Torrassa?
Un testigo de que muchos comités locales estaban fuertemente presionados por otros comités comarcales y, sobre todo por las noticias y las órdenes procedentes de Barcelona, fue el hermano del padre Josep Vilalta, rector jubilado de Tabèrnoles. Los dos habían ido a Gombrén a pasar unos días de descanso y allí vivieron las primeras semanas del estallido revolucionario. El 15 de septiembre, después de que el hermano del sacerdote hubiera ido a Vic por unas gestiones, fue detenido por los milicianos, que lo obligaron a llevarlos hasta la casa de Gombrèn donde apresaron al padre Vilalta. Después de interrogarlo, lo encarcelaron. Al día siguiente, el hermano fue a interesarse por el padre y los del comité le respondieron: «De eso no nos hables que no es cosa nuestra. Son órdenes de Barcelona y debemos cumplirlas». Al día siguiente supo por el carcelero que se lo habían llevado, y un chófer le explicó que había visto el cadáver junto con el de un profesor del seminario y el de un regidor del ayuntamiento en una cuneta de la carretera de Manresa a Barcelona, en el municipio de Malla.
A lo largo de estas páginas ya ha quedado claro que la edad no era una razón para impedir el asesinato de un sacerdote. No obstante, el caso del padre Pere Salvans, párroco de Alpens, es otro ejemplo evidente, ya que con ochenta y un años fue obligado por un comité de Barcelona, en una nueva incursión para detener a los vecinos de ese pueblo, a acompañarlos. Fue llevado al centro de detención de San Elías donde fue ejecutado, junto con veinte personas más, en el cementerio de Montcada, el 14 de febrero de 1937.
La crueldad en las muertes de los sacerdotes es bien notoria en tres de los episodios de la diócesis de Vic. En primer lugar, el párroco de Montoliu. A sabiendas de que el comité de Guardiola lo buscaba, se presentó él mismo. Era el 16 de agosto de 1936. Los milicianos le dijeron que debía subir a la ermita de Santa Magdalena. Era un hombre obeso y, atemorizado, llegó a la ermita arrastrándose. Una vez allí, le hicieron atravesar la puerta del cementerio adyacente mientras le indicaban —en el momento en el que le disparaban— que podía descansar.
El padre Crescenci Soler, hijo de Sant Juliá de Vilatorta, había sido párroco de Llorac — obispado de Tarragona— hasta 1932. Por motivos de salud, se retiró a vivir a El Vendrell, donde fue detenido a finales de julio y conducido al barco-prisión Uruguay. El 8 de septiembre, por causas que se desconocen, fue torturado y encerrado en una porqueriza. A la mañana siguiente, malherido, fue quemado vivo en el Camp de la Bóta de Barcelona.
El padre Francesc Güell era, desde 1935, párroco de Bellprat. El 21 de julio el comité quemó la iglesia y le exigió que abandonara su casa. Cinco días más tarde, una expedición de treinta y tres milicianos se lo llevó hasta las Roques d’en Paratge, donde lo fusilaron y lanzaron su cadáver por un barranco. Aunque estaba muy malherido, unos payeses que lo encontraron pudieron llevarlo al hospital de Igualada, donde salvó la vida. Pero el comité, que sabía que lo habían hospitalizado, dio la orden de incomunicarlo hasta que estuviera completamente recuperado. El 27 de agosto, con la promesa de dejarlo donde deseara, se lo llevaron de nuevo cerca de Bellprat, en el Pla de les Malles, donde una vez más lo fusilaron y remataron.
Estos y muchos otros ejemplos son un testimonio evidente de la obstinación y brutalidad con la que algunos grupos de milicianos llevaban a cabo la limpieza religiosa.
Vic, tierra de eclesiásticos escritores, vio cómo muchos de ellos desaparecían con la persecución. El padre Francesc M. Colomer, autor de varias obras sobre Igualada, fue asesinado el 28 de agosto de 1936 en la carretera de la Pobla de Lillet; al padre Josep Raguer, conservador del Museu Folklóric de Ripoll, lo mataron al día siguiente, el 29 de agosto; el canónigo Joan Lladó, biógrafo del filósofo Jaume Balmes y del obispo Torras i Bages, fue uno de los primeros ejecutados, justo en la madrugada del martes 21 de julio, cerca de la iglesia de Sant Martí de Riudeperes; el canónigo Pere Pous, principal traductor de la Biblia que editaba el Foment de Pietat, fue asesinado el 15 de septiembre en la carretera de Manresa; el padre Josep Forn, traductor de San Tomás, fue ejecutado el 18 de agosto, cerca de Can Sabater de Ódena, donde lo atraparon cometiendo el delito de enseñar latín a los hijos de la casa…
Para acabar con esta triste miscelánea dedicada al obispado de Vic, vale la pena mencionar el caso del asesinato del padre Josep Vinyeta, vicario organista de Roda que, al estallar la revolución, se había trasladado a vivir a Vic con su madre. Sin desmerecer la valía personal del sacerdote, me interesa destacar el proceso que siguió la detención. Para sacar dinero de la caja de ahorros le exigieron una autorización del comité municipal. Los miembros del comité, en lugar de dárselo, entregaron al padre como detenido al comité de Roda, que lo ejecutó sin juicio previo en el Pont de Gurri, cerca de Vic. Los comités, pues, no sólo sustituían el poder municipal y judicial, sino que además coordinaban la represión en la retaguardia y, concretamente, eran garantía de que la persecución religiosa fuera efectiva.
Obispado de Gerona[187]
El obispado de Gerona, en 1931, comprendía 389 parroquias y casi 600 ermitas o santuarios. El censo eclesiástico era de 979 presbíteros, casi 300 religiosos, unas 1.500 monjas y 265 seminaristas. En total, 7,5 de cada mil habitantes. Durante la revolución fueron asesinados 195 sacerdotes diocesanos, 72 religiosos de 14 órdenes diferentes y 4 religiosas.
El primer asesinato se produjo el lunes 20 de julio al anochecer, pocas horas después de haberse sofocado el alzamiento militar. La víctima fue el párroco de Sant Joan les Fonts porque se atrevió a pedir a los milicianos de su pueblo que no continuasen quemando la iglesia, ya que con ello destruían cosas de gran valor artístico y documental.
La mayoría de las personas muertas fueron localizadas en la casa parroquial o en domicilios de familiares o amigos. Existió una voluntad clara por parte de los milicianos de conseguir detener y eliminar la totalidad de los eclesiásticos, aunque para conseguirlo tuvieran que llegar al lugar más emboscado y elevado, como fue el caso de Santa María de Finestres.
Otro ejemplo claro de la voluntad persecutoria es el del padre Josep Maria Noguer, párroco de Santa Pau a lo largo de treinta y nueve años. El mes de julio, aconsejado por la gente del pueblo, decide refugiarse en casa de su hermano, en la Bisbal d’Empordà, donde lo detienen los miembros del comité de Santa Pau que, después de tenerlo dos días preso en Banyoles, deciden matarlo. El 9 de agosto, al pie de una cruz de término que hay en el Pla del Castell, cerca de Crespià, lo asesinaron de dos disparos en la cabeza y uno en el corazón. Este caso plantea, una vez más, la intervención directa de muchos comités locales en la detención y ejecución de los eclesiásticos de su localidad. Es verdad que en todas las comarcas o regiones de Cataluña siempre hubo algún comité que exportó su acción criminal lejos del municipio al que pertenecía, pero también era muy habitual que la víctima conociera a sus verdugos y a las familias de sus verdugos, que los hubiera bautizado o tenido como escolares o en la escuela o en la casa parroquial. Nada impedía el crimen. Este hecho refuerza la tesis de que las consignas eran claras y que tenían que obedecerse. De lo contrario se hace difícil imaginar que los milicianos de Santa Pau, para continuar con este caso, acabasen por matar al que había sido su párroco durante casi cuarenta años y que, además, era prácticamente ciego.
El goteo de muertos es constante a lo largo de los meses de julio, agosto y septiembre. No obstante, dado que el territorio de la diócesis es fronterizo con Francia, se registran casos importantes de violencia durante el mes de enero de 1939, en la retirada de las tropas republicanas, que serán tratadas en el capítulo siguiente.
Buena parte de los curas fueron detenidos y asesinados en solitario o en pequeños grupos de dos o tres, ya que, bien por convivencia parroquial, bien porque se habían refugiado en el mismo sitio, los descubrían juntos. No obstante, hay tres episodios colectivos importantes que se sitúan geográficamente en Sant Feliu de Guíxols, en Figueres y en Gerona.
En Sant Feliu de Guíxols, la noche de Todos los Santos de 1936 se vivió la tragedia de la muerte de seis sacerdotes y cuatro laicos, todos vecinos de la localidad. Trasladados al cementerio del pueblo ampurdanés, ordenaron cerrar todas las entradas al recinto y las víctimas fueron fusiladas. Hay que destacar que este episodio tiene una relación directa con el alboroto producido por el bombardeo al que se sometió a los pueblos de la costa ampurdanesa desde el barco Canarias.
El día trágico en Figueres fue el 12 de octubre, fecha en la que tuvo lugar una matanza importante de presos del castillo de Figueres. Entre los muertos había cuatro sacerdotes del Alt Empordá que tenían la responsabilidad de parroquias pequeñas como Vilanant, Ordis, Lladó, Pedret Marzá, Begur y Requesens.
En la ciudad de Gerona la represión eclesiástica afectó a unos treinta clérigos, además de a tres jesuitas, tres hermanos de las Escuelas Cristianas y catorce maristas de las escuelas de la Immaculada y de la Mercè. Pero entre todos los episodios que agitaron la ciudad destaca el de los curas que se habían refugiado en la Fonda de Cal Ros. Josep Aliu, párroco de Montcal; Pere Clapés, vicario de Ginestar; Cosme Dalmau, párroco de Vilamacolum; Lluís Vicens, párroco de Pau; Anselm Vilar, párroco de Sant Martí de Llèmena y Josep Batlle, párroco de Orriols, habían aceptado la hospitalidad de aquella fonda con una excesiva confianza. El comité de Orriols, uno de los más activos y crueles de la comarca, los descubrió y se los llevó al término de Espinavessa, donde los mataron y los quemaron el 13 de agosto de 1936.
Los enfrentamientos entre comités de diferentes localidades también fueron frecuentes. Es el caso, por ejemplo, del de la Jonquera con el de Figueres. El comité de la Jonquera había autorizado al rector y al vicario a quedarse a vivir en la casa parroquial. Pese al permiso, los milicianos de Figueres acudieron a detenerlos. Muy contrariados, los de la Jonquera hicieron gestiones para que los liberasen. Lo consiguieron, pero el 21 de septiembre, en el viaje de retorno de los dos eclesiásticos hacia la Jonquera —viaje que hacían en el coche de servicio ordinario, volvieron a detenerlos y los asesinaron en el cementerio de Figueres.
Los enfrentamientos entre comités demuestran que había discrepancias y tensiones por el caos político que se vivía. En algunas poblaciones, como Calella de la Costa, los comités optaban por eliminar el problema con una estrategia parecida a la ley de fugas. En pleno mes de agosto en la localidad marinera se ordenó que todos los religiosos tenían que irse del pueblo. Una vez en el tren, en el trayecto hacia Barcelona o Gerona, todos fueron detenidos por diferentes patrullas de control y ejecutados en lugares diferentes.
La confusión era tan grande como el rechazo al derecho a la vida. Un grupo de milicianos de Olot que llevaban a Gerona a un beneficiado de la parroquia de Sant Esteve y a los párrocos de Sant jaume de Llierca y de la Cot, se encontraron con una patrulla de la ciudad que les comunicó que no hacía falta que fueran hasta allí, ya que las prisiones estaban saturadas. Ante esta información, los tres fueron asesinados —y uno de ellos torturado— cerca de Palol de Revardit.
La relación de los comités locales con las víctimas también se vio contaminada por presiones, delaciones y traiciones. Traicionado es como se sintió el párroco de Bordils, el padre Pere Plantés. Después de haber conseguido la promesa de protección del alcalde —que previamente le había hecho entregar el dinero— vio cómo la misma noche de la extorsión un grupo de milicianos acudía a detenerlo. Su reacción fue de tanta indignación que, subido al tejado, pedía auxilio a gritos. Todo fue en vano. Primero le cortaron la lengua y después lo ejecutaron.
Pese a todo, hubo comités que no consintieron los asesinatos dentro de su término ni por parte de milicianos del pueblo ni, aún menos, por parte de grupos forasteros. Fue el caso de Cassà de la Selva, localidad donde no se mató a ningún eclesiástico gracias a la valiente actitud del alcalde, Josep Dalmás, de ERC, un hecho que demuestra que a menudo fue la cobardía o la complicidad lo que permitió asesinatos injustificables.
Lamentablemente, en muchos otros lugares los milicianos no se limitaron a ejecutar los crímenes, sino que sometieron a tortura a las víctimas antes de matarlas. Las crónicas detallan que una de las torturas más habituales, casi ritual, era la castración de los religiosos y la introducción del miembro cortado en la boca. No obstante, hay ejemplos de otras actuaciones macabras.
Mosén Tenas Vivó, capellán del hospital de Canet de Mar, retirado en Malgrat de Mar, fue enterrado vivo el 7 de agosto de 1936 en el cementerio de la población. El enterrador —que fue testigo de los hechos— se negaba a enterrarlo, pero se vio obligado ante la amenaza de enterrarlo a él mismo. A finales de julio de 1936, el padre Bartomeu Solà, cura de las carmelitas de Hostalric, fue mutilado y lanzado dentro de un pozo. En la carretera que va de Sant Pere Pescador a Castelló de Empúries, el 13 de agosto de 1936, el párroco de la localidad del Baix Empordà, el padre Francesc Cargo!, fue tiroteado y, aún con vida, rociado con gasolina y quemado. Los verdugos fanfarroneaban diciendo que, en atención a su apellido, habían querido asarlo. También quemaron vivos, a primeros de agosto de 1936, al padre Félix Farró, maestro de capilla de Sant Esteve d’Olot, y al padre Pere Costa, maestro de canto de Torroella de Montgrí.
El padre Josep Serra, párroco de Serinyà, cuando, el 9 de septiembre, ya estaba a punto de pasar la frontera a pie, fue descubierto por unos milicianos. Una vez malherido de bala dejaron que agonizara durante once horas antes de rematarlo. Una persona que huía con él pudo presenciarlo todo desde un escondrijo a pocos metros de distancia. Las manos cortadas y un tiro en la tonsura, que aún se le veía, fue el martirio que sufrió el padre Josep Freixas del Hospicio de Gerona. El 25 de julio, el padre Tomás Comas, párroco de Grions, y otro sacerdote fugitivo de Barcelona fueron obligados a incendiar la ermita de Sant Roc de Maçanes y, después, los encerraron dentro. Al padre Enric Puig, uno de los curas de la Jonquera que asesinaron el 24 de septiembre cuando, aparentemente, volvía libre a su pueblo, le arrancaron los ojos antes de matarlo.
Es especialmente cruento el caso del asesinato de tres hermanas de Riudarernes, Carme, Rosa y Magdalena Fradera, religiosas del Corazón de María, que en un bosque cerca de Lloret fueron violadas con troncos de árbol y con los cañones de las pistolas con los que las mataron antes de dejar sus cadáveres abandonados en la cuneta de la carretera.
El hecho de que un sacerdote destacase en alguna actividad cultural tampoco fue jamás un obstáculo para su ejecución. Así sucedió en el caso del padre Joan Janher, natural de Cassà de la Selva, que ejercía de bibliotecario en Perelada, o el del padre Joan Font, párroco del Torn, que era el presidente de la Asociación de Esperantistas Católicos de Europa.
En el caso del obispado de Gerona, gracias al trabajo de Joan Marqués, que ha recogido el testimonio de curas supervivientes a la tragedia, es posible documentar algunos detalles ignominiosos de la persecución a la que eran sometidos. Por ejemplo, según el testimonio de Llorenç Costa, en Banyoles «se repartieron carteles por las calles prometiendo 50.000 pesetas a quien consiguiera atrapar al padre Busquets [director de la Casa Misión] vivo o muerto». El padre Josep Oriol, entonces párroco de Maçanet de la Selva, fue obligado a quemar todo el contenido de las iglesias de Gasserans y de Sant Feliu de Boixalleu. El padre Ramon Vila, hijo de Torelló, camuflado entre milicianos con los que compartía pensión en Barcelona, pudo salvar la vida de un sacerdote amigo suyo al ofrecerse voluntario para matarlo personalmente en una curva de la carretera de la Arrabassada: «¡Dadme un arma! ¡A éste quiero matarlo yo! ¡O, si no, por qué me habéis hecho venir…!».[188]
Pese a que la obra no aporta referencias de todos los episodios de violencia y a que, en general, me refiero exclusivamente a los casos que sucedieron dentro del territorio de las ocho diócesis catalanas, creo que quedaría justificada una excepción en la persona de Miguel Serra i Sucarrats por dos razones. La primera porque era hijo de Olot y la segunda porque desde 1922 formaba parte del colegio episcopal. Nombrado en 1922 obispo de Canarias, había tomado posesión del de Segorbe el 25 de junio de 1936. La víspera de la festividad de Santiago, con la llegada de las columnas que se dirigían a Teruel —una de ellas capitaneada por el diputado de Manresa de Izquierda Republicana, Casas Sala—, la violencia anticlerical se agudiza. El día 27, el obispo, junto con su hermano Carles, también sacerdote, es detenido. Según las crónicas, tuvo que soportar múltiples interrogatorios hasta que el 9 de agosto fue fusilado.
Obispado de Urgell[189]
En 1931 el obispado comprendía 494 parroquias y una cifra similar de ermitas y santuarios. El censo de clérigos diocesanos de Urgell era de 624 y el nombre de religiosos alcanzaba los 178. Las monjas casi llegaban al medio millar y en el seminario estudiaban más de dos alumnas. Murieron asesinados 107 presbíteros. Un 19,52% del total de 1936. La proximidad con la frontera y la facilidad de paso a Andorra permitieron que muchos curas pudieran llegar a refugiarse en el país vecino. Pero la zona norte de la diócesis registró más casos de violencia que en la zona sur.
Pese a las facilidades para escapar, hubo sacerdotes que no aceptaron huir. «He pasado en La Pobla cuarenta y cuatro domingos de Ramos, ¿qué tiene de especial ahora un viernes de pasión?», decía el padre Josep Tápies, beneficiado y organista de Pobla de Segur. Con la convicción de que debía cumplir con su ministerio hasta el final, llevó una vida digamos que normal hasta que el 13 de agosto un miliciano y dos soldados acudieron a detenerlo.
El padre Tápies murió fusilado en el cementerio de Salás junto con seis compañeros suyos, todos de La Pobla o de sus alrededores. La iniciativa de la matanza partió del comité de Lérida. Desde allí, el 12 de agosto salieron hacia La Pobla dos camiones con unos cincuenta milicianos. Esa noche en la fonda ya dejaron claro que tenían la intención de matar a los curas del pueblo. Al día siguiente, el 13, ayudados por milicianos locales, empezaron con las detenciones. Junto con el padre Tàpies detuvieron a Pere Martret, Silvestre Arnau —los dos de La Pobla—; Francesc Castells, párroco de Tiurana; Pasqual Araguás, párroco de Noals; Josep Poblet, párroco de La Pobleta de Bellveí; y Josep Joan Perot, párroco de Sant Joan de Vinyafrescal, junto con el padre Joan Auger, párroco de Barruera y Serafí Oliva, párroco de Montsor.
En el antiguo convento de la Sagrada Familia se formó un tribunal que en una hora hubo acabado. Todos salvo el padre Oliva, que tenía un pariente en el comité, y el padre Auger, al que soltaron porque era demasiado viejo y achacoso, fueron condenados a muerte. El delito ya había quedado claro el 31 de julio cuando en una primera detención del padre Martret lo defendieron parientes y amigos de La Seu. «¿Acaso les habéis encontrado armas o documentos comprometedores?», les preguntaba a los milicianos el hermano, veterinario de La Seu y pariente de un diputado de Esquerra. «No.» «Entonces ¿por qué los queréis matar?», replicó el hermano. La respuesta fue contundente: «Porque son curas, y eso ya es suficiente». Los siete fueron ejecutados delante de la pared de mediodía del cementerio.
De los siete eclesiásticos, el padre Castells también había sufrido una detención previa el día 21 de julio y lo habían encerrado en los bajos del ayuntamiento de Linyola. Este episodio tiene cierta importancia por la reacción del juez de la localidad. Efectivamente, al ver los aires que iba tomando la represión, el magistrado municipal, con la voluntad de asegurar el orden, fue personalmente a Barcelona a buscar dos policías de Estat Catalá para que lo ayudaran a mantener cierta legalidad, algo que consiguió sólo momentáneamente.
El 30 de octubre de 2005 los siete curas de Urgell fueron beatificados. Con motivo de estos eventos, el padre Bailarín les dedicó unas palabras que pueden hacerse extensivas a muchos de los casos de curas rurales asesinados: «Cuando me los imagino siento ternura. Eran lo mejor de la Iglesia, curas de alpargata, breviario viejo y cogote curtido por las heladas o quizá por el solano del huerto».[190]
En la diócesis de Urgell, igual que en el resto de Cataluña, se organizaron verdaderas batidas para conseguir detener al cura de una aldea, talmente como si se tratara de un criminal peligroso o de un jefe de los facciosos. Tal es el caso del padre Jacint Casimiro, párroco de Santa Llúcia de Mur. A iniciativa del comité de Tremp, a finales de julio de 1936 se organizaron comandos con hombres de la FAI, de la Guardia Civil, de los comités comarcales del entorno… con el propósito de descubrir dónde se había escondido, sin resultados positivos. Cuando un mes después consiguieron atraparle, él demostró tener un carácter indomable y desobedeció, según parece, sus órdenes. La rabia de los milicianos se convirtió, entonces, en un tiroteo salvaje contra el sacerdote que quedó abandonado en el camino que conduce hasta Moror.
En la locura colectiva para atrapar a los curas, los comités locales de pequeños pueblos de montaña parece que hacían méritos para que se valorara su espíritu revolucionario. El comité de Benavent estaba orgulloso de haber descubierto a primera vista que una persona que solicitaba un salvoconducto era sacerdote, concretamente el párroco de Selvanera, que entregaron al comité de Isona que, a su vez, lo comunicó al de Tremp. Éste fue, finalmente, el que lo asesinó. La FM de la localidad felicitó a los de Benavent por la «buena cacería». Eso ocurría el 23 de agosto. A partir de ese día, desde Benavent se organizaron patrullas en las que era obligatoria la participación de los vecinos, como si se tratara de una empresa de interés público, para continuar rastreando la zona a la caza de sacerdotes escondidos.
La mansedumbre era, habitualmente, la reacción general de los sacerdotes detenidos. Pero en ciertos casos algún eclesiástico presentó resistencia a los milicianos. El padre Antoni Tor, párroco de Castellnou de Carcolze, cuando el 10 de agosto de 1936, ya instalado en el tren de Puigcerdà en dirección a Francia, vio cómo por indicación del propio jefe de estación unos milicianos acudían a detenerlo, sin pensarlo dos veces se defendió a puñetazos. Atado y malherido, fue llevado hacia la Collada, donde fue asesinado.
El espíritu de supervivencia también hizo que el padre Miguel Vilarrubla, párroco de Altron, aprovechase un momento de distracción de los milicianos que lo acompañaban para huir corriendo pese a la dificultad de tener las manos atadas. Los hechos ocurrieron el 13 de agosto en la carretera de Estac. No consiguieron atraparlo hasta dos días más tarde, cuando quedó en manos de una miliciana de Sort a la que pidió agua. Ella le espetó «con esto te daremos de beber», mientras le disparaba en la frente.
La presencia de milicianas en las patrullas de control y el protagonismo que tuvieron en algunos de los episodios más sangrientos de la diócesis se puede comprobar en el caso del padre Antoni Martí, canónigo de la catedral de la Seu d’Urgell. Detenido el 24 de agosto de 1936, para someterlo a una muerte más lenta una miliciana le disparó en las piernas y en el vientre, que después abrió con un puñal, dejándolo moribundo a lo largo de toda la noche. A la mañana siguiente, un miliciano de Adrall optó por dispararle el tiro de gracia. La misma mujer, ante la resistencia del padre Lluís Tarragona, cuando el 2 de septiembre de 1936 acudieron a su casa en La Seu para detenerlo, lo atacó con un cuchillo. Ni siquiera la llegada de su hermano, juez municipal de la ciudad, pudo evitar que se lo llevaran ni que fuera tiroteado por la policía, a la que había acudido buscando ayuda. Los dos fueron rematados cerca de Tavèrnoles. En este episodio, una vez más, se puede observar la omnipotencia de los comités locales ante cualquier otra autoridad.
Que el protagonismo principal de la persecución recae en la CNT-FAI es una afirmación común basada en multitud de crónicas. Pero hay un hecho que aún deja más clara esa responsabilidad. En la ciudad de La Seu, a finales de septiembre 1936, había más de un centenar de detenidos, entre ellos varios sacerdotes. Las presiones políticas de los partidos de izquierda evitaban que la revolución —a la que apoyaban con limitaciones— acabase en un baño de sangre. Pero aprovechando que los dirigentes políticos locales se habían ido a Barcelona para celebrar el aniversario de la rebelión independentista del 6 de octubre de 1934, los comités de la CNT-FAI asesinaron entre el 9 y el 10 de octubre a veintitrés de los detenidos.
Hubo algunas zonas de la diócesis en las que se respetó la vida de los eclesiásticos hasta que hubieron pasado unos meses después del estallido revolucionario. Por ejemplo, en Ribes de Freser hasta finales de noviembre. El día 25, seguramente presionados por los anarquistas de Puigcerdà, el comité del pueblo consintió que los milicianos del «Cojo de Málaga» —el hombre fuerce de la localidad y de la comarca, que ejercía una verdadera dictadura del terror en la zona— hicieran una expedición de castigo. El resultado fue el asesinato de tres sacerdotes —Creixans, Coronas y Rullla noche del 29 al 30 de noviembre, en el Clot del Mal Niu, camino de la Collada.
Los anarquistas de Puigcerdà ya habían tenido un protagonismo destacado el 27 de julio en la ciudad de La Seu, con la colaboración de miembros del Casal d’Esquerra y con milicianos procedentes de Lérida y de Barcelona. Entre todos elaboraron listas negras e impusieron un clima de terror en la ciudad, cosa que era fácil con más de doscientos milicianos patrullando por las calles de una población que contaba con 4.500 habitantes.
La realización de listas también fue el primer encargo de los aproximadamente sesenta milicianos de la FAI que llegaron a Balaguer el 9 de agosto de 1936. Una vez completada, se formaron diferentes grupos, cada uno de ellos con una persona del pueblo conocedora de las direcciones y circunstancias de los que iban a detener. En el sitio en el que estaba la balanza municipal reunieron a 19 presos, 11 de ellos religiosos. Encima del camión, camino de Tàrrega, fueron fusilados a plena luz del día. Pocas horas más tarde el comité de Balaguer publicaba un edicto prohibiendo hablar y hacer comentarios sobre lo que había sucedido.
La represión llegó a unos extremos tan insospechados como el de matar al padre Jaume Calvet y al hermano Samuel, pese a saber que eran súbditos extranjeros, andorrano uno y francés el segundo (18 de agosto de 1936); o bien —el mismo día en otro lugar— de fusilar a un sacerdote que había muerto previamente de un infarto, como fue el caso del padre Jacint Llimiñana, beneficiado de Tremp; o bien prohibir el entierro de un sacerdote ejecutado como el padre Feliu Pedró, párroco de Montfalcó, asesinado el 22 de diciembre de 1936 en Plandogau…
El chantaje y la traición también estuvieron presentes en algunos episodios de la persecución en el obispado de Urgell. El padre Joaquim Espar, párroco de Abella de Conca, pagó el precio convenido por el rescate después de la detención de primeros de septiembre de 1936 en Voloriu por parte del comité de Fígols. Pero el pago no lo libró de la muerte cuando el 14 de noviembre fue llamado por el comité de La Seu. Incluso los familiares llegaban a la delación en el caso de algún cura más o menos adinerado. Por la codicia de otros murió el padre Josep Borniquel, párroco de Rivert, delatado por unos primos suyos después de invitarlo a refugiarse en su casa.
La tortura, huelga decirlo, también hizo acto de presencia en algunas de las ejecuciones. El caso más paradigmático fue el del padre Ramon Cervós, párroco de Tírvia. A primeros de agosto unos milicianos anarquistas de Sort ya habían intentado secuestrar al cura. La oposición del pueblo lo impidió. Ante esta contrariedad, el 2 de septiembre tres autos con milicianos de la FAI llegaron nuevamente al pueblo y se lo llevaron. Primeramente lo obligaron a sacar su dinero de la caja de ahorros, después, en medio de un ambiente orgiástico en una taberna del pueblo, lo violaron, y finalmente lo llevaron en coche en dirección a Àger. En un promontorio cercano a la carretera lo tirotearon, procurando no tocar los puntos vitales del cuerpo. La situación era tan inhumana que fue uno de los chóferes a quien habían obligado a acompañarlos quien le disparó en el corazón con una pistola.
Después de aquel episodio, los milicianos siguieron burlándose de lo sucedido en un bar de Àger. Es realmente difícil entender hasta qué punto el odio contra la sotana podía convertir a unos hombres que teóricamente luchaban por unos ideales revolucionarios en unos criminales sádicos y sin remordimientos.
El sadismo para conseguir el objetivo de eliminar del todo a los eclesiásticos también lo aplicaron los miembros de la FAI del distrito de Ciutat Vella de Barcelona para matar al padre Joan Mañé, cura de Bagergue, que se había trasladado a vivir a Barcelona en casa de una hermana. Al descubrirlo en la calle del Bot y comprobar que estaba tan enfermo que no podían levantarlo de la cama, optaron por envenenarlo.
Obispado de Tortosa[191]
En 1936 la diócesis de Tortosa estaba organizada en doce arciprestazgos y 174 parroquias que se extendían en un territorio a caballo entre Cataluña y el País Vasco que contaba, además, con unas setecientas ermitas y santuarios. De las 174 parroquias del obispado, hubo asesinatos en 84, con 316 curas muertos, o sea, un 61,2% del total. En el obispado había establecidas seis órdenes religiosas masculinas y 18 femeninas. El total de las comunidades regulares gestionaban 46 escuelas y 19 hospitales o asilos. Todos fueron disueltos y muchos sufrieron además la persecución.
En los años previos al estallido de la violencia, tal como queda relatado en los capítulos anteriores, creció la hostilidad de una parte de la población por todo aquello que hiciera referencia a la religión. La aplicación de las leyes anticlericales daba alas a los intransigentes y condujo a la polarización social. El pueblo de La Jana vivió este proceso de una forma especial. En 1935 el ayuntamiento quiso abrir una puerta que permitiera un acceso directo al campanario. La negativa del párroco hizo que la cuestión llegara a los tribunales que fallaron a favor del consistorio. En la capital, Tortosa, el 12 de agosto de 1932, al detenerse una manifestación delante del ayuntamiento, el alcalde la recibió con estas palabras: «Sabemos que en las sacristías se conspira contra la República». Acto seguido, la multitud demolió y arrastró por la ciudad la estatua del obispo Ros de Medrano sin recordar que, pese a su actitud antiliberal, había muerto enfermo y en la miseria para poder ayudar a los habitantes de Tortosa afectados por la peste de 1821.
También en el obispado de Tortosa los comités daban prioridad a la busca y captura de sacerdotes como si en ello se jugaran el destino de la revolución. El 11 de agosto, un grupo de milicianos de Castellón llegó a Benicássim para detener al padre Salvador Llopis. Al no encontrarlo, y después de deducir que la persona con la que estaban hablando era cura, se lo llevaron preso. Así, murió aquel día, a medio camino de Castellón, el padre Frederic Fuertes. El episodio demuestra una vez más que el sacerdote que mataran era una cuestión secundaria, lo que debían hacer era eliminar a tantos como fuera posible.
Dadas las circunstancias, cualquier detalle o gesto era potencialmente peligroso, como pudo comprobar el padre Adolf Vallés, nacido en Tortosa pero residente en Barcelona como auxiliar de cátedra de la Universidad. El 3 de septiembre de 1936, mientras paseaba por la Rambla, unos exaltados se lanzaron encima de otro hombre acusándolo de tener cara de beato. El padre Adolf salió en su defensa y eso le costó la vida. Jamás se supo el lugar ni cómo lo asesinaron, pero nadie volvió a verlo nunca más.
La desproporción de medios para atrapar a un cura emboscado también fue habitual en la diócesis de Tortosa. El padre Josep Martí, párroco de Capçanes, después de que el 20 de julio, temiendo por su vida, hubiera huido del pueblo, fue encontrado por unos milicianos que, por orden del alcalde, le hicieron saber que no volviera jamás al municipio. Escondido, pues, en una cueva conocida como Dos Boscos, creyó equivocadamente que su vida ya no corría peligro. Una semana más tarde, el 28 de julio, veinticinco milicianos armados llegaron a la cueva preguntándole al sacerdote si tenía armas escondidas y dónde las tenía. Ante la negativa, consiguieron que los siguiera y, a dos kilómetros de distancia, lo asesinaron.
Los grupos de milicianos vinculados a los diferentes partidos del Front d’Esquerres representaban, por supuesto, un contrapoder municipal evidente. La bipolaridad se demuestra en el caso del obispo de Tortosa, Félix Bilbao. El 19 de julio se encontraba en el balneario de Cardó, acompañado del padre Joan Calderó, hasta entonces cura de la prisión. Al llegar al balneario unos representantes del comité revolucionario de Benifallet, decidieron que todos los veraneantes quedarían allí retenidos. Ante el peligro, el alcalde de Tortosa, tras múltiples gestiones, consiguió que el obispo y su acompañante fueran trasladados a Tortosa en coche oficial. Una vez en su despacho, dejó claro que sólo podía salvar al obispo. El padre Calderó salió a la calle con un salvoconducto en las manos, pero al pasar por delante del despacho de la guardia municipal, como era previsible, un miliciano lo detuvo y le dijo que los comités revolucionarios no admitían la autoridad del alcalde. Preso hasta el 17 de agosto, aquel día fue asesinado cerca del Pla deis Ametllers, en la carretera de Barcelona.
Entre los miembros de los comités a menudo había algunos que habían mantenido una relación directa con los sacerdotes detenidos. Josep Vicent Besalduch, presbítero adscrito a la parroquia de Sant Mateu del Maestrat, vio sorprendido cómo uno de los que iban a detenerlo el 20 de septiembre de 1936 había sido alumno suyo. Cuando le preguntó por qué lo hacía, el joven le respondió que no debía sufrir por nada ya que nadie la haría daño. Esta respuesta evasiva aparece a menudo en las crónicas de la persecución, tanto como el argumento de que debían ir a declarar que daban los milicianos para conseguir que la persona los siguiera. Se hace difícil creer que los patrulleros que actuaban cada día no supieran que esas detenciones acabarían en un asesinato, o al menos con el encarcelamiento de la persona que iban a buscar. Se trataba, pues, de utilizar el arte del engaño para ahorrarse enfrentamientos que les pudieran crear problemas.
A menudo hubo curas ingenuos que pensaban que ningún miliciano les haría daño alguno porque ellos no lo habían causado a nadie. No se imaginaban que los revolucionarios los veían como el enemigo principal que abatir. El padre Martí Agustí, vicario de Godall, fue uno de los muchos que vivieron la experiencia de ver cómo la realidad superaba su visión, quizá limitada, del mundo. «Yo no le he hecho daño a nadie y creo que nadie me quiere mal.» Estas palabras sonaron vacías de sentido cuando un coche lleno de milicianos llegó a su casa el 2 de agosto para llevárselo —también bajo engaño— y después asesinarlo y dejarlo en una cuneta de la carretera de Amposta.
Los coches que iban y venían llenos de milicianos que querían imponer un nuevo orden social y político eran muchos y estaban por todo el país. A menudo, en cada región, algunos se hacían famosos. En la zona de Tortosa, dos de ellos se llevaban la fama, la fama del terror. Por un lado, uno que llevaba pintado con grandes letras «Los Justicieros» actuaba por la zona de Morella. Por otra parte, en la zona sur de la diócesis se paseaba otro coche siniestro que llevaba pintada en la parte trasera una casulla con una calavera. Este fue el coche que recogió, por ejemplo, al padre Jesús Queralt, regente de Alcanar, que se había refugiado en Castellón, y se lo llevó a Nules, donde lo asesinaron de tres disparos en la nuca.
Como en los otros obispados, en Tortosa hubo episodios de matanzas colectivas. La primera afectó a los carmelitas del convento de El Carmen de Onda. Su comunidad, después de un largo y azaroso periplo que les condujo al albergue para pobres y vagabundos del barrio de Delicias de Madrid, se vio diezmada drásticamente con la detención y posterior ejecución, la madrugada del 18 de agosto de 1936, de nueve religiosos cerca del cementerio de Carabanchel Bajo. También fue el caso de los siete sacerdotes de Artana, que después de obedecer a la convocatoria del comité, cursada el 28 de septiembre de 1936, para ir a declarar a Castellón, vieron cómo los encerraban en el palacio episcopal, desde donde se encaminaron, la misma noche de su llegada, hacia el cementerio de Benicàssim en el que los fusilaron.
El 6 de agosto murieron asesinados cerca de Móra d’Ebre, también juntos, tres sacerdotes de Batea. Y el día 16 de septiembre, tres de Càlig, cerca de Santa Magdalena de Polpís. Hay que citar, si se habla de colectivos ejecutados, el fusilamiento de las treinta y cinco personas de la Fatarella que se habían opuesto a la colectivización obligada de tierras. Es cierto que la causa por la que los mataron no era de carácter religioso, pero no lo es menos que muchos de ellos pertenecían a Acción Católica y también que, después de la ejecución masiva, los milicianos de la CNT-FAI fueron a detener al padre Josep Pasqual, que residía en el pueblo, y lo asesinaron.
En Onda ocurrió un caso parecido al de Artana. El 8 de septiembre de 1936 el comité local de la CNT convocó a los curas en sus oficinas para tomarles declaración. Tras dejarlos momentáneamente en libertad, tres días más tarde los detuvieron a todos y los asesinaron en la carretera de Betxí a la una del mediodía.
Otra matanza colectiva, la de cincuenta hombres de Vilalba que el 22 de julio habían sido detenidos por la FAI, provocó que ejecutasen al padre Vinya, coadjutor del pueblo. A Josep Vinya, pese a ser cura, los anarquistas no lo habían atrapado porque, detenido en octubre de 1934, no lo consideraban un golpista. Pero el sacerdote no pudo resistir ver cómo fusilaban a toda aquella gente en medio de la plaza del pueblo, por lo que cogió una pistola y mató a uno de los capitostes de la FAI. De ese modo huyeron muchos presos y él mismo. Quince días más tarde fue detenido, torturado y ejecutado.
Aunque tal como se ha explicado en estos resúmenes la gran mayoría de sacerdotes no eran conscientes de las implicaciones políticas que tenía el simple hecho de vestir sotana, también es cierto que, al lado de casos como el del padre Josep Vinya, había otros —pocos y de escasa relevancia— que a la hora de saber que los conducían a una muerte segura animaban a sus compañeros con proclamas reaccionarias. El padre Bernat Frasno, doctor en teología y diácono de la catedral de Tortosa, momentos antes de ser ejecutado el día 2 de octubre de 1936, ensalzaba la figura de Calvo Sotelo, al que consideraba una persona ejemplar por la valentía que, a su entender, había demostrado al proclamar pocos días antes de ser asesinado que no podrían matar sus ideas.
Junto a las convicciones de un signo y de otro, el miedo había arraigado en una parte importante de la población. Un miedo que, a menudo, era el hilo conductor para delatar a un sacerdote escondido. Un payés indicó la presencia en medio del bosque del padre Eliseu Manrique. Natural de Almassora, una vez ordenado sacerdote había sido adscrito a su parroquia natal. Por tanto, quien lo delató lo conocía y mucho. Fue asesinado el 12 de agosto en un lugar desconocido.
Un pariente fue quien denunció al padre Joaquim Ortiz, vicario de las Alqueries de Vila-real. Pocos días después del alzamiento militar, había ido a esconderse en un piso de Almassora, propiedad de un hermano suyo. Con toda diligencia, los milicianos fueron a detenerlo y lo mataron en la carretera de Alcolea.
El miedo hizo que el marido de la sobrina del padre Pasqual Sanchís, ecónomo de Torreblanca, se decidiera a denunciarlo. De camino hacia su pueblo natal, Eslida, el religioso se detuvo en Artana, donde vivía una sobrina suya. A instancias de ésta se refugió en su casa, y fue el pánico que le sobrevino al sobrino la causa de que lo matasen el 29 de septiembre.
En medio del caos persecutorio hubo robos y confiscaciones de todo tipo. Menos habitual era la petición de rescate por la vida de las personas. Pero el comité revolucionario de Morella, después de encarcelar a los veinticuatro sacerdotes de la población, ofreció la posibilidad de liberarlos a cambio del pago de diez mil pesetas por cada uno de ellos. Sólo los familiares de cuatro pudieron reunir la cantidad. El resto fue conducido a la prisión de Castellón, donde el 13 de septiembre de 1936 formaron parte de los colectivos de eclesiásticos fusilados.
Las torturas y las mutilaciones también formaron parte del método de las patrullas que llevaban a cabo los asesinatos. Testigos directos o dictámenes forenses permiten acreditar muchos de ellos. El hecho de detallar algunos puede servir para valorar correctamente el alcance del odio que algunos milicianos sentían hacia todo aquello que oliese a sacristía o a convento. Un odio que difícilmente podía responder a experiencias personales sino que, en general, era producto de una obsesión digamos que doctrinal.
Como siempre, el objetivo de la tortura es, especialmente, infligir un plus de sufrimiento a la persona a la que los torturadores odian. Es evidente que este objetivo se consigue alargando las agonías y actuando en aquellas partes más débiles o más simbólicas del cuerpo. Las mutilaciones sexuales, las amputaciones de los brazos y la extracción de los ojos son tres de los suplicios más habituales entre los que dejan pruebas evidentes. Algunos de esos martirios los sufrieron en sus propias carnes el padre Vicent Pallarès, de treinta y un años, coadjutor de Llucena; el licenciado Felip Cervera, de cincuenta y un años, coadjutor de la parroquia de Sant Lluc, de Ulldecona; el padre Ramon Pena, de cincuenta y cuatro años, párroco de Móra la Nova; el padre Vicent Castell, de sesenta y dos años, vicario de la Jana…
La dilación de las agonías se conseguía disparando en partes no vitales del cuerpo, con escopetas de perdigones o, simplemente, no comprobando la efectividad de la ejecución. En esta última situación se encontró el cura de las Clarisses d’Onda, Vicent Canelles. De los últimos momentos de su muerte queda el testimonio escrito de Vicent Vidal, un joven que lo socorrió ocho horas después de que lo dieran por muerto, aunque no pudo hacer nada para salvar su vida. El vicario de Hospitalet de l’lnfant, Daniel Lacruz, no tuvo la suerte del auxilio caritativo: el 16 de agosto, al parecer por haber ofrecido resistencia, le rompieron los brazos a culatazos y lo lanzaron de un coche en marcha por un barranco mientras le disparaban. Unas horas más tarde, lo encontró un coche de milicianos. Después de saber por él mismo que era sacerdote, lo remataron de dos tiros en la cabeza. El párroco de Perelló, Rafael Fusté, una vez ya mutilado sexualmente, tuvo que soportar el dolor de las perdigonadas en las piernas como paso previo a los disparos de siete fusiles. Fueron dos jóvenes del grupo que debían matarlo los que, incapaces de disparar, dejaron con posterioridad constancia de este testimonio.
Ciertamente, los casos de tortura evidente son minoría, pero es una minoría que debe entenderse como la parte visible de un iceberg. En la inmensa mayoría de los casos la ejecución-asesinato del religioso que se acaba de detener, o que se ha sacado a pasear del lugar en el que estaba preso, va precedido de malos tratos, humillaciones públicas, agresiones morales… Estas vejaciones no dejan rastro comprobable, pero sí que forman parte de la historia de la persecución religiosa que se vivió en Cataluña y, en general, en toda España el segundo semestre de 1936.
Un caso de escarnio ignominioso fue el del cura del hospital de Vilareal, Josep Avellaneda, asesinado cerca del río Bellcaire junto con otras trece personas del pueblo el 21 de agosto, una fecha recordada por la población como «la triste noche de las dominicas», en memoria del convento en el que estaban presos. El padre Avellaneda no murió enseguida. Malherido por los disparos, fue recuperando el conocimiento y, con grandes esfuerzos, pudo llegar a un hostal llamado La Barraca, cerca de la Vall d’Uixó. Un vecino de la Vall que pasaba con el carro por delante del hostal se ofreció para llevarlo hasta el pueblo para que pudieran curarlo. Pero aquella persona lo dejó delante de la sede del comité del pueblo. Estuvo allí muchas horas, sentado encima del carro sin que nadie, pese a ver que estaba malherido, se atreviese a auxiliarlo. Sólo una mujer, que se llamaba Concepció, se abrió paso entre los mirones para ofrecerle agua. Suyo es el testimonio de los hechos. Finalmente, el comitè decidió que lo volvieran a fusilar y obligó al mismo payés que lo había entregado a que lo llevara hasta las afueras del pueblo. Por el camino aún sufrió torturas y, después de muerto, le destrozaron el cráneo y le amputaron manos y pies. De hecho la mutilación post mortem, así como la quema de cadáveres, también fue frecuente en la diócesis de Tortosa.
En la punta del iceberg hay episodios de verdadero sadismo que sólo se explican por la voluntad de crear un ambiente de terror o como resultado de la degeneración de la violencia que excede todos los límites de la condición humana.
La crónica de la muerte de Rafael Eixarch, párroco de Bellestar, de cincuenta y ocho años de edad, dice así:
Los primeros días de la revolución fue detenido en la misma parroquia. Lo torturaron de forma bárbara, lo desnudaron y, pinchándolo con un cuchillo, lo hacían caminar por un camino lleno de piedras. Con unas tijeras de podar le seccionaron los genitales. Le ataron una piedra al cuello y lo tiraron al río Ebro. Pudo salir del río nadando. Inmediatamente lo cogieron y volvieron a tirarlo al río. Esta vez ya no consiguió salir. Su cadáver no se pudo recuperar.