El historiador Julián Casanova define con estas palabras la invasión por las armas del escenario público que se produjo en aquellas ciudades donde se consiguió reducir a los sublevados:
Un hervidero de poderes. Eso es lo que era la ciudad de los sin Dios en el verano de 1936. Un hervidero de poderes armados, de difícil control, que trataban de llenar el vacío dejado por la derrota de la sublevación militar en las principales ciudades españolas y en extensas zonas del mundo rural, en latifundios sin dueño y en cientos de pequeños pueblos sin amos. El Estado dejó de existir más allá de Madrid, si es que allí existía. Y fue entonces, cuando, derrotados los insurgentes, apareció el famoso pueblo armado o, para ser más exactos, cuando muchos grupos de diferente condición y color invadieron con armas el escenario público.
El vacío de poder que siguió a la derrota del golpe y a la pérdida del monopolio de las armas por parte del Estado requería una respuesta organizada en las calles, en las fábricas, en el campo, en el frente y en las instituciones. Pero las vías y alternativas que se abrían eran tantas que en poco o nada se pareció la que emergió de ese orden dislocado en Madrid, Barcelona, Bilbao o Málaga, en el frente de Aragón o en las extensas zonas de gran propiedad de La Mancha y Jaén. Era el momento de los comités, de las patrullas de «vigilancia», de los grupos de «investigación», de la creación de poderes locales y regionales al margen [del] gobierno de Madrid […]. Todos querían controlar el descontrol. Por eso se hablaba tanto de incontrolados y no había comité o patrulla que se preciara que no se llamara «de control».[145]
En los primeros meses de guerra el espíritu de la revolución dejó su huella de terror en toda la retaguardia republicana. Todo tipo de patrullas y milicias se dedicaban con un celo arrollador a procurar la «salud pública» de los pueblos y ciudades. Los órganos de la justicia —con todos sus defectos y limitaciones— fueron sustituidos de la noche a la mañana por el imperio de la justicia popular dictada a punta de pistola.
Entre el desbarajuste de comités revolucionarios de todo tipo, la creación inmediata en Cataluña del Comité Central de Milícies Antifeixistes (CCMA) convirtió este órgano revolucionario, reconocido formalmente por el gobierno de la Generalitat y, por tanto, de forma indirecta por el de la República, en un referente para toda España.
Ya en capítulos anteriores he destacado que los anarquistas controlaron desde el primer momento el Comité, consiguiendo así que su filosofía revolucionaria fuera la predominante en las acciones de «higiene social». Una sólida estructura interna garantizó la eficacia de las acciones y de las directrices que desde este organismo se elaboraron.
El poder anarquista dentro del CCMA fue tan evidente que el texto programático fue redactado por el propio Juan García Oliver, que en aquel momento era ya reconocido como el máximo representante de la FAI. El documento no deja dudas del poder absoluto con que se dota al organismo:
Constituido el Comité de Milicias Antifascistas, este organismo, de acuerdo con el decreto publicado por el gobierno de la Generalitat de Catalunya en el Butlletí Oficial del día de hoy [23-VII- 1936], ha tomado los siguientes acuerdos, el cumplimiento de los cuales obliga a todos los ciudadanos:
Primero: Se establece un orden revolucionario, al mantenimiento del cual se comprometen todas las organizaciones que integran el Comité.
Segundo: Para el control y vigilancia, el Comité ha nombrado los equipos necesarios a fin de hacer cumplir rigurosamente las órdenes que del mismo emanen. […]
Séptimo: El Comité espera que, dada la necesidad de constituir un orden revolucionario para hacer frente a los núcleos fascistas, no tendrá necesidad para hacerse obedecer, de recurrir a medidas disciplinarias […].
El orden revolucionario aludido fue el responsable de la ejecución o asesinato de novecientas personas en el breve período de doce días, es decir, hasta finales de julio. Una verdadera esperanza revolucionaria para ser imitada…
A pesar de que los sacerdotes y los patronos, la gente de orden y los sediciosos fueron la diana preferida de las acciones de «limpieza», la lucha por la hegemonía revolucionaria también ocasionó víctimas entre los militantes de otras organizaciones políticas y sindicales. El caso más relevante fue el atentado cometido el 30 de julio contra el dirigente ugetista, líder de los trabajadores portuarios de Barcelona, Desiderio Trilles. Unos disparos a bocajarro acabaron con la vida de este sindicalista a plena luz del día y en el centro de la ciudad. Los asesinos huyeron con un coche claramente identificado con las siglas de la CNT-FAI, convertidas en el ariete del terror urbano.
El crimen de Trilles, sumado al escándalo ocasionado por la libre actuación de los grupos de milicianos que sólo rendían cuentas a comités, sindicatos o partidos, decidió al CCMA a crear una organización propia de Patrullas de Control que actuaron en todo el territorio pero de forma muy especial en la ciudad de Barcelona. A pesar de que la nota de prensa del CCMA, publicada en los periódicos el 31 de julio, mencionó que las patrullas estarían constituidas por más de cinco mil milicianos, el dirigente cenetista José Peirats afirma en su obra La CNT en la revolución española que nunca fueron más de setecientos, de los cuales la mayoría estaban afiliados a la central anarquista.
José Asens, miembro de la FAI, fue nombrado responsable de las Patrullas de Control. Como tal, dispuso de un secretariado en un edificio situado en el cruce de la Gran Vía con el paseo de Gracia, y organizó la ciudad en doce secciones dotadas de cuarenta y cinco milicianos cada una. Las sedes de cada una de ellas se convirtieron en pocos días en centros neurálgicos del terror en Barcelona. Por su trayectoria violenta destacó de forma especial la situada en el número 22 de la calle de San Elías, en un ex convento de las Clarisas, dirigida por Silvio Torrents Arias, que en sus manos se convirtió en el centro de detención más importante de la CNT.
En la práctica, ante la desintegración del poder gubernamental y la falta de capacidad operativa del CCMA, las Patrullas de Control se convirtieron en órganos autónomos que actuaban absolutamente al margen de la ley e, incluso, de las directrices políticas de los partidos y sindicatos. Sus acciones se basaron en la táctica de la «acción directa» que durante tantos años había practicado el Sindicato Único.
A los militantes anarquistas más convencidos, la doble circunstancia de la guerra y la revolución les había provocado graves contradicciones. Ellos, que habían jurado combatir cualquier tipo de autoridad y de opresión, se encontraban, en cambio, obligados a actuar como un cuerpo policial. Muchos se negaron a cumplir este cometido y prefirieron marchar al frente de Aragón con la convicción de poder llegar a la ciudad de Zaragoza. Esta opción, que les pareció más libre y coherente, explica el entusiasmo que despertó la partida de la primera columna de milicianos, el 24 de julio, dirigida por el mítico Durruti, con el asesoramiento militar del coronel Pérez Farrás. Más de dos mil milicianos se inscribieron voluntarios en la misma.
Sin embargo, esta opción más libertaria pronto se vio frustrada por la militarización de las milicias decretada por el Gobierno central el 28 de septiembre y por el de la Generalitat el 24 de octubre. El retorno al sistema de levas obligatorias y de organización castrense, que pretendía rentabilizar los esfuerzos bélicos, entró en colisión directa con el sistema asambleario que habían adoptado las columnas de voluntarios. Los nuevos gabinetes, presididos respectivamente por Largo Caballero y Josep Tarradellas, ante la evidencia de una guerra incierta y nada efímera, conscientes de la gravedad de haber desarticulado la estructura militar, querían multiplicar la eficacia de los nuevos cuerpos armados buscando un arriesgado equilibrio entre las antiguas formas castrenses y las nuevas directrices y aspiraciones políticas. Los decretos ocasionaron desconcierto entre los voluntarios más comprometidos y escepticismo entre los nuevos reclutas y mandos.
Ante la confusión, es probable que núcleos importantes de milicianos que habían permanecido en la retaguardia optasen por incorporarse a las Patrullas de Control. Su decisión podía justificarse ideológicamente por la convicción de que para conseguir consolidar la revolución era imprescindible efectuar una tarea contundente de «cirugía social». Esta actividad tenía la ventaja de no estar sometida a los intentos de canalizar la acción armada y, además, contaba con la seguridad de un sueldo estable garantizado por el CCMA.
A pesar del protagonismo que tuvieron las Patrullas de Control, éstas no monopolizaron los servicios de orden público en Cataluña sino que, especialmente fuera de Barcelona, se sumaron a la variedad de grupos y comités que —como en toda España— actuaban autónomamente, consiguiendo imponerse en cada lugar y circunstancia el que contara con más apoyo logístico o el que fuera más temerario. En muchas ocasiones, la vida y la suerte de personas o localidades enteras estuvo a merced de que los comités menos escrupulosos con lo que hoy llamaríamos los «derechos humanos» encontraran, o no, otro grupo revolucionario con suficiente valentía y moderación para evitar una acción criminal. Lamentablemente, fue y sigue siendo imposible saber con exactitud a qué partido u organización pertenecían los autores de cada atentado. La impunidad judicial y gubernativa con que actuaron los convirtió, simplemente, en acólitos de un, para muchos republicanos de buena fe, inesperado terrorismo.
El terror trajo consigo inseguridad. El derramamiento de sangre creó una sensación absoluta de impotencia y de miedo. Un miedo que los católicos, muy especialmente, sintieron con angustia durante muchos meses.
Los anarquistas, a través de su órgano Solidaridad Obrera, protestaron en diversas ocasiones por el exceso de sangre derramada y el peligro de que la represión tuviera consecuencias negativas para la revolución. Sin embargo, estas quejas no respondían a una recusación genérica de la violencia represiva, sino a la de aquellos episodios protagonizados al margen de sus decisiones, al margen de las acciones encaminadas al éxito de su proyecto.
Por ejemplo, frente al terror en la retaguardia catalana, la voz de Joan Peiró, que durante muchos años había ejercido su actividad sindical en Mataró, cerca de Barcelona, fue tajante: la vida de las personas debe ser sagrada. Sin embargo, él mismo, en una contradicción más aparente que real, opinaba que en una etapa revolucionaria incluso matar a Dios podía ser un hecho natural:
Que uno sea burgués o capitalista no es motivo para que los revolucionarios le persigan o le exterminen. Tampoco no lo es perseguir y exterminar a curas y a frailes por el mezo hecho de serlo. Menos razonable resulta aún que los hombres de ideas derechistas —o los que, sin serlo, votaron un día por las derechas— puedan ser asesinadas como perros, de la manera más cobarde y criminal. Nuestra lucha es contra el fascismo y quien no sea un fascista declarado, sean cuales sean sus ideas, para los antifascistas, para los verdaderos revolucionarios, tiene que ser una persona sagrada.[146]
Los revolucionarios de Mataró también han tenido ocasión para ejercer la justicia popular la cual, aplicada oportunamente, es natural, es lógica, es santa. Pero dejaron escapar la oportunidad porque — es triste tener que reconocerlo— resultaba más agradable quemar y saquear iglesias y conventos, y aún lo era más gastar la gasolina haciendo registros en los lugares de veraneo de los parajes de la comarca. Y mientras el espíritu revolucionario se malversaba en estas tareas de destrucción y, para algunos, de negocio, los peces gordos, los que merecían ser ahorcados en los faroles de la Riera, huían de Mataró después de haber disparado contra el pueblo desde algunos tejados de la ciudad.
Después de todo esto, ¿qué tiene de extraño que los hombres responsables ante la opinión pública nos opusiéramos al derramamiento inoportuno e injustificado de sangre? ¿No era lógico, además, que desconfiáramos de algunas actuaciones que no tenían nada de revolucionarias? […]
Matar a Dios, si existiera, en el fragor de la revolución, cuando el pueblo enardecido por la justa ira se desborda, es una medida natural y muy humana.[147]
Estos textos prueban que el movimiento libertario, responsable en gran medida de los asesinatos en la retaguardia republicana catalana y, en general, en la española, cuando denunció la violencia lo hizo esencialmente por razones de oportunidad, no por principios morales. Estimaban justa la eliminación de una persona si, a su entender, se trataba de un «fascista demostrado» y consideraban natural la ira popular. La única preocupación de los dirigentes anarquistas fue temer que la sangre no ahogara el triunfo de la revolución.
Sin negar la posibilidad de que algunos de ellos sintieran el escrúpulo de ver morir sin razón a personas indefensas y, en la gran mayoría de casos, inofensivas, sin negar la posibilidad de que hubo anarquistas que por no manchar la nobleza de sus ideales arriesgaron su vida para salvar de una muerte segura a personas «sospechosas», todo induce a pensar que en el cálculo estratégico para garantizar el triunfo revolucionario importaba por igual el trabajo ordenado a las Patrullas de Control como la capitalización de toda la efervescencia social.
Esta actitud displicente tuvo como efecto secundario que el ánimo lucrativo con que actuaron algunos grupos pretendidamente revolucionarios acabara contaminando a los grupos más disciplinados y más convencidos de su tarea. Así lo confiesa el protagonista de la novela, basada en hechos reales, Entre el roig i el negre de Miguel Mir:
La noche del 19 de julio fue la primera que patrullamos armados en una Barcelona donde no había gobierno ni policía… Grupos de incontrolados actuando según ellos en nombre de la revolución, asaltaban y saqueaban joyerías, tiendas y almacenes, requisando todo lo que les apetecía, con total impunidad […]. A menudo ni los grupos de la FAI sabíamos si nuestras acciones eran acciones revolucionarias o si debíamos sumarnos a los actos de pillaje […]. Empezamos a practicar las primeras confiscaciones, dejando a un lado el ideario libertario y actuando cada cual por su cuenta.
El impacto de la sublevación en Madrid no dio lugar, como en Cataluña, a la constitución de un órgano de poder revolucionario. La escasa relevancia del movimiento anarquista madrileño impidió que la CNT-FAI pudiera capitalizar la eclosión revolucionaria que se desencadenó. No existió, por tanto, una estrategia ajena a la de los partidos y sindicatos que apoyaban al gobierno nacido de la victoria del Frente Popular.
En estas circunstancias, la indignación de los militantes más radicales de cada formación no dio lugar a organismos absolutamente autónomos de los gubernamentales sino que se entroncó con ellos, tensionándolos y manipulándolos hasta llegar a desvirtuar su propia razón de ser.
En este sentido, es paradigmático el caso del socialista Agapito García Atadell, quien promovió una Milicia Popular de Investigación que, reconvertida en Brigada de Investigación Criminal, actuó como un órgano represivo autónomo pero con la gravedad de utilizar información, logística e, incluso, personal del ministerio de Gobernación.
Sólo la sintonía ideológica y las relaciones de amistad entre cargos públicos y militantes carismáticos de la izquierda, sumada a una falta absoluta de control por parte del Gobierno del funcionamiento de la estructura del Estado, explica que se pudiera llegar a dar cobertura oficiosa desde la Dirección General de Seguridad a iniciativas como la de García Atadell y, por extensión, a numerosos centros de detención que, bajo la tutela de partidos y sindicatos, proliferaron rápidamente en Madrid.
De entre ellos, destacaron por su agresividad y por su capacidad de actuación, así como por las indiscutibles vinculaciones con los organismos de Seguridad del Estado, los del Círculo de Bellas Artes y del marqués de Riscal.
El primero, también conocido como el de Fomento por haberse trasladado a esta calle a finales de octubre de 1936, se creó por iniciativa de la Dirección General de Seguridad —el diputado de Izquierda Republicana, Manuel Muñoz, era en aquellas fechas su responsable— con la idea de que fuera un organismo político-jurídico administrado por los partidos y organizaciones que formaban parte del Frente Popular, un sistema, por tanto, con ciertas analogías con el Comité de Milicias de Cataluña. Empezó a funcionar en la primera semana de agosto bajo la tutela de tres delegados de cada uno de ellos, sumando un total de treinta personas que se distribuyeron en seis comisiones que actuaron como verdaderos tribunales marciales.
El centro de detención del marqués de Riscal ocupó el palacio de los condes de Casa Valencia, antigua sede de Renovación Española. Actuaba oficialmente como Primera Compañía de Enlace del Ministerio de Gobernación, dependiente de Ángel Galarza, ex responsable de la Dirección General de Seguridad. Estaba vinculado a la Inspección General de Milicias Populares y la gran mayoría de sus miembros procedía del Círculo Socialistas del Sur de Madrid.
La implicación de la Dirección General de Seguridad en la depuración de la retaguardia por parte de las milicias llegó al extremo de disponer de un grupo que actuó desde la propia sede de este organismo. Esta patrulla, conocida por Escuadrilla del Amanecer, estuvo integrada especialmente por guardias de asalto, un cuerpo considerado de vanguardia, organizado por el primer Gobierno republicano en 1932, y, por esta misma razón, especialmente sensible a las agresiones contra el régimen.
En muchas ocasiones los centros de detención ocuparon edificios religiosos. Así, la CNT instaló uno de sus cuarteles en el Colegio del Sagrado Corazón de la calle de Narváez y el PCE en la iglesia de San Bernardo.
Las pasiones políticas desenfrenadas, combinadas con un espíritu revolucionario de carácter redentorista en el contexto de desgobierno de los primeros meses del conflicto bélico, convirtieron los centros de detención en un complejo entramado represivo que, por analogía con los centros creados en la URSS para combatir la contrarrevolución, fueron conocidos popularmente, con el paso de los meses, por el nombre de «checas», palabra derivada de las siglas «TK» que en ruso aludían al cometido de las temidas «Comisiones Extraordinarias».
La forma déspota, cruel y tiránica de proceder de las patrullas que actuaron desde los centros de detención o checas dio lugar a la reconversión de dos nombres comunes en sinónimos de acciones criminales indiscriminadas. Efectivamente, la represión de la retaguardia en Madrid —y, por extensión en toda España— irá asociada para siempre, desde 1936, a los «paseos» y a las «sacas», a los asesinatos de sospechosos cometidos después de «pasear» a las víctimas hasta las afueras de una población y a las ejecuciones masivas de presos «sacados» de las cárceles.
En rigor, la persecución religiosa, como forma selectiva de represión, debe asociarse principalmente con las formas expeditivas de los «paseos». En las «sacas», la condición de religioso o de católico practicante fue un agravante que los represores evaluaron como una razón determinante en el momento de confeccionar las listas de los presos que decidían ejecutar, pero las matanzas masivas de encarcelados no fueron diseñadas específicamente para dirimir el «problema religioso».
La vorágine de crímenes y asesinatos que se cometieron en la retaguardia madrileña en nombre de la revolución y de la defensa de la República dieron lugar, como ocurrió en Barcelona y en tantas otras poblaciones, a la libre actuación de delincuentes infiltrados entre las filas de milicianos y, lo que fue mucho peor, a la corrupción de líderes izquierdistas que se transformaron en vulgares malhechores, como fue el caso del citado Agapito García Atadell que, a finales de octubre de 1936, previa exportación y venta de un importante botín en Marsella, planeó su fuga a Suramérica sólo frustrada circunstancialmente por una escala técnica en Canarias, donde fue detenido por los controles militares de los sublevados.
En Madrid la actuación de los anarquistas estuvo mucho más condicionada que en Barcelona. No contaron con la capacidad operativa que les confirió en Cataluña el control del Comité de Milicias Antifascistas. No obstante, las patrullas de la CNT y de la FAI —un ejemplo fue la denominada Los Libertos— destacaron en los episodios de persecución religiosa.
Las capitales aragonesas quedaron en manos de los sublevados. Para neutralizar esta situación partieron urgentemente de Barcelona las columnas Durruti y la Roja y Negra, compuestas por un total de cuatro mil quinientos milicianos de la CNT-FAI. Aunque nunca consiguieron su objetivo militar, se adueñaron de un extenso territorio de veinte mil kilómetros cuadrados y cuatrocientos mil habitantes esparcidos en poblaciones rurales de arraigada tradición católica. El impacto entre la aplicación a través de la «acción directa» de los postulados anarquistas por los milicianos y las inercias seculares de los aparceros y pequeños propietarios agrícolas fue brutal. La idea de construir una sociedad nueva, de carácter libertario, fue vista como una oportunidad histórica por los reducidos grupos revolucionarios de aquellas poblaciones que colaboraron animadamente con los «forasteros» en las tareas de «salud pública», a la vez que se consideró, por parte de las familias más acomodadas y por las clases dirigentes, como una hostilidad intolerable.
En las primeras semanas de conflicto bélico y revolucionario fueron depuradas, es decir, asesinadas, en este territorio más de dos mil personas. Sacerdotes y religiosos fueron perseguidos como principales enemigos de la revolución. Si la condición eclesiástica fue sinónimo de condena capital, la condición de cargo electo —alcalde, juez o concejal— no supuso ningún obstáculo. El territorio aragonés «liberado» por los milicianos anarquistas fue un campo abonado para ensayar la fase «constructiva» de la revolución. A finales de septiembre de 1936, en una asamblea celebrada en Bujaraloz convocada formalmente por el Comité Regional de la CNT, se constituyó el Consejo Regional de Defensa de Aragón con la voluntad de ser el órgano de representación de las más de 250 colectividades en que se organizó el territorio. Francisco Ascaso, miembro destacado de la FAI en Barcelona, asumió la máxima responsabilidad del Consejo, que consiguió la plena oficialidad a partir del 23 de diciembre de 1936, fecha en que fue reconocido por el gobierno de la República imponiendo, como única condición, la presencia en él de delegados de todos los partidos del Frente Popular.
El reconocimiento del Consejo de Aragón por parte del Gobierno republicano, cuando ya habían transcurrido seis meses del estallido bélico, sin proceder a ningún tipo de investigación de las atrocidades cometidas por el organismo revolucionario, fue uno de los actos más vergonzosos de los Gobiernos formados desde la victoria del Frente Popular, que no se corrigió hasta agosto de 1937 con la llegada de la 11.ª División del ejército dirigido por el comunista Enrique Líster.
El Comité Ejecutivo Popular de Valencia, creado por las fuerzas del Frente Popular con la colaboración de la UGT y de la CNT el 20 de julio, también actuó con energía para imponer un acelerado proceso de colectivizaciones, más de trescientas, controladas en su mayoría por las células anarquistas. El proceso de legalización de este organismo concluyó a primeros de agosto de 1936. Paradójicamente, fue a partir de esta fecha cuando los grupos de defensa, integrados a los pocos días —a partir de mediados de septiembre— en las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, multiplicaron las actuaciones represivas contra la población civil y, en este caso, de forma muy especial, contra los religiosos.
En la propagación del «terror caliente» también tuvieron un protagonismo destacable el Comité de Salud Pública de Málaga, el Comité de Guerra de Gijón, el Consejo de Cerdaña y el Comité Antifascista de Ibiza.
Es durante el período previo a la formación del primer gabinete del socialista Largo Caballero, constituido el 4 de septiembre de 1936, cuando se oficializa también la clausura de todas las instituciones religiosas. Efectivamente, a mediados de agosto, a los pocos días de «fusilar» y destruir el simbólico monumento al Sagrado Corazón de Jesús erigido en el Cerro de los Ángeles, se procede al cierre de todos los templos. No ha sido posible hasta la fecha documentar el contenido literal de la orden que dio, de facto, carta de naturaleza a la conversión del culto católico en un delito. En aquellos días era responsable del ministerio del Interior el general Sebastián Pozas, quien difícilmente hubiera firmado un decreto de este tipo. Sin embargo, es perfectamente plausible que desde la Dirección General de Seguridad o desde algún otro órgano se hiciera llegar una disposición oral de este tipo a los gobernadores civiles de cada provincia. También lo es que el general hubiera accedido a ello por las presiones de los partidos y sindicatos, especialmente de la CNT.
El 5 de septiembre de 1936 José Giral, ante la imposibilidad de controlar la situación social y política y ante el fracaso de la militarización de las milicias, presentó la dimisión. El nuevo gabinete, presidido por Largo Caballero, con seis ministros socialistas, dos comunistas y uno del PNV, representó la pérdida de la hegemonía de los partidos republicanos, que limitaron su presencia a los ministerios de Trabajo, Justicia, Obras Públicas y Comunicaciones.
Las primeras decisiones encaminadas a controlar el frente bélico y a restituir el control gubernamental fueron tajantes. Por decreto del 20 de septiembre el Gobierno creó el cuerpo de Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, que facultaba al ministro de la Gobernación para organizar en España un cuerpo policial de carácter transitorio compuesto por todos los milicianos de las organizaciones y los partidos que desempeñaban funciones de vigilancia e investigación, mientras que una semana más tarde, el 27, otro decreto cesó a todos los funcionarios del Estado.
La primera medida creó tensiones importantes entre el Gobierno y la diversidad de comités y de milicias, especialmente con los Comités de Defensa Confederal de la CNT. El nuevo cuerpo de milicias, sometido a severas disposiciones del Gobierno que regulaban los procedimientos de registro y detención de sospechosos, hubiera podido representar un paso importante para la normalización de la vida en la retaguardia si el responsable de Gobernación hubiera acertado aplicar una política moderada. El sorprendente e inoportuno nombramiento de Ángel Galarza como ministro de Gobernación abortó esta posibilidad. Se dio el caso, además, de que el proceso de convergencia de todas las milicias que actuaban en la retaguardia coincidió con la entrada en vigor de un organismo de nueva planta, los Tribunales Populares, que habían sido creados por una de las últimas leyes aprobadas por el anterior gabinete. La suma de estas circunstancias originó una nueva etapa en el proceso de la revolución social que en la práctica supuso una legalización de las políticas de terror de los meses de julio y agosto con el agravante de que, después del cese de todos los funcionarios, se agudizó el proceso de fractura social entre afectos y desafectos al régimen.
La incertidumbre social se frenó con la asunción por parte de la CNT de responsabilidades gubernamentales. En Cataluña la organización sindical anarquista ya había aceptado formar parte del gobierno de la Generalitat desde finales de septiembre de 1936, asumiendo las funciones de Economía, Sanidad, Servicios Públicos, Asistencia Social y Defensa. La decisión de la CNT estuvo acompañada de la creación de una Junta de Seguretat Interior que, aunque presidida por el conseller de Gobernación, quedó en manos de la CNT-FAI, muy concretamente de Aurelio Fernández, hasta entonces responsable de la Sección de Investigación del Comité de Milicias que, en coherencia con el muevo contexto político, había sido disuelto.
Como jefe de Servicios de la Junta fue nombrado Dionisio Eroles, también de la FAI. Fernández y Eroles, desde sus nuevos cargos, firmaron centenares de órdenes de registro y de detención. La arbitrariedad de estas órdenes llegó a provocar las quejas de la Federación Local de Grupos Anarquistas de Barcelona. La brutalidad de las acciones cometidas por las patrullas comandadas por Eroles —«els nanos de l’Eroles»— les proporcionó la merecida fama de criminales despiadados y corruptos.
La Junta de Seguretat Interior se disolvió oficialmente el 4 de marzo de 1937, después del conflicto político ocasionado por la tragedia vivida en el pueblo de la Fatarella, donde milicianos de la CNT-FAI, procedentes de Barcelona, en su pretensión de imponer la colectivización de las tierras, provocaron graves disturbios con el resultado de más de cuarenta campesinos asesinados o fusilados.
Paralelamente a la actuación de las Patrullas de Control y de la Junta de Seguretat Interior también funcionaron en Barcelona los Servicios de Información de la CNT-FAI y el Comité de Defensa Confederal de la ciudad. Ambos organismos ocuparon plantas independientes en el edificio que había sido propiedad del político de la Lliga Francesc Cambó, en Vía Layetana. El primer organismo, dirigido por el faísta Manuel Escorza de Val, destacó por la crueldad de sus acciones. Escorza convirtió los servicios de información en un ente ajeno al contexto político provisto de milicias autónomas que actuaban con tanta brutalidad como impunidad. Su osadía llegó al extremo de desatender las recomendaciones de los dirigentes anarquistas con los que, teóricamente, compartía ideales y estrategia. Generalmente, todas las crónicas de la época lo recuerdan con aversión. Sin embargo, en sus memorias. García Oliver resalta la eficacia en el cometido de su misión.
Entre el 17 de agosto y el 18 de noviembre de 1936 funcionó en Barcelona una denominada Oficina Jurídica. Fue una iniciativa del abogado Ángel Samblancat, que había sido diputado de Esquerra Republicana hasta 1933 y, desde entonces, miembro de Extrema Esquerra Federal, un pequeño grupo político con muchas simpatías en el seno de la CNT.
El 11 de agosto ocupó, con la acción armada de la FAI, las dependencias del Palacio de Justicia de Barcelona. La política de hechos consumados, a pesar de tratarse de una cuestión tan grave, no fue impedida por el gobierno de la Generalitat, que, para dar validez legal a la iniciativa, optó por crear la Oficina Jurídica, dirigida en los primeros días por el mismo Samblancat y, posteriormente, por Eduardo Barriobero, abogado de los anarquistas que también procedía de Esquerra Republicana de Catalunya.
La Oficina Jurídica pretendió, según palabras del mismo Barriobero, «incorporar el espíritu del pueblo a la Administración de Justicia».[148] El organismo dictó más de seis mil sentencias en menos de ochenta días. Su actuación, huérfana de todas las garantías procesales, pretendió neutralizar los escándalos jurídicos dictaminando sistemáticamente a favor de la clase trabajadora en temas tan sensibles como el alquiler de la vivienda o la práctica de la usura, o buscando el desprestigio de las formaciones políticas a través de acusaciones sensacionalistas, como atribuir a Esquerra Republicana la formalización de pactos conspirativos con dirigentes del Sindicato Libre.
Los responsables de la Oficina Jurídica fueron acusados finalmente de apropiación indebida de fondos públicos y de mercadear con los detenidos y las sentencias.
La Oficina Jurídica se disolvió tras la publicación de un decreto de Andreu Nin, dirigente del POUM y conseller de Justicia, el 20 de noviembre de 1936.
Como anticipo de la ofensiva de los Gobiernos de Largo Caballero para recuperar el control del aparato jurídico del Estado, ya ha sido comentado que en los últimos días del gabinete presidido por Giral, concretamente los días 23 y 25 de agosto, fueron creados los Tribunales Populares. Según el decreto los formaban tres magistrados que ejercían funciones de representación jurídica y un número variable de miembros que actuaban en representación de los partidos y organizaciones de izquierda. Su función principal era juzgar «los delitos de rebelión, sedición y los cometidos contra la seguridad exterior del Estado».
La depuración previa de los funcionarios y de los profesionales del derecho y las amplias atribuciones asignadas a los representantes políticos garantizó que los Tribunales actuaran como una maquinaria perfectamente capacitada para reprimir cualquier indicio de desafección política.
Las sentencias dictadas por dichos tribunales no dejan duda del carácter marcial de sus actuaciones. Los porcentajes de penas capitales ascendieron, por ejemplo, al 26,8% en Albacete, al 31,76% en Bilbao o al 43,82% en Valencia.[149]
En Cataluña, la Generalitat también decretó la formación de Tribunales Populares el 24 de agosto de 1936. En este caso estaban formados por un presidente y por ocho jurados en representación de los partidos del Front d’Esquerres y de las organizaciones sindicales. Bastaba una simple denuncia oral o escrita ante el secretario del tribunal para que cualquier persona fuera sometida a juicio.
Los tribunales dejaron de actuar a primeros de mayo de 1937. Durante los siete meses de actividad judicial los tres correspondientes a la ciudad de Barcelona dictaron unas 125 penas capitales, un tercio de los procesos iniciados.
Antes de terminar esta breve referencia a los Tribunales Populares es imprescindible mencionar el precedente del Tribunal de Justicia Popular de Lérida, creado el 18 de agosto de 1936 por la Asamblea de Sindicatos de la ciudad, con el aval del Comité Popular Antifeixista y que actuó autónomamente hasta finales de septiembre. El POUM fue el principal impulsor de la iniciativa. El tribunal fue concebido con un total desprecio por la tradición judicial y por las garantías procesales hasta el punto de que no era exigible que fuera presidido por ningún magistrado. Tanto el cargo de fiscal como los miembros del jurado eran nombrados por los partidos revolucionarios y los sindicatos y, por añadidura, el procesado no disponía de abogado defensor sino que debía asumir él mismo su defensa.
A los dos meses de formar su primer gabinete, Largo Caballero consiguió convencer a la CNT para que entrara a formar parte del Gobierno. El 4 de noviembre de 1936, Juan García Oliver, miembro activo de la FAI, fue nombrado ministro de Justicia; Federica Montseny de Sanidad; Joan Peiró de Industria y Juan López de Comercio.
Una de las primeras decisiones tomadas por este segundo Gobierno presidido por Largo Caballero fue trasladar la sede del Gobierno a Valencia. Efectivamente, en el Consejo de Ministros, celebrado el día 6 de noviembre de 1936, ante el avance de las tropas insurgentes y el peligro inminente de que la capital fuera ocupada, se optó por la mudanza al tiempo que se constituía una Junta de Defensa presidida por el general Miaja y formada por delegados de los partidos.
Las instrucciones escritas de Largo Caballero, entregadas a los generales Miaja y Pozas en el ministerio de la Guerra con indicación de que no fueran abiertas hasta la mañana siguiente, 7 de noviembre, indicaban que la composición de la Junta debería mantener la proporcionalidad que los partidos tenían en el Gobierno.
La alarma y el escándalo originado por una decisión tan grave y precipitada convirtieron la tarde y noche del viernes, día 6, en un hervidero de preparativos, consultas y reuniones. En medio de la confusión, el partido y las organizaciones comunistas, con la fuerza derivada de ser sus direcciones las únicas que habían decidido permanecer en la capital, tomaron la iniciativa de reunirse con el presidente del Gobierno y de contactar con el general Miaja quien, contraviniendo las órdenes, había abierto el sobre oficial con antelación. En el curso de las gestiones se acordó acelerar la constitución de la Junta, cambiar el criterio de proporcionalidad del número de consejeros por una representación paritaria de delegado y suplente por cada formación política y se convino que se propondría a la Junta en su primera reunión, prevista para la mañana siguiente, que los representantes del Partido Comunista asumirían las responsabilidades de Guerra mientras que los de las Juventudes Socialistas Unificadas se harían responsables del Orden Público.
El sábado 7, a las once de la mañana, se constituyó la Junta de Defensa con representantes delegados por el PSOE, el PCE, las JSU, la CNT, la UGT, Izquierda Republicana, Unión Republicana, las Juventudes Libertarias y el Partido Sindicalista. Ningún consejero se opuso a los acuerdos citados.
El asedio militar a la capital no sólo planteaba problemas de defensa, logísticos y de aprovisionamiento de la población, sino que había creado un peligroso estado emocional colectivo de irritación e impotencia. En tal contexto, no resulta difícil imaginar que se temiera por las represalias en el caso de la caída de la ciudad y que se planteara como un problema la saturación de las prisiones, porque en los tres meses de guerra y revolución se habían encarcelado preventivamente a millares de sospechosos. Se consideraba que la posible liberación de los presos en el fragor de los combates, con una mayoría de oficiales sediciosos y de simpatizantes políticos de la sublevación, tendría unas consecuencias nefastas para la República.
Todo parece indicar que estaba ya previsto el traslado de la mayoría de presos a cárceles alejadas de la capital. El anuncio de la partida del Gobierno —e incluso del alcalde de la ciudad—, sumado a la alarma provocada por la proximidad de los combates al recinto carcelario de la Modelo, donde había el mayor número de reclusos, precipitó y contaminó los planes previstos.
Si bien es previsible que existiera una corriente de opinión partidaria de ordenar ejecuciones masivas de presos previamente seleccionados como solución drástica al problema planteado e, incluso, como fórmula de disuasión para frenar el avance de los insurgentes, hubiera sido muy difícil, en una situación más estable, llevar a cabo estas propuestas. Es cierto que en la cárcel de Ventas, durante los meses de septiembre y octubre, ya se habían practicado algunas «sacas» menores con el resultado de cincuenta y siete personas asesinadas por orden del Comité Provincial de Investigación Pública.
Sin embargo, la ocasión de sistematizar las «sacas» vino dada por las circunstancias. Y las decisiones se tomaron con diligencia. Las «sacas» de presos se transformaron, desde la madrugada del sábado 7 de noviembre, en liquidaciones masivas de enemigos amparadas por la discreción de un transporte convenido oficialmente con órdenes de realizar un traslado preventivo.
El carácter de estas páginas no permite entrar en la polémica sobre quién, cuándo y cómo ordenó el asesinato masivo de presos. Sin embargo, dos cuestiones parecen evidentes. En primer lugar, es impensable que se pudieran organizar veintitrés matanzas colectivas de presos a lo largo de veintiocho días sin contar con la participación activa de las organizaciones comunistas que tenían el control directo de la consejería de Orden Público (Santiago Carrillo, con sólo veintiún años, estaba al frente de este organismo). En segundo lugar, las matanzas tuvieron que contar con la complicidad de las Patrullas de Etapas que controlaban las carreteras provinciales con tanto celo que llegaban a imponer su autoridad a los ministros o delegados del Gobierno en sus viajes de la capital a Valencia o viceversa.
Dado que las Patrullas de Etapas estaban formadas por militantes anarquistas, se puede concluir que las ejecuciones masivas de presos en que se convirtieron la mayoría de «sacas» de las cárceles madrileñas contaron con la complicidad de comunistas y anarquistas. Dicha complicidad queda documentada por el acta de una reunión del Comité Nacional de la CNT celebrada el 8 de noviembre en la que Amor Nuño, consejero de Industrias de Guerra en la Junta de Defensa, relata con detalle los acuerdos que habían establecido con las Juventudes Socialistas Unificadas.
A pesar de la divergencia ideológica y estratégica entre ambas formaciones no resulta extraña dicha colaboración, puesto que los comunistas conseguían con el acuerdo llevar a la práctica un modelo expeditivo de resolución del problema carcelario, muy acorde con los planteamientos que creían imprescindibles aplicar para conseguir ganar la guerra, mientras que los anarquistas obtenían como rédito una depuración social altamente beneficiosa en la estrategia de construir un modelo social libre de «explotadores» y de «parásitos». En ambos casos, pero especialmente para los anarquistas, el factor religioso fue considerado un mérito para constar en las listas.
Se realizaron treinte y tres evacuaciones —todas ellas con vehículos del servicio municipal de transporte de Madrid—, de las cuales diez llegaron a sus destinos, a los penales de San Miguel de los Reyes, en Valencia; de Chinchilla, en Albacete, o al de Alcalá de Henares. Las veintitrés «sacas» que derivaron en fusilamientos masivos —algunos de ellos de más de un centenar de reclusos— partieron de las cárceles Modelo, Porlier, San Antón y Ventas. Las ejecuciones, practicadas por las Milicias de Vigilancia de la Retaguardia, tuvieron lugar en los parajes del arroyo de San José, en el municipio de Paracuellos de Jarama, y del Soto de Aldovea, en la vega del río Henares, término de Torrejón de Ardoz. Los cuerpos fueron sepultados en fosas comunes, en zanjas que se obligó a cavar a los vecinos de la zona.
El número total de víctimas de estas matanzas ha sido objeto de una polémica alimentada por la dificultad para establecer criterios fiables. Las últimas investigaciones apuntan que se superó la cifra de dos mil, una cuarta parte, aproximadamente, del número total de reclusos.
Se han escrito muchas páginas sobre estos trágicos sucesos. Algunas de ellas son fruto de rigurosas investigaciones, otras de obstinaciones sectarias. Nadie puede negar la gravedad de los hechos ni las fatales consecuencias que ocasionó. Entre ellas destaca el desprestigio de la República en los círculos diplomáticos. La circunstancia de que entre las víctimas de las «sacas» del primer día estuviera Ricardo de la Cierva Codorníu, por entonces un joven abogado contratado por la embajada noruega, provocó la intervención inmediata de Félix Schlayer, responsable de la embajada, el cual se entrevistó el mismo 7 de noviembre con el general Miaja y con Santiago Carrillo. Ante la pasividad de las nuevas autoridades locales, no sólo promovió una protesta del cuerpo diplomático acreditado en Madrid, sino que, por su cuenta y riesgo, indagó hasta conseguir localizar, al cabo de pocos días y con la ayuda del delegado del Comité Internacional de la Cruz Roja y el encargado de negocios de la embajada argentina, las fosas abiertas en el Soto de Alcolea.
Es demasiado habitual, ante episodios espeluznantes de la historia, ocultar las responsabilidades personales y colectivas calificando los hechos como producto de incontrolados. Personalmente, cada vez otorgo menos crédito al azar. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, el recurso fácil para justificar las acciones o inhibiciones personales alegando la imposibilidad de impedir las matanzas cae por su propio peso ante el testimonio del anarquista Melchor Rodríguez, quien durante los cuatro días en que ocupó el cargo de inspector general de Prisiones —del 10 al 14 de noviembre— consiguió impedir totalmente que se continuara con las «sacas». Su forma de proceder fue desautorizada por el ministro de Justicia, el también anarquista Juan García Oliver, quien le citó para reprocharle que se preocupara demasiado por los presos. Ante la censura, Melchor Rodríguez, conocido como el «ángel rojo», dimitió.
La actitud de García Oliver, que además de ejercer las funciones de ministro asesoraba a los responsables de la defensa militar de Madrid, ilustra el grado de perversidad del compromiso gubernamental que habían contraído los anarquistas. Su intención no fue nunca la de fortalecer a la República, sino la de servirse de ella para promover la revolución social. El editorial de Solidaridad Obrera del 5 de noviembre, dedicado a justificar la aceptación de los cargos ministeriales, lo deja claro:
[…] por principio y convicción, la CNT ha sido antiestatal y enemiga de toda forma de gobierno. Pero las circunstancias […] han desfigurado la naturaleza del gobierno y del Estado español. El gobierno, en la hora actual, como instrumento regulador de los órganos del Estado ha dejado de ser una fuerza de opresión contra la clase trabajadora, así como el Estado no representa ya el organismo que separa a la sociedad en clases. Y ambos dejarán aún más de oprimir al pueblo con la intervención en ellos de la CNT. […] Tenemos la seguridad absoluta de que los camaradas elegidos para representar a la CNT en el gobierno sabrán cumplir con el deber y la misión que se les ha encomendado. En ellos no se ha de ver a las personas, sino a la organización que representan. No son gobernantes ni estatales, sino guerreros y revolucionarios […].
En resumen, las ejecuciones masivas de Paracuellos fueron el resultado de una colaboración contra natura entre los comunistas ansiosos de conseguir nuevas cotas de poder y los anarquistas partidarios de cualquier estrategia que primara la subversión social. Una trágica coincidencia táctica que provocó una de las peores fracturas de la guerra civil.
La cobertura legal de las acciones terroristas cometidas por milicias, tribunales, juntas y organismos de toda índole se dilatará todavía hasta los primeros meses de 1937. Paradójicamente, la llegada al poder de Juan Negrín, avalado por el sector prietista del PSOE y por los comunistas, pondrá punto final a la impunidad de las acciones revolucionarias que habían sembrado el terror en la retaguardia republicana. En este sentido, el relevo del anarquista García Oliver en la cartera de Justicia por el nacionalista católico Manuel de Irujo ya fue un síntoma evidente de la voluntad de fortalecer los principios de un estado de derecho.
La acción de gobierno de Negrín en ningún caso retornó el sentido democrático a la República, pero en cambio vigorizó decididamente las estructuras del Estado. Esta actitud significó un agravio a los gobiernos autonómicos de Cataluña y del País Vasco al mismo tiempo que un vasallaje humillante ante la URSS, pero también representó el retorno a un mínimo de garantías cívicas sepultadas durante diez largos meses. Diez meses que culminaron el «campeonato de las locuras» encendido en el hemiciclo a los pocos meses de proclamada la República. Diez meses de terror que abrieron las puertas a cuarenta años de dictadura. La República ya sólo era un espectro. Franco avanzaba deliberadamente despacio, Negrín calzaba zapatos mal ahormados. La guerra sería larga. Los sufrimientos aún más. Y la Iglesia, que había perdido la voz, prefirió aparejarse con el coro del franquismo antes que aprender la lección del silencio. Un nuevo error histórico que sumergió a muchas conciencias católicas en la confusión y la desesperanza.
Entre las víctimas de las «sacas» de las cárceles de Madrid de noviembre de 1936 hubo ciento sesenta y seis religiosos, un 7% aproximadamente del total. Los casos más singulares de víctimas eclesiásticas ocasionadas por las «sacas» se describirán en el capítulo dedicado a la persecución religiosa en la diócesis de Madrid-Alcalá. En su mayor parte procedían del «departamento de frailes» de la cárcel de San Antón, habilitada en un colegio de las Escuelas Pías, en la calle de Hortaleza. Existen indicios para creer que un número similar de civiles también fueron seleccionados para formar parte de las «sacas» a causa de su militancia en alguna institución católica.[150] No obstante, cabe insistir que las «sacas» no fueron un instrumento de represión específicamente religiosa. Ambicionaron una depuración más genérica, especialmente de carácter político y militar. Con este criterio en la mano y la decisión de actuar sin escrúpulos, las listas se confeccionaron al por mayor sin atender a criterios objetivos ni a razones humanitarias de ningún tipo. En la vorágine de la liquidación indiscriminada de facciosos, en la obsesión por evitar que se fortaleciera una «quinta columna» que ayudara a las tropas insurgentes o se opusiera a la revolución desde la retaguardia, ser sacerdote o abogado, ser capataz o escritor, podía resultar, al parecer de los responsables del orden público madrileño de finales de 1936, tan sospechoso o peligroso como ser falangista o militar faccioso.
Un caso paradigmático fue el del escritor Pedro Muñoz Seca, quien pagó con la muerte sus populares «astracanadas». Cuando supo con antelación que su nombre constaba en la lista de seleccionados, «buscó a su confesor […], preso también, y le dijo, sencillamente: “Padre, mañana nos matan; arreglemos nuestras almas con Dios”».[151]
Con su muerte la República sonriente se quebró definitivamente en un espejismo. Si el asesinato de García Lorca, por su singularidad, fue la carta de presentación del fascismo más agresivo, la ejecución de Muñoz Seca, que formó parte anónima de la «saca» de San Antón del 27 de noviembre, ilustra el grado máximo de corrupción de los ideales republicanos.
¿Cómo, si no, debe interpretarse que Santiago Carrillo, consejero de Orden Público en aquellas fechas, considerara que la depuración no fue un acto criminal? Carrillo hizo explícita esta negación en la intervención que protagonizó en el pleno ampliado del Partido Comunista de España, celebrado en Valencia los días 7 y 8 de marzo de 1937. Como portavoz de las Juventudes Socialistas Unificadas preguntó a los asistentes:
¿Quién nos puede negar el derecho de sumarnos a la voz del Partido Comunista, el derecho de sumarnos a la voz de todas aquellas fuerzas populares que trabajan porque esos miles de hombres luchen con la garantía de una retaguardia cubierta, de una retaguardia limpia y libre de traidores? No es un crimen, no es una maniobra, es un deber exigir una tal depuración.[152]
Las palabras de Carrillo demuestran hasta qué punto la represión y el terror se convirtieron, en el contexto de la retaguardia republicana, en un simple mecanismo de control social. Presentar la depuración como un derecho de los organismos de contrapoder gestionados por los partidos y organizaciones de izquierda fue la máxima traición a la que se vio sometida la población civil, impotente para entender que se justificaran en beneficio de unas estrategias profilácticas los mismos métodos que por convicción ideológica practicaban los insurgentes en nombre de la pureza fascista.