Desde las elecciones de noviembre de 1933 hasta la entrada efectiva de ministros de la CEDA en el Gobierno transcurrieron diez meses. En este período, paralelamente a la dislocación social y política que culminó con la proclamación secesionista de Cataluña y la revolución izquierdista asturiana, Iglesia y Estado mantuvieron intensas negociaciones encaminadas a encontrar un punto de acuerdo que permitiera superar el escollo derivado del carácter agresivo con que la Constitución había tratado la cuestión religiosa.
Fueron unas negociaciones largas, arduas y de final decepcionante que se habían iniciado en diciembre de 1933 con la visita del nuncio Tedeschini al ministro de Estado, el católico independiente Leandro Pita Romero. Ambas autoridades, con el aval, por una parte, de la Secretaría de Estado vaticana y, por otra, de Lerroux como jefe de Gobierno y de Alcalá Zamora como presidente de la República, pusieron de manifiesto la voluntad de iniciar un diálogo.
El primer paso efectivo consistió en desbloquear la representación diplomática de España ante la Santa Sede que, después del veto vaticano a Luis de Zulueta, había quedado sin embajador. El consenso necesario se encontró, por su condición de republicano moderado vinculado a las organizaciones agrarias, en la figura misma de Pita Romero. En junio de 1934, con el placet previo del Vaticano, Pita Romero presentó sus credenciales al Papa, compartiendo desde entonces sus responsabilidades en Asuntos Exteriores con la representación diplomática ante la Santa Sede. La propuesta contó con el aval del nuncio Tedeschini y del cardenal Vidal i Barraquer y con el apoyo explícito de la CEDA, de los radicales, de los agrarios, de la Oiga, de los nacionalistas vascos y de grupos menores hasta llegar a un porcentaje del 70% de las fuerzas políticas representadas en las Cortes.
Francesc Cambó actuó de intermediario entre el nuevo ministro embajador y el cardenal Vidal i Barraquer. En la primera reunión que mantuvieron en Madrid, Pita Romero dejó claro que el Gobierno español no contemplaba la modificación de la Carta Magna, sino que tan sólo pretendía hallar fórmulas que permitieran corregir disposiciones vejatorias y, como máximo, redactar leyes complementarias que regularan favorablemente algunos aspectos no previstos en la Constitución de 1931. Como justificación se alegó la dificultad de contar con los dos tercios de los escaños necesarios para poder modificar el texto constitucional, condición prevista hasta que hubieran transcurrido cuatro años de su proclamación. El punto de partida no fue halagüeño para la Iglesia, que intuía la existencia de razones políticas más determinantes. Sin embargo, el cardenal, siempre dispuesto a encontrar puntos de coincidencia, inició una intensa campaña diplomática a favor. Después de dos visitas a Roma y de numerosos contactos epistolares, finalmente, el 15 de abril de 1934 transmitió a la Secretaría de Estado vaticana un proyecto de modus vivendi, previamente consensuado con el cardenal Ilundáin de Sevilla y articulado en diecisiete apartados y siete puntos adicionales.
En líneas generales el documento, en virtud al respeto por la libertad religiosa, reclamaba verdadera libertad de culto, que fuera suficiente la explícita o presunta voluntad de un difunto para tener derecho a un sepelio religioso, la validez civil de los matrimonios contraídos en el seno de la Iglesia con el único requisito de compulsar el documento canónico ante un juez, una mayor autonomía en el nombramiento de cargos eclesiásticos, la garantía de asistencia religiosa en los hospitales y en los cuarteles, la facultad de abrir centros diocesanos de enseñanza, la implantación de inspecciones eclesiásticas en los centros religiosos promovidos por seglares, la capacidad legal de las órdenes religiosas para abrir centros de formación para sus miembros, el establecimiento de limitaciones en el sistema tributario de los bienes eclesiásticos, la exención fiscal para donaciones particulares, la catalogación y conservación del patrimonio artístico de la Iglesia…
El documento circuló por los despachos cardenalicios vaticanos durante dos meses. A pesar del tiempo transcurrido, cuando, el 8 de junio de 1934, el embajador Pita Romero —por entonces ministro sin cartera—, inició los contactos formales con la Secretaría de Estado, el organismo vaticano obvió el texto presentado por los dos cardenales y exigió el redactado de una nueva propuesta. Dicha solicitud fue ratificada personalmente por el Papa a Pita Romero en el acto oficial de presentación de credenciales, con el requerimiento explícito de articularlo como un documento de compromiso en lugar del estilo concordatario que a su entender reflejaba el primero. Este incidente no sólo hizo patente que la Santa Sede no quería establecer acuerdos estables con el Gobierno republicano, sino también que, con toda probabilidad, iba a adoptar una actitud dilatoria.
Este temor se vio confirmado por la negativa vaticana a admitir como documento de trabajo un borrador de carácter posibilista presentado con urgencia por Pita Romero. En la respuesta oficial se sugería al embajador que redactara un documento más breve y conciso.
El embajador presentó un tercer texto basado en una lista de cuestiones con las que el Gobierno podía transigir. Entre éstas destacaban la renuncia al placet gubernamental para los nombramientos eclesiásticos, la libertad de establecimiento de nuevas órdenes religiosas, el respeto a la religión en los centros laicos de enseñanza, el derecho de la Iglesia a poseer centros de formación, la condonación de tributos pretéritos… Intuyendo que el rechazo vaticano podía provenir de la ausencia en los documentos anteriores de críticas explícitas al texto constitucional, en esta ocasión se optó por incluir en el documento un punto final en el que se preveía una posible reforma constitucional para finales de 1935 y, también, la posibilidad de suscribir un nuevo Concordato en esas fechas.
Todo el periplo burocrático requirió tres meses de disputas y vacilaciones. La dilación era desesperante. Pita Romero no sólo regresó a Madrid el 10 de septiembre con las manos vacías, sino que al llegar se encontró con un comunicado de la Santa Sede anunciándole que no aceptaba el texto en los términos en que estaba redactado. En un alarde de ambigüedad, la respuesta se había redactado como una negativa formal pero no definitiva para llegar a un acuerdo.
El fondo de la cuestión era que la Santa Sede, que se sentía ofendida y agredida, no veía reflejada en los documentos diplomáticos puestos a consulta una voluntad de rectificación ni de desagravio. Por otra parte, la Secretaría de Estado excusaba su actitud dilatoria y maximalista alegando que el problema no había sido creado por la Iglesia.
El cardenal Vidal i Barraquer, alertado del empeoramiento de las negociaciones, insistió, con nuevas cartas a la Secretaría de Estado, en que no era prudente adoptar una estrategia de ruptura porque esta actitud resultaría difícilmente comprensible para una gran mayoría de católicos a los que se había recomendado, en nombre del bien común, que se limitaran a promover —en clara connivencia con la nueva legalidad— un cambio legislativo desde el propio sistema político.
A finales de septiembre el secretario de Estado, cardenal Pacelli, que viajaba hacia Buenos Aires para presidir el XXXII Congreso Eucarístico, hizo escala en Barcelona. La breve estancia en la ciudad condal permitió que se reuniera con el nuncio Tedeschini y con el sacerdote Lluís Carreras en calidad de representante del cardenal Vidal i Barraquer. La actitud de Pacelli fue, como siempre, conciliadora, recomendándoles que, durante su ausencia, continuaran asesorando a la embajada para llegar a un redactado definitivo.
Cumpliendo el encargo, durante el mes de octubre, a pesar de las agitaciones revolucionarias promovidas en Cataluña y Asturias, se alternaron propuestas y contrapropuestas. Cuando el 1 de noviembre de 1934 el cardenal Pacelli, de retorno de Buenos Aires, atracó de nuevo en el puerto de Barcelona, pudo constatar con satisfacción que se habían producido avances importantes para hallar una fórmula definitiva de modus vivendi.
Es digna de admiración la obstinación de este grupo de personalidades civiles y eclesiásticas en hallar, después de siete meses de dilaciones, una solución de encaje entre la República y la Iglesia que fuera aceptada por la Santa Sede, sobre todo teniendo en cuenta que no podían contarcon un sector importante de católicos que, con el respaldo de una parte de la jerarquía, hacía alarde constante de un integrismo reaccionario y provocador. Si en los años anteriores les recriminaban una excesiva moderación ante el régimen, ahora que planteaban la reforma constitucional los denunciaban por no apoyar soluciones conspirativas.
El documento final que resultó de los trabajos realizados durante el mes de septiembre adquirió una relevancia especial al saber que sería estudiado directamente por el pontífice. Efectivamente, pocos días después de que Pacelli partiera hacia Argentina, el secretario de la Congregación de Asuntos Extraordinarios, Giuseppe Pizzardo, había comunicado esta novedad al encargado de negocios de la embajada. La decisión, que restaba autoridad y margen de maniobra a Pacelli, revelaba, una vez más, una bipolarización en el seno de la Iglesia, incluso en la administración vaticana, que no presagiaba buenos augurios.
Finalmente, el 10 de diciembre de 1934 Pita Romero volvió a Roma con el deseo personal y el imperativo gubernamental de encontrar una solución definitiva al problema, pero sólo consiguió audiencias de cortesía. Los informes que, desde Roma, envió Lluís Carreras en aquellos días al cardenal Vidal no escapan al pesimismo. Alarmado, el cardenal, de común acuerdo con el metropolitano de Sevilla, elaboró con carácter de urgencia un último documento compuesto de diecisiete puntos con una doble versión de máximos y de mínimos. Unas notas complementarias al texto y un apéndice final están fechados, respectivamente, el 25 y 27 de enero de 1935. Han transcurrido, pues, nueve meses desde el primer documento diplomático. Nueve meses para llegar a un redactado casi análogo a éste. Nueve meses para redactar un documento que, finalmente, quedó en la mesa de Pío XI.
Aún harán falta dos meses más para recibir una respuesta definitiva. En este período Vidal no dejará de insistir en la conveniencia de validar el documento alegando que, además de permitir un modus vivendi de mínimos, implica el reconocimiento de un error político y contempla la reforma de la Constitución en los artículos destinados a la libertad religiosa.
El 25 de marzo de 1935 —¡once meses después de la primera propuesta!—, Eugenio Pacelli comunica al cardenal Vidal la resolución definitiva del Papa en sentido negativo. En la carta que el secretario de Estado escribe al cardenal se argumenta la respuesta alegando que
no se ve claro cómo un modus vivendi puede ser realmente una preparación positiva y cierta de la reforma constitucional, y que más bien si la Santa Sede concluyese ahora un modus vivendi en que hiciese inevitables concesiones al Estado tendría menos posibilidades de negociación para un futuro concordato […].[86]
Éstas son las razones oficiales que constan en la carta de Pacelli, pero existen motivos para creer que en la decisión papal influyó de forma decisiva la presión ejercida por el sector más integrista de la Iglesia. Una carta del dominico asturiano Manuel Suárez, profesor del Ateneum Angelicum de Roma y persona vinculada a la Sagrada Congregación de Religiosos, al citado Lluís Carreras, fechada el 9 de diciembre de 1934, cuando ya se temía por el fracaso definitivo de las gestiones, apunta esta posibilidad:
Yo había previsto un fracaso, y no me equivoqué. […] No se dio importancia a lo que advertí con insistencia desde el principio: que se tuviese muy en cuenta la obra de los que se oponían y procuraban enturbiar las cosas; tuvieron el campo libre, con grave perjucicio, e incluso pudieron tener acceso gentes completamente indeseables desde el punto de vista que se trataba. Faltó perspicacia para darse cuenta de que, por la otra parte, lejos de haber prisa, se daban largas al asunto. Y finalmente los alarmistas consiguieron impresionar con los últimos sucesos revolucionarios, queriendo confirmar con ello su tesis de que estaba todo en el aire.[87]
La impresión del padre Suárez queda absolutamente certificada por un documento que, desde los primeros meses de 1934 —coincidiendo con los primeros contactos de Pita Romero con el Vaticano—, la extrema derecha española se había encargado de que circulara por los despachos cardenalicios y por los ambientes frecuentados por la colonia española en Roma.
Este Informe confidencial parte de la afirmación categórica de que en España los conceptos de Patria y Religión son inseparables. A partir de esta premisa va desgranando un conjunto de opiniones absolutamente catastrofistas:
1) La República sólo cuenta con el apoyo de los que la quieren transformar o destruir «como son los socialistas por la izquierda, determinadas masas moderadas por la derecha, y los separatistas de todos los matices».
2) Se ha creado el mito de que existe una voluntad popular «republicana y pacífica», cuando en realidad «lo que hemos tenido y seguimos teniendo es una voluntad revolucionaria y una voluntad antirrevolucionaria, una voluntad anticatólica y una voluntad católica, una voluntad unitaria y una voluntad disgregadora».
3) Considera que «incurren en una terrible paradoja» los católicos que «acatan esta República y esta Constitución, y hacen a la vez sus campañas electorales para combatir el laicismo, el marxismo y el separatismo».
4) Denuncia que con anterioridad a 1931 «muchos elementos llamados de orden caían en el extraño convencimiento de que todo se remediaría con la ausencia del rey, y que el nuevo Estado, con la paz de los espíritus, traería un razonable florecimiento de las ideas de orden, propiedad, patria, religión y familia […]. La credulidad increíble […] empezó a penetrar en sectores católicos y a captar una parte del clero. En el engaño cayó, como veremos, la misma nunciatura apostólica».
5) Desautoriza la línea de información que recibe la Secretaría de Estado a través del nuncio, de Ángel Herrera de Acción Católica y del rotativo El Debate.
6) Afirma que existe una «simpatía popular unánime por su Eminencia el Cardenal Segura y por la Compañía de Jesús» y lamenta que la propaganda de Acción Popular —el partido de Gil Robles— no se haga eco de este sentimiento.
7) Denuncia que el general Sanjurjo no se pudiera presentar a les elecciones de noviembre de 1933, a pesar de ser una persona «de un prestigio moral ganado en la exaltación de la Patria, especialmente de su Unidad» [palabras subrayadas en el original].
8) Califica a Vidal i Barraquer de «dignísimo prelado, pero desgraciadamente tildado de separatista y de excesivamente político en toda España», mientras que considera a Gomá un «prelado sabio y virtuoso, sin una sola nota de precedentes políticos de ninguna clase», llamado «a ser un elemento de unión religiosa de todos los católicos españoles».
9) Cree que existe el peligro de que considerables masas de derechas sean llevadas por la exasperación a una política antivaticana. […] Y si ya es tan difícil contener el rumbo espiritual de estas corrientes, no menos difícil se hará pronto contener su acción, que, tomando modelo de lo acontecido en Italia y Alemania, empezaría por elegir las víctimas de sus asaltos punitivos indistintamente entre las entidades de Acción Popular y Acción Católica.[88]
El documento representa la más clara expresión del pensamiento integrista español. Difundirlo tenía como único propósito presionar a la Santa Sede para que no avalara ninguna fórmula de colaboración con la República, y ello a pesar del descrédito que una decisión de este tipo representaría no sólo para los cardenales Ilundáin y Vidal, sino, también, de forma explícita, para el nuncio Tedeschini e incluso, de forma implícita, para el secretario de Estado Pacelli, el futuro papa Pío XII. Más osada es, todavía, la advertencia final que, con tono amenazador, revela la simpatía creciente de muchos católicos por los fascismos emergentes, puesto que una afirmación de este talante incluso pone en tela de juicio la autoridad papal.
Con toda seguridad, el Informe privado influyó directamente en la decisión vaticana final. Sin embargo, los posicionamientos personales de Pío XI, desde que se proclamó la República, permiten pensar que el documento le sirvió más de aval o de argumentario para defender su decisión que de reflexión inicial o previa. Resulta sintomático que en el escrito de Pacelli comunicando la negativa final del Papa a Vidal se diga que Pío XI ha tomado esta decisión «después de haber escuchado la opinión de los cardenales de la Sagrada Congregación de Asuntos Eclesiásticos Extraordinarios». En ningún momento se refiere a la Secretaría de Estado ni a la Nunciatura ni a los contactos con los cardenales o con los metropolitanos españoles. Este dato revela la desconsideración del papa Ratti hacia las instituciones de su curia.
Los paralelismos de este caso con el de las directrices pontificias dictadas directamente en octubre de 1931 al general de la Compañía de Jesús, obviando todos los conductos regulares y administrativos del Vaticano, inducen a pensar que los jesuitas también participaron activamente en la dilación y resolución negativa final a cualquier tipo de acuerdo con la República. Cabe recordar que esta congregación religiosa fue la más perjudicada por las nuevas leyes republicanas y, además, que el Papa había manifestado repetidamente su contrariedad porque el gobierno de la República no incluía, en ninguno de los documentos elaborados para conseguir un modus vivendi, fórmulas de solución para los jesuitas hacia quienes Pío XI se sentía en deuda tanto por sus años de formación en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma, regida por la Compañía de Jesús, como por la asidua colaboración de los jesuitas con su pontificado.
Antes de finalizar 1935, la actitud obstruccionista de Pío XI se hizo evidente en otras dos cuestiones. Por una parte, en la recomendación a los metropolitanos españoles para que no pidieran la reforma constitucional sino que confiaran en la presión que en este sentido pudieran ejercer los medios de comunicación vinculados a la CEDA. Dicha recomendación desautorizaba, una vez más, al cardenal Vidal i Barraquer, quien había propuesto debatir el tema en la reunión de metropolitanos celebrada en verano de aquel año. La otra cuestión controvertida, que significó un serio revés para el sector católico más conciliador, fue el ya citado nombramiento cardenalicio de Isidro Gomá en el mes de diciembre.
Dicho nombramiento tuvo como agravante el carácter de máxima representatividad que el nuevo cardenal adquirió y se otorgó. Efectivamente, a pesar de la irregularidad que suponía no respetar la antigüedad, Isidro Gomá hizo valer su cargo de cardenal primado de Toledo para erigirse en máximo representante de la jerarquía episcopal y, por tanto, en cabeza visible de la Iglesia española. El integrismo católico había ganado la batalla oficial. En estas circunstancias no es de extrañar que el nombramiento de Gomá tuviera de forma inmediata consecuencias muy perniciosas para la ya de por sí desprestigiada imagen pública de la institución eclesiástica. A los ojos de muchos ciudadanos la Iglesia quedaba definitivamente andada en el antirrepublicanismo. La prensa satírica no desaprovechó la oportunidad para recrudecer sus ataques al catolicismo y el movimiento obrero — muy especialmente el anarquismo— enarboló con más fuerza la bandera siempre productiva del anticlericalismo.