Coincidiendo con la entrada en las Cortes de la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas, el presidente Macià, una vez aprobado el estatuto de autonomía, convocó elecciones al Parlamento catalán para el 20 de noviembre de 1932. Las relaciones entre el gobierno de la Generalitat y la Iglesia catalana no fueron, en esta ocasión, tan fluidas como lo habían sido en el plebiscito convocado para refrendar el estatuto. Las circunstancias habían cambiado. Las elecciones anunciadas representaban, por definición, una confrontación entre partidos políticos claramente diferenciados en sus propuestas socio-económicas y también en las relacionadas con la cuestión religiosa que previamente ya habían explicitado con su adhesión o rechazo a los polémicos artículos constitucionales. Este contexto, por inédito, en una sociedad democrática de libre sufragio universal no hubiera tenido que provocar —y, seguramente, no hubiera provocado— ninguna fricción con la Iglesia ni con los votantes católicos. Pero el factor que contaminó el proceso electoral y la relación con la institución eclesiástica fue la negativa del gobierno de la Generalitat a reconocer el derecho —entonces ya constitucional— al voto de las mujeres. La decisión, justificada por la dificultad de fijar el censo femenino, se tomó por temor al incremento de las opciones derechistas y, por tanto, provocó un rebrote de la polémica que relacionaba el sufragio femenino con la tutela enajenante de la Iglesia sobre las mujeres.
El peligro de involución del voto católico, sin embargo, se salvó por la presentación de una coalición electoral de matiz cristianodemócrata formada por la Lliga, Unió Democrática y Derecha Republicana. Los tradicionalistas quedaron excluidos de esta formación por haber rehusado manifestar su adhesión al régimen republicano y se presentaron de forma autónoma bajo las siglas Dreta de Catalunya. Esta división entre los votantes católicos favoreció que el sector más conservador radicalizara su discurso usando de forma casi exclusiva la lista de agravios sufridos por la Iglesia como único argumento al voto:
Por nuestros hijos, privados de la Doctrina en la Escuela; por nuestros muertos, privados de la sombra de la cruz; por los enfermos de los hospitales, privados de rezar con libertad; por las campanas mudas; por las iglesias incendiadas; por el clero perseguido; por la libertad de conciencia. Votad las candidaturas de «Dreta de Catalunya».[66]
Los resultados de las elecciones, con una mayoría absoluta de ERC, dieron lugar a la formación de un gobierno monocolor republicano que, con pocas remodelaciones, se mantuvo entre enero y diciembre de 1933.
El objetivo principal de la Generalitat en este período fue desarrollar, a través de la acción legislativa del nuevo Parlamento, las atribuciones contenidas en el estatuto. El cardenal Vidal quiso ver en esta circunstancia la posibilidad de introducir secundariamente el reconocimiento de las raíces cristianas de Cataluña y el valor de las aportaciones de la Iglesia a la cultura y a la sociedad catalanas. En una carta dirigida al presidente Macià, fechada el 19 de octubre, después de felicitarlo por haber conseguido la aprobación del «Estatut d’Autonomia» ya le expresaba el deseo por el cual «corrigiendo omisiones anteriores, sepa el tan ponderado seny catalán estructurar una obra de todos… que permita la convivencia fraterna, la única que puede hacer grandes a los pueblos, reconociendo así que somos merecedores del régimen de autonomía que nos ha sido reconocido».[67]
Una vez analizado el desarrollo de la ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas y el proceso de las primeras elecciones catalanas convocadas después del debate y aprobación por las Cortes del primer estatuto de autonomía, conviene —en el intento de seguir el periplo que transformó el anticlericalismo del siglo XIX en la persecución religiosa más cruenta de la historia europea del siglo XX— volver nuevamente la mirada a las amenazas revolucionarias del movimiento obrero, liderado por la CNT-FAI en Cataluña, Aragón, Valencia y Andalucía, o por la UGT en el resto del Estado, así como a los intentos de acometer acciones conjuntas.
En septiembre de 1932, después del intento frustrado de rebelión militar por parte del general Sanjurjo, la CNT expulsó a todos los sindicatos moderados que compartían las tesis expuestas en el citado Manifiesto de los Treinta. De la escisión surgieron los Sindicatos de Oposición, liderados por Joan Peiró, que no se reintegraron a la Confederación hasta la primavera de 1936. A pesar de ello, el impacto en la central fue mínimo puesto que afectó a zonas muy delimitadas de Valencia, Asturias, Cádiz y, en Cataluña, la ciudad de Sabadell. El número de afiliados que tenía la CNT a finales de 1932 superaba el millón, de los cuales una tercera parte correspondían a Cataluña. La fuerza del sindicato pudo ser una de las razones por las cuales los dirigentes faístas deportados a Guinea no permanecieron en tierras africanas, sino que pudieron volver a Barcelona en octubre de 1932, a tiempo para participar en la preparación de los ensayos revolucionarios que estallarían con la llegada del nuevo año.
Para analizar correctamente el movimiento obrero de los primeros años de la República hay que distinguir entre conflictividad laboral y actos insurreccionales, puesto que, a pesar de las inevitables interrelaciones, a menudo transcurren por senderos diferentes. En términos generales, los actos insurreccionales parten con frecuencia del intento de justificar una tensión laboral. Por razones estratégicas y programáticas, la central anarquista siempre participó de estos intentos de capitalizar el descontentoobrero. Sin embargo, la influencia de la CNT en la convocatoria de huelgas en el período 1931-1934 fue minoritaria. Por ejemplo, de las 391 huelgas convocadas en Cataluña durante 1931, la CNT sólo protagonizó 166; de las 245 de 1932, participó en 105 y de las 168 de 1933 tomó parte en 73. El porcentaje, por tanto, de participación en las huelgas de la central sindical no llegó en ningún caso al 50%.[68]
De las estadísticas se desprende que, a pesar de la importancia numérica que tenía el sindicato, existían sectores laborales que le eran ajenos. Sin embargo, el modelo de huelga, la capacidad organizativa, la disciplina interna y la «acción directa», que determinaba un modelo sumamente coactivo de negociación, convirtieron la CNT en el sindicato de referencia. Su apoliticismo, por otra parte, determinaba, paradójicamente, que los partidos le rindieran cierta pleitesía. Es sintomático que en la huelga del puerto de Barcelona, que se desarrolló entre mayo y octubre de 1931, el gobierno de la Generalitat, presidido por Maciá, después de reunirse con los afectados, decidiera que para la contratación en la carga y descarga de los muelles fuera reconocido sólo el carné cenetista. Tal decisión provocó la protesta enérgica de la UGT:
El señor Macià ha convertido a la Confederación anarquista en órgano oficial de la Generalitat, o más bien de su política personal catalanista, y los antipolíticos de la Confederación anarquista, a cambio de que se les dé el placet oficial, votarán y harán votar a favor del señor Maciá […].[69]
En resumen, el peso político y la capacidad insurreccional de la CNT tuvieron un índice altamente superior al de participación —y, sobre todo, al de victorias— en la conflictividad laboral. Se puede afirmar, por tanto, que la táctica de la «acción directa» y la imposición de la «propaganda por los hechos» fueron los factores que confirieron al sindicato la capacidad revolucionaria que tuvo. Una capacidad revolucionaria impulsada y sometida a la vigilancia de la FAI que supo —a pesar del reducido número de militantes con que contaba— convertirse, durante los años de la Segunda República, en la esencia del sindicato y, al mismo tiempo, en un mito dentro del movimiento obrero. Un ejemplo: cuando la manifestación organizada en Barcelona por la CNT con ocasión del 1 de mayo de 1931 llegó a la plaza de Cataluña, Durruti apartó con un puñetazo al oficial que les impedía avanzar y, al grito de «¡Paso a la FAI!», la multitud invadió la plaza y se enfrentó con las fuerzas del orden.
La expulsión de los sindicalistas cenetistas moderados no sólo tuvo motivos de carácter estratégico, puesto que los «trentistas» también fueron acusados de insolidaridad. Federica Montseny lo resumía en un artículo aparecido en El Luchador el 18 de septiembre de 1931. Después de considerar que «la verdadera Confederación» es la formada por los que defienden «el espíritu libertario» del sindicato, por los que no quieren que la CNT se convierta en «un apéndice de la Generalitat y de ERC», acusa a los dirigentes expulsados de haber caído «en el morbo político de un movimiento obrero demasiado poderoso» y de haber perdido el espíritu de solidaridad con el resto de España a causa de «los compromisos contraídos con Maciá» que comportaron, a su modo de entender, la formación de una CNT demasiado «catalanizada». Para Montseny, la CNT corría el peligro, por todas estas razones, de perder capacidad revolucionaria. Causa cierta sorpresa que, para ilustrar este temor, la dirigente anarquista utilizara una comparación con la UGT. En Cataluña, dijo, son «considerados extremistas todos los que no están dispuestos a que la Confederación sea en Barcelona lo que la UGT en Madrid».
Hay que analizar por qué razón la dirigente cenetista situaba a la UGT como modelo del sindicalismo revolucionario. Numéricamente, el sindicato socialista había llegado en 1932 al millón de afiliados, una cantidad equivalente, por tanto, a la de la CNT. Las provincias con un porcentaje más elevado de afiliados eran Guipúzcoa (79%), Asturias (62%), Madrid (SS%) y Vizcaya (47%). En un principio, la experiencia acumulada por la UGT en los Comités Paritarios de la Dictadura de Primo de Rivera dio al sindicato un carácter reformista que se acentuó con la instauración de los Jurados Mixtos creados por Indalecio Prieto desde su cargo de ministro de Trabajo del primer Gobierno provisional de la República. A pesar de la tendencia general a la moderación, tanto el PSOE como la UGT estaban divididos, desde el Pacto de San Sebastián de 1930, a propósito de la colaboración con partidos no proletarios. La pugna cristalizó alrededor de Largo Caballero y Julián Besteiro.
Largo Caballero, que contaba con un gran ascendente en el partido, lideraba la facción socialista pro-republicana pero, al mismo tiempo, era el más obrerista de los dirigentes del PSOE. En cambio Besteiro, elegido presidente de la UGT, encarnaba el recelo hacia la «República burguesa» pese a colaborar con ella desde su cargo de presidente del Congreso. Es difícil discernir hasta qué punto la consolidación de la República era un objetivo programático de los socialistas o sólo una etapa en la implantación del socialismo. La doctrina de Pablo Iglesias, altamente pragmática, amparaba las dos opciones. Sin embargo, la trayectoria del partido y del sindicato en los primeros años republicanos dan motivo para pensar que fueron ganando posiciones los partidarios de considerar a la democracia sólo como un instrumento de mayor propagación y penetración de los ideales socialistas. Aún en fecha temprana, el 5 de diciembre de 1931, ya se podía leer en el órgano del PSOE, El Socialista, que la colaboración con la República podía ser entusiasta y decidida, si bien «pensando siempre en utilizarla como medio para producir una evolución de la conciencia pública y del Derecho para la realización del socialismo. Republicanos, sí, pero antes socialistas».
Todos estos factores, sumados a la recesión económica que coincidió con los primeros años del régimen republicano, provocaron que aumentara notablemente el descontento entre la clase obrera. La UGT se sintió impelida a canalizar muchas de estas protestas que, gracias a la implantación de los Jurados Mixtos, en no pocas ocasiones terminaron consiguiendo gran parte de las reivindicaciones. Así como en Cataluña el número de huelgas fue disminuyendo con el paso de los años, en el resto de España aumentó de tal forma que de las 343 de 1931 se pasó a las 960 de 1933.[70] Paralelamente a esta progresión huelguística cabe destacar que de los 6.860 casos de conflictos laborales habidos en Madrid en que intervinieron los Jurados Mixtos, el 70% fueron resueltos a favor de los obreros. Este promedio aumentó hasta el 83-85% en Valencia y Oviedo.
Ante todos estos datos, cabe considerar que las palabras de Federica Montseny sobre el carácter revolucionario de los sindicalistas socialistas están relacionados, de una parte, con la capacidad movilizadora de la UGT y con el porcentaje de éxitos conseguidos por el sindicato y, de otra, con la progresiva exteriorización de posturas cada vez más radicales entre los núcleos obreros socialistas y que tendrían su máximo exponente en la figura de Largo Caballero y su episodio más cruento en la revolución de octubre de 1934 en Asturias, en cuyo contexto se producirían gravísimos ataques a las personas y bienes de la Iglesia.
Después de estas digresiones, que considero imprescindibles para ir acotando el proceso de implicación social en la persecución religiosa de 1936, ha llegado el turno de anotar las revueltas anarco-sindicalistas que tuvieron lugar en enero de 1933 en diferentes puntos de España, en la que fue la segunda tentativa insurreccional contra la República. Los disturbios tuvieron una especial virulencia en las zonas de predominio cenetista: Andalucía, Aragón, Cataluña y Valencia.
El primer conato se produjo en el pueblo minero de La Felguera, en Asturias. En esta localidad, la entrada del nuevo año se saldó con la explosión, en el breve plazo de dos horas, de cincuenta bombas. La insurrección se presentó activa en focos insospechados como la ciudad de Ávila, donde se proclamó el comunismo libertario desde el balcón del ayuntamiento. En Cataluña destacaron los casos de Barcelona, Terrassa y Lérida. En Barcelona concretamente, los actos más violentos tuvieron lugar durante la segunda semana de enero. Los grupos de revolucionarios, provistos de armamento, se atrevieron a ocupar el cuartel de las Atarazanas, el edificio de Correos, la estación de Francia y la comisaría de policía. En Lérida también se registraron ataques a guarniciones militares. En la zona de Levante, especialmente en Sagunto, la ola revolucionaria también prendió con fuerza. En todos estos ataques los participantes, siguiendo consignas genéricas, dieron prioridad al corte de las comunicaciones y del fluido eléctrico. No se registraron casos destacables de violencia anticlerical. Sólo en algunas poblaciones valencianas hubo intentos, generalmente frustrados, de incendiar iglesias. La estrategia escogida tenía como principal objetivo la ocupación temporal del municipio, la toma del poder local, a ser posible de forma incruenta.
Sin embargo, en Cádiz, especialmente en la localidad de Casas Viejas, la represión contra los insurrectos convirtió la proclamación del ideal libertario en una tragedia. Efectivamente, en esta localidad gaditana los sediciosos —que previamente habían cortado la línea telefónica, obstruido la carretera de Medina Sidonia y quemado los archivos de la policía— fueron acorralados por la Guardia Civil en la parte alta del pueblo y, siguiendo instrucciones del Gobierno, fueron tiroteados sin dejar lugar a una tregua. El resultado de la razia fue una docena de muertos a sangre fría.
El debate que estos sucesos provocó en el Congreso de los diputados erosionó gravemente al Gobierno y aumentó la desconfianza en la estabilidad republicana. El gabinete de Azaña, a pesar de haber procesado al capitán responsable de la matanza, se defendió de las críticas alegando que era inevitable el uso de la fuerza en la represión de este tipo de insurrecciones revolucionarias:
[…] los sucesos de Casas Viejas [afirmó Azaña en el hemiciclo el 2 de febrero de 1933] no son sino un chispazo, más violento, más doloroso y más lamentable, de un problema general que el Gobierno ha tenido que afrontar, reducir y vencer […] En Casas Viejas no ha ocurrido sino lo que tenía que ocurrir. Planteado un conflicto de rebeldía a mano armada contra la sociedad y contra el Estado, lo que ha ocurrido en Casas Viejas era absolutamente inevitable […].
El debate parlamentario sobre lo sucedido en Casas Viejas coincidió con los últimos trámites de la polémica Ley de Confesiones y Congregaciones Religiosas. A pesar de que el texto ya hacía tiempo que había sido aprobado por la mayoría de los diputados, el presidente de la República, Niceto Alcalá Zamora, había retrasado —tal como se ha comentado en páginas anteriores— su firma a causa de los problemas de conciencia que le suponía sancionarla. La decisión final de estamparla le supuso la crítica de los católicos, que lo consideraron incoherente con la dimisión — ya comentada— que había presentado como presidente del Gobierno provisional en el momento de la votación del artículo 26 de la Constitución.
La dilación, por otra parte, le supuso la censura de los partidos del Gobierno de Azaña, quienes consideraron que representaba una obstrucción al poder ejecutivo.
En el entramado político del primer trimestre de 1933, la ya citada fundación de la CEDA no fue significativa sólo por la opción de relevo político que suponía —y que consiguió en las elecciones de noviembre de 1933— sino, singularmente, por el carácter confesional inherente a su fundación. Una vez más, el sentimiento religioso se vio así monopolizado por las opciones derechistas.
Dios ha bendecido nuestros trabajos [proclamó Gil Robles el día 5 de marzo], porque los ha presidido la humildad de corazón y la grandeza de los fines. Me limito, pues, a dar las gracias y a declarar solemnemente que ha quedado constituida la CEDA, que ha de ser el núcleo derechista que salve la Patria, hoy en peligro.
La visión teocrática de la nueva formación política, a pesar de que sus principios programáticos acataban el régimen republicano, recordaba demasiado los planteamientos preconstitucionales de algunos partidos. Por esta razón la CEDA se hizo merecedora de la suspicacia general de los partidos republicanos que desconfiaban de la lealtad de su estrategia política. El modelo demócratacristiano defendido por la CEDA obtuvo una discreta penetración tanto en el País Vasco como en Cataluña, donde el PNV y la UDC lideraban respectivamente esta opción. Sin embargo, cabe destacar que en el caso de la Unió Democràtica de Catalunya las diferencias programáticas eran importantes. La formación catalana no apeló nunca a la fe como estandarte salvador sino, en todo caso, como motor del compromiso personal de sus afiliados. Para los católicos catalanes y vascos, la constitución de la CEDA puede ser considerada, paradójicamente, como una nueva y segunda espada de Damocles que colgó desde 1933 sobre sus cabezas, puesto que dio origen a un largo proceso de españolización del sentimiento religioso que culminó, terminada la guerra, con el nacionalcatolicismo.
La coincidencia de la fundación de la CEDA con la toma de posesión de Adolf Hitler como canciller alemán y, también, con uno de los períodos más represivos de la dictadura de Mussolini en Italia, disparó las alarmas del movimiento obrero, que reaccionó buscando fórmulas de cooperación y de pactos que le permitiera superar la disgregación endémica de las izquierdas. Sin embargo, en el horizonte de estas iniciativas de acción conjunta —que cristalizarán en enero de 1934 con la formación de Alianza Obrera— la defensa de la República no era el objetivo principal sino la aceleración de un proceso revolucionario que diera por superada la democracia parlamentaria que consideraban contaminada por los intereses capitalistas y militaristas.
En verano de 1933, Azaña, después de una dimisión estratégica, formó nuevo Gobierno. Mantuvo en él, a pesar de muchas dudas, a los socialistas y, como novedad, dio entrada a ministros de Esquerra Republicana de Catalunya. Sin embargo, las desconfianzas internas, sumadas a la derrota sufrida por los partidos en el Gobierno en unas elecciones municipales parciales que habían tenido lugar antes del verano y, también, en las elecciones celebradas el 4 de septiembre para designar a los componentes regionales en el Tribunal de Garantías Constitucionales, convencieron a Niceto Alcalá Zamora de la oportunidad y conveniencia de provocar una crisis que dio lugar a un breve período de coalición republicana con un Gobierno presidido por Lerroux —quien, con el paso de los años, se había convertido en un líder moderado— y a un segundo gabinete encabezado por Martínez Barrio. Ninguno de los dos consiguió afianzarse y la crisis se saldó con la convocatoria de elecciones generales para el 19 de noviembre de 1933.
Las elecciones, con una participación del 67,5% de los electores, dio el triunfo a la CEDA y a los partidos monárquicos con un total de 195 diputados. La izquierda marxista y los republicanos de izquierdas sumaron sólo 97 diputados a causa, principalmente, de la pérdida por parte del PSOE de la mitad de sus escaños, ya que pasó de 111 a sólo 56, y de la práctica desaparición del grupo Radical Socialista. La holgada mayoría de derechas quedó, sin embargo, mediatizada por el bloque de 173 diputados considerados de centro encabezados por el Partido Radical de Lerroux. Éste consiguió un espectacular aumento de 20 diputados en detrimento de Acción Republicana de Azaña, quien vio reducido su grupo de 26 diputados —que habían sido claves en el primer período republicano— a 14. La derrota determinó que Manuel Azaña y Marcelino Domingo, líder de los radicales socialistas, decidieran unirse para formar, junto con la Organización Republicana Gallega de Casares Quiroga, el nuevo partido de Izquierda Republicana llamado a retomar un protagonismo relevante a partir de 1936.
Al margen de todos estos resultados, que indican con rotundidad un cambio radical del escenario político, cabe destacar que en dichas elecciones también obtuvo acta de diputado José Antonio Primo de Rivera, el hijo del dictador, quien el 29 de octubre de 1933 había pronunciado en el Teatro de la Comedia de Madrid el discurso fundacional de Falange Española.
En su alocución el orador, renegando del concepto de «voluntad soberana» propagado por Rousseau en el siglo XVIII, dejó claro el carácter antidemocrático de la nueva formación al considerar que en este sistema «la justicia y la verdad» dejaban de ser «categorías permanentes de razón» y que el parlamentarismo constituía «el más ruinoso sistema de derroche de energías». A tales consideraciones preliminares le siguieron párrafos de comprensión y de admiración por el socialismo, «que fue una reacción legítima contra [la] esclavitud liberal», lamentando que se descarriara de sus objetivos por «su interpretación materialista de la vida y de la Historia». José Antonio afirmó que su pretensión era constituir un antipartido capaz de conseguir «que España recobre resueltamente el sentido universal de su cultura y de su Historia» y defendió, para conseguirlo, la licitud de la violencia: «No hay más diléctica admisible que la dialéctica de los puños y de las pistolas cuando se ofende a la justicia o a la Patria». En esta proclama fundacional también hizo mención explícita de la religión afirmando como uno de los objetivos de la Falange que «el espíritu religioso, clave de los mejores arcos de nuestra Historia, sea respetado y amparado como merece». Sin embargo, tal deseo, a su parecer, no debía significar que «el Estado se inmiscuya en funciones que no le son propias ni comparta —como lo hacía, tal vez por otros intereses que los de la verdadera Religión— funciones que si le corresponde realizar por sí mismo», dejando así abierta la reclamación de la enseñanza como competencia exclusiva del «Estado totalitario [que] alcance con sus bienes lo mismo a los poderosos que a los humildes».
El 8 de diciembre de 1933 se constituyó el nuevo parlamento con el nombramiento sintomático de Santiago Alba, ex monárquico recientemente incorporado a las filas radicales, como presidente del Congreso.
La mayoría de los católicos españoles vieron en la CEDA un partido afín a sus principios morales y capaz de defender, desde la legalidad republicana, un orden social compatible con las aspiraciones de modernidad ampliamente reclamadas por la sociedad. La Iglesia no dudó en dar apoyo a una candidatura que en el manifiesto del Frente Antimarxista —coalición electoral promovida por la CEDA— declaraba su objetivo de luchar contra la «concepción materialista y anticatólica de la vida y de la sociedad». En Cataluña, donde la CEDA había renunciado a presentar listas electorales a favor de la Lliga para evitar la dispersión de votos, los obispos, reunidos en Solsona el 12 de noviembre, una semana antes de las elecciones, acordaron avalar a esta formación política en detrimento de la cristianodemócrata de la UDC. Este gesto, además de procurar evitar discrepancias con el episcopado español, buscaba la máxima rentabilidad del voto católico. Efectivamente, la UDC, que no había aceptado la exigencia de la Lliga de retirar la candidatura de Carrasco i Formiguera para poder formar coalición, había optado por presentarse en solitario y, por tanto, votarlo equivalía con toda seguridad a tirar el voto. Esta evidencia determinó que incluso el grupo del rotativo El Matí, de clara inspiración católica progresista, criticara tal decisión. Las minorías tradicionalistas y los grupos integristas abominaron, desde las páginas de El Correo Catalán, de las dos candidaturas por considerarlas laxas en la defensa de la religión y del binomio Iglesia-Monarquía.
El fracaso electoral del PSOE y la alarma provocada por el triunfo de la CEDA provocaron un incremento, a ritmo acelerado, de las declaraciones socialistas críticas con la República y favorables a la revolución. Indalecio Prieto y Largo Caballero compitieron en estridencias antidemocráticas. De los numerosos textos que ilustran esta radicalización política destacan los aparecidos en el periódico El Socialista, el cual, a los pocos días de las elecciones, ya había proclamado que «al proletariado, a las conciencias liberales, a los demócratas, a los marxistas, no les queda otro recurso que defenderse de los locos o de los asesinos natos, privándolos de movimiento y de libertad […] lo que no es practicable en una democracia burguesa». Los editoriales de septiembre acentúan estas tesis y invocan implícitamente a la violencia: «Entre la sirena democrática y la estrella roja, preferimos hacer el camino con la estrella y como la estrella».[71] «La República de los trabajadores, la auténtica, está plasmada en el movimiento socialista […] Sólo nos falta el Poder. Hay, pues, que conquistarlo. Aquellos ciudadanos que no sean socialistas deben elegir: o el Santo Oficio […] o la bandera roja […] Con la bandera de la democracia no se puede ir más lejos de lo que se fue en el bienio. Hay que dar un salto mayor»,[72] «no nos interesa un nuevo ensayo [republicano]. Lo hicimos una vez y nos salió mal».[73]
La reacción de la CNT-FAI ante el resultado electoral no se limitó a las proclamas escritas o a los ataques orales, sino que se concretó en llamadas a la insubordinación. El 6 de diciembre, en C.N.T., portavoz de la Confederación, se publicó una escueta consigna: «Obreros, preparaos. La revolución social no espera ni atiende a razones». Al cabo de dos días, durante la festividad de la Purísima, estalló la tercera sublevación de carácter libertario contra el régimen republicano. El modus operandi se mantuvo inalterable: el grupo más combativo y preparado doctrinalmente de un pueblo o ciudad que previamente se había abastecido de armamento, se apoderaba de los edificios públicos, reducía a los efectivos del orden público, cortaba las líneas telefónicas y eléctricas, declaraba abolido el dinero y la propiedad privada, y nombraba un comité de defensa de la salud pública. El triunfo, aunque efímero, de la estrategia en algunos pequeños pueblos dio lugar a episodios de carácter casi más relacionado con una cierta mística social que con la revolución predicada. En las ciudades, la insurrección derivó en el levantamiento de barricadas para aislar a los barrios obreros y, en algunas ocasiones, en el asalto a los cuarteles. En este contexto reapareció con fuerza la táctica de hacer uso del fuego purificador para destruir los símbolos religiosos.
En Barcelona los primeros disparos se produjeron en la tarde del mismo día 8 en el barrio de Sarriá. Al cabo de pocas horas los disturbios se habían propagado por toda la ciudad e, incluso, por las poblaciones colindantes. Los grupos anarquistas, por ejemplo, se hicieron fuertes en el Prat de Llobregat y en Hospitalet. La insurrección también prendió en Zaragoza y, en general, en todo Aragón. Y en la Rioja. Y en Navarra. Los episodios de violencia se multiplicaron también, aunque con menor intensidad, en tierras extremeñas, valencianas y andaluzas. Sin embargo, uno de los sucesos más luctuosos se produjo a causa del sabotaje contra un rápido que cubría la línea Barcelona-Sevilla y que se saldó con el resultado de dieciocho víctimas. En la localidad extremeña de Villanueva de la Serena la resistencia de los anarquistas, curiosamente comandados por un sargento del ejército, fue aplastada de forma cruenta.
El incendio intencionado de edificios eclesiásticos abundó durante toda la segunda semana de diciembre. La noche misma de la Inmaculada se incendiaron diez iglesias y conventos en Zaragoza; en Calatayud, el santuario de la Pena; y, en Granada, seis iglesias. Cabe destacar que en Andalucía los atentados contra la Iglesia habían sido una constante durante todo el período republicano. Así, por ejemplo, la iglesia de San Julián de Sevilla fue pasto de las llamas en abril de 1932, y otras de los términos de Cádiz, Merchena, Loja… durante el mes de octubre de aquel mismo año.
El 13 de diciembre de 1933, después de una larga semana de disturbios revolucionarios, el Gobierno pudo controlar la situación. Sin embargo, las consecuencias de aquella ola de agresiones había sido trágica: setenta y cinco muertos entre los sublevados, catorce entre las fuerzas del orden público, más de ciento cincuenta heridos y unos setecientos detenidos, entre ellos, nuevamente, Francisco Ascaso y Buenaventura Durruti.
Pocos días después de los sucesos, el canónigo Caries Cardó publicó un artículo crítico en la revista El Bon Pastor. Encabezó las reflexiones con un título que ya de por sí sintetizaba su pensamiento: «O treball o persecució», se titulaba. He aquí algunos fragmentos premonitorios:
Nuestros políticos o nuestros sacerdotes, no todos —sería injusto afirmarlo—, pero sí la mayoría están faltados de la preparación y de los hábitos que se precisan para organizar a un pueblo católico desprovisto de privilegias religiosos, para ejercer en él aquella actuación social, cultural, escolar, política e, incluso, apostólica […] que le otorgaba la ley en el antigua régimen.
Hoy en nuestra tierra crecen, bajo el aguijón providencial de la persecución —que, repetimos, puede volver—, multitud de obras de acción católica […]. Sin una generosidad sin límites que consagre personas y bienes a la salvación religiosa y civil del pueblo, la persecución fatalmente volverá. Sólo podemos evitarla haciéndola innecesaria […].
[…] tenemos que estudiar mucho, tenemos que trabajar mucho, tenemos que rezar mucho y tenemos que reformar mucho. Y empezar por destruir todo espíritu de predominio personal o de redil […].
Sólo así podremos evitar que vuelva la revolución.[74]
La insurrección de diciembre se había preparado minuciosamente en el pleno nacional de la FAI que tuvo lugar en Madrid quince días antes de las elecciones. Efectivamente, en las actas del pleno consta aprobado un dictamen sobre la «prerrevolución» presentada por la regional catalana:
Dictamen al quinto punto del orden del día. Prerrevolución. Es indiscutible que la tensión revolucionaria se acentúa en la Península a medida que transcurre el tiempo. Los partidos políticos determinantes en la política española se hallan desacreditados y en franca descomposición […].
Consecuencia de este fracaso de las instituciones políticas y democráticas es el planteamiento decisivo de la lucha entre el fascismo y la revolución social.
El estado de cosas nos coloca en situación bien definida de afrontar decididamente el imperativo de acelerar y participar en la revolución de la cual somos principalísimos animadores.
[…] entiende esta ponencia que siendo inminente la gestación revolucionaria, precisa un mejor encauzamiento en sentido nacional de la propaganda oral y escrita dando consignas y orientaciones definidas para la acción insurreccional a fin de que los pueblos se conduzcan de una forma coherente, sin confusionismos y divergencias.
En la trascripción del debate que suscitó el dictamen se amplía esta resolución con una consigna decisiva: «Ante el momento actual no podemos callar. Como principio ideológico debemos aconsejar la máxima abstención. Ante un posible triunfo reaccionario debemos lanzarnos a nuestra revolución al día inmediato». En el mitin celebrado el 19 de noviembre en la Monumental de Barcelona la consigna quedó clara: «Frente a las urnas, la revolución social», una consigna que nacía de la convicción de que era necesario favorecer el triunfo de las derechas como condición para el estallido de la revolución.
La estrategia desestabilizadora entendida como un instrumento para impulsar una revolución libertaria que permitiera superar la democracia parlamentaria queda, también, perfectamente reflejada en las memorias del dirigente faísta Juan García Oliver. Narra en ellas cómo al proclamarse la República y salir de la cárcel
entré en relación con los compañeros que trataban de crear una oposición ideológica frente a la actitud claudicante de los viejos sindicalistas. Me había trazado una línea a seguir dentro de la Organización: considerar a la república recién instaurada como una entidad burguesa que debía ser superada por el comunismo libertario, y para cuyo logro se imponía hacer imposible su estabilización y consolidación, mediante una acción insurreccional pendular, a cargo de la clase obrera por la izquierda, que indefectiblemente sería contrarrestada por los embates derechistas de los burgueses, hasta que se produjera el desplome de la república burguesa.
Crear en la manera de ser de los militantes anarcosindicalistas el hábito de las acciones revolucionarias, rehuyendo la acción individual de atentados y sabotajes, cifrándolo todo en la acción colectiva contra las estructuras del sistema capitalista, hasta lograr superar el complejo de miedo a las fuerzas represivas, al ejército, a la Guardia civil, a la policía, lográndolo mediante la sistematización de las acciones insurreccionales, la puesta en práctica de una gimnasia revolucionaria.
Paralelamente a la creación de sindicatos, grupos de afinidad ideológica, ateneos, la juventud obrera debería ser agrupada en formaciones paramilitares de núcleos reducidos, sin conexión entre sí, pero estrechamente ligados a los comités de defensa de barriada y éstos a un Comité de defensa local […].
En el local del Sindicato de la Construcción de Barcelona se reunían Parera, de Banca y Bolsa; Luzbel Ruiz, de Peluqueros; Castillo, de Artes Gráficas; Juanel de Construcción; y algunos más, todos ellos viviendo la pasión de los puritanos, y a quienes unía el afán de impedir que la CNT cayese en el abismo de la transigencia con los compromisos que Pestaña y otros líderes sindicales contrajeron en el Pacto de San Sebastián, que muchos dieron por muerto, pero que el azar de unas elecciones municipales había revitalizado.
Los compañeros que se reunían en el local de la construcción eran la expresión activa de lo que se había salvado del anarquismo organizado: algunos grupos anarquistas de afinidad en Barcelona, en Cataluña, en España. Eran la FAI, la Federación Anarquista Ibérica. Por ellos tuve conocimiento de los motivos y circunstancias que dieron nacimiento en Valencia en 1927 a la FAI. Su aspiración era impedir que el aventurerismo político y reformista se apoderase de la CNT. Me acogieron cálidamente. Esperaban mi apoyo a su línea de militantes revolucionarios. Me puse totalmente a su lado. Y nos pusimos a laborar.[75]
El elevado número de detenciones y el desgaste provocado por el modelo de lucha que combinaba la acción sindical y la revolucionaria originó un debilitamiento organizativo de la CNT con la consiguiente disminución de afiliados. Sin embargo, en estas circunstancias el trabajo de los anarquistas puros tomó, a partir de 1933, un protagonismo absoluto dentro de la Confederación con la incorporación formal, por ejemplo, del grupo Nosotros, liderado por el citado García Oliver.
El control de la CNT por parte de la FAI convirtió el sindicato anarquista en una plataforma revolucionaria, pero su estrategia no favoreció que llegaran a buen fin los esfuerzos de los sectores obreros y populares más politizados para conseguir un proceso de concentración de partidos y organizaciones izquierdistas capaz de frenar el peligro del fascismo que se abría paso en Europa.
Uno de los núcleos obreristas más decididos a fraguar la colaboración entre las diferentes corrientes de izquierda fue el Bloc Obrer i Camperol (BOC), impulsado por el aragonés Joaquín Maurín en 1931, después de abandonar, por discrepancias con la línea estalinista, las filas del PCE. El BOC, que contaba con unos cinco mil afiliados en Cataluña, batalló desde el propio seno de la CNT para conseguir que el apoliticismo no obstruyera la unidad de acción del movimiento obrero.
Otro partido que desde la discrepancia política compartió la conveniencia de practicar una estrategia convergente de las izquierdas fue Izquierda Comunista de España (ICE), partido minoritario de inspiración trotskista fundado en 1932 por Andreu Nin a su vuelta de Moscú, donde había residido durante diez años cómo miembro del comité ejecutivo de la Internacional Sindical Roja hasta que, acusado de revisionista, fue expulsado de ésta.
Los dos partidos se fusionaron en septiembre de 1935 para formar el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM) con la voluntad de aglutinar a todos los partidos de la izquierda marxista en una organización autónoma no supeditada al centralismo estalinista ni tampoco partidaria del entrismo preconizado por Trotsky, consistente en la afiliación masiva a la UGT con la voluntad de acentuar su capacidad revolucionaria. El POUM fue especialmente activo en Cataluña, gracias a los militantes del BOC, pero también en Valencia y Madrid, además de una presencia testimonial en Extremadura, Asturias y el País Vasco. La heterodoxia política del POUM, unida a su doctrina revolucionaria y a la capacidad subversiva de sus militantes, convirtió esta organización minoritaria en una pieza clave para el desarrollo de la tragedia que —a expensas de una pretendida revolución «definitiva»— se vivió en la retaguardia republicana durante el primer año de guerra y que tuvo en la persecución religiosa uno de sus episodios principales.
A pesar de sus intenciones, el POUM no logó superar el estadio de partido minoritario. En el panorama de las fusiones entre partidos de inspiración marxista tuvo una importancia muy superior la constitución, el 23 de julio de 1936, del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), formado por la Unió Socialista de Catalunya (USC) —escisión de la federación catalana del PSOE en 1923—, la citada filial socialista española, el Partit Comunista Catalá —escindido del PCE en 1932—, y el Partit Proletari Català, que aglutinaba a los militantes más izquierdistas de Estat Catalá.
En el sector estrictamente republicano, a partir del acercamiento político del Partido Radical de Lerroux con la CEDA, en 1934, se produjeron movimientos importantes que generaron la formación no sólo de la ya citada Izquierda Republicana de Manuel Azaña y Marcelino Domingo, sino también la de una nueva Unión Republicana liderada por el ex radical Diego Martínez Barrio, al que se sumaron algunos disidentes del Partido Republicano Radical Socialista que no quisieron entrar a formar parte de Izquierda Republicana.
El mapa sindical en el sector industrial y de servicios no varió de forma importante. La CNT y la UGT consolidaron su protagonismo especialmente después de que los Sindicatos de Oposición escindidos de la CNT en 1933 se reintegraran a la confederación en 1936. Sin embargo, en el campo catalán, se había fundado en 1922 la Unió de Rabassaires, sindicato que conoció un gran incremento a partir de 1931. El sindicato trabó lazos políticos con ERC hasta que en 1934 decidió respaldar a la Unió Socialista de Catalunya. También cabe mencionar que en 1933 algunos cenetistas, expulsados del sindicato por haberse adherido al Manifiesto de los Treinta, se organizaron en una Federación Sindicalista Libertaria que pretendía agrupar a todos los sindicalistas revolucionarios no adscritos a la CNT y, también, la formación, a iniciativa de Ángel Pestaña — secretario general de la CNT entre 1929 y 1932—, del Partido Sindicalista.
Por lo que concierne al sindicalismo católico, el triunfo de la CEDA favoreció que a la disgregación existente se le sumaran nuevas formaciones como la Acción Obrerista, filial de Acción Popular, dirigida por Dimas Madariaga; la Federación Española de Trabajadores, promovida por los jesuitas Ayala y Ballesta; la Unión Obrera Campesina y la Unió de Treballadors Cristians de Catalunya, vinculada a Unió Democrática de Catalunya. Sin embargo, antiguas y nuevas formaciones siguieron un proceso de convergencia que culminó, en diciembre de 1935, con la constitución de la Confederación Española de Sindicatos Obreros (CESO). La admisión, en el seno de esta nueva central sindical, de representantes de la Falange Española y de las citadas Juntas de Ofensiva Nacional-Sindicalista le confirió un carácter reaccionario absolutamente incompatible con cualquier sindicato de clase. Esa circunstancia añadió un nuevo motivo de crítica a la Iglesia que consolidaba, a la luz de la mayoría de obreros, una insensibilidad crónica hacia las reivindicaciones obreras y unas vinculaciones políticas susceptibles de ser consideradas antirrepublicanas. Estas circunstancias llevaron al dominico José Gafo, impulsor de la acción sindical católica que había conseguido, como representante de los trabajadores navarros, un escaño en las elecciones de 1933, a dimitir de su cargo.
Ante estas mentalidades que se dicen cristianas y se lo creen de buena fe [escribió en La Región de Orense], opté por callarme y eliminarme del Congreso para trabajar en otros sitios. Quizá la revolución o la amenaza de la misma sea el único remedio de urgencia. Si las izquierdas viniesen para resolver con buenas reformas sociales el problema social, sin meterse con la Religión, yo diría: bienvenidas sean las izquierdas, hasta que las derechas tengan enmiendas.
El panorama político en el País Vasco y Galicia no sufrió en este período cambios importantes. En las provincias vascas, la única formación política autónoma que consiguió representación parlamentaria en 1933 continuó siendo el PNV. Por lo que se refiere a Galicia, la ORGA, rebautizada Partido Republicano Gallego, continuó representada en las Cortes en la persona de Santiago Casares Quiroga hasta que en 1934 se integró en la nueva Izquierda Republicana de Manuel Azaña, mientras que el Partido Galeguista de Castelao, fundado con posterioridad a las elecciones constituyentes de 1931, no consiguió representación parlamentaria hasta 1936, cuando se presentó formando parte del Frente Popular. En el caso de Valencia, el cuarto y último territorio que presentó durante el período republicano un proyecto de estatuto de autonomía, sólo cabe citar la fundación en 1934 del partido Esquerra Valenciana, que en 1936 consiguió también representación parlamentaria.
Estos territorios, por tanto, a pesar de sus aspiraciones nacionalistas, quizá por la circunstancia de no haber tenido la posibilidad de convocar elecciones autonómicas, no vivieron como en Cataluña la proliferación, ya comentada, de siglas políticas propias. A ésta cabe sumar el protagonismo ejercido desde 1901 por la Lliga Regionalista como partido de centro-derecha catalanista que en 1933, tras cambiar el nombre por el de Lliga Catalana, consiguió pasar de cuatro a veinticuatro escaños en el Congreso de Madrid. La Lliga, a pesar de la simpatía de alguno de sus dirigentes con la sublevación militar de 1936, no adoptó como organización política una actitud antirrepublicana ni conspirativa. No sería justo, en el momento de hablar de fidelidades republicanas, dejar de citar los casos, ya expuestos anteriormente, de la Acció Catalana Republicana de Nicolau d’Olwer y de la Unió Democrática de Catalunya, puesto que ambos partidos asumieron como propia la defensa del nuevo régimen.
El repaso del mapa político español en el contexto de los meses posteriores a las elecciones de noviembre de 1933 refleja con fidelidad la inquietud política con que las izquierdas vivieron el triunfo de la CEDA y, muy especialmente, la alarma que suscitó la formación en octubre de 1934 del gobierno de coalición de esta federación de las derechas con los radicales de Lerroux. La misma inquietud y alarma, generalizada en todos los órdenes de la vida social y política, determinarán que se produzca, a partir de 1934, un proceso de polarización que culminará en las elecciones de 1936 con la formación del Frente Popular —Front d’Esquerres, en Cataluña— que contó, en aquella ocasión, con la colaboración de la CNT.
La complejidad ideológica y las contradicciones programáticas de los partidos que integrarán el Frente Popular se convertirán, con el paso de los años, en uno de los factores que incapacitarán a los gobiernos surgidos de aquellas elecciones para gobernar el país con la eficacia que requería el momento histórico. En 1936 los disturbios sociales y los actos de «gimnasia revolucionaria» dejarán de ser episodios aislados y efímeros para dar paso a una revolución social. Una revolución social que tendrá por protagonistas a los sectores más radicales del anarquismo —especialmente de la FAI— y de la izquierda marxista. En su afán por implantar la revolución, ambos sectores no dudarán en convencer a la población de la bondad de sus objetivos a través del terror de los asesinatos que, con la pretensión de depurar la retaguardia, tuvieron como víctimas preferentes no sólo a reconocidos partidarios del alzamiento militar sino también —y de forma muy especial y, a menudo, preferente— a los sacerdotes, a los religiosos y, en general, a los civiles que no disimularon su condición de católicos.
En la encrucijada del proceso que, a partir de las elecciones de 1933, desembocará en el citado proceso revolucionario de 1936, se produjeron, como si de un ensayo general se tratara, los sucesos de octubre de 1934.