LOS ESTATUTOS DE AUTONOMÍA Y EL CONTEXTO POLÍTICO DE FINALES DE 1931

A pesar de que los procesos autonómicos del País Vasco y de Cataluña no tienen un relación directa con la persecución religiosa, es importante, a mi parecer, destacarlos tanto por lo que influyeron en la dinámica social y política de estos territorios como por las valoraciones que merecieron por parte de la Iglesia, de las instituciones del Estado y de la sociedad española en general.

Según los acuerdos suscritos en el Pacto de San Sebastián, Cataluña, Galicia y el País Vasco, una vez proclamada la República, iniciaron inmediatamente el proceso de redacción de sus estatutos de autonomía.

En el caso de Galicia, a pesar de disponer ya en mayo de 1931 de una primera propuesta, las disensiones políticas impidieron llegar a un acuerdo hasta finales de 1932. Los cambios en el gobierno central frustraron entonces la convocatoria preceptiva de un referéndum que no llegó a realizarse hasta junio de 1936. La sublevación militar del 18 de julio de 1936 imposibilitó que el texto refrendado por la inmensa mayoría de los gallegos llegara a entrar en vigor.

El 22 de septiembre de 1931 los diputados vascos y navarros, receptores de un proyecto avalado por los municipios de sus territorios, conocido como Estatuto de Estella, lo entregaron a la presidencia del Gobierno. Sin embargo, por decreto del 8 de diciembre de aquel mismo año se desestimó este procedimiento y se obligó a que fuesen las comisiones gestoras de las Diputaciones las que lo redactasen. El escollo dilató hasta junio de 1932 la puesta a votación de un nuevo redactado que entonces, inesperadamente, no recibió el voto favorable de los tradicionalistas navarros. Esta circunstancia supuso retocar el proyecto, que no volvió a ponerse en consideración hasta noviembre de 1933. En esta ocasión, fue Álava quién votó en contra provocando una nueva dilación. Finalmente, el estatuto fue aprobado por las Cortes de Madrid en octubre de 1936.

Las tensiones provocadas por el proceso produjeron una profunda división en la sociedad vasconavarra. En primer lugar, por la automarginación de los tradicionalistas navarros, que en noviembre de 1932 pusieron como condición para aprobarlo que se incluyera la confesionalidad en su articulado. En segundo lugar, por la confrontación que provocó entre tradicionalistas y nacionalistas en las tres provincias vascas. Según Manuel de Irujo —ministro de Justicia en 1937—, si el Estatuto de Estella hubiera sido aprobado en primera instancia, Navarra no se habría opuesto a la República y no hubiera sido posible la sublevación militar de 1936.[57]

En Cataluña, el proyecto de estatuto de autonomía fue redactado por una comisión nombrada por la Diputación Provisional que se formó según los resultados de las elecciones municipales del 12 de abril. Esta comisión, reunida en Núria —por ello el proyecto es conocido como el Estatuto de Núria—, propuso un articulado que el 17 de julio de 1931 fue aprobado por la presidencia de la Generalitat.

El texto, después de recibir el apoyo explícito del 98% de los ayuntamientos catalanes, fue sometido a plebiscito popular el 2 de agosto. La participación en esta consulta llegó al 75% del censo y obtuvo un resultado del 99% de votos favorables. Posteriormente fue presentado en el Congreso donde, después de severas modificaciones, se aprobó el 9 de septiembre de 1932.

Del período anterior al plebiscito cabe destacar que la Iglesia catalana, de forma mayoritaria, participó activamente en la campaña a favor del texto con la convicción de que existían importantes razones de carácter social e histórico para que fuera aprobado.

Los sectores más integristas poca cosa podían objetar, puesto que el proyecto de estatuto sólo citaba la cuestión religiosa en el artículo 30 y lo hacía con sumo respeto:

Además de las garantías de derecho que otorgue la Constitución general de la República, la Generalitat de Catalunya protegerá plenamente la vida y la libertad de todos los ciudadanos residentes en el territorio que serán iguales ante la ley, sin distinción por razón de nacimiento, lengua, sexo o religión. La Generalitat garantizará, también, la absoluta libertad de creencias y de conciencia.[58]

A pesar de ello, hubo sectores que propugnaron el voto contrario de los católicos argumentando que el segundo punto del estatuto abría las puertas a la laicidad cuando afirmaba que «El poder de Cataluña emana del pueblo […]» y que el citado artículo 30 era demasiado ambiguo. Eclesiásticos de prestigio como Lluís Carreras, Carles Cardó y Josep Maria Llovera escribieron artículos memorables. Según escribió Carreras el 21 de mayo:

La República […] se fortalecerá […] haciendo justicia a las reivindicaciones de ese pueblo antes humillado y hoy anheloso de ver reconocido por el nuevo régimen la totalidad de su autonomía, que es también un valor cristiano de su historia y de su espiritualidad actual.[59]

Sin embargo, ya aprobado el texto, quizá como consecuencia de la política anticlerical del gobierno español, muchos católicos catalanes se lamentaron de que el texto no hacía mención explícita de las raíces cristianas de Cataluña y que ignoraba las esencias del catalanismo tradicional, es decir, que no incluía los postulados del obispo Josep Torras i Bages. Los más intransigentes fueron los carlistas. En consonancia con su doctrina, El Correo Catalán, convertido en portavoz del integrismo catalán, publicó un artículo firmado por Josep Maria Junyent el 11 de octubre, coincidiendo con el debate de la cuestión religiosa en las Cortes, donde se afirmaba que «las promociones revolucionarias [son] dueñas de todos los resortes de la vida social y política de la región».

A pesar del amplio apoyo popular que respaldó y avaló el estatuto de autonomía, Cataluña no pudo evitar un divorcio social que puso en peligro la cohesión social en pueblos y ciudades. Ni el republicanismo ni el federalismo ni el catalanismo consiguieron alterar el apoliticismo de la CNT. Un apoliticismo que, cada vez más, aparecía como una justificación de la filosofía libertaria, de igual forma que el sindicato confederal —controlado de forma progresiva por la FAI— se presentaba como la garantía de una previsible revolución social. Dos fechas próximas a la proclamación de la República, Sant Jordi y el 1 de mayo, se convirtieron en testigo público de la disparidad de intereses: los sectores populares y académicos más vinculados con la cultura catalana celebraron que aquel 23 de abril de 1931 se declarase oficialmente Día del Libro, mientras que los cenetistas, mayoritariamente ajenos a los avatares de la recuperación cultural catalana, aprovecharon los actos de reivindicación obrera del 1 de mayo para estrenar con júbilo por las calles de Barcelona la bandera roja y negra como distintivo de la organización.

Los asesinatos del abogado republicano Francesc Layret (1920) y del cenetista Salvador Seguí, «el Noi del Sucre» (1923), que habían encarnado la vía de comunión entre el catalanismo más revolucionario y el sindicalismo, habían abortado desde entonces la posibilidad de establecer un nexo entre los intereses del movimiento obrero y los autonomistas o independentistas. Sin embargo, no todas las causas de esta disociación socio-política fueron de carácter ideológico o estratégico. La inexistencia de mecanismos de integración social y cultural no había hecho posible que las importantes masas de obreros inmigrantes sintieran como propias las batallas por la recuperación de la lengua y la cultura catalanas. El sindicalismo anarquista, igual que había sucedido en la primera década del siglo con los seguidores de Lerroux, arraigó principalmente entre el 18% de la población inmigrante que había en Cataluña —el 30% en Barcelona—, especialmente entre algunas colonias de familias procedentes de Murcia. Ya en los años setenta, Joan Ferrer, miembro de la CNT, en una entrevista recogida por Baltasar Porcel en el libro La revuelta permanente, dejó testimonio de la presencia minoritaria del catalán en el movimiento obrerista:

En nuestro movimiento ha ocurrido [explicaba Ferrer] que los compañeros provenientes de Castilla o de otra región que no hablara catalán […] han cogido la manía que lo castellano es lo general del país, y que para que nos entiendan todos hay que hablar español, que dicen ellos. […] Si el cenetismo intelectual se ha expresado mayormente en castellano, se debe a que nos llegaba gente de toda la Península y de América.[60]

A las razones sociológicas aducidas por Ferrer también convendría sumar la convicción predominante en el movimiento anarquista catalán de que el cosmopolitismo al que aspiraban exigía necesariamente el uso del español. Como botón de muestra cabe recordar que Ferrer i Guardia, exponente del movimiento libertario barcelonés, acusado de ser instigador de los disturbios de la Semana Trágica y ejecutado en 1909, obligaba a todos sus colaboradores a usar la lengua castellana y que todos los actos que se hicieran en las dependencias de la Escuela Moderna fundada por él fueran íntegramente en esta lengua.

Este factor de alienación de la cultura propia del territorio, sumado al anticlericalismo que compartían con todas las corrientes del movimiento obrero y, sumado aún, a las convicciones ateas de los grupos anarquistas más activos, marcaron una distancia insalvable de los cenetistas con el mundo eclesiástico e, incluso, con el de los laicos más comprometidos. La implicación de unos y otros en la recuperación cultural de Cataluña, a pesar del compromiso social que exigía, no amortiguó el choque ideológico.

El peso de la hipoteca histórica que arrastraba la Iglesia como institución y la fácil percepción entre los ambientes obreros de lo sagrado o no común como factor contaminante —favorecido por el uso del hábito o de la sotana, por el celibato y por algunos comportamientos clasistas alejados de los valores evangélicos— convirtieron a los fieles cristianos, en general, y a los obispos, sacerdotes, frailes y monjas —a todo el clero regular y secular— en particular, en la diana clara y vulnerable de una revolución que se iba gestando, de una revolución que, especialmente en el caso de Cataluña por el protagonismo de la CNT y de la FAI, ambicionó tener, aun a sabiendas de no contar con ningún precedente histórico, un carácter total en todos los ámbitos —político, económico, social, cultural y moral—. Se trataba de promover una revolución anarquista para la cual la violencia física y moral —los asesinatos y los sacrilegios— deben ser considerados más propiamente como un signo distintivo que como un accidente lamentable. La implantación del comunismo libertario exigía y justificaba, en opinión de algunos dirigentes revolucionarios, esta cuota de terror para garantizar de forma irreversible la abolición de los poderes del ejército, de la Iglesia y del capital.

La implantación del anarquismo en Cataluña, mayor que en el resto de España, y, por tanto, la cuota superior de protagonismo que la CNT-FAI tuvo durante el período republicano y, muy especialmente, durante el primer semestre bélico, sumado a las particularidades del Gobierno autonómico, con muy escasa presencia socialista, ocasionó que los actos de violencia anticlerical que se produjeron en Cataluña respondieran a un calendario, a una estrategia y a unos procedimientos de matiz específico. No se trata de argumentar diferencias básicas cuando el resultado último fue el asesinato por razones de condición civil o de conciencia, pero sí de diferenciar los objetivos finales y los métodos justificativos.

El recorrido geográfico de la persecución religiosa, que se desarrollará en capítulos posteriores, permitirá documentar estos matices diferenciales que, como es evidente, no tuvieron una frontera física. Cataluña, por todas las razones descritas, merece un análisis específico, pero la doctrina anarquista y el poder cenetista no se ciñeron únicamente al territorio catalán. Los ideales del comunismo libertario también arraigaron en el resto de España, muy especialmente en Aragón, Valencia y Andalucía. Por otra parte, el socialismo revolucionario, aunque fuera por unas razones doctrinales y estratégicas diferentes, más basadas en una interpretación extremista del marxismo que en la voluntad de subvertir todos los valores sociales, también coincidió en provocar y justificar la persecución religiosa.

En la prensa anarquista y socialista radical de finales de 1931 es habitual encontrar referencias a la necesidad de superar la República que ya era vista como una simple modalidad de régimen burgués y, por tanto, opresor.

Los tres meses y medio de Gobierno de republicanos y socialistas [puede leerse en el número de Solidaridad Obrera del 4 de octubre] han sido de dura lección por el proletariado. […] las nuevas condiciones políticas no han modificado en lo más mínimo las bases del régimen. Los derechas de reunión y huelga, han sufrido un duro ataque; el de manifestación no ha sido concedido […]; la libertad sindical está a punto de ser negada, al querer imponer los Comités de arbitraje, puesta que esto significará una ofensiva a la CNT. […] El pueblo, que el 12 de Abril creyó matar en el voto a la reacción política, comprueba ya que no hizo otra cosa que salvar el régimen que las dictaduras habían minado. Y que ahora el Parlamento, que sólo cuenta unas pocas figuras inteligentes entre tantas nulidades sin prestigio y sin capacidad, se limitará a votar todas las leyes que le aseguren el mandato del capitalismo.

En noviembre de 1931, el rotativo El Socialista incluye notas o editoriales que ilustran el escaso valor de concordia otorgado a la Constitución:

No hay revolución ni la ha habido, ni la habrá [se puede leer en una nota de redacción publicada el día 4], que conserve intacto al adversario. No se quejen, pues, los reaccionarios. El hecho mismo de que puedan quejarse, es signo inequívoco de que todavía viven.

Y el día 25 puntualiza:

Cuando amenazamos, después de meditarlo bien —como en el año 1917, como en el año 1930—, es para dar seguidamente y con todas sus consecuencias.

Los debates parlamentarios, lamentablemente, no habían atenuado la hostilidad con que el periódico socialista, en un editorial publicado el 20 de agosto, trataba a la Iglesia:

Si entonces, el 11 de mayo [dice, refiriéndose a la quema de conventos] [el pueblo] hizo blanco de sus furias a los inofensivos conventos, sean ahora sus moradores las víctimas de su furor.

Se debe hacer constar que en las mismas publicaciones citadas se publicaron durante todo el período republicano editoriales y artículos mucho más conciliadores, síntoma inequívoco de la coexistencia en las respectivas organizaciones políticas o sindicales de corrientes de opinión contrapuestas. Sin embargo, la posibilidad de que las expresiones más agresivas pudieran formularse impunemente tanto desde periódicos vinculados con partidos políticos de carácter parlamentario como desde organizaciones sindicales teóricamente apolíticas ya reviste extrema gravedad, más aún tratándose de medios de comunicación de gran difusión que hipotéticamente podrían estar más alejados de la radicalidad de los grupos minoritarios.

Ciertamente, la República cojeaba, insegura de sí misma. La radicalidad izquierdista aparejada con el cambio de régimen no sólo representó un acicate para la derecha más reaccionaria que procuró organizarse, sino que también provocó una necesidad imperativa desde el mismo Gobierno de actuar a la defensiva.

A principios de septiembre de 1931, fueron detenidos varios militares y políticos que se habían distinguido por su colaboración con la dictadura de Primo de Rivera. Algunos habían visitado en más de una ocasión al cardenal Segura en su residencia francesa. El día 10 de octubre, coincidiendo con el inicio del debate del artículo 26, se habían fundado las Juntas de Ofensiva Nacional- Sindicalista (JONS) que se convertirían en el nervio de la Falange. Existía o amenazaba con existir el peligro de una involución fascista. Por ello, forzando un paréntesis en el debate constitucional, el 20 de octubre el Gobierno presentó a las Cortes un proyecto de ley de Defensa de la República. Tanto las fuerzas políticas como las corrientes de opinión —en todos los ámbitos, también el eclesiástico— estaban viviendo un proceso de polarización, un peligroso proceso de polarización.

En la periferia de este proceso destaca la actuación de las citadas JONS, a las que se unieron de forma inmediata las Juntas Castellanas de Actuación Hispánica fundadas en agosto de 1931 por Onésimo Redondo, como punta de lanza de la introducción de las doctrinas fascistas en España. Dado que no es éste el lugar para debatir en profundidad el concepto de fascismo y las formas específicas que adoptó en España, me remito a la definición dada por Dionisio Ridruejo, que en 1962 se refería a él como una «tentativa para producir una síntesis violenta que acomodase la defensa de ciertos valores tradicionales y ciertas exigencias burguesas de vida al estilo colectivo y proletario de los nuevos tiempos».[61]

Hablar de las JONS es hablar de Ledesma Ramos, quien el 8 de enero de 1930 se había dado a conocer en un homenaje a Giménez Caballero gritando, pistola en mano, «¡Arriba los valores hispánicos!». Esta proclama no debe inducir al error de considerar que la religión formaba parte, en el imaginario particular del activista, de los valores hispánicos. Por lo menos no lo consideraba un valor insustituible. En su Discurso a las juventudes de España, que, aunque publicado en 1935, puede ser valorado como una declaración de principios de las JONS (precisamente porque lo escribió después de la ruptura con Falange Española con la que se había fusionado en la primavera de 1934), Ledesma Ramos alega la necesidad de recuperar su propio perfil ideológico y estratégico y, dentro del capítulo dedicado a «Esquemas estratégicos», incluye un apartado que significativamente se titula «La Iglesia católica y su interferencia con la revolución nacional». En él, ante una primera afirmación genérica —«Parece incuestionable que el catolicismo es la religión del pueblo español»— contrapone, al estilo de Azaña, un análisis realista: «Algún día la unidad moral de España era casi la unidad católica de los españoles. Quien pretenda en serio que hoy puede también aspirarse a tal equivalencia demuestra que le nubla el juicio su propio y personal deseo». Su conclusión es clara y la reviste de un tono imperativo:

España, camaradas —afirma Ledesma—, necesita patriotas que no le pongan apellidos. Hay muchas sospechas —y más que sospechas— de que el patriotismo al calor de las Iglesias se adultera, debilita y carcome. El yugo y las saetas, como emblema de lucha, sustituye con ventaja a la cruz para presidir las jornadas de la revolución nacional.

Desde su fundación, las JONS habían priorizado «afianzar el carácter nacional sindicalista revolucionario» de sus actividades. En este sentido, no es de extrañar que, en las páginas de la publicación La conquista del Estado, fundada por el propio Ledesma en marzo de 1931, se concediera gran atención y difusión a las ideas anarcosindicalistas. Las JONS preconizaban la incorporación de los líderes sindicales en su organización —como bien lo hicieron varios dirigentes cenetistas—; la «revolución nacional» que perseguían exigía el auxilio de la clase trabajadora; la «acción directa», emblema del sindicalismo agresivo, también formaba parte de su estrategia: «La acción directa —se puede leer en el Discurso citado— garantizará a nuestras juventudes su liberación de todo mito parlamentarista, de todo respeto a lo que no merece respeto, de toda posternación ante ídolos vacíos y falsos».

Las divergencias entre el nacionalsindicalismo y el anarcosindicalismo no radicaban en la opinión que les merecía el régimen republicano ni, con matices, tampoco las cuestiones morales ni religiosas. El abismo se encontraba teóricamente en el concepto de autoridad y en el valor dado al individuo. En la práctica los separaba únicamente la voluntad o no de querer asumir el poder del Estado como institución política básica.

Solidaridad Obrera lo definía con claridad en un editorial del 4 de octubre de 1931:

Nosotros somos el polo opuesto del fascismo, como somos en principio el polo opuesto de todo lo que tiende a anular la individualidad humana ante realidades o abstracciones superiores al hombre. Ni ante Dios, ni ante Mussolini, ni ante el partido, ni ante el Sindicato, debe el individuo despojarse de su personalidad, abdicar su libre iniciativa, su juicio propio. El germen del fascismo, que es el principio de autoridad llevado al extremo, a su última expresión, está en todo lo que pide al hombre que deje de serlo para rendir culto a realidades o abstracciones supuestamente superiores y por encima de él.

Leídos estos textos cobran dimensión plena tanto las consignas libertarias que, en boca de Juan García Oliver, miembro destacado de la FM, aconsejaban practicar la «gimnasia revolucionaria» con el fin de prepararse para el asalto final «al palacio de invierno» en una clara analogía con los primeros pasos de la Revolución Rusa, como las de Ledesma Ramos, que predicaban una «rivalidad permanente y absoluta con el sistema entero» practicando una violencia rupturista que «tendrá en nuestras juventudes, como realizadoras e impulsoras de la revolución nacional, un eco profundo de realización moral, de heroísmo, de firmeza y de entereza».[62]

Al mismo tiempo que en los círculos extraparlamentarios se fraguaban todo tipo de estrategias redentoristas, creando un contexto cada vez más complejo e inestable, en el Congreso se dedicaban las últimas sesiones al debate constitucional. La introducción del derecho al divorcio y los artículos que detallaban la laicidad del sistema educativo se incluyeron sin provocar grandes polémicas. Sin embargo, nadie ignoraba que tales cuestiones acentuaban todavía más la indignación de los sectores integristas y tradicionalistas.

Como producto de esta indignación surgió Acción Española, una publicación que llevó el signo literario de Ramiro de Maeztu y la agresividad intelectual de Eugenio Vegas Latapie. La financiación de la revista fue cubierta por el general Orgaz, quien ya a finales de la dictadura de Primo de Rivera había iniciado maniobras conspirativas. En su presentación el escritor vasco comparaba los valores hispanos con una encina ahogada por la hiedra:

España es una encina medio sofocada por la yedra. La yedra es tan frondosa, y se ve la encina tan arrugada y encogida, que a ratos parece que el ser de España está en la trepadora y no en el árbol. Pero la yedra no se puede sostener sobre sí misma.

Con esa publicación el tradicionalismo español tomó carta de naturaleza compatible con una cierta modernidad. La revista, que no promovía directamente la creación de ninguna organización política, se convirtió, sin embargo, en el crisol ideológico de la ofensiva antirrepublicana. Sus principios básicos pueden resumirse en la identificación de España con el catolicismo y la monarquía tradicional, el repudio del sistema liberal de partidos y del régimen republicano y la licitud de la violencia para conseguir dichos objetivos.

Una derivación de esta ideología fue consolidar por la derecha la idea de que no podía existir, por carecer de sentido, una República conservadora. Una afirmación, por otra parte, coincidente por la izquierda con la opinión de muchos políticos, entre ellos Manuel Azaña.

En las páginas de Acción Española se desarrollaron las teorías de la teología histórica según las cuales «el Señor […] quiere a todas las naciones. Pero sólo una, sólo una en el mundo la ha querido a n, viviendo sin vivir en sí misma[…] Toda historia española es, en el más ambicioso sentido del vocablo, historia eclesiástica»;[63] en ella se demonizó la influencia de las logias masónicas en la proclamación republicana y en el debate constitucional posterior; en ella se estigmatizó a los nacionalismos catalán y vasco como agentes promotores de la República que ocultaban sus intereses separatistas; en ella desarrolló el canónigo Aniceto Castro Albarrán sus ideas, según las cuales era moral y teológicamente lícito y exigible, según los tratadistas del Siglo de Oro, que el pueblo español se opusiera por las armas al régimen republicano transformado en tiranía.

Muchos caballos de Troya se alzaban a finales de 1931 contra una República que aún no había formalizado su acta de presentación en sociedad. Efectivamente, la votación final de la Constitución no tuvo lugar hasta el 9 de noviembre. A pesar de la solemnidad del acto se ausentaron del hemiciclo 64 diputados; de los 406 presentes, 368 votaron a favor y ninguno en contra. Al día siguiente, contra todo pronóstico, Niceto Alcalá Zamora —que había dimitido de su cargo al frente del Gobierno el 14 de octubre— fue nombrado primer presidente de la Segunda República. Al cabo de tres días, Manuel Azaña dio a conocer el primer gobierno constitucional.

Durante los dos meses que separan la aprobación del artículo 26 de la promulgación de la Constitución, la Iglesia, tal como se ha indicado, también vivió un proceso de bipolarización que se hizo evidente, por ejemplo, en la duplicación de reacciones oficiales. Por una parte, desde el Vaticano, el secretario de Estado, Pacelli, optó por enviar un telegrama al nuncio Tedeschini conminándole a presentar una protesta oficial al Gobierno con el fin de encontrar una solución justa y legal que reparara los daños causados. Por otra parte, desde la Santa Sede misma, el Papa decidió personalmente entregar al superior de la Compañía de Jesús unas instrucciones dirigidas a los prelados en las que se les instruía para que endurecieran las protestas contra las agresiones sufridas por la Iglesia. La circunstancia de que Pío XI hubiera dictado estas normas, prescindiendo de la Secretaría de Estado y de la Nunciatura, marcó el inicio de un camino sin retorno. El sector eclesiástico más reaccionario sabía, desde entonces, que contaba con el aval del pontífice.

Las reacciones de desaprobación y de indignación se transformaron en muchas diócesis, por efectos del calendario litúrgico, en una campaña de exaltación de Cristo Rey, festividad recordada casualmente en el último domingo de octubre, con lo cual la figura religiosa de exaltación teocrática acumuló nuevas razones para convertirse en un icono de amplia significación exaltada tanto por los que apostaban por el desacato y la rebeldía como por los que simplemente desaprobaban, por razones de conciencia, la acción de los radicales más iconoclastas.

Frente a las masas católicas que seguían las consignas de acatamiento y colaboración con la República, dictadas por El Debate […], se encontraban los que entendían que la República no era bautizable. Volvió con ello la añeja polémica. De nuevo se manejaron los sobados conceptos [y se habló] del mal menor, de la accidentalidad e indiferencia de las formas de gobierno, de legalidad y de derecho a la rebelión.[64]

La situación de la Iglesia en Cataluña no se vio tan enrarecida como en Madrid, donde los propagandistas, los grupos de Acción Católica y todos aquellos que, siguiendo las recomendaciones de Ángel Herrera y de El Debate, trabajaban en pro de una vía conciliadora o, como mínimo, de coexistencia accidental, tuvieron que sufrir los embates del cardenal Segura. En Cataluña, tal como ya se ha descrito, la Federació de Joves Cristians, la Unió Democrática de Catalunya, el grupo del periódico El Matí, la Lliga Espiritual de la Mare de Déu de Montserrat, etc., formaron un núcleo diverso pero compacto que contó con la confianza del cardenal Vidal i Barraquer. Desgraciadamente, este factor actuó, quizá, como un agravante y no como un atenuante en la explosión antirreligiosa que se produjo en las primeras horas posteriores a la sublevación militar del 18 de julio de 1936.

El año 1931 terminó con otras dos iniciativas legislativas contra la Iglesia: la expropiación, en el contexto de la reforma agraria, de tierras eclesiásticas sin derecho a indemnización y la prohibición de que los sindicatos católicos agrarios pudieran inscribirse —a causa de contar con la figura estatutaria del conciliario religioso—, en el censo de organizaciones sindicales.

Entretanto, entre el 18 y el 20 de noviembre de 1931, el cardenal Vidal i Barraquer mantuvo una reunión con los obispos metropolitanos. Como resultado del encuentro, en el que se trató de forma específica de la adaptación de la Iglesia a la inminente reducción presupuestaria, se redactó una carta oficial de protesta al Gobierno español.

Aun antes de terminar el año, el 20 de diciembre, el conjunto del episcopado redactó otra carta dirigida al Gobierno. En este caso, el objetivo era salir en defensa de las órdenes religiosas y especialmente de la Compañía de Jesús. La carta, inspirada por Vidal i Barraquer y difundida por la prensa, también incluía una lista de recomendaciones para los católicos con el fin de orientarlos para que supieran compaginar el debido acatamiento a la legalidad con el compromiso de mantener vivo el sentimiento religioso y de influir, siguiendo los caminos reglamentarios, en los necesarios cambios políticos y legislativos. Los integristas respondieron a la carta colectiva con un editorial del rotativo El Siglo Futuro donde, después de una tímida adhesión a su contenido, la confrontaba maliciosamente con reflexiones extraídas del magisterio papal.

En resumen, los primeros nueve meses de régimen republicano tuvieron el mérito de intoxicar de tal manera el problema religioso que acabó convirtiéndose en un indicador del grado de esperanza o de frustración de la población en la consolidación de un régimen que había puesto su razón de ser en la obtención de una sociedad más justa, libre, próspera y democrática.

Sin embargo, las expectativas a finales de 1931 no eran nada optimistas. El mismo Alcalá Zamora, testimonio de excepción, las resumía con estas palabras:

Se hizo una Constitución que invita a la guerra civil desde lo dogmático —en que impera la pasión sobre la serenidad justiciera— a lo orgánico, en que la improvisación, el equilibrio inestable sustituye a la experiencia y a la construcción sólida de los poderes.