LA NUEVA CONSTITUCIÓN Y SUS CONSECUENCIAS

En los días en que el cardenal Segura era expulsado en Madrid tuvo lugar un congreso extraordinario de la CNT. La central anarquista contaba ya con 600.000 afiliados. Esta circunstancia la erigía, de forma paradójica dado su apoliticismo, en pieza clave del momento político. De su actitud dependía, en gran parte, que la República pudiera contar o no con el respaldo incondicional de la mayoría social.

A pesar de que la central sindical había convocado, el mismo 12 de abril, tres días de huelga general para forzar y garantizar la proclamación de la República, no era evidente que se tratara de un acuerdo en profundidad.

Los delegados del Congreso, que se celebró en el Conservatorio, fueron muy críticos con la adhesión que el sindicato había transmitido a los componentes del Pacto de San Sebastián y con los contactos y compromisos políticos que se habían establecido.

El delegado comarcal de Sabadell censuró que los representantes sindicales se hubieran comprometido a evitar cualquier conflicto laboral durante el primer trimestre republicano, información que le había sido facilitada por Lluís Companys, entonces gobernador civil de Barcelona. El secretario general, Ángel Pestaña, no negó los acuerdos, pero inculpó a los miembros cenetistas de la FAI alegando que en demasiadas ocasiones imponían su voluntad dentro del sindicato.

Es difícil imaginar que la FAI tomara compromisos de esta índole. Las acusaciones de Pestaña más bien parecen una estratagema para desacreditar al núcleo anarquista radical. La dirección confederal y la FM mantuvieron, a lo largo del congreso, fuertes discrepancias tanto en cuestiones organizativas como doctrinales.

Los enfrentamientos se focalizaron en dos temas concretos, la adopción o no de una estructura de ámbito general para cada industria y la actitud que la CNT debía adoptar ante la apertura de las Cortes constituyentes. En el primer caso, la defensa de la propuesta estuvo a cabo de Joan Peiró, quien, a pesar de demostrar la eficacia que podía tener la constitución dentro de la CNT de Federaciones Nacionales de Industria, fue acusado de querer implantar en el sindicato medios de lucha marxistas en detrimento de la «acción directa». Los debates sobre la cuestión terminaron, finalmente, con el voto favorable.

Esta circunstancia puso en guardia a los celadores de la ortodoxia libertaria que consiguieron derrotar la ponencia oficial, redactada en clave políticamente conciliadora. Efectivamente, la dirección confederal había propuesto que, a despecho de los principios apolíticos y antiparlamentarios del sindicato, las Cortes constituyentes fueran consideradas «un producto de un hecho revolucionario», conseguido «directa o indirectamente, con nuestra participación». La enmienda aprobada, en cambio, rehusaba cualquier valoración positiva de la implantación de la República. Su redactado es diáfano:

Frente a las Constituyentes. Estamos frente a las Cortes constituyentes, como estamos frente a todo poder que nos afirma. Seguimos en guerra abierta contra el Estado. Nuestra misión, sagrada y elevada misión, es educar al pueblo para que comprenda la necesidad de sumarse a nosotros con plena conciencia y establecer nuestra total emancipación por medio de la revolución social.[44]

El ascenso ideológico de la FAI dentro del sindicato comportó, en poco tiempo, una purga interna de los dirigentes moderados y la deriva de la organización a radicalizar sus postulados revolucionarios, que aspiraban a materializar la «idea» de un modelo social basado en el comunismo libertario, un objetivo frontalmente opuesto no sólo a la Iglesia como institución sino a la moral cristiana.

La ofensiva ácrata dentro de la Confederación originó una centrifugación ideológica que culminó con el Manifiesto de los Treinta, una exposición de principios publicada en agosto de 1931 que pretendía evitar el derrape ideológico de la CNT por considerarlo nocivo para la defensa de los derechos sindicales de la clase trabajadora:

He aquí lo que intentamos dilucidar, lo que hay que poner en claro cuanto antes. La Confederación es una organización revolucionaria, no una organización que cultive la algarada, el motín, que tenga el culto de la violencia por la violencia, de la revolución por la revolución. Considerándolo así, nosotros dirigimos nuestras palabras a los militantes todos, y les recordamos que la hora es grave, y señalamos la responsabilidad que cada uno va a contraer por su acción, o por su omisión.[45]

La invitación trentista dio lugar a un largo período de turbulencias dentro de la central sindical. El fracaso final de esta opción determinó que sus partidarios se organizaran, a partir de 1933, en Sindicatos de Oposición precedidos meses antes por la fundación, de la mano de Ángel Pestaña, del Partido Sindicalista.

La valoración negativa de la estrategia adoptada por la CNT que hicieron los trentistas no debe confundirse con un distanciamiento de los objetivos revolucionarios, a los que aspiraban, ni con una divergencia importante a la hora de señalar la justificación del anticlericalismo. Así queda demostrado en la primera parte, la más analítica, del «Manifiesto», donde, después de denunciar la fuga de capitales que se produjo con la proclamación de la República, puede leerse:

A este ataque a los intereses económicos para producir el hambre y la miseria de la mayoría de los españoles siguió la conspiración velada, hipócrita, de todas las cogullas, de todos los asotanados, de todos los que por triunfar no tienen inconveniente en encender una vela a Dios y otra al diablo.[46]

El envite libertario dentro del sindicato desencadenó una suma de acciones directas promovidas por los cenetistas durante los meses de julio y agosto de 1931.

Sevilla fue la primera ciudad donde se produjeron incidentes obreristas después de la instauración de la República, con la particularidad de que, en su alarde revolucionario, los cenetistas unieron sus fuerzas con las del por entonces minoritario Partido Comunista de España que, como ya se ha indicado, se había formado en 1921 a partir de una escisión de las Juventudes Socialistas. El objetivo, precisamente, era denunciar unas resoluciones adoptadas por los Jurados Mixtos de Trabajo, organismos vinculados con el corporativismo sindical, auspiciado durante la dictadura primoriverista, que habían sido rehabilitados por el dirigente socialista Francisco Largo Caballero en su nuevo puesto de ministro de Trabajo. A pesar de que la mayoría de arbitrajes de estos Jurados fueron favorables a los representantes obreros, su carácter vertical los hacía particularmente odiosos para los cenetistas.

Aquel verano de 1931 la ciudad vivía convulsionada por varias huelgas simultáneas. Sin embargo, transcurrían de manera pacífica hasta que el sábado, 18 de agosto, se produjo un incidente entre un grupo de cerveceros en huelga y otro de esquiroles, con el resultado de un sindicalista muerto y otro de herido grave. El entierro de la víctima se convirtió en un acto masivo de protesta al cual se sumaron los militantes comunistas. Durante dos días, hasta el miércoles 22, los actos de condena se extendieron por los pueblos y las ciudades del entorno de la capital. Los disturbios quese produjeron dieron lugar a la declaración del estado de guerra y a la multiplicación de enfrentamientos muy violentos entre obreros armados y el ejército. Los disturbios acabaron con el bombardeo del bar Cornelio de la población sevillana de Bécquer, donde se había refugiado el comité revolucionario, y con el asesinato por la ley de fugas —es decir, disparándoles después de haberlos obligado a distanciarse— de otros cuatro sindicalistas cuando, ya detenidos, eran trasladados desde el edificio del Gobierno Civil de Sevilla hasta una cárcel habilitada en el centro de la ciudad.

Los sucesos crearon una gran alarma social y política. Un informe del gobernador civil de la provincia dirigido al Gobierno termina con estas palabras:

Conclusiones: Primera. Estamos ya en plena guerra civil. El hecho de que el enemigo no dé batallas todos los días y conviva entre nosotros no quita virtualidad a la certeza terrible que hay que reconoce; prescindiendo de todas las frivolidades, de que la República, al menos en la provincia de Sevilla, tiene planteada una guerra, con su acompañamiento ya existente de muertes y devastaciones.

El enemigo, que se ampara en los derechos y libertades existentes con el propósito criminal de destruirlos por la violencia, cuenta con jefes, con pistoleros mercenarios, con táctica propia, con planes de lucha bien concebidos, con unidad de acción para la propaganda y la refriega y con la energía y perseverancia necesarias para triunfar.

Segunda. Apoyándose en muchos siglos de injusticia y en la ceguera casi unánime de las actuales clases altas, los anarquistas y comunistas quieren dominar sobre este pueblo antes de que la República haya tenido tiempo para elevar el grado de su cultura y de las condiciones económicas de su vida.[47]

La presencia —según el gobernador— de pistoleros mercenarios se refiere, a tenor de las crónicas, a la llegada de compañeros cenetistas catalanes. En un sentido estricto, pues, no fueron elementos mercedarios los que llegaron a la ciudad, sino militantes sindicalistas que actuaban por espíritu de solidaridad. Sin embargo, la participación activa en muchos disturbios de grupos de desarraigados sociales, sin vínculos afectivos con el lugar ni con las víctimas de actos violentos, se convertirá en el futuro en un hecho tan habitual —sobre todo en el período revolucionario de 1936— que puede ser perfectamente interpretado más como el resultado de una táctica de combate que como una demostración de fraternidad.

Al cabo de un mes, las agitaciones se reprodujeron en Zaragoza. En este caso, los cenetistas consiguieron la complicidad de los socialistas. Los disturbios duraron un solo día y el número de víctimas se redujo a una. Lo sorprendente de este episodio es que militantes de la UGT aceptasen participar, codo con codo, con los cenetistas, aun a sabiendas de que Solidaridad Obrera —el órgano confederal—, en la edición correspondiente al 1 de agosto, los había acusado de cobardes por haber decidido participar activamente en la redacción de la nueva constitución que ellos, sin lectura previa de ningún borrador, ya calificaban de contrarrevolucionaria:

Los republicanos y socialistas —decía la revista— fueron cobardes ante la revolución. Y los cobardes de ayer se sienten aparadores de las monstruosas crueldades ajenas. ¡Nada hay más cruel que los cobardes! Desde ahora sabemos que las Cortes constituyentes están contra el pueblo. Desde ahora no puede haber paz ni un minuto de tregua entre las Cortes constituyentes y la CNT.

El final de la huelga de Zaragoza coincidió con un motín en la cárcel Modelo de Barcelona. Los rumores de que habían muerto muchos presos a causa de la actuación policial provocó una rápida reacción solidaria que desembocó en enfrentamientos armados en la zona de las Ramblas y del Arco de Triunfo barceloneses. Los disturbios empeoraron con la decisión de clausurar el Sindicato de la Construcción de la CNT. El resultado final fue de seis anarquistas muertos, seis guardias civiles heridos y más de cuarenta obreros detenidos.

Todos estos conatos de violencia aceleraron el proceso de debate y de enfrentamiento interno dentro de la CNT. Estas circunstancias son las que decidieron a un grupo de treinta sindicalistas catalanes, encabezados por Ángel Pestaña y Joan Peiró, a publicar el ya citado Manifiesto de los Treinta que condena los métodos insurreccionales por considerarlos inviables sin un largo período de sensibilización y de fortalecimiento de la organización sindical.

Para valorar la importancia de este documento creo prudente reproducir otros dos fragmentos. El primero para ponderar la lucidez analítica que lo inspiró:

[…] Frente a ese concepto simplista, clásico y como de película, de la revolución, que actualmente nos conduciría a un fascismo republicano […] se levanta otro, el auténtico, […] el que nos conducirá a conseguir nuestro objetivo final.

El segundo para observar el valor que en el texto se concede a las convicciones morales de los obreros, calificándolos del mejor activo revolucionario:

El objetivo exige que la preparación no sea sólo de elementos agresivos, de combate, sino que además de éstos hay que tener elementos morales, que actualmente son los más fuertes, los más destructores, los más difíciles de vencer.[48]

Nunca podremos saber si el triunfo del trentismo hubiera dado suficiente oxígeno a la Segunda República o si, cuando menos, hubiera facilitado la victoria republicana en la guerra que siguió a la sublevación militar del 18 de julio de 1936.

La Voz de Madrid, que se había hecho eco de los debates internos habidos en el sindicato, sentenciaba:

Será inútil cuanto se haga para que la Confederación Nacional del Trabajo renuncie a sus sueños de destrucción y de exterminio y se acomode a las legalidades sociales. Quiere ir a la utopía roja de la acracia por los medios de la huelga a ultranza, del motín, del sabotaje, del atentado, del empleo metódico de la pistola y de la bomba.

Los primeros meses de 1932 serán testimonio de esta voluntad de imponer la idea de la revolución libertaria.

Ahora debemos volver la mirada al proceso constituyente. Las elecciones, a las que se presentaron 1.134 candidatos para ocupar 470 escaños disponibles, se habían desarrollado con normalidad. Hubo una participación del 70% del censo electoral que, sin el sufragio de las mujeres —podían ser elegidas pero no fueron electoras—, se limitaba a los varones mayores de veintitrés años. Si a este porcentaje, ya de por sí elevado, le sumamos la abstención preconizada por la CNT y los no votantes accidentales, todo parece indicar que la opción más derechista que rehusaba participar en ellas obtuvo una escasa participación.

El Gobierno favoreció la formación de candidaturas de conjunción republicano-socialista, cosa que consiguió en 38 de las 63 circunscripciones. A pesar de ello, las candidaturas ofrecían un abanico bastante alejado de la bipolarización, puesto que un 10% de ellas procedía de la derecha no representada en el Gobierno provisional, un tercio correspondía a partidos republicanos no alineados con los socialistas, otro tercio a los partidos republicanos de izquierdas y un tercio final a partidos proletarios.

El escrutinio fue muy desfavorable a las posiciones conservadoras o moderadas puesto que no sobrepasaron la cifra de 80 diputados, contando entre ellos a los nacionalistas vascos, a la Lliga catalana y los 22 escaños de la Derecha Liberal Republicana. Cabe mencionar que obtuvieron acta de diputado ocho eclesiásticos, cuatro de ellos por el Partido Agrario. Los grandes triunfadores fueron el PSOE, con 120 diputados, el Partido Republicano Radical de Lerroux, con 92 diputados y el Partido Republicano Radical Socialista de Marcelino Domingo, con 54. También fueron destacables los resultados de Acción Republicana de Manuel Azaña, con 26 escaños y la formación de Esquerra Republicana de Catalunya, con 28. Otro aspecto importante que debe tenerse en consideración es la gran cantidad de candidatos pertenecientes a logias masónicas que consiguieron escaño. Datos fiables la cifran en 151 diputados, es decir, un tercio de la Cámara.

La comisión asesora encargada de redactar el anteproyecto de Constitución entregó su informe el 6 de julio. Los artículos dedicados a la cuestión religiosa se limitaban a garantizar la independencia de las instituciones del Estado en relación con la Iglesia a la cual otorgaba —igual que al resto de credos— el estatus de corporación de derecho público, propugnaba la libertad de conciencia y de creencia de todos los ciudadanos, y se asegura el libre desarrollo de las actividades religiosas privadas y públicas. Según opinión del jesuita e historiador Miguel Batllori, la propuesta de esta comisión, examinada hoy a la luz de las conclusiones del Concilio Vaticano II, sería perfectamente aceptable por la totalidad de los católicos.[49] Esta rigurosa valoración no significa que el texto no representara una ruptura evidente con el Concordato vigente, el de 1851, el cual, por ejemplo, en su artículo 11, afirmaba categóricamente:

La religión católica, apostólica, romana es la del Estado.

Nadie será molestado en el territorio español por sus opiniones religiosas ni por el ejercicio de su respectivo culto, salvo el respeto debido a la moral cristiana.

No se permitirán, sin embargo, otras ceremonias ni manifestaciones públicas que las de la religión del Estado.

El redactado de este anteproyecto generó dos reacciones diferentes en el seno del episcopado español. De una parte, el cardenal Segura, con la aprobación de la Santa Sede, redactó una nueva pastoral de carácter colectivo que apareció con la firma de todos los obispos a mediados de agosto, a pesar de que estaba fechada el 25 de julio, festividad de Santiago. El tono crítico y derrotista de la pastoral y la circunstancia de que no hubiera podido darse a leer a todos los prelados antes de su difusión provocó cierto desasosiego en algunas diócesis. Pero lo más grave fue que el texto del cardenal Segura neutralizó los efectos de otra iniciativa, en este caso promovida por el cardenal Vidal i Barraquer.

El arzobispo de Tarragona había estado en Roma durante la semana del 15 al 21 de julio y había obtenido, también, la aprobación pontificia para recomendar a cada uno de los obispos españoles que transmitieran al Gobierno español una queja respetuosa sobre todos los contenciosos que la Iglesia tenía con el Estado. Lamentablemente, la mayoría de obispos, después de la publicación de la pastoral de Segura, creyeron innecesario cumplimentar esta directriz. Sólo el cardenal de Sevilla, acompañado de los obispos de la Baja Andalucía y Canarias, y de los catalanes, apoyó la iniciativa de Vidal i Barraquer.

Coincidiendo con la publicación de estos documentos, un nuevo y grave incidente enturbió aún más las relaciones entre la Iglesia y el gobierno de la República. Desde hacía un tiempo prudencial, el ministro de Gobernación había ordenado que la policía vigilara a Justo de Echeguren, vicario general de Vitoria, con motivo de la frecuencia de los viajes que realizaba a Francia para entrevistarse con el obispo Múgica, su prelado, expulsado desde mayo por el Gobierno.

El 14 de agosto, al pasar el registro de la frontera, se le encontraron documentos considerados contrarios a los intereses de la República, por lo cual fue detenido. Entre ellos destaca un informe, firmado por el abogado Rafael Martín Lázaro, donde se detallaban diferentes argucias para enajenar bienes eclesiásticos o para evadir capitales. A la gravedad intrínseca del documento debe añadírsele que estaba fechado en 8 de mayo, es decir, con anterioridad a los primeros incidentes anticlericales y que, por tanto, tuvo que haber sido solicitado inmediatamente después de proclamada la República.

Al conocerse la noticia, las reacciones no se hicieron esperar. Las protestas del sector más integrista fueron muy duras, puesto que consideraban que se había atentado contra la libertad personal del vicario general. El cardenal Vidal, en cambio, a pesar de que compartía la opinión de que no se había respetado la dignidad del cargo, escribió una carta de disculpa al presidente del Gobierno, implorándole su intercesión. Es posible que esta gestión surtiera efecto, puesto que Justo de Echeguren sólo estuvo detenido un par de días.

Sin embargo, este suceso, sumado a los anteriores y al ambiente de tensión social que se vivía, justifica sobradamente que Alcalá Zamora respondiera alarmado a la carta de Vidal llegando a mencionar el peligro de un enfrentamiento civil:

En cuanto al fondo de los problemas, paréceme desatentada la conducta de los que juegan a la cuarta guerra civil. No sé desde qué punto de vista es más condenable tal imprudencia, si desde el nacional o desde el religioso.[50]

El 18 de agosto el Consejo de Ministros trató el asunto. Como resultado de las deliberaciones, por una parte se instruyó al ministro de Justicia para que decretara la prohibición a la Iglesia española de vender, enajenar o gravar bienes muebles e inmuebles, y, por otra, se estimó que debería formalizarse la censura al cardenal Pedro Segura, de quien se opinaba que era el principal incitador a la hostilidad de la Iglesia con el Gobierno.

Dado que se consideraba imprudente presentar una demanda judicial contra él, puesto que le hubiera permitido volver a España, se acordó exigir su dimisión al Vaticano como condición indispensable a cualquier negociación.

El ultimátum del Gobierno coincidió con la publicación en el Boletín de las Cortes del proyecto de Constitución. En este caso, no se trataba de un informe externo, sino de un escrito articulado, resultante del trabajo de una comisión de 21 diputados —votados tres semanas antes por el pleno de la Cámara— presidida por el profesor Jiménez de Asúa, diputado socialista.

Los principios jurídicos y los criterios políticos que habían servido de guía a la comisión para cumplimentar el encargo del pleno de la Cámara fueron expuestos por el citado profesor en un discurso de presentación ante las Cortes. El tono con que, ante todo, quiso agradecer a la Comisión Jurídica Asesora la labor previa del anteproyecto, ya daba a entender que el proyecto oficial distaría mucho de él:

En primer término, ha de ir en vanguardia nuestro más rendido homenaje […]. No ha sido la opinión pública justa con la obra que fue escrita y redactada […] pero nosotros tenemos el leal deber de afirmar que, tanto la ponencia como los votos particulares, no sólo nos han servido de guía indispensable, sino que nos han ahorrado mucho tiempo en esta faena apresurada […]. Cualquiera que compare el anteproyecto […] y el que trae en su dictamen esta Comisión, verá que se han respetado en mucho esos principios técnicos, pero que también se han llenado con la sangre viva política que ha sido transfundida de las venas democráticas.

Al preámbulo le siguió una clara definición del dictamen entregado:

Es una Constitución avanzada; deliberadamente lo ha decidido así la mayoría de los Comisionados. Una Constitución avanzada, no socialista (el reconocimiento de la propiedad privada le hurta ese carácter), pero es una Constitución de izquierda. Esta Constitución quiere ser así para que no nos digan que hemos defraudado las ansias del pueblo […].

La transfusión de sangre política había convertido deliberadamente un informe de consenso en un proyecto que, adjetivado como iba, impediría que el conjunto de la sociedad se identificara con la Constitución que anunciaba.

En este sentido, el redactado de la comisión había sufrido una importante radicalización en lo referente a la cuestión religiosa. Era obvio que el artículo 24 —que después resultaría desplazado al 26—, donde se concentraba buena parte de las disposiciones que afectaban a la Iglesia, crearía graves enfrentamientos de carácter dialéctico y supondría el peligro, intuido por Alcalá Zamora, de una fractura social.

En la nueva versión, además de la no confesionalidad del Estado, declarada en un artículo inicial, la Iglesia dejaba de ser considerada una corporación de derecho público para convertirse en una asociación ordinaria sometida a las leyes del Estado. Los cementerios pasaban a la jurisdicción civil. Se instauraba la exigencia de permisos específicos para convocar manifestaciones públicas de culto. Se impedía que el Estado ofreciera ningún tipo de ayuda económica a la Iglesia. Decretaba la disolución de las órdenes religiosas y nacionalizaba sus bienes. La actividad docente de la Iglesia se limitaba a la enseñanza de la religión en centros propios. En resumen, se trataba de un proyecto totalmente inadmisible por la Iglesia y de carácter vejatorio para ella.

La alarma causada por el texto y la decisión del Consejo de Ministros de exigir la dimisión del cardenal Segura obligaron al nuncio Tedeschini y al cardenal Vidal i Barraquer a multiplicar sus esfuerzos y gestiones ante la Secretaría de Estado y el papa Pío XI, así como con el gobierno de la República.

En la labor negociadora también participaron otros eclesiásticos entre los cuales destacan Lluís Carreras y Antoni Vilaplana, que se trasladaron a Madrid a mediados de agosto. El primero redactó un informe, fechado en Madrid el 22 de agosto de 1931 y dirigido al cardenal Vidal i Barraquer, en que concluía que debía ejercerse una presión determinante ante el Vaticano para que procediera a la revocación del cardenal Segura de la sede episcopal toledana:

El equívoco no puede continuar: o bien el Papa está de verdad solidarizado con la actitud del Cardenal y entonces toda conciliación háceseme imposible, o el Cardenal es él solo responsable, y entonces la desautorización ha de ser precisa y visible, a fin de que desaparezca todo obstáculo a las buenas relaciones entre Roma y la República.[51]

En consonancia con este informe, el 14 de septiembre el cardenal Vidal dirigió una carta al secretario de Estado del Vaticano, monseñor Pacelli, exponiéndole que la decisión del Gobierno en este asunto era irrevocable:

El gobierno no admite otro planteamiento de negociación que no sea el cese puro y simple del cardenal de Toledo, y que no ejerza ningún cargo desde donde pueda influir en las cosas de España […]. El gobierno estima que si no se procede previamente a su remoción como prueba evidente de que la Santa Sede no se solidariza con la actitud del Cardenal, automáticamente se produciría en el Parlamento unanimidad contraria a toda concordia.[52]

Esta carta está fechada el mismo día en que el presidente Alcalá Zamora, acompañado del ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, había convocado al nuncio Tedeschini y al cardenal Vidal a su domicilio particular para intentar pactar una fórmula de conciliación que permitiera resolver los problemas derivados del nuevo redactado de proyecto constitucional.

El día 20 el presidente Alcalá Zamora presentó la cuestión al Consejo de Ministros, el cual, por once votos a favor y sólo uno en contra, ratificó la voluntad de encontrar un acuerdo satisfactorio y autorizó al presidente y al ministro de Justicia para llevar a cabo la negociación.

Las posibilidades de prosperar en este cometido se basaban más en la ascendencia que pudieran tener los ministros ante los partidos respectivos que en el engranaje parlamentario, que vivía el debate constitucional sometido a una muy alta presión.

Es sorprendente que el voto contrario a negociar con la Iglesia proviniera de Indalecio Prieto, titular socialista de la cartera de Trabajo. En sus memorias, publicadas en México en 1967, explica que

Mi parecer personal, expuesto en Consejo de Ministros, sobre el delicadísimo problema religioso lo traduje a otro refrán: o herrar o quitar el banco. Es decir, o abordar el problema a fondo o dejarlo tal como estaba jurídicamente, parapetándonos en el Concordato, incumplido por parte de la Iglesia, para reducir el número de órdenes monásticas. Lejos de proceder así, nos dedicamos a arañar y los arañazos, siempre superficiales, suelen irritar mucho más que las puñaladas.[53]

En el archivo Vidal i Barraquer se conserva una copia del documento que resume los acuerdos de conciliación que se habían consensuado. Está estructurado en cinco puntos y uno adicional. El primero reconoce la personalidad jurídica de la Iglesia y ofrece garantías para el libre ejercicio del culto y para la propiedad y uso de sus bienes. El segundo plantea la conveniencia de redactar un nuevo Concordato o, en su defecto, un convenio que garantice el modus vivendi de la Iglesia. El tercer punto asegura el respeto a les congregaciones religiosas, a pesar de que no considera posible evitar una nueva expulsión de la Compañía de Jesús. El cuarto punto reconoce la plena libertad de enseñanza. En el quinto, dedicado al presupuesto del culto y del clero, se reconocen los derechos adquiridos por los clérigos en activo, excluye las subvenciones al culto y consigna un presupuesto global para la conservación de inmuebles. La nota adicional hace referencia al divorcio, dando por supuesto la imposibilidad de impedir que el Congreso lo legalice.

De igual modo que el presidente del Gobierno había puesto la cuestión a consideración de los ministros, el cardenal Vidal también informó a los obispos metropolitanos de los puntos de acuerdo y obtuvo su aprobación.

En este contexto, cuando las esperanzas de llegar a un acuerdo eran muy elevadas, el Vaticano creyó oportuno, después de recibir innumerables presiones estatales e internacionales, pedir al cardenal Segura que presentara la dimisión voluntaria de su condición de arzobispo de la sede primada. El cardenal opuso una tenaz resistencia y sólo claudicó por obediencia a la autoridad del pontífice. Conseguida la renuncia, el 30 de septiembre el nuncio Tedeschini la anunció oficialmente.

Todo parecía augurar una solución de compromiso, un ralliement —según un galicismo de uso en la época— que recordaba la fórmula de coexistencia pacífica implantada en Francia.

Mientras tanto, el debate constitucional había empezado en el Congreso el 27 de agosto. Los artículos dedicados a la cuestión religiosa ya se habían pospuesto a fin de dar tiempo al Gobierno para negociar con la Iglesia. Finalmente, las discusiones sobre los puntos 3 y 26, que eran los específicamente dedicados a la libertad de conciencia y a las relaciones con la Iglesia, empezaron el 8 de septiembre.

El ambiente en que el Congreso inició el debate no era el más idóneo para llegar a un acuerdo de compromiso. De una parte, los resultados de las elecciones, ya citados en páginas anteriores, sólo garantizaban el voto favorable de 97 diputados. Todos los demás, pertenecientes a partidos republicanos de izquierda o de la izquierda marxista, eran contrarios a una solución moderada de lo que se conocía como «el problema religioso». Cabe citar los nombres de Lluís Nicolau d’Olwer, Manuel Carrasco i Formiguera y Amadeu Hurtado, quienes, pese a estar encuadrados en el grupo parlamentario de la minoría catalana, dominada por ERC, hicieron importantes aportaciones favorables a las directrices moderadas del Gobierno.

A pesar de que entre los ministros que habían aprobado el documento de mínimos estaban los líderes de la mayoría de las formaciones políticas representadas en el Congreso, no se preveía que les fuera fácil imponer un criterio conciliador, puesto que la fórmula era diametralmente opuesta a la doctrina anticlerical que siempre habían defendido, tanto de manera individual como desde el partido. Era impensable que los diputados accedieran, por disciplina de partido, a perder la oportunidad histórica que tenían en las manos de someter a la Iglesia, dado que era una cuestión destacable de los principios y programas de la mayoría de los partidos y que formaba parte del imaginario colectivo de las izquierdas. Por otra parte, de los tres ministros socialistas —grupo mayoritario en el Congreso— sólo Fernando de los Ríos era partidario de transigir. Indalecio Prieto, secundado por Largo Caballero, se mostraba contrario a ello.

Durante el período de debate, también las logias masónicas multiplicaron su actividad propagandística recordando a través de comunicados a la prensa y de cartas personales tanto la conveniencia de conseguir una legislación completamente laicista —que sería, según ellos, condición de progreso— como la obligación y responsabilidad asumida por los masones de aplicar en sus puestos de responsabilidad los principios defendidos por los talleres a que pertenecían. Sirve de ejemplo, para ilustrar esta cuestión, que el 20 de julio, en vigilias de iniciar el debate constitucional, todos los ministros recibieron copia de los acuerdos de la asamblea que la Gran Logia de Madrid había celebrado entre los días 23 y 25 de mayo. Otro factor de influencia en la Cámara fue que el debate público sobre la cuestión religiosa se hubiera polarizado en la figura del cardenal Pedro Segura. En la guerra de acusaciones y desagravios, las voces del nuncio Tedeschini y del cardenal Vidal i Barraquer habían quedado neutralizadas, y la opinión que los diputados tenían de la posición oficial del Vaticano también se había deformado de tal manera que no supieron valorar adecuadamente la virtud de la prudencia política practicada por la Santa Sede, que incluía la decisión oficial de someterse al nuevo régimen político con la única condición de encontrar una garantía de modus vivendi digna.

El debate periodístico de alta intensidad que desencadenó el «problema religioso», con descalificaciones y ataques entre partidarios y detractores de radicalizar las leyes que tenían que regular el estatuto jurídico y la actividad de la Iglesia católica en España, también influyó en el ambiente previo al debate constitucional. La prensa satírica se ensañaba en la cuestión. Sirva de ejemplo la portada del día 3 de octubre de La Traca, una revista valenciana anticlerical que editaba 500.000 ejemplares por número en el año 1931. En ella, se veía como la República, representada por una mujer coronada con el gorro frigio, tiraba a un obispo por la ventana de su casa diciéndole: «Ya nos hemos separado, ¡no vuelvas jamás!».

El ambiente social creado por la suma de todos estos factores también se convirtió en un foco de presión para los diputados que tenían que emitir un voto favorable o contrario a las tesis pactadas. Para ilustrar el ambiente que se vivía en la calle basta leer el contenido de las hojas volantes que en aquellos días repartían por Madrid las Juventudes Socialistas. El texto, aunque no representaba la posición oficial del PSOE, demuestra, una vez más, la demagogia con que se actuaba en esta cuestión:

Si las Cortes Constituyentes no expulsan a las órdenes religiosas, la República burguesa no habrá valido ni para eso y habrá fracasado por completo.

Mientras haya Dios, habrá sacerdotes. Trabajadores: Arrancad de vuestra conciencia la idea de Dios para extirpar el clericalismo.

Compañeros: La idolatría es el mayor de los crímenes. Hace que las imágenes tengan joyas valiosas, como las cortesanas, mientras los trabajadores se mueren de hambre. ¡Alerta con los diputados impunistas, que son cómplices de este crimen![54]

La casuística parlamentaria tampoco ayudó a un buen inicio del debate. En el fragor de las discusiones del articulado general, las filas republicanas y socialistas, por respeto a las negociaciones extraparlamentarias en curso, ya se habían visto obligadas a desestimar una propuesta de carácter anticlerical que, el 29 de septiembre, de forma provocativa, habían presentado siete diputados encabezados por Eduardo Barriobero del Partido Federal y Ramon Franco de Esquerra Republicana. La iniciativa sometida a votación decía que los religiosos que hubieran profesado el voto de obediencia al Papa —conocido por «el cuarto voto»— perdieran por ello la nacionalidad española. Era una cuestión sensible que afectaba exclusivamente a los jesuitas. Votar en contra de una medida antijesuítica, diana preferida de cualquier anticlerical, predispuso de forma negativa a posteriores transacciones parlamentarias.

En los días previos al debate sobre la cuestión religiosa, el pleno de la Cámara trató del voto femenino. A pesar de que el sufragio universal formaba parte del ideario de la mayoría de los partidos representados en el Congreso, la conveniencia o no de que el derecho femenino al voto constara de forma explícita en la Constitución provocó un enfrentamiento político importante e inesperadamente complicado que, tal como consta en el Diario de Sesiones,[55] protagonizaron dos diputadas. Victoria Kent, de las listas socialistas, frente a lo manifestado por el PSOE, se declaró contraria a reconocerlo:

Creo que no es el momento de otorgar el voto a la mujer española […] yo necesitaría ver, para variar de criterio, a las madres en la calle pidiendo escuelas para sus hijos; yo necesitaría haber visto en las calles a las madres prohibiendo que sus hijos fueran a Marruecos; yo necesitaría ver a las mujeres españolas unidas todas pidiendo lo que es indispensable para la salud y la cultura de sus hijos. […] Si las mujeres españolas fueran todas obreras, si las mujeres españolas hubieran atravesado un período universitario y estuvieran liberadas en su conciencia, yo me levantaría hoy frente a toda la Cámara para pedir el voto femenino […]. Pero hoy, Sres. Diputados, es peligroso conceder el voto a la mujer.

En réplica a tales argumentaciones, Clara Campoamor, del Partido Radical, en contra también de la opinión oficial de su grupo, se declaró a favor del sufragio femenino.

¿Cómo puede decirse que la mujer no ha luchado y que necesita una época, largos años de República, para demostrar su capacidad? ¿Por qué el hombre, al advenimiento de la República, ha de tener sus derechos y ha de ponerse un lazareto a los de la mujer?

Con deliberación, aunque paradójicamente, todas las intervenciones posteriores deslizaron los argumentos favorables y contrarios al voto femenino hacia la cuestión religiosa. Cabe destacar dos de ellas. Andrés Ovejero, del PSOE, a pesar de anunciar que votaría a favor, quiso explicar que él hubiera preferido que, después de haber podido ser candidatas pero no electoras, hubiera un período transitorio en que sólo pudieran votar «las mujeres que hayan emancipado su conciencia del confesionario, que es el enemigo del espíritu democrático». Así, por tanto, su voto favorable lo emitía consciente de que su partido perdería votos porque la mujer, «durante algún tiempo», seguiría «rindiendo pleitesía al pertinaz enemigo de la democracia y del progreso en España», en clara alusión a la Iglesia.

La intervención de Roberto Castrovido, de Acción Republicana, no vino a desmentir los juicios de valor expresados desde las filas socialistas, sino a proponer que se concediera el voto a la mujer por razones tácticas.

Porque, ¿cómo la queremos compenetrar con la República si de nuestra República la separamos? ¿Cómo queremos compenetrada con la República y sacarla de la Iglesia, si nos metemos y encerramos en un círculo vicioso […]? La mujer —se dice— no puede tener voto hasta que deje de confesar, hasta que deje de tener por director espiritual a un cura o a un fraile. Y la mujer no saldrá nunca de la Iglesia mientras no le concedamos el voto.

A pesar de la pasión que despertó el tema y de los votos particulares que provocó, el artículo que garantizaba el voto femenino y, al mismo tiempo, rebajaba la edad de los votantes a los veintiún años, quedó aprobado.

Sin embargo, antes y después de la votación hubo dos intervenciones que, para entender el proceso histórico que hizo posible la persecución religiosa y, en general, la represión en la retaguardia de 1936, deben ser destacadas.

De una parte, la de Ángel Galarza, de la minoría radical socialista, que se declaró convencido de que «tiene que llegar un momento y una época en que no haya posibilidad de que el derecho al voto lo tenga nadie más que una clase, la clase trabajadora, intelectual o manual, y que el parásito, hombre o mujer, […] no pueda tener voto». Para ilustrar su opinión puso como ejemplo a la nobleza: « ¿Qué derecho tiene la rancia nobleza española, que está viviendo del trabajo de los demás y de la renta, a intervenir en nuestra legislación y en nuestra organización? Demasiado hacemos si la dejamos vivir. No tengo más que decir». Estas palabras amenazadoras, que arrancaron aplausos en la Cámara, demuestran el grado de irritación existente pero cobran, además, una gravedad extrema en boca de Ángel Galarza por reunir en su persona, precisamente desde la «quema de los conventos», el cargo de director general de Seguridad del ministerio de Gobernación.

Ya realizada la votación, exigió ser escuchado Manuel Carrasco i Formiguera, de Acció Catalana. Entre rumores de desaprobación, tuvo la valentía de hacer una intervención crítica:

Estaba diciendo que soy católico, pero que conozco la Historia y sé que muchas veces con el título de la religión se ha sido intolerante y se ha perseguido indebidamente a los que no eran católicos; pero ahora, ¿queréis volver la oración por pasiva y queréis que los católicos no tengamos derecho a la vida? Aquí se ha dicho, ofendiendo nuestros sentimientos católicos, que se daría el voto a la mujer cuando se emancipase del confesionario; y yo digo que, en el buen terreno de la democracia y de la libertad, tenemos derecho al voto todos los que somos republicanos […] aunque después no nos avergoncemos […] de arrodillamos ante un confesionario, si esto responde a una convicción sincera que, por serlo, debe ser de todos respetada.

Una de las últimas intervenciones fue a cargo del diputado radical socialista Álvarez Buylla. Sus palabras, vaticinaron, desgraciadamente, la tragedia:

Yo he votado que no [explicó], porque creía que dar el voto a la mujeres era dar un arma en contra de la República […]. Claro está que al perder esta votación se ha inferido […] una puñalada trapera a la República. Ahora bien, contra esa puñalada trapera, nosotros tenemos un remedio: el peligro del voto de las mujeres está en los confesionarios y en la Iglesia; arrojando a las órdenes religiosas, hemos salvado el peligro de la votación de hoy. Y vosotras habréis de tener en cuenta que con la votación de hoy habéis puesto el fuego en la mecha.

Con todos estos precedentes, el 8 de octubre se inició el debate sobre la redacción del artículo que, acerca de la cuestión religiosa, había estado formulado en el proyecto de Constitución. El ministro de Justicia, Fernando de los Ríos, fue el encargado de presentar el debate. Minutos antes de su parlamento el presidente del Gobierno le hizo llegar una carta del cardenal Vidal i Barraquer, en la cual, alarmado por lo sucedido en los días anteriores, apelaba a laborar para el buen fin de los compromisos acordados entre Gobierno e Iglesia. Ya no se trataba de conseguir gestos de buena voluntad sino de permitir la victoria de enmiendas importantes al ¡Purificadnos con la persecución, pero el triunfo es nuestro! texto con el fin de acomodarlo a dichos acuerdos.