LA SEMANA TRÁGICA DE 1909

A principios del verano de 1909, la hostilidad de las cabilas de Marruecos contra las tropas españolas establecidas en Melilla y en el Rif había aumentado de tal forma que el Gobierno conservador de Antonio Maura, después de la gran derrota del Barranco del Lobo donde, en menos de quince días habían muerto más de doscientos soldados, decidió movilizar unidades de reservistas, en concreto procedentes de Cataluña. La decisión afectaba directamente a las clases pobres, puesto que las familias más aposentadas podían pagar la exclusión de sus hijos de las quintas. Esta injusticia, sumada al hecho de que entre los llamados a filas, tratándose de reservistas de 1902, había numerosos casados e incluso padres de familia, dio motivo más que suficiente para recrudecer la campaña antimilitarista que mantenía buena parte de la prensa desde el inicio de las hostilidades. Muchas voces alertaban que la intervención del ejército era sólo una mala solución a la ineptitud de la compañía explotadora de las minas para mantener buenas relaciones con el sultán. En Barcelona la campaña de la prensa izquierdista era aún más virulenta, puesto que los principales accionistas de la empresa minera eran el marqués de Comillas y el conde de Güell.

En este contexto, con el recuerdo de los muertos y los heridos de la guerra de Cuba vivo aún, el malestar en Barcelona rebozaba todos los límites. El ambiente predisponía a muchas personas a corear por las calles, de forma espontánea, la consigna «A baix la guerra!». La prensa no cesaba de publicar artículos que denunciaban la injusticia de los hechos. Mantenían este clima periódicos de signo diverso tales como El Progreso, El Diluvio, La Tribuna, Tierra y Libertad, El Poble Català… «Antes la revolución que la guerra», se podía leer en El Progreso del día 20 de julio. «La guerra de Marruecos la pagará el pueblo yendo a la revolución», publicaba La Tribuna al día siguiente. En los medios obreristas corrió la voz de convocar una huelga general. La protesta tenía que ser pacífica. Así lo preconizaba El Poble Català en la edición del día 22:

Toma cuerpo el rumor de que el proletariado catalán y el español se preparan para empezar su acción violenta contra la guerra. ¿Será una protesta callejera, violenta y vocinglera? ¡Oh, no! La fuerza, entre los obreros, no reside en el griterío agresivo, sino en la resistencia. En vez de levantar los brazos al aire, los proletarios los cruzan. […] Y contra eso, contra esa actitud, ¿qué poder, qué voluntad puede triunfar?[10]

El tono pacifista, ingenuo dadas las circunstancias, de la nota del periódico, quedó absolutamente refutado por los hechos.

A pesar de que la huelga para toda España, que contaba con el apoyo del Partido Socialista, se había previsto para el lunes, día 2 de agosto, la negativa de los tranviarios de Barcelona a secundarla provocó que durante la tarde del lunes anterior, 26 de julio de 1909, se produjeran enfrentamientos por las calles de Barcelona. En pocas horas, los disturbios tomaron el perfil de un movimiento revolucionario que superó la capacidad de dirección del comité de huelga formado por el socialista Antoni Fabra i Ribas, el anarquista José Rodríguez Romero y el sindicalista Miguel Villalobos. «No explotó como una bomba —escribió Ossorio y Gallardo, gobernador de Barcelona—, sino que se corrió como una traca.».[11]

Aquel mismo día, por la noche, el comité, con la intención de canalizar los sucesos, decidió intercambiar opiniones con los partidos republicanos. Al mismo tiempo, las autoridades militares optaron, precipitadamente, por declarar el estado de guerra. La decisión fue recibida como una afrenta, una provocación que, acto seguido, desencadenó una semana de graves disturbios.

Debe tenerse en cuenta, antes de continuar con la narración de los hechos, que en las últimas elecciones generales de marzo de 1909 habían ganado los republicanos radicales y anticatalanistas de Alejandro Lerroux, con la consiguiente pérdida de influencia y la ruptura de Solidaritat Catalana, movimiento de amplio espectro político fundado en 1906 como protesta a la promulgación de la ley de Jurisdicciones que establecía la competencia de los tribunales militares en delitos y ofensas contra el ejército y los símbolos españoles. Durante los tres últimos años Solidaritat Catalana, que había reunido en su seno a todos los partidos políticos catalanes, incluidos los carlistas y los republicanos de Nicolás Salmerón, se había erigido en defensor de las ideas autonomistas y de progreso. Contaba con el apoyo de un abanico social interclasista que —con excepción de la opción absentista de los anarquistas— sólo había sufrido la hostilidad de los lerrouxistas, quienes habían promovido campañas anticatalanistas muy agresivas.

La demagogia de Alejandro Lerroux, un periodista llegado a Barcelona en los primeros años del siglo —se dice que pagado por el ministerio de Gobernación para neutralizar el movimiento catalanista—, había conseguido consolidar en pocos años un partido político, el Republicano Radical, capaz de enfrentarse con el catalanismo organizado y de dividir al republicanismo. Su gran arma era la oratoria, una oratoria que incitaba a los obreros a organizarse para destruir la sociedad establecida. Los ataques se dirigían principalmente contra la burguesía y la Iglesia. Su furor destructivo penetró con ímpetu entre los sectores obreros desencantados de los fracasos de las huelgas anarquistas y alejados socialmente de los círculos comprometidos con la regeneración de la cultura catalana. Los inmigrantes, que ya por aquel entonces constituían en Barcelona un porcentaje elevado de la población obrera, especialmente la menos cualificada,[12] se decantaron mayoritariamente a favor de sus postulados.

Para ilustrar estas afirmaciones, basta leer un fragmento del artículo «Jóvenes bárbaros», escrito por Lerroux en agosto de 1906 y publicado en La Rebeldía:

[…] Jóvenes bárbaros de hoy, entrad a saco en la civilización decadente y miserable de este país sin ventura, destruid sus templos, acabad con sus dioses, alzad el velo de las novicias y elevadlas a la categoría de madres para virilizar la especie, penetrad en los registros de la propiedad y haced hogueras con sus papeles para que el fuego purifique la infame organización social, entrad en los hogares humildes y levantad legiones de proletarios, para que el mundo tiemble ante sus jueces despiertos.

[…] Seguid, seguid…, no os detengáis ni ante los sepulcros ni ante los altares. No hay nada sagrado en la tierra, más que la tierra y vosotros que la fecundaréis con vuestra ciencia, con vuestro trabajo, con vuestros amores.

[…] A toda esa obra gigante se opone la tradición, la rutina, los derechos creados, los intereses conservadores, el caciquismo, el clericalismo, la mano muerta, el centralismo y la estúpida contextura de partidos y programas [elaborados] por cerebros vaciados en los troqueles que fabricaran el dogma religioso y el despotismo político.

Muchachos, haced saltar todo eso como podáis; como en Francia, como en Rusia. Cread ambiente de abnegación. Difundid el contagio del heroísmo. Luchad, matad, morid…

Y si los que vengan detrás no organizan una sociedad más justa y unos poderes más honrados, la culpa no será suya sino vuestra.

Vuestra, porque a la hora de hacer habréis sido cobardes o piadosos.

El carácter violento y de incitación a la destrucción de la proclama se ve acentuado por unos valores subyacentes que conviene destacar. El escrito, como puede comprobarse, apela a la virilidad, enaltece la condición de bárbaro, asocia el heroísmo con la violencia y descalifica el sentimiento de la piedad humana. Persigue inocular una aberración del sentimiento de superhombre en los sectores más castigados de la clase obrera. La asunción, aunque sólo fuera parcial, de estos principios por parte de los seguidores de Lerroux, los convertía, como resulta evidente, en un potencial temible, especialmente para la Iglesia, a la cual ataca no sólo por los bienes que posee o por el poder que ostenta o del que participa, sino por la capacidad doctrinal de sus postulados, que considera enajenantes.

Sin embargo, volviendo a los sucesos de la Semana Trágica, cabe destacar que en aquellos días Alejandro Lerroux no se encontraba en Barcelona. Es difícil saber si esta circunstancia actuó a favor o en contra de los acontecimientos. En cualquier caso, los dirigentes radicales fueron probablemente incapaces, pese a sus deseos, de capitalizar la irritación popular a favor de su causa.

El carácter insurreccional de la protesta tomó cuerpo la misma noche del lunes 26 de julio con un tiroteo en la zona fabril del Poble Nou. Los enfrentamientos continuaron de madrugada. Durante aquel episodio se incendió el Patronato Obrero de San José, regentado por los hermanos maristas, y fue asesinado su director, el hermano Lycarion. A la llegada de las fuerzas del ejército, la gente reaccionó con aplausos, en un claro intento de confraternización y de impedir que actuaran.

La paradoja de que un centro educativo para obreros fuera el primer objetivo de los amotinados sólo se puede explicar porque también era uno de los centros católicos más directamente beneficiados por las ayudas del marqués de Comillas que, además de accionista de las minas del Rif, también era el propietario de la Compañía Transatlántica Española y, por tanto, muy probablemente el armador del Montevideo y del Buenos Aires, los dos barcos usados para transportar los soldados a Marruecos. No se trata de defender que esta circunstancia justificara la acción contra el Patronato, pero arroja luz sobre los móviles que probablemente determinaron los hechos y despeja el tópico de las acciones azarosas. Efectivamente, en un momento de disturbios, una información concreta o la propagación de un rumor pueden convertirse en la pieza clave que decida su evolución. En este sentido, sería interesante saber hasta qué punto el rumor según el cual doce soldados de Reus habían sido fusilados en Melilla por protestar contra la guerra incidió en la explosión de las hostilidades.

Sea como fuere, la violencia continuó el martes por la tarde. A pesar de la falta de dirección efectiva de la protesta —y quizá por este motivo—muchos grupos de exaltados —los testimonios certifican que en ellos había numerosas mujeres— optaron por saquear las armerías de la ciudad y parapetarse en las calles con barricadas al mismo tiempo que dirigían sus ataques contra los conventos y, en esta ocasión, también contra las iglesias y centros parroquiales. El primer incidente lo protagonizó la multitud congregada en la ronda de Sant Antoni, que decidió incendiar el convento de las jerónimas del barrio del Pedró, así como el colegio y residencia de los escolapios. Otros grupos atacaron aquel día la iglesia de Sant Pau del Camp y el convento de los franciscanos…

Aquella noche, desde la parte alta de la ciudad se podían contar más de treinta edificios religiosos ardiendo. En general, los asaltantes respetaban la vida de los clérigos. Sin embargo, el párroco del Poblenou murió asfixiado dentro de la iglesia y un religioso resultó herido mortalmente en el ataque al convento de Sant Antoni.

El miércoles por la tarde continuaron los incendios mientras que el jueves la insurrección, a pesar de que los sublevados habían conseguido sustraer armas de un cuartel, fue menguando de intensidad ante el aumento de efectivos del ejército. El lunes siguiente, 2 de agosto de 1909, el orden quedó restablecido y los obreros se reintegraron al trabajo.

El balance de los sucesos fue trágico. A pesar de que la cantidad de edificios destruidos por el fuego varía según las fuentes consultadas, los datos más fiables indican que se incendiaron 14 de las 58 iglesias que tenía Barcelona, 33 colegios religiosos y 30 conventos de un total de 75. De los enfrentamientos armados resultaron muertos 104 civiles y 6 militares, y hubo más de 370 heridos, la mayoría de ellos entre las filas de los amotinados.

Cabe destacar que sólo seis de los obreros muertos eran oriundos de Barcelona. Este dato avala la tesis de que la mayoría de los participantes más activos, en coincidencia con la masa de militantes del Partido Republicano Radical de Lerroux, procedían de la inmigración. Este fenómeno sociológico se repetirá en 1936 en la composición de las Patrullas de Control de la FAI.[13]

En el resto de Cataluña no hubo víctimas pero sí incendios intencionados. En Granollers, un convento; en Manresa, tres; en Sant Feliu de Guíxols, una iglesia y una escuela de los Hermanos de la Salle; en Badalona, un convento de monjas; y en Sabadell, una iglesia y un convento. En Sant Adrià del Besós se hizo una hoguera en la calle con todos los enseres de la parroquia. En algunas de estas ciudades, además, los grupos de insurgentes consiguieron, con una organización autónoma, apoderarse por unos días de las instituciones municipales.

La gravedad de los acontecimientos exige unas reflexiones en profundidad acerca del contexto en que se produjeron.

1. La insurrección tuvo como único destinatario a la Iglesia, que fue atacada en la diversidad de sus edificios, tanto conventuales masculinos como femeninos, parroquiales o dedicados a la enseñanza. La abundancia de estos últimos en el balance final representa un salto cualitativo en la expresión del espíritu anticlerical. La actividad docente de las órdenes religiosas era considerada por una parte importante de la población como una sutil forma de opresión y, en algunos casos, de diferenciación social.

2. Con el cambio de siglo, tienen lugar dos importantes hitos en las relaciones de la Iglesia y el Estado. De una parte, en 1895, a la muerte prematura de Alfonso XII, veinticuatro obispos suscriben una declaración, hecha pública el mismo día de los funerales reales, en que subrayan el respeto que la Iglesia debe tener a cualquier forma de gobierno.

Salvo la unidad en la fe y en los principios católicos, puede con toda licitud sostenerse controversia […] sobre la mejor clase de gobierno, sobre tal o cual forma de constituir los estados, y puede haber sobre ello una honesta diversidad de opiniones.

Estas palabras, escritas bajo el temor de una nueva confrontación dinástica, representaban al mismo tiempo una censura a la visión integrista mayoritaria en las filas carlistas e indirectamente un respaldo a la nueva reina regente. Tal cambio de actitud conllevaba el pacto tácito de que desde las instituciones del Gobierno se erradicaría cualquier forma de anticlericalismo. En un discurso dirigido a una peregrinación de obreros españoles a Roma en abril de 1894, el papa León XIII ya había esbozado esta «tregua». En los años siguientes, se aúnan esfuerzos para consolidar una alternativa política católica. En febrero de 1898, el cardenal Cascajares, arzobispo de Valladolid y Zaragoza, escribe un opúsculo donde puede leerse: «Son muchos más de los que creíamos los elementos sanos con que se puede contar en España para realizar el gran ideal que hace tanto tiempo acariciamos: la organización política de los católicos españoles para la lucha legal». Estos intentos chocaron con el problema de la disgregación de los católicos y, por ende, no consiguieron la integración en el proyecto de los carlistas que no quisieron quebrantar la obediencia dinástica. Esta negativa impidió que cristalizara una convergencia de aspiraciones que habría representado una alternativa al bipartidismo y determinó que, al menos nominalmente, fuera una vez más el partido conservador el garante de la religión. En este contexto, los liberales, por razones no sólo ideológicas sino también estratégicas, retomaron como bandera la cuestión clerical. En este sentido, el 14 de diciembre de 1900 el ministro liberal José Canalejas pronunció un discurso considerado por la Iglesia como una decidida declaración de hostilidades.

3. El debate se popularizó con el estreno, en 1901, del drama Electra de Benito Pérez Galdós. La obra se convirtió en emblema de los anticlericales por la analogía del argumento con un caso real sucedido meses antes que había derivado en un enconado caso judicial: la coacción moral sobre una joven para que abrazara la vida conventual. A la salida de los teatros madrileños numerosos grupos manifestaban a gritos su oposición al clericalismo, al tiempo que en otras ciudades se organizaban manifestaciones con idéntico sentido. También fue un tema de debate público la presentación en 1903, por parte del Gobierno de Maura, del dominico Bernardino Nozaleda para ocupar la sede episcopal valenciana. La izquierda anticlerical y el sector más españolista repudiaron este nombramiento por considerar que el clérigo, ex arzobispo de Manila, había traicionado a España proponiendo la rendición de la capital a Estados Unidos y por haber seguido en su cargo bajo su dominación. La campaña adquirió tal magnitud que el obispo optó por dimitir.

4. Ya en 1906, el liberal José Canalejas redacta un informe de cuarenta páginas sobre la situación española; de forma sintomática, 34 de ellas están dedicadas a la cuestión religiosa. Una vez más enarbola el anticlericalismo como la principal de las causas políticas. Maura, en 1904, había firmado un convenio con la Santa Sede que actualizaba el Concordato de 1851. Para Canalejas esta firma supone una supeditación injustificada puesto que, según él, a causa «de la sujeción insuperable del catolicismo en la conciencia de los españoles se perpetúa nuestra situación de inferioridad respecto, no sólo de los pueblos que tienen gran abolengo, sino de nacionalidades nacientes […]». El ex ministro, como si de una letra de batalla se tratara, llama al orden a las fuerzas liberales y republicanas para atacar al clericalismo: «El clericalismo nos sustrajo a la solidaridad civilizadora con los pueblos cultos, sin que nos diéramos cuenta; grave pecado de distracción en que todos, absolutamente todos, incluso los republicanos y federales, incurrimos».

5. A las campañas e iniciativas anticlericales las sucedió, entre diciembre de 1906 y enero de 1907, una marea de manifestaciones en defensa de la religión o, mejor dicho, en contra de un proyecto de ley de asociaciones que, inspirado en la legislación francesa, limitaba la libertad de actuación de la Iglesia y representaba en la práctica el fin del Concordato con la Santa Sede. A propuesta de un Comité de Defensa Social de origen carlista organizado en Barcelona, se promueven en toda España recogidas masivas de firmas contra el proyecto de ley. Al mismo tiempo, carlistas y tradicionalistas organizan mítines y recaban adhesiones con el mismo fin. La asistencia a ellos desborda todas las previsiones. A los de Barcelona y Bilbao, por ejemplo, asisten 30.000 personas a cada uno. En otras poblaciones menores, como Tortosa, 4.000 personas acuden al mitin y otras 80.000 de toda la diócesis manifiestan su adhesión. El 9 de diciembre 50.000 navarros inundan las calles de Pamplona. Finalmente, el proyecto de ley es retirado. La propuesta liberal había conseguido el efecto contrario. Desde aquel momento la política española gravitaría durante muchos años sobre el filo de la espada de la cuestión religiosa.

6. Cabe considerar la posibilidad de que la coincidencia de fechas de la Semana Trágica de 1909 con las de los disturbios —las bullangues- de 1835 (en los dos casos los disturbios empezaron el 25 de julio) añadiera al desarrollo de los acontecimientos un plus de emotividad importante. El contenido implícitamente provocador de un artículo aparecido en esta fecha en el diario lerrouxista El Progreso representa un aval a esta consideración. El texto, titulado «Remember», celebraba que las autoridades hubieran autorizado, por primera vez desde 1835, que se programara una fiesta taurina en el día de Santiago. Decía el periodista:

Hoy hace setenta y cuatro años que no se celebraba una corrida de toros en el antiguo circo, porque en 1835, como reza la copla, fueron asaltados y quemados los conventos, que ya en aquella época menudeaban en la ciudad y la cercaban como fuerte muralla del despotismo religioso. Aquellos tiempos de virilidad los recuerda la cobla popular en esta forma:

El dia de Sant Jaume de l’any 35

hi va haver gran gresca

dintre del torín.

Van sortir set toros,

tots van ser dolents.

Això fou la causa

de cremar els convents![14]

No quisieron soportar por más tiempo nuestros abuelos la dominación frailuna, y la rompieron, reduciendo a pavesas los edificios, símbolo de la opresión.

Hoy los tiempos han cambiado, prostituyéndose, por efecto de la cobardía ambiente, las palabras tolerancia, cultura, sensatez…

Desde aquella época un vago temor dominó a empresarios y autoridades, y en tal día como hoy no se celebraban corridas. La tradición vuelve; pero ¡ay!, que el gran cartel de la corrida de esta tarde no tendrá un epílogo de liberación…

El mismo domingo 25, El Diluvio, destacado periódico anticlerical, reproducía en la edición de la mañana un artículo de Pi i Margall, originariamente publicado en 1892, en el que también se valoraban las bullangues de 1835:

El año 1824 —había escrito el político federalista—, después del restablecimiento del absolutismo por las tropas del duque de Angulema, el clero se desencadenó furiosamente contra los liberales. No es posible leer con calma las pastorales que entonces escribieron los obispos. Venían cuajadas de ultrajes contra los vencidos, encendían las más violentas pasiones, inducían al crimen a la muchedumbre. Desgraciadamente no dejaron de surgir efecto tan impías excitaciones […]

Los liberales vieron desde entonces en el clero su mortal enemigo. Viéronlo principalmente en las comunidades religiosas, que atizaban aquella inclemente persecución, temerosas de perder los inmensos bienes que a fuerza de captaciones habían atesorado. Numerosas y potentes eran en realidad aquellas Asociaciones, la principal rémora del progreso. A la muerte del rey estaban casi todas, bien que ocultándolo, por la causa de don Carlos.

Esto explica, a nuestro juicio, los sangrientos tumultos que contra los frailes ocurrieron en los años 1834 y 1835 […]

Los incendios del año 1835 fueron el principio de una revolución que cundió por toda España y dio origen a grandes reformas. No tardó entonces en decretarse la disolución de esas comunidades y la venta por el Estado de la hacienda que habían poseído. Desaparecieron con general aplauso de la gente culta; y no se creía fácil que retoñaran. Han renacido, sin embargo, con la vuelta de los Borbones al trono […]

Ley de la vida humana es además el trabajo, y esas comunidades tienden todas a vivir en el ocio. Ni ahora ni nunca han buscado por el propio trabajo la satisfacción de sus necesidades. Son elemento negativo para la sociedad y aun para la familia. Rompen, al entrar en sus conventos, los lazos con que les unió la Naturaleza a sus padres, sus hermanos y sus deudos. Buscan sólo su propio bien; son el supremo egoísmo.

No, no miran hoy los pueblos con mejores ojos que los años 34 y 35 las comunidades religiosas, abiertamente contrarias al espíritu de los tiempos. A las razones que antes tuvieron para aborrecerlas unen hoy la conciencia que han adquirido del ineludible deber de todo hombre de contribuir al bienestar y al progreso de sus semejantes. Es de temer otra catástrofe como la del año 35, si se permite que sigan invadiendo el territorio de la Península.

Resulta sintomático que los dos artículos asocien —y justifiquen— el concepto de revolución popular con la acción anticlerical sin valorar las aportaciones sociales y culturales de la Iglesia. Es ésta una simplificación distorsionada de la realidad que acarreará graves consecuencias en el futuro, puesto que en la práctica significará sustituir las denuncias de connivencia de la Iglesia con la injusticia social por la estigmatización de la Iglesia como causante de esta injusticia.

7. La morbosidad hizo acto de presencia en la actuación de los grupos más radicales. Efectivamente, en el asalto al convento de las jerónimas, el primero que fue atacado, los incendiarios desenterraron a unos cuantos cadáveres y, viendo que las momias estaban atadas de manos y de pies, las arrastraron por las calles de la ciudad con la intención de demostrar a todos que en los conventos se practicaba la tortura, ignorando que se trataba de una antigua arte de presentar las mortajas. El interés malsano por violar las tumbas de los conventos cabe relacionarlo con la expectación que había despertado en 1886 el estreno en el teatro Odeón de una obra de Jaume Piquet, especialista en dramas truculentos, titulada precisamente La monja enterrada en vida, o secrets d’aquell convent. La obra, que contenía alusiones directas al convento de las jerónimas, había sido repuesta en numerosas ocasiones. Aún, de forma más reciente, El Diluvio había publicado una serie de artículos sobre la vida en los conventos que abonaba la citada convicción de la práctica habitual de torturas en ellos.

8. Durante la semana que duraron los disturbios las unidades de la policía y del ejército mantuvieron, de forma generalizada, una actitud pasiva.

Yo vi cómo incendiaban el colegio de San Antonio y el convento de las adoratrices, y cómo lanzaban los muebles por las ventanas, frente a los soldados formados y comandados, que se lo miraban tan estupefactos como yo. Un solo gesto de aquella tropa habría evitado la destrucción que cometía una patrulla poco numerosa. En su lugar, la inacción, la pasividad, y, por otra parte, gritos de «¡Viva el ejército!», que los vitoreados parecía que agradecían».[15]

Lo explica Claudi Ametlla, por aquel entonces periodista de El Poble Català, en sus Memòries polítiques (1963).

Esta actitud pasiva de las fuerzas del orden que permitía impunemente los ataques a edificios religiosos, evidencia que las autoridades militares no exigían el cumplimiento de las medidas excepcionales promulgadas por ellas mismas. En cambio, las tropas sí que actuaban enérgicamente en el momento de reprimir a los huelguistas atrincherados en las barricadas, tal como demuestra el número de víctimas. De esta disparidad de criterio se deduce que existió una dosis importante de tolerancia sólo ante las acciones anticlericales.

9. Que las tensiones derivadas de la convocatoria de huelga general derivasen en pocas horas en una explosión insurreccional y la firme determinación de concentrar los ataques contra la Iglesia, ha sugerido a algún historiador la posibilidad de que existiera una planificación previa de las acciones.

Como en tantas ocasiones, la falta de documentación que acredite esta hipótesis deja abiertas todas las conjeturas. Lo más probable es que fuera el resultado de una suma de acciones previstas y de actuaciones espontáneas. A favor de la existencia de una planificación de los actos hay que subrayar que en pocas horas se interrumpió el servicio telefónico y telegráfico y que se dejaron inoperantes las líneas férreas. También despierta suspicacias que algunos grupos de amotinados se dirigieran a las comisarías para apoderarse de los archivos o para destruirlos, así como la ordenación por zonas en el momento de provocar los incendios o la posesión de armas, por parte de los huelguistas, desde el primer momento…

El principal instigador de la huelga general como forma de protesta contra la guerra fue el socialista Antoni Fabra i Ribas, que posteriormente publicó La Semana Trágica: El caso Maura, el krausismo. Él mismo explica en el libro que la primera intención era que la huelga sólo durase un día y que tenía por objetivo conseguir que el sector mayoritario de los obreros, que habitualmente se mostraban recelosos ante la acción política, vieran defendidos sus intereses y, en consecuencia, se decidieran a colaborar con la causa socialista. No existía, pues, una voluntad explícita de radicalizar la protesta, sino la intención de que fuera seguida con firmeza pero de forma pacífica por una inmensa mayoría. ¿La actitud provocadora de los tranviarios anunciando su boicot a la huelga explica de forma suficiente que se desencadenaran los disturbios? Dado que la mayoría de conductores eran lerrouxistas, ¿podría tratarse de una provocación deliberada? Y los ataques a los edificios religiosos, sólo a los religiosos, ¿puede entenderse como una decisión tomada al filo de los acontecimientos ya desencadenados?

Sea como fuere, lo evidente es que la manera en que se desarrollaron los disturbios induce a pensar en la puesta en escena de un guión extraído de las proclamas dirigidas a los «jóvenes bárbaros», ya citadas. El ambiente creado por la demagogia más agresiva empezaba a dar sus frutos y la Iglesia se encontraba claramente y totalmente en el ojo del huracán.

10. Según la crónica de los hechos, los disturbios de la Semana Trágica de Barcelona sólo tuvieron réplica en algunas ciudades catalanas, pero en ningún caso se registraron incidentes fuera de Cataluña. La razón no sólo reside en la neutralización que supuso el avance de las hostilidades en Barcelona, sino también en la versión difundida por el ministro de Gobernación, Juan de la Cierva, que atribuyó lo sucedido a una ofensiva de las fuerzas separatistas. La difusión de tales opiniones consiguió el rechazo general del movimiento obrero español.

Antes de comentar las consecuencias políticas y judiciales de la Semana Trágica, cabe mencionar que el escritor Joan Maragall publicó unos artículos memorables reflexionando sobre lo acontecido. «Ah! Barcelona», «L’església cremada» y «La ciutat del perdó» tienen la consistencia y el valor de una reflexión serena y crítica de un escritor que no esconde su condición de creyente, y así cobran una dimensión especial puesto que son un síntoma evidente de que en el seno de la Iglesia existía un sector importante de feligreses que reclamaban una actitud más evangélica de la institución y de su jerarquía. La valentía de estos escritos contrasta con la nula presencia de personas que se arriesgaran a impedir los ataques. Sólo excepcionalmente algunos grupos de carlistas prepararon una defensa organizada.

La sinceridad y la humildad de los escritos de Maragall difieren absolutamente de la respuesta dada por la jerarquía eclesiástica.

Los sucesos de la llamada Semana Trágica —escribía el valenciano Juan José Laguarda, obispo de Barcelona, en una pastoral publicada en el mes de octubre—, no son otra cosa que una fechoría más de la Revolución, es decir, del anticlericalismo o del liberalismo, palabras que esencialmente significan una misma cosa: el anticristianismo, la rebelión del hombre contra la autoridad soberana de Dios. […]

La represión que siguió a los hechos llegó a suponer la detención de más de dos mil obreros, de los cuales la mitad fueron encarcelados. La espectacularidad de las cifras contrasta con el resultado final de cinco penas capitales y cincuenta y nueve condenas a cadena perpetua. El resto fueron penas menores. La desproporción es evidente y denota una forma de proceder desordenada y contraproducente que contó, incluso, con la petición, por parte de la Lliga, el principal partido catalanista, de que se delatara a los autores de los hechos. Iniciativas de este tipo y actuaciones represivas de carácter arbitrario enrarecieron aún más el clima ciudadano y provocaron una fractura social.

En este contexto, ya de por sí contaminado, tuvo lugar un hecho que nadie esperaba: el pedagogo Francisco Ferrer i Guárdia fue acusado de instigador. A pesar de que, durante las primeras semanas posteriores a los hechos, la mayoría de la prensa y el fiscal del caso apuntaban como responsables a los radicales seguidores de Lerroux, a partir del día 28 de agosto las miradas se volvieron hacia el pedagogo y, por extensión, hacia el movimiento anarquista.

El giro acusatorio coincidió con una mayor celeridad de tramitación de la causa, de modo que Ferrer fue detenido el 31 de agosto de 1909 y ajusticiado el 13 de octubre del mismo año. Los testigos de la acusación, casi todos ellos militantes republicanos radicales, afirmaron que en los dos primeros días de la insurrección se le vio encabezando grupos de incendiarios y que su posterior traslado a la cercana comarca del Maresme tenía por finalidad propagar la protesta. Cuesta creer que los lerrouxistas, con quienes Ferrer había mantenido muy buenas relaciones, se convirtieran en sus principales acusadores. Sin embargo, el cambio puede proceder de la determinación de los radicales de ganarse la confianza del movimiento obrero para encabezarlo políticamente. Esta hipótesis parece verosímil si se atiende al hecho de que Ferrer se había manifestado favorable a la ruptura de relaciones entre Solidaridad Obrera, el movimiento obrerista fundado en verano de 1907, y el partido de Lerroux, con el fin de que los dirigentes anarquistas pudieran liderarlo. Para ilustrar la preeminencia anarquista en la incipiente organización obrera cabe recordar, por ejemplo, que el editorialista de Solidaridad Obrera, el boletín homónimo del movimiento, era Anselmo Lorenzo, mano derecha de Ferrer i Guardia.

Que ambos pertenecieran a la masonería vuelve a situar a las sociedades secretas como un factor de influencia más o menos directa en las acciones encaminadas a favorecer la implantación del laicismo, uno de los principales objetivos de las logias y una corriente de opinión que, como es evidente, consideraba una prioridad el ataque sistemático a la Iglesia para conseguir romper los lazos seculares que la habían convertido en árbitro de la sociedad. Es importante tener en cuenta que el enfrentamiento crónico entre catolicismo y masonería se había agravado desde 1884 con la condena explícita de las logias hecha por el papa León XIII en la encíclica Humanum Genus.

En un manifiesto publicado el 8 de septiembre de 1909 en La Vanguardia, firmado por el ya citado Comité de Defensa Social de inspiración católica, también se denuncia a las logias como principales responsables de los sucesos:

[…] La Cruz de Cristo —afirma el texto— ha sido el blanco de todos los tiros, y por esto cabe afirmar que la revolución ha sido sobre todo antirreligiosa, debiendo buscarse, de consiguiente, a sus autores entre los enemigos del catolicismo, cuya organización más seria y formidable es la masonería

Sin embargo, en noviembre, ya finalizada la parte principal del proceso judicial, Lerroux, en un discurso pronunciado en la Casa del Pueblo de Barcelona, asumió la autoría moral de los hechos de la Semana Trágica:

Cuando recibí noticias de lo que aquí pasaba, sentí aquella satisfacción interior que siente el maestro al ver que sus discípulos realizan su obra. Esta clase de convulsiones populares no deben juzgarse por los detalles, sino por las grandes tendencias que significan, y yo pienso que el pueblo antepone el amor al derecho, por cuya conservación derrama su propia sangre; protesta que merece respetos, aunque pudiera ser censurada por los que quisieran realizar las revoluciones como un programa de concierto musical.

Pocos días antes, el 18 de agosto de 1909, el obispo Torras i Bages había escrito unas lúcidas reflexiones sobre unos hechos que adquirirían, con el paso del tiempo, un carácter de prospección histórica. Dicho de otra manera, un carácter profético:

No ha sido ésta una explosión de odio de una manifestación de antagonismo del trabajo contra el capital, ni de un sistema político contra otro […] la persecución ha tenido una gran sinceridad, no se ha valido de ningún pretexto, se ha presentado a cara descubierta, de una forma incontrovertible ha manifestado que lo que pretendía era borrar el nombre de Dios de la sociedad humana […].

La actual persecución no ha tenido, pues, motivos humanos. Son razones más profundas las que la han determinado, son razones teológicas, como decía ya en su tiempo el doctor máximo de la revolución, Proudhon. […] [se persiguen] las personas consagradas a Dios no por ningún motivo humano, no en nombre del socialismo, ni de la libertad política, sino para borrar el nombre de Jesús de la sociedad humana

No quieren que el pueblo sea cristiano.[16]

Otro factor que se debe tener en cuenta al analizar la Semana Trágica es la renovada campaña internacional que se fraguó para denunciar las arbitrariedades judiciales. Cuatro días después de la detención de Ferrer i Guardia, se constituyó en París un Comité de Défense des Victimes de la Répression Espagnole; el 6 de agosto el Daily Express afirmaba que se había fusilado a 150 personas y la revista La Guerre Sociale, en un artículo titulado «Au pays des inquisiteurs», relacionaba los procedimientos judiciales que se habían utilizado con la tradición más antidemocrática de la Iglesia.

La prensa extranjera subrayó de manera especial la sentencia contra Ferrer i Guardia, pero también se lamentó por las otras penas capitales que parecían dictadas más en función de repartir culpabilidades que según el grado de intervención demostrada. Las personas ajusticiadas fueron Josep Miguel Baró, vecino de Sant Andreu del Palomar; Antoni Malet, vecino de Sant Adriá del Besòs; Eugeni del Hoyo, activista que había disparado contra el ejército; y Ramon Clemente, carbonero que había profanado las tumbas de las jerónimas.

En resumen, la atmósfera de hostilidad que provocó todo este proceso —sumado al impacto del de Montjuïc en 1896— entre la intelectualidad, los medios de comunicación y los círculos sindicalistas europeos, sedimentó de tal forma que llegó a condicionar a fondo la capacidad de reacción futura, siendo éste uno de los motivos por los cuales estos agentes europeos no calibraron de manera justa y ecuánime la persecución religiosa que se desencadenó en España al estallar la guerra civil de 1936. Efectivamente, a partir de 1896, y sobre todo de 1909, cualquier noticia de España que por algún motivo pudiera aparecer como una maniobra reaccionaria era motivo suficiente para desencadenar entre los países europeos una inmediata campaña de protesta y, en consecuencia, que las voces discrepantes fueran acusadas de insolidarias. Esta circunstancia explica que en 1936 se produjera, en muchos ámbitos europeos, una resistencia mental a dar crédito a los que acusaban a la República de pasividad ante una evidente actitud de hostilidad y de violencia contra un sector de la población civil por razón de sus convicciones religiosas.

Después de la Semana Trágica, un ciclo de elecciones municipales y generales dio la victoria en Cataluña a los lerrouxistas y, en segundo término, a los catalanistas de izquierda o, lo que es lo mismo, a los partidos que se habían opuesto a la represión.

En el conjunto de España, las elecciones dieron lugar a un nuevo Gobierno liberal con José Canalejas como presidente del Consejo de Ministros. Una vez en el poder, Canalejas moderó las anteriores promesas de plantear reformas en profundidad de carácter anticlerical. Arguyendo que el papa Pío X había expresado su disconformidad con la proliferación abusiva de órdenes religiosas —era un signo de cursus honorum para cualquier eclesiástico de carrera—, sugiere a la Santa Sede que los obispos apliquen medidas autorreguladoras para reformar o suprimir en sus respectivas diócesis las órdenes religiosas que no fueran indispensables. Ante la negativa del Vaticano, el 30 de mayo de 1910 el Gobierno ordenó a los gobernadores civiles que asumieran esta función con el criterio de disolver todas aquellas comunidades que no se hubieran inscrito en los registros civiles correspondientes y, de forma directa, a las que se hubieran instalado en su jurisdicción con posterioridad a 1902. Además de dictar estos decretos, ante la sospecha de que los diputados republicanos los considerarían insuficientes, en la primera sesión parlamentaria Canalejas insinuó que se procedería a una rotunda limitación de la actividad docente de la Iglesia.

Los decretos y las amenazas pusieron de nuevo a las asociaciones católicas en alerta. En esta ocasión, las protestas surgieron especialmente del País Vasco y de Navarra. En Vizcaya, la mayoría de entidades representativas de la vida económica, social, cultural y religiosa se adhirió a la convocatoria de manifestaciones convocadas en verano de 1910 para exigir un cambio de actitud del Gobierno en la cuestión religiosa. La prohibición de las manifestaciones agudizó de tal modo la confrontación que hubo peligro real de una insurrección armada. La Gaceta del Norte, por ejemplo, en su edición del 3 de agosto, afirmaba: «Vizcaya es buena y tendrá héroes si la causa de la religión lo exige, ofreciendo la vida de todos y las de sus hijos». Las medidas gubernamentales para impedir la manifestación convocada para el 7 de agosto fueron espectaculares: dos regimientos de artillería, setecientos guardias civiles de refuerzo, limitación de la movilidad personal, intervención del teléfono y del telégrafo, censura de prensa… Las declaraciones de Canalejas son alarmantes: «Si el delirio de los enemigos del Gobierno les llevara al loco intento de un levantamiento faccioso, tenemos cincuenta mil hombres disponibles para ir donde haga falta».

Al fin los organizadores desistieron públicamente del empeño, pero a finales de mes la protesta arraigó con fuerza en toda España. Las manifestaciones y los actos de desagravio se multiplicaron. Las Juntas de Acción Católica de Cataluña, por ejemplo, convocaron aplecs en las ocho diócesis hasta un total de ciento sesenta, con una asistencia conjunta superior a los trescientos mil participantes.

A pesar de todas estas protestas, el 26 de octubre se empieza a debatir en el Senado el proyecto de ley popularmente conocida como «del Candado», puesto que pretendía bloquear legalmente la implantación de nuevas comunidades religiosas. Sin embargo, a pesar de las apariencias, el Gobierno de Canalejas, sensible al peligro de una guerra civil, había decidido no continuar con la escalada anticlerical. Sólo este cambio de actitud explica que los diecisiete obispos senadores, después de introducir una enmienda que la atenuaba, votaran en contra de la ley en lugar de abstenerse, pese a que con la abstención hubieran conseguido, por falta de quórum, que la ley no se promulgara.

A pesar de estos precedentes y de la notable desactivación de las pretensiones anticlericales, en mayo de 1911 el Gobierno Canalejas aún intentó presentar una ley de asociaciones —la tercera en nueve años— que regulara las instituciones religiosas y sometiera sus actividades, incluso las docentes y benéficas, a una norma de derecho común que era, cabe recordarlo, la gran aspiración de los liberales. Sin embargo, Canalejas optó por retirar el proyecto. Las razones de este cambio se han de buscar más en la prudencia política que en un cambio real de mentalidad. La situación social, con numerosas huelgas promovidas por un movimiento obrero cada vez más organizado — especialmente el de carácter anarquista—, y el estallido de nuevos episodios bélicos en Marruecos, aconsejaban rebajar la confrontación que se pudiera derivar de la cuestión religiosa.

A pesar de ello, diez años de propaganda anticlerical y de estigmatización de los católicos, como contrarios a la libertad y al progreso, habían sembrado la semilla del rencor y habían convertido la religión —no sólo la Iglesia— en un peligroso motivo de división y de confrontación social.

El asesinato de Canalejas, el 12 de noviembre de 1912, ayudó a cristalizar en el espíritu de los liberales —y también de los republicanos y de los socialistas— el reto de conseguir implantar en el futuro un estado laico. Un reto pendiente que se convertirá en el germen de las gravísimas confrontaciones que por este motivo se produjeron en 1931.