La arquitectura de la mente moderna
¿Qué sabemos actualmente de la mente moderna que nos ayude a abordar la naturaleza de la mente de nuestros primeros antepasados?
Empezar nuestra investigación centrándonos en el cuerpo y no en la mente puede sernos de gran ayuda[1]. Si queremos saber cómo eran o se comportaban las gentes del pasado podemos ir a un museo y contemplar los ejemplares de fósiles humanos o de útiles líticos. Si es un buen museo es posible que incluya una reconstrucción de un peludo neandertal sentado a horcajadas a la entrada de una cueva asando carne o afilando una punta. Pero existe una manera mucho más fácil de empezar a conocer el pasado, incluidos los antepasados humanos más antiguos: sentándose en la bañera. Mientras se va llenando de agua, se nos pone la piel de gallina. La piel reacciona así porque nuestros antepasados de la Edad de la Piedra eran mucho más peludos que nosotros. Cuando tenían frío, también se les ponía la piel de gallina, haciendo que el pelo se erizase para atrapar y mantener así una capa de aire caliente justo encima de la piel. Nosotros ya hemos perdido casi todo el pelo del cuerpo, pero seguimos teniendo la piel de gallina. Esta capacidad residual constituye una clave para vislumbrar nuestra posible fisonomía de hace milenios.
De hecho nuestro cuerpo es un paraíso para cualquier detective de la Edad de la Piedra. Si observamos en la actualidad la extrema flexibilidad de un gimnasta, tan parecida a la de un gibón, intuimos que nuestros brazos y nuestros hombros estuvieron un día diseñados para ello. La amplitud de las dolencias cardíacas en las sociedades actuales del mundo occidental nos dice que nuestra dieta, excesivamente rica en grasas, no es precisamente la más acorde con el diseño de nuestro cuerpo[2]. ¿Ocurre lo mismo con nuestras mentes? ¿Puede la naturaleza de la mente moderna traicionar la naturaleza de la mente paleolítica? ¿Podemos descubrir indicios en nuestra forma de pensar actual que nos permitan conocer mejor la forma de pensar de nuestros ancestros de hace miles e incluso millones de años? Sí que podemos, aunque los indicios no son tan claros como en el caso de nuestra anatomía.
De hecho podemos descubrir algo más que indicios, ya que la arquitectura de la mente moderna se ha ido construyendo a lo largo de millones de años de evolución. Podemos empezar a reconstruir la prehistoria de la mente exponiendo a la luz esa arquitectura, para luego desmenuzarla.
Desentrañar la arquitectura de la mente moderna es tarea de psicólogos. Pero todos nosotros nos hemos ocupado del lema en un momento u otro: todos somos expertos usuarios de la mente. Nos asomamos compulsiva y constantemente al interior de nuestra propia mente y nos hacemos preguntas sobre lo que puede estar pasando por la mente de los demás. A veces creemos saberlo. Pero se trata de una tarea arriesgada, porque podemos engañarnos. Contemplamos el mundo y nos parece sencillo, estático. Pero observamos la mente y nos parece… bien, empecemos por aquello que la mente parece ser realmente. Y empecemos por una de las mentes más fértiles y extraordinarias que existen: la de la primera infancia.
Observar el desarrollo de mis propios hijos me ha sido de mil maneras tan útil para mi investigación de la prehistoria de la mente como los libros y el material académico que he leído en las últimas décadas. Un día estaba jugando con mi hijo Nicholas, que tenía algo menos de tres años, y con su zoológico de juguete, y le pregunté si quería poner la foca en el lago. Su mirada se posó en el animal y luego me miró en silencio. «Sí —me dijo—, pero es una morsa». Y tenía razón. Yo no había sabido distinguirlos bien, pero mi hijo tenía un conocimiento minucioso de esos animales. Bastaba con explicárselo una sola vez para que las diferencias entre el armadillo, el cerdo hormiguero y el oso hormiguero quedaran de inmediato impresas en su mente. Y al igual que todas las mentes infantiles, la suya parecía una esponja absorbiendo conocimientos. Nuevos hechos e ideas penetraban en lo que parecía ser una infinita serie de poros vacíos. Además, la mente infantil embebe diferentes cosas en distintas partes del mundo; adquiere distintas culturas. Y las culturas, según nos dicen los antropólogos, no son simples conjuntos de datos acerca del mundo, sino formas concretas de pensar y de comprender: la mente-esponja es una mente que absorbe los procesos del propio pensamiento[3].
La idea de que la mente es una esponja vacía que sólo espera ser llenada está presente tanto en nuestra vida de cada día como en el mundo académico. El proceso de adquirir conocimientos significa llenar los poros, y el proceso de recordar equivaldría a estrujar la esponja. Tras un test de cociente intelectual subyace la idea de que algunas esponjas son mejores que otras a la hora de absorber y de estrujar. La evolución de la mente humana se nos muestra sencillamente como la expansión gradual de la esponja en el interior de nuestra cabeza.
Pero esta analogía no nos ayuda a saber cómo la mente soluciona problemas, o cómo aprende. Eso es algo que trasciende la simple acumulación y posterior regurgitación de datos; tiene que ver con la comparación y la combinación de ítems de información. Y las esponjas no pueden hacerlo, pero los ordenadores sí. La idea de comparar la mente con un ordenador es seguramente bastante más convincente que la de la mente-esponja. Podemos pensar en la mente como algo que incorpora datos, los procesa, soluciona el problema y hace que nuestros cuerpos ejecuten el producto resultante. El cerebro es el hardware, la mente el software[4]. Pero ¿con qué programas funciona?
Normalmente pensamos que la mente funciona a base de un único y potente programa general, «plurifuncional». A este programa solemos darle el nombre de «aprendizaje», y ya está. Así, cuando la niña empieza a absorber conocimientos empieza también a funcionar el programa de aprendizaje general. Un día la niña empezará a incorporar datos relacionados con las expresiones y sonidos que oye procedentes de la boca de los adultos y las acciones que los acompañan, y el programa se pone en marcha y la niña aprenderá el significado de las palabras. Otro día la «entrada» de datos tendrá que ver con la forma de los signos que ve en un papel y los objetos dibujados que van asociados, y la niña aprende a leer. Otro día las entradas pueden incorporar números escritos en una página, o pueden referirse al equilibrio de un objeto de dos ruedas, y ese programa informático de considerable flexibilidad que llamamos «de aprendizaje» permitirá a la niña entender las matemáticas o subirse a una bicicleta. El mismo programa sigue activo, incluso en la edad adulta.
Si la mente es un ordenador, ¿cómo y qué pensar de las mentes de nuestros antepasados prehistóricos? Es fácil. Los diferentes tipos de mente son como unos ordenadores con distinta capacidad de memoria y distintos chips para procesar los datos. Durante la última década hemos presenciado un aumento espectacular de la potencia y la velocidad de los ordenadores, un hecho que prácticamente pide ser utilizado como una analogía en el ámbito de la prehistoria de la mente. No hace mucho llevé a mis hijos al Musco de la Ciencia de Londres, y contemplamos la reconstrucción de la máquina analítica de Charles Babbage, el primer ordenador. Es muchísimo más voluminoso e infinitamente más lento que el pequeño ordenador portátil que utilizo para escribir este libro. Y me pregunté si sería pertinente proponer una analogía entre, por un lado, el ingenio analítico de Babbage y mi portátil y, por otro, la mente neandertalense y la mente moderna. ¿O acaso esa analogía debería limitarse a una mera cuestión de capacidad de memoria, que sería mayor en un ordenador personal?
La mente-esponja y la mente-ordenador. Ambas ideas son muy sugerentes, y ambas parecen decirnos algo sobre el funcionamiento de la mente. Pero ¿cómo puede ser dos cosas tan distintas a la vez? Parece fácil decir lo que la mente parece ser, y tan difícil definir lo que la mente es realmente.
Pero las esponjas y los ordenadores ¿son buenas analogías de la mente? La mente no sólo acumula información para luego devolverla. Y tampoco es indiscriminada a la hora de absorber tal o cual conocimiento. Mis hijos —como todos los niños— han absorbido miles de palabras sin esfuerzo, pero esa capacidad de absorción parece perder fuerza cuando se trata de las tablas de multiplicar. La mente tampoco resuelve problemas de la misma forma que lo haría un ordenador. La mente hace algo más: crea. Piensa cosas que no están «ahí fuera», en el mundo. Cosas que no pueden estar ahí fuera en el mundo. La mente piensa, crea, imagina. Eso no ocurre con un ordenador. Los ordenadores hacen sólo aquello que los programas les dicen que tienen que hacer; no pueden ser verdaderamente creativos, algo que sí parece obligado en un niño de cuatro años[5]. Seguramente cuando pensamos en la mente como una esponja o como un programa informático estamos recreando el equivalente psicológico de aquella sociedad que no «ve» la Tierra redonda.
En realidad, lo más estimulante de la afirmación de mi hijo de que «es una morsa» no fue el hecho de que tuviera razón, sino que en un sentido más fundamental estaba equivocado. ¿Cómo pudo pensar que era realmente una morsa? Porque allí no había más que una pequeña figurilla de plástico de color naranja. Una morsa es gelatinosa y húmeda, gruesa y maloliente. Aquella figura de plástico era todo eso, sí, pero sólo en su mente.
Mi propio interés por los orígenes de la mente humana se despertó no gracias a mis hijos, sino a raíz de un texto de enorme interés que leí siendo estudiante universitario. En 1979 un arqueólogo norteamericano llamado Thomas Wynn publicó un artículo donde afirmaba que la mente moderna ya existía hace 300 000 años[6]. Recordemos que esto ocurre en el tercer acto de la obra de nuestro pasado, antes de que los neandertales, y por supuesto antes de que los humanos anatómicamente modernos, hayan entrado en escena. La evidencia en que se basaba Thomas Wynn para apoyar aquella afirmación eran las estilizadas y simétricas hachas de mano producidas por Homo erectus y por Homo sapiens arcaico durante la primera escena del tercer acto.
¿Y cómo había llegado a aquella conclusión? Basándose en una teoría que ha provocado un acalorado debate en los medios académicos durante años: la teoría de que las fases del desarrollo mental del niño reflejan las fases de la evolución cognitiva de nuestros antepasados humanos. En la jerga científica, esa idea se Traduce diciendo que «la ontogenia sintetiza o recapitula la filogenia[7]». Es una «gran idea», sobre la que volveré más adelante en este y en los siguientes capítulos. Es como si implicara que la mente de, digamos, Horno erectus o tal vez de un chimpancé actual puede poseer semejanzas estructurales con la de un niño, aunque es evidente que ambas tendrían contenidos abismalmente distintos. Para desarrollar su teoría, Tom Wynn tenía que saber cómo era la mente infantil, es decir, conocer las fases del desarrollo mental. Y no sorprende que para ello se basara en la obra del psicólogo infantil Jean Piaget, sin duda la figura más influyente de aquel momento.
Piaget fue un psicólogo que creía firmemente que la mente funciona como un ordenador. De acuerdo con sus teorías, la mente utiliza unos cuantos programas generales plurifuncionales que controlan la entrada de nueva información en la mente, y que sirven para reestructurarla de forma que atraviese una serie de fases evolutivas. Denominó a la última de esas fases, que se alcanza en torno a los 12 años, inteligencia operacional formal. En esta fase la mente puede pensar objetos y acontecimientos teóricos. Este tipo de pensamiento es absolutamente esencial para poder producir un útil lítico como el hacha de mano. Antes de empezar a extraer lascas de un nódulo de piedra, uno tiene que formarse primero una imagen mental de cómo es el útil acabado. Y cada golpe practicado en el nódulo obedece a una hipótesis sobre su efecto en la forma del útil. A partir de ahí. Tom Wynn pudo atribuir sólidamente a los productores de hachas una inteligencia operacional formal, y por lo tanto una mente fundamentalmente moderna.
Para un estudioso de la arqueología, aquella era una conclusión absolutamente asombrosa. Ahí había alguien que de hecho podía leer la mente de un antepasado humano ya extinguido a partir de los útiles de piedra desechados y perdidos en la prehistoria. Pero la prehistoria de la mente ¿pudo ser tan corta, finalizar tan pronto en el curso de la evolución humana? ¿Es que acaso la aparición del arte, de los útiles de hueso y de la colonización global, en suma, los acontecimientos del cuarto acto, no requería nuevos soportes cognitivos? Parece algo implausible, por no decir imposible.
Un análisis de la obra de Tom Wynn mostró que el uso que hizo de las ideas de Piaget era correcto. Hacer un hacha de mano simultáneamente simétrica en sus tres dimensiones parecía efectivamente indisociable del tipo de procesos mentales que Piaget consideraba característicos de la inteligencia operacional formal. Pero entonces tal vez fueran las ideas de Piaget las incorrectas. Y este ha sido inequívocamente el mensaje de muchos psicólogos durante esta última década: la mente no utiliza programas generales, plurifuncionales, y tampoco es como una esponja que absorbe indiscriminadamente toda la información que tiene a su alcance. Los psicólogos se han valido de un nuevo tipo de analogía en relación con la mente: sería como una navaja del ejército suizo o navaja suiza. ¿Una navaja suiza? Una de esas navajas cortas y rechonchas provista de un sinfín de dispositivos especializados pensados para múltiples funciones: tiene pequeñas tijeras, sierras, pinzas, cuchillas, etc. Cada uno de esos dispositivos está pensado para abordar un problema concreto. Cuando la navaja está cerrada, nadie diría que contiene tal cantidad de útiles especializados. Tal vez nuestra mente esté cerrada para nosotros. Pero si la mente es una navaja suiza, ¿cuántos dispositivos contiene? ¿Y para solucionar qué tipo de problemas? ¿Cómo llegaron ahí? ¿Acaso esta analogía nos ayuda más que las anteriores a comprender la imaginación y el pensamiento creativo?
Desde 1980 muchos psicólogos han tratado de dar respuesta a estas cuestiones, fiar adoptado términos tales como «módulos», «áreas cognitivas» e «inteligencias» para describir los distintos útiles o dispositivos especializados. Existen grandes desacuerdos acerca de la cantidad y la naturaleza de esos dispositivos especializados, pero nos será más fácil acceder a la arquitectura de la mente analizando esos estudios que haciéndonos preguntas al azar cuando jugamos con niños. Y esa arquitectura parece ser fundamentalmente distinta de la que sugiere Piaget. De modo que ahora tendremos que averiguar la génesis y el desarrollo de esa visión de la mente-navaja suiza durante estos últimos años[8].
Nuestro punto de partida se basa en dos voluminosos libros publicados en 1983. De hecho el primero de ellos es pequeño y no muy grueso, pero contiene varias grandes ideas acerca de la arquitectura de la mente, y ofrece algunas claves fundamentales para acceder a su pasado. Se trata de The Modularity of Mind, de Jerry Fodor[9].
Jcrry Fodor es un psicolingüista con ideas muy claras sobre la arquitectura de la mente. Propone dividirla en dos partes que él llama percepción, o sistemas de input, y cognición, o sistemas centrales. La arquitectura de una y otra son muy diferentes; los sistemas de input son como las cuchillas de la navaja suiza y el autor los describe como una serie de «módulos» independientes y separados, como por ejemplo la vista, el oído y el tacto. El lenguaje también figura como uno de esos sistemas de input. En cambio, los sistemas centrales no tienen ningún tipo de arquitectura, o como mucho su arquitectura siempre permanecerá oculta para nosotros. Es aquí donde operan esos misteriosos procesos que conocemos como «pensamiento», «resolución de problemas» e «imaginación». Y es aquí donde reside la «inteligencia».
Fodor afirma que cada sistema de input se basa en procesos cerebrales independientes. Por ejemplo, los sistemas que usamos para oír son radicalmente distintos de los que utilizamos para ver o para hablar: son como las distintas cuchillas de la navaja suiza, contenidas todas ellas dentro del mismo envoltorio casi por azar. Esta modularidad de los sistemas de input viene confirmada por varios niveles de evidencia, entre ellos su clara asociación con partes concretas del cerebro, con pautas características del desarrollo infantil, y con su propensión a exhibir pautas concretas de fracaso. Fodor destaca asimismo la rapidez con que operan los sistemas de input y su carácter imperativo: es imposible no oír, o no ver, ante el estímulo correspondiente.
Pocos cuestionarían estos rasgos de los sistemas de input, pero sí otros elementos de la teoría de Fodor que resultan más controvertidos. El primero es la idea de que los sistemas de input no tienen acceso directo a la información adquirida a través de otros sistemas de input. Lo que oigo no influye en lo que veo aquí y ahora. Fodor utiliza el término «encapsulado» para describir este rasgo de los sistemas de input. El segundo rasgo es que los sistemas de input reciben sólo información limitada de los sistemas centrales. Este es, según Fodor. un rasgo arquitectónico decisivo, porque significa que el conocimiento que posee todo individuo tiene una influencia limitada, tal vez incluso marginal, en la forma de percibir el mundo. El autor se sirve de un ejemplo muy claro para ilustrar este hecho: las ilusiones ópticas. Estas siguen presentes aun cuando sabemos que lo que vemos no es real.
La idea de que la cognición sólo influye de forma marginal en la percepción choca frontalmente con las ideas relativistas de las ciencias sociales. Recordemos que, de acuerdo con el supuesto funcionamiento de la mente como una esponja, lo que hacen los niños es absorber los conocimientos de sus respectivas culturas. Para la mayoría de los científicos sociales ese conocimiento también incluye la manera de percibir el mundo. Fodor afirma que eso es erróneo: la naturaleza de la percepción ya está sólidamente ensartada en nuestra mente en el momento de nacer. Fodor dice que odia el relativismo tanto como los barcos de fibra de vidrio, lo cual significa, supongo, que lo odia en grado sumo[10].
Según Fodor, los sistemas de input están encapsulados, son imperativos, rápidos y firmemente ensartados. Los llama «estúpidos». Como tales, difieren radicalmente de la cognición, que es el sistema central «listo». Fodor afirma que apenas sabemos cómo funcionan los sistemas centrales, sólo que poseen una serie de rasgos opuestos a los sistemas de input: operan lentamente, no están encapsulados y su campo de acción es neutral: o dicho de otro modo, los procesos de pensamiento y resolución de problemas permiten integrar la información procedente de todos los sistemas de input, incluida la que está siendo generada internamente. En cambio, los procesos de los sistemas centrales, a diferencia de los sistemas de input, no pueden relacionarse con partes concretas del cerebro.
El rasgo fundamental de la cognición es su carácter generalizado, holístico, justo lo contrario de los sistemas de input, que están dedicados a tratar solamente una clase concreta de información. Y ese rasgo de la cognición es para Fodor el más abstruso: «su no encapsulación, su creatividad, su holismo y su pasión por lo analógico[11]». Fodor se siente vencido frente a los sistemas centrales, cuyo estudio considera imposible. Para él, «el pensamiento», «la solución de problemas», «la imaginación» y «la inteligencia» son irresolubles.
En pocas palabras, Fodor cree que la mente posee una arquitectura de doble rango: el inferior seria como la navaja suiza, y el superior como… bueno, no lo sabemos, puesto que no hay nada igual en todo el mundo.
A primera vista, la combinación entre sistemas de input y sistemas centrales configuraría una arquitectura de la mente relativamente extraña, un choque dramático y desagradable de estilos. Pero Fodor afirma que, de hecho, la arquitectura de la mente moderna —los procesos de la evolución humana— posee un diseño sumamente ingenioso. Resulta poco menos que perfecto para permitir nuestra adaptación al mundo que nos rodea. La percepción existe para detectar lo bueno en el mundo: en situaciones de peligro o de oportunidad, una persona necesita reaccionar con rapidez y sin pensar. Según Fodor, «sin duda es importante atender a lo eternamente bello y verdadero, pero es más importante no ser comido[12]». En otros momentos, sin embargo, es posible sobrevivir contemplando la naturaleza del mundo de un modo sosegado, reflexivo, integrando múltiples fuentes y tipos de información. Sólo así se pueden llegar a reconocer las regularidades y la estructura del mundo. «La naturaleza se las ha ingeniado para integrar ambas posibilidades —afirma Fodor— para lograr lo mejor de los sistemas rápidos y estúpidos pero también de los más contemplativos y lentos, negándose sencillamente a optar entre ambos[13]».
El mismo año en que se publicó el libro de Fodor, apareció otro: Frames of Mind: The Theory of Multiple Intelligences, de Howard Gardner[14]. En algunos aspectos esta obra contrasta profundamente con la de Fodor. Gardner se interesa ciertamente por las cuestiones prácticas relacionadas con posibles políticas educativas en las escuelas, pero también aborda temas puramente filosóficos relacionados con la mente. Y para ello recurre también a la información generada no sólo por la psicología y la lingüística para el estudio de la mente, sino por otras disciplinas tales como la antropología social y la pedagogía.
Gardner propone un tipo muy diferente de arquitectura para la mente. Deja de lado la distinción entre sistemas de input y sistemas centrales y se centra, en cambio, en el concepto de inteligencia, que para Fodor era irresoluble. Cuestiona la existencia de una capacidad intelectual única y generalizada —el tamaño de la propia esponja, o la velocidad de nuestro ordenador— y la sustituye por no menos de siete clases distintas de inteligencia. Afirma que las siete tienen su base en distintas partes del cerebro, cada una con sus propios procesos neurológicos independientes y especializados. De manera que volvemos a encontrar una arquitectura de la mente-navaja suiza, pero donde cada hoja es una inteligencia distinta.
Para identificar las inteligencias múltiples de la mente, Gardner utiliza un conjunto estricto de criterios. Cree, por ejemplo, que tendría que haber evidencia de que la capacidad central puede quedar aislada por lesión cerebral, bien porque pierde esa capacidad (mientras todas las demás permanecen intactas), bien porque pierde todas las demás capacidades pero sigue siendo competente en el área de la inteligencia en cuestión. También cree que tendría que ser posible identificar una historia evolutiva claramente discernible en el niño en términos de la inteligencia, y que el grado de desarrollo de la inteligencia debería ser distinto en individuos distintos. Utilizando estos criterios, Gardner llega a configurar el conjunto de sus siete inteligencias: sus hojas para la navaja suiza de la mente moderna.
Las siete inteligencias de Gardner son: la lingüística, la musical, la lógico-matemática, la espacial, la corporal-cinestética y dos formas de inteligencia personal, una para mirar dentro de nuestra propia mente, la otra para mirar hacia afuera, a los demás. La función de cada una de esas inteligencias viene claramente definida por su propio nombre. La lógico-matemática es tal vez la más próxima a lo que nosotros solemos denotar cuando invocamos la palabra inteligencia, puesto que en última instancia se refiere al pensamiento lógico y científico. La inteligencia que Gardner denomina corporal-cinestética, un nombre ciertamente extraño, es la responsable de la coordinación de los movimientos de nuestro cuerpo, cuyo ejemplo más emblemático serían los deportistas y las bailarinas. Cada una de estas inteligencias responde a los criterios avanzados por Gardner. Por ejemplo, es evidente que el lenguaje parece depender de procesos cerebrales únicos y propios; y todos conocemos algún niño con niveles especialmente avanzados de inteligencia musical o lógico-matemática.
Gardner sugiere, pues, que la arquitectura de la mente está constituida por una serie de inteligencias relativamente autónomas. Y no sólo lo sugiere, sino que defiende su tesis con bases muy sólidas. Se aparta así radicalmente del tipo de arquitectura propuesta por Fodor. Las inteligencias de Gardner son muy distintas de los módulos de Fodor. Las primeras tienen una historia evolutiva, y en su carácter influye profundamente el contexto cultural del individuo. Los instrumentos de la navaja suiza de Gardner tienen que ver con el pensamiento y la resolución de problemas, no sólo con la adquisición de información, que sería la función de un módulo fodoriano. Y todavía se aprecia una diferencia fundamental entre ambos autores. Pero, paradójicamente, esa diferencia aproxima ambas teorías más de lo que inicialmente se podría pensar.
Mientras los módulos de Fodor son absolutamente independientes unos de otros, Gardner subraya continuamente que para el funcionamiento de la mente la interacción entre las múltiples inteligencias resulta fundamental. Gardner destaca que «en el curso normal de los acontecimientos, las inteligencias de hecho interaccionan entre sí y se basan las unas en las otras[15]». Afirma que un rasgo característico del desarrollo humano es que los niños tienen la capacidad para crear conexiones entre distintas áreas. Y su libro está repleto de ejemplos que demuestran de qué manera las inteligencias trabajan juntas para crear las pautas de conducta y los logros culturales de la humanidad. Es cierto que resulta difícil concebir, por ejemplo, una inteligencia musical disociada de los intrincados movimientos corporales gobernados por la inteligencia corporal-cinestética, o concebir la inteligencia lingüística desvinculada e independiente de la inteligencia personal. Gardner sostiene, pues, que pese a que cada inteligencia depende de sus propios procesos independientes, «en los intercambios humanos normales lo habitual es encontrar complejos de inteligencias funcionando conjuntamente de forma fluida, incluso sin fisuras, para llevar a cabo actividades humanas complejas[16]». Y los individuos más sabios, dice, son aquellos que son más capaces de crear conexiones transversales entre todas las áreas, como demuestra el uso de metáforas y de analogías.
La palabra «analogía» recuerda inmediatamente la descripción que hacía Fodor de los sistemas centrales, que según él poseen «una pasión por el pensamiento analógico». ¿Es posible que Fodor no percibiera modularidad alguna en los sistemas centrales sencillamente porque las inteligencias o módulos que de ellos dependen funcionan articulados entre sí con tanta fluidez que no nos damos cuenta de que exista una tal modularidad[17]?.
Parémonos un momento a descansar tras este paseo por las tendencias recientes en psicología para comprobar lo que hemos avanzado en nuestra exposición de la arquitectura de la mente. Fodor nos propone una arquitectura de doble rango, y el papel de cada uno de ellos podría tener interés desde el punto de vista de la evolución: es posible imaginar una mente que funcione solamente con los sistemas de input, pero no una mente que funcione sólo con un sistema central. Los insectos y las amebas requieren sistemas de input, pero no necesitan los procesos de los sistemas centrales. De modo que es posible que estos últimos se hayan añadido en algún momento de la evolución. Gardner propone un modelo tipo navaja suiza para los procesos del pensamiento, un modelo que, si las inteligencias múltiples funcionan realmente unidas y con suficiente fluidez, no resulta sustancialmente distinto de los sistemas centrales que Fodor propone. Por consiguiente, es posible que la mente no sea una sola navaja suiza, sino dos: una para los sistemas de input donde las hojas son verdaderamente independientes, y otra para el pensamiento, donde las hojas casi siempre operan juntas de alguna manera. Pero si esto es así, ¿por qué la existencia de hojas separadas para el pensamiento, en primer lugar? ¿Por qué no tener un programa general y plurifuncional para aprender/pensar/resolver problemas o, en otras palabras, una inteligencia general? ¿Y hasta qué punto podemos estar seguros de que Gardner ha identificado real y correctamente el número y las clases de dispositivos de la navaja? El propio Gardner admite que otros estudiosos de la mente podrían descubrir una gama distinta de inteligencias. Para responder a estas preguntas lo mejor sería preguntarse quién ensambló la o las navajas suizas de la mente, es decir, preguntar por el arquitecto de la mente: los procesos de la evolución. Para ello hay que regresar a nuestro estudio del pensamiento reciente en psicología y saber algo más de todos aquellos psicólogos que con más fuerza se han dejado oír en la década de los noventa: los psicólogos de la evolución.
Los líderes de la «cuadrilla» de psicólogos de la evolución son Leda Cosmides y John Tooby, dos personas encantadoras con mentes agudísimas[18]. A finales de la década de los ochenta y principios de los noventa publicaron una serie sucesiva de artículos que culminó en un largo ensayo titulado «The Psychological foundations of culture», publicado en The Adapted Mind, un libro editado en 1992 por ambos y por Jerome Barkow[19]. Al adoptar un enfoque basado explícitamente en la evolución, sus trabajos han cuestionado muchas de las ideas convencionales sobre la mente: la mente-esponja, la mente-programa general de ordenador. De hecho vi a Leda Cosmides hace pocos meses empezando su intervención con una navaja suiza en la mano y declarando que aquello era la mente[20]. Me referiré a Cosmides y a Tooby como C&T.
La razón de que aparezcan bajo la etiqueta de psicólogos de la evolución es porque el grupo en su conjunto afirma que sólo se podrá comprender la naturaleza de la mente moderna si se la considera como un producto de la evolución biológica. El punto de partida de esta afirmación es que la mente es una estructura compleja y funcional que no pudo aparecer por casualidad. Si estamos de acuerdo en descartar la posibilidad de una intervención divina, el único proceso conocido capaz de generar tal complejidad es la evolución por selección natural[21]. En este sentido, C&T tratan la mente como cualquier otro órgano del cuerpo: es un mecanismo evolucionado que se ha ido construyendo y ajustando en respuesta a las presiones selectivas que nuestra especie ha tenido que afrontar durante su evolución. Y, más concretamente, afirman que la mente humana evolucionó bajo las presiones selectivas que conocieron nuestros antepasados humanos cuando vivían de la caza y la recolección en el ambiente del Pleistoceno, los actos y escenas centrales de nuestra prehistoria. Como ese estilo de vida llegó a su fin hace muy poco tiempo en términos de la evolución, nuestra mente sigue adaptada a aquel estilo de vida.
Consecuentemente, C&T sostienen que la mente consiste en una navaja suiza con un sinfín de hojas altamente especializadas. En otras palabras, está compuesta por múltiples módulos mentales. Cada uno de estos hojas/módulos ha sido diseñado por la selección natural para hacer frente a un determinado problema adaptativo que tuvieron que afrontar en el pasado los cazadores-recolectores. Tal como afirma Gardner, la mente posee más de una capacidad para una «inteligencia general»: hay múltiples clases especializadas de inteligencia, o de maneras de pensar. Como en el caso de las inteligencias de Gardner, es muy posible que cada módulo tenga su propia forma concreta de memoria y sus propios procesos de razonamiento[22]. Pero los módulos de la mente que proponen C&T son muy distintos de las inteligencias de Gardner. En realidad se parecen mucho más a los procesos de input de Fodor: están firmemente ensartados en la mente desde el nacimiento y son universales a lodos los seres humanos. Mientras que el carácter de las inteligencias múltiples de Gardner estaban abiertas a la influencia del contexto cultural en que se desarrollaban las jóvenes mentes, no ocurre lo mismo con los módulos de C&T.
Estos módulos presentan una característica fundamental que hasta ahora no hemos abordado: son «ricos en contenido». Es decir, los módulos no sólo proporcionan conjuntos de reglas para resolver problemas, sino que suministran también el grueso de la información necesaria para ello. Este conocimiento refleja la estructura del mundo real, o al menos el mundo del Pleistoceno en el que evolucionó la mente. Esta información sobre la estructura del mundo real, junto con una multitud de normas para solucionar problemas, cada una contenida en su propio módulo mental, ya está presente en la mente del recién nacido. Algunos módulos son llamados a actuar de forma inmediata —módulos para el contacto con los ojos de la madre—, y otros requieren algo más de tiempo antes de ponerse en funcionamiento, como los módulos para la adquisición del lenguaje.
Antes de abordar las clases de módulos que C&T creen ver presentes en su análisis de la mente, es importante entender por qué creen que la mente se asemeja a una navaja suiza, y no a una esponja o a un programa informático general o a cualquier otra cosa. Defienden tres razonamientos centrales.
En primer lugar, sugieren que puesto que cada problema que tuvieron que afrontar nuestros antepasados cazadores-recolectores era único en su forma, intentar resolver todos los problemas mediante un único dispositivo de razonamiento habría llevado a cometer muchos errores. Por consiguiente, todo humano que tuviera módulos mentales especializados dedicados a tipos concretos de problemas habría podido evitar errores y resolverlos más eficazmente. Esa persona habría gozado de una ventaja selectiva y sus genes se habrían transmitido a la población, codificando la construcción de navajas suizas en las mentes de su prole.
Los criterios para la elección de pareja sexual pueden ilustrar el valor de los módulos mentales. Si un hombre elige a alguien para la relación sexual eludirá a cuantas personas estén biológicamente relacionadas con él. Pero si la elige para compartir su comida, entonces no hay razón para eludir a nadie en razón del parentesco. Alguien que utilizara un razonamiento simple que dijera «muéstrate siempre cordial con los parientes» o «no hagas nunca caso a tus parientes» tendría menos éxito reproductivo que alguien armado de un conjunto de reglas mentales dedicadas cada una a resolver un problema concreto.
El segundo argumento que utilizan C&T para apoyar su teoría de módulos mentales ricos en contenido es que los niños aprenden rápidamente tantas cosas sobre tantos temas complejos que resulta sencillamente increíble que esto fuera posible si sus mentes no estuvieran preprogramadas para hacerlo. Este argumento se conocía originalmente como la «pobreza del estímulo» y Noam Chomsky lo acuñó en relación con el lenguaje. Este lingüista se preguntaba cómo era posible que los niños adquirieran las infinitas y complejas reglas gramaticales a partir de la limitada serie de sonidos que salían de los labios de sus padres. Y cómo era posible que un programa de aprendizaje general en la mente pudiera deducir estas reglas, memorizarlas y luego permitir a un niño de cuatro años utilizarlas casi a la perfección. Bueno, la respuesta es muy simple: no era posible. Chomsky sostenía que la mente contiene un «dispositivo para la adquisición del lenguaje» genéticamente determinado y dedicado a aprender el lenguaje, que viene ya equipado con un programa detallado para las reglas gramaticales. Fodor y Gardner coincidieron con este punto de vista, lo que explica que ambos consideraran el lenguaje como un rasgo especializado de la mente.
C&T generalizan el argumento de la «pobreza del estímulo» a todos los ámbitos de la vida. ¿Cómo podría un niño aprender el significado de una expresión facial, o el comportamiento de ciertos objetos físicos, o aprender a atribuir creencias e intenciones a otros si no contara con la ayuda de módulos mentales ricos en contenido dedicados a esas tareas?
Su tercer argumento se conoce como el problema del estado de ánimo o de la disposición mental, y hace referencia a la dificultad para tomar decisiones. Es el mismo argumento que utiliza Fodor para explicar por qué existen sistemas de input estúpidos. Imaginemos que un cazador prehistórico da la vuelta a un recodo y se encuentra de repente frente a un león. ¿Qué hacer? Si tiene sólo un programa general de aprendizaje, el lapso de tiempo que necesita para valorar las intenciones del león y sopesar los pros y los contras de echar a correr o quedarse quieto podría ser excesivo. Lo más seguro es que el león acabe por comérselo, como dice Fodor.
El problema con las reglas de aprendizaje de tipo muy general, según C&T, es que no existen líneas precisas que permitan saber el tipo de información que habría que descartar a la hora de tomar un decisión, o el curso de acción alternativo que habría que excluir. Habría que analizar cada una de las posibilidades individuales existentes. Nuestros antepasados prehistóricos se hubieran muerto de hambre tratando de decidir dónde y qué cazar. Pero si uno de los cazadores hubiera poseído un módulo mental especializado para tomar decisiones «de caza», que prescribiera la información que debía considerar y cómo procesarla, habría prosperado. Cosa que sin duda habría incrementado su éxito reproductivo, y pronto la comunidad se hubiera visto poblada de hijos suyos, todos ellos provistos de ese módulo mental especializado para tomar decisiones de caza[23].
Hay que reconocer que son argumentos de peso. Si creemos legítimo imaginar la mente como un producto de la selección natural, entonces el caso en favor de un diseño mental tipo navaja suiza parece abrumador. Pero ¿qué tipo de hojas habría en esa navaja? La pregunta nos conduce a uno de los aspectos posiblemente más relevantes de los argumentos de C&T: sugieren que podemos realmente predecir los dispositivos que debiera incluir la navaja. No es necesario proceder como Gardner y basarnos en suposiciones y en corazonadas. Como mínimo podremos predecir el conjunto instrumental si conocemos la clase de problemas que tuvieron que afrontar y resolver de manera regular nuestros cazadores-recolectores prehistóricos. C&T creen que los conocen y sugieren que la mente contiene un sinfín de módulos, que incluyen:
Un módulo de reconocimiento de rostros, un módulo de relaciones espaciales, un módulo de mecánica de objetos rígidos, un módulo de utilización de útiles, un módulo del miedo, un módulo de intercambio social, un módulo de emoción-percepción, un módulo de motivación orientada al parentesco, un módulo de asignación-recalibración de esfuerzos, un módulo de cuidado de niños, un módulo de inferencia social, un módulo de amistad, un módulo de inferencia semántica, un módulo de adquisición de gramática, un módulo para la pragmática de la comunicación, un módulo para una teoría de la mente, ¡y etc.![24].
Esta extensa lista, aunque incompleta, de posibles módulos seguramente no difiere tanto de las propuestas de Gardner. Ya que a partir de este tipo de listas se pueden reagrupar diversos módulos, como por ejemplo los que se ocupan de la interacción social, o los que se refieren a objetos físicos. C&T llaman «facultades» a estas agrupaciones. Como tales, estas facultades se asemejan a la idea de inteligencia propuesta por Gardner. Pero la diferencia fundamental en relación con las ideas de Gardner es que sus inteligencias son arbitrarias, como lo son sus corazonadas acerca de lo que ocurre en la mente. C&T, en cambio, predicen qué tipo de módulos deberían estar presentes, porque parten del supuesto de que la mente es un producto de la evolución durante el Pleistoceno, un periodo en que la selección natural desempeñó seguramente un papel dominante. Además, las inteligencias de Gardner se configuran en función del contexto cultural de desarrollo. C&T son inmunes al mundo exterior. Pero ¿tantos módulos? ¿Es posible realmente que tengamos tantos procesos psicológicos independientes en nuestra mente? Me pregunto si estas ideas son las que Fodor temía cuando advertía que «la teoría de la modularidad se había vuelto loca[25]».
Dejemos a los psicólogos y veamos de qué manera la idea de la mente humana moderna como navaja suiza de un cazador-recolector prehistórico encaja con nuestra experiencia del mundo. La respuesta es: con mucha dificultad.
Para empezar, consideremos la idea según la cual la mente moderna evolucionó como un medio para resolver los problemas que tuvieron que afrontar los cazadores-recolectores de la Edad de la Piedra en el ambiente pleistocénico. Los razonamientos lógicos en favor de esa afirmación son abrumadores: ¿cómo pudo ser de otra manera? Pero entonces ¿cómo dar cuenta de esas cosas que la mente moderna hace tan bien, pero que los cazadores-recolectores de la Edad de la Piedra nunca intentaron, como leer libros o elaborar medicamentos para curar el cáncer? Para algunas de estas actividades podemos usar módulos que originalmente evolucionaron para tareas distintas, aunque relacionadas. Así, los módulos proyectados para la adquisición del lenguaje hablado pueden servir para aprender a leer y a escribir. Y quizás podemos aprender geometría porque podemos servirnos del «módulo de relaciones espaciales» de C&T, ya no para encontrar el camino a través del paisaje, sino para encontrar el camino entre los lados de un triángulo.
Otras clases de pensamiento y conducta no asociables a los cazadores-recolectores podrían utilizar perfectamente reglas de aprendizaje general, como por ejemplo el aprendizaje por asociación y el aprendizaje mediante ensayo y error. Los agrupo a todos ellos bajo el título de inteligencia general. Incluso C&T admiten la existencia de algunas reglas de aprendizaje general en la mente. Pero, si sus argumentos son correctos, estas reglas sólo podrían resolver problemas simples. Situaciones de mayor dificultad requieren procesos mentales especializados y dedicados, o cooptados.
Consideremos las matemáticas. A los niños les cuesta mucho más aprender las reglas de álgebra que las reglas del lenguaje, lo que sugiere claramente que la mente está preadaptada para aprender el lenguaje pero no las matemáticas. Así que es posible que aprendamos matemáticas utilizando las reglas de la inteligencia general. Pero ¿cómo explicar entonces que haya adultos, y también niños, brillantes en matemáticas?
Veamos el caso de un matemático llamado Andrew Wiles. En junio de 1993 anunció que tenía la prueba de lo que se conoce como el último teorema de Fermat[26]. Fermat fue un matemático del siglo XVII que anotó en el margen de un cuaderno que había logrado demostrar que la solución a la ecuación xn+yn=zn no arroja números enteros cuando n es mayor que 2 y x, y y z no equivalen a cero. Pero olvidó dejarnos la prueba, que desde entonces ha sido uno de los Santos Griales de las matemáticas. Wiles afirmó que la había logrado: más de mil páginas de ecuaciones literalmente ininteligibles para la mayoría de la gente de este mundo. Pero alguien sí las entendió y le dijo al pobre Andrew Wiles que su solución ¡era errónea! Un año después se presentó una prueba revisada, que ha sido aclamada como uno de los mayores logros de la matemática del siglo XX[27]. Pero entonces, si la mente sólo está adaptada para resolver problemas relacionados con la caza y la recolección ¿cómo habría sido posible idear esa prueba? ¿Cómo pudo Fermat pensar un último teorema, o incluso un primer teorema? ¿Acaso Fermat y Wiles utilizaron sólo un proceso cognitivo de segunda mano que había sido inicialmente proyectado para otra tarea? ¿O se sirvieron de una capacidad de aprendizaje general? Ni lo uno ni lo otro parece plausible.
Es evidente que no es sólo la capacidad de los humanos modernos para la matemática pura lo que plantea problemas a la teoría de la mente de Cosmides y Tobby. Cuando leí sus trabajos por primera vez, yo era profesor en Cambridge, en el Trinity Hall. Una vez a la semana todos los miembros de la junta rectora de la universidad nos reuníamos para cenar en la Gran Mesa. Y allí estaba yo, recién terminada mi tesis doctoral, rodeado de algunos de los grandes intelectos del país. Personas como sir Roy Calne, el cirujano de trasplantes (y artista de talento); el profesor John Polkinghorne, antiguo profesor de física matemática que había sido ordenado sacerdote anglicano, y el distinguido lingüista sir John Lyons, director del College. En ocasiones especiales los miembros honoríficos del cuerpo docente de la universidad también venían a cenar, incluido el famoso físico y profesor Stephen Hawking. ¿Es posible que aquellos cirujanos, lingüistas y físicos estuvieran expandiendo los límites del conocimiento humano en campos tan diversos y complejos sirviéndose de mentes que estaban adaptadas a una simple existencia cazadora-recolectora?
Tal vez merezca la pena centrarnos un momento en los cazadores-recolectores modernos para tratar de ver cómo funcionan sus mentes. Los inuit, los bosquimanos del Kalahari y los aborígenes australianos no son reliquias de la Edad de la Piedra. Son tan modernos como usted y yo. Simplemente ocurre que su estilo de vida, por diversas razones, presenta analogías muy próximas a los estilos de vida del Pleistoceno. Porque, efectivamente, dado que tienen que cazar y recolectar para obtener su alimento, estos pueblos modernos comparten muchos de los problemas adaptativos que conocieron los cazadores-recolectores del Pleistoceno. Pero existe un profundo abismo entre la manera en que parecen pensar en sus actividades y el cómo deberían de hacerlo de acuerdo con la teoría de C&T.
Uno de los razonamientos fundamentales de C&T es que tipos concretos de problemas requieren formas concretas de resolución. Si una joven selecciona la fruta utilizando el mismo dispositivo mental que utiliza para elegir pareja, lo más probable es que acabe con un serio dolor de estómago, porque escogerá la fruta verde, una fruta que presente un perfecto tono muscular. Pero si observamos a los cazadores-recolectores modernos vemos que esto es precisamente lo que hacen; no acaban con dolor de estómago por comer fruta verde, pero razonan sobre el mundo natural como si fuera un ser social.
Nurit Bird-David ha vivido en la selva tropical entre pueblos que practican un estilo de vida de caza-recoleccción tradicional, concretamente entre los mbuti de la República Democrática de Congo. Descubrió que todos aquellos grupos comparten una misma forma de ver y entender su medio: conciben la selva «como una madre», como un «medio generoso, como puede serlo un pariente próximo[28]». También los inuit del Ártico canadiense «ven su mundo imbuido de las cualidades humanas de voluntad y finalidad[29]». Los modernos cazadores-recolectores no viven en un medio constituido sólo por animales, plantas, rocas y cuevas. Sus paisajes están construidos socialmente. Entre los aborígenes de Australia los pozos de agua son espacios donde sus antepasados cavaron la tierra, los árboles crecen donde se colocaron los palos cavadores, y los sedimentos de ocre rojo son los lugares donde derramaron su sangre[30].
2. Durante el periodo de creación mitológica de los inuit, animales y humanos vivieron juntos, metarmofoseándose los unos en los otros con suma facilidad. Esta figura reproduce un dibujo de Davidialuk Alasuaq y muestra un oso polar vestido con ropas inuit saludando cordialmente a un cazador.
Esta tendencia a pensar el mundo natural en términos sociales es quizás aún más evidente en el uso ubicuo del pensamiento antropomórfico, aquel que atribuye a los animales una mente similar a los humanos. Analicemos la relación que tienen los inuit con el oso polar. Este animal es sumamente apreciado y se le «mata con pasión, se descuartiza con cuidado y se devora con sumo deleite[31]». Pero en determinados aspectos también se le suele tratar como si fuera un cazador más. Cuando se mata un oso se aplican las mismas restricciones que se practican cuando alguien muere en el campamento. Se considera al oso polar como un ancestro humano, un miembro del linaje, un adversario temido y respetado (véase la figura 2). En la mitología de los inuit hubo un tiempo en que los humanos y los osos polares eran fácilmente intercambiables. Esta idea, según la cual en el pasado los animales humanos y los no humanos podían transformarse uno en el otro, es efectivamente un rasgo muy común entre las mentes cazadoras-recolectoras. Es la base del pensamiento totémico, cuyo estudio constituye la piedra fundacional de la antropología social[32].
En general, todos los cazadores-recolectores modernos parecen hacer precisamente lo que C&T dicen que no debieran hacer: piensan su mundo natural como si fuera un ente social. No utilizan una «hoja» distinta para pensar entidades tan distintas. El antropólogo Tim Ingold resume perfectamente este rasgo. Escribe: «Para ellos [los cazadores-recolectores modernos] no existen dos mundos distintos, uno de personas (sociedad) y otro de cosas (naturaleza), sino un solo mundo —un medio— lleno de poderes personales y que incluye a los seres humanos, a los animales y las plantas de los que dependen, y el paisaje en que viven y se mueven[33]». El antropólogo social y filósofo Ernest Gellner va aún más lejos. Refiriéndose a las sociedades «tradicionales» no occidentales, concluye que «la fusión y la confusión de funciones, objetivos y criterios es la condición normal y original de la humanidad[34]».
La abrumadora impresión que se tiene a partir de las descripciones de los cazadores-recolectores modernos es que todos los ámbitos de su vida están tan íntimamente conectados entre sí que la sola idea de que piensan en ellos mediante dispositivos distintos de razonamiento parece improbable. Matar y comer animales parecen actividades vinculadas tanto a la construcción y mediación de relaciones sociales como a la obtención de alimentos[35]. Para cobijarse, los cazadores-recolectores tienen que construir cabañas en sus asentamientos, pero el acto de emplazar una cabaña en un lugar y no en otro constituye una afirmación social importante[36]. Lo mismo ocurre con la ropa: lodo cuanto cubre el cuerpo sirve para mantener a la persona caliente pero también para enviar mensajes sociales sobre la propia identidad y sobre cómo esa persona desea ser tratada[37]. A la hora de diseñar la forma de una punta de flecha, los cazadores tienen en cuenta las propiedades físicas de la materia prima, los requisitos funcionales de la punta —por ejemplo, si está pensada para perforar órganos vitales o para seccionar arterias—, pero también la mejor forma de transmitir mensajes sociales sobre su identidad personal o afiliación grupal[38]. En pocas palabras, cada una de las acciones de un moderno cazador-recolector no está encaminada a resolver un único problema adaptativo, sino que simultánea e intencionadamente tiene que ver con todo un conjunto de problemas. Si —y es un «si» muy grande— estos modernos cazadores-recolectores constituyen efectivamente un buen ejemplo analógico para entender la mente de los cazadores-recolectores del Pleistoceno, ¿cómo pudieron existir presiones selectivas para producir una navaja suiza para la mente?
No he tenido la suerte de sentarme a compartir la comida con los inuit o los bosquimanos del Kalahari. Pero me he sentado con profesores universitarios de Cambridge a la Gran Mesa y no parece haber una gran diferencia de comportamientos. Porque si bien los alimentos aseguraban la nutrición, también servían para enviar mensajes sociales. Eran caros, excesivos y exóticos, sobre todo cuando había invitados: un consumo manifiesto que servía para aglutinar al grupo de profesores y dejar bien establecido su prestigio. El lugar que cada comensal ocupaba en la mesa del comedor estaba tan socialmente condicionado como el lugar de los cazadores-recolectores sentados alrededor del fuego: la Gran Mesa de los profesores literalmente colocada sobre un pódium, mirando hacia abajo donde se sentaban los estudiantes. El director estaba sentado en el centro. Recuerdo las múltiples miradas de desaprobación que me dirigieron los profesores más veteranos cuando accidentalmente me senté en un lugar que no correspondía a mi rango. Y también recuerdo el fruncir de entrecejos cuando olvidé pasar el Oporto, una situación muy parecida (aunque no tan grave) a la que se produce cuando un cazador joven se olvida de compartir su caza. Las togas que llevan los miembros del cuerpo docente son, claramente, su vestimenta tribal, cuyos colores y diseños sirven para establecer el rango social. Los profesores de Cambridge y los bosquimanos del Kalahari son idénticos. Ambos poseen la arquitectura de la mente moderna, algo que difiere fundamentalmente de una serie de dispositivos especializados cada uno en resolver un único problema adaptativo.
Ahora bien, no es necesario analizar culturas humanas exóticas para reconocer que lo que C&T nos están diciendo sobre la mente va en contra de lo que la gente parece pensar realmente. Volvamos a los niños. Dad a una niña un cachorro de galo y creerá que posee una mente como la suya: antropomorfizar parece ser una actividad compulsiva. Dad a una niña una muñeca y empezará a hablarle, a darle de comer y a cambiarle los pañales. Ese bulto inerte de plástico nunca le sonríe, pero la niña parece utilizar con la muñeca el mismo proceso mental de interacción que el que usa para interactuar con seres de carne y hueso.
Ahora sentémonos junto a unos niños y contemplemos dibujos animados en la televisión. Inmediatamente se entra en un mundo que viola todas y cada una de las reglas que la evolución haya podido inculcar en sus mentes. Aparecen animales que hablan, objetos que pueden cambiar de forma y adquirir vida, y hay personas que pueden volar. Las mentes infantiles comprenden sin esfuerzo este mundo surrealista. Pero ¿cómo es eso posible si los psicólogos de la evolución están en lo cierto y la mente infantil está compuesta por módulos mentales ricos en contenido que reflejan la estructura del mundo real? En cuyo caso ¿no tendrían que estar confundidos, enfadados, aterrorizados por esos dibujos animados?
Así que estamos ante una paradoja. Los psicólogos de la evolución sostienen mediante sólidos razonamientos que la mente debería ser como una navaja suiza. Debería estar constituida por múltiples módulos mentales ricos en contenido, cada uno de ellos adaptado para resolver un problema concreto en la vida de los cazadores-recolectores del Pleistoceno. No se encuentran fallos en la lógica de su argumentación. Encuentro que tiene fuerza. Pero cuando pensamos en los catedráticos de la Universidad de Cambridge, en los aborígenes australianos o en los niños, esta idea parece casi absurda. A mi modo de ver, el mayor obstáculo con que se enfrenta la teoría de la mente de Cosmides y Tooby es la pasión humana por la analogía y la metáfora. Por el simple hecho de poder invocar una analogía entre la mente y la navaja suiza. Leda Cosmides podría estar falsando estas afirmaciones.
¿Cómo se podría resolver esta paradoja? Creo eme tendríamos que volver de nuevo a explorar la mente infantil, pero esta vez con la ayuda de otro grupo de expertos: los psicólogos evolutivos.
¿Nacen realmente los niños con módulos mentales ricos en contenido que reflejan la estructura del mundo real (del Pleistoceno), como proponen C&T? La respuesta de la psicología evolutiva es abrumadoramente positiva. Los niños pequeños parecen tener un conocimiento intuitivo del mundo en al menos cuatro ámbitos de comportamiento: el lenguaje, la psicología, la física y la biología. Y sus conocimientos intuitivos dentro de cada uno de esos ámbitos parecen estar directamente relacionados con un modo de vida cazador-recolector muy, muy antiguo en la prehistoria. Ya hemos considerado el lenguaje, así que ahora nos ocuparemos de la evidencia relativa a los demás conocimientos intuitivos, empezando por el de la psicología.
Cuando los niños alcanzan los tres años de edad, atribuyen estados mentales a otras personas cuando intentan explicar sus acciones. Concretamente, entienden que otras personas tienen creencias y deseos y que estos desempeñan un papel causal en el comportamiento. Como explica Andrew Whiten en la introducción de su libro Natural Theories of Mind (1991), diversos autores lo han descrito como «psicología intuitiva», «psicología de creencia-deseo», «psicología popular» y también como «teoría de la mente[39]». Es imposible que los conceptos básicos de creencia y deseo que utilizan los niños, independientemente del trasfondo cultural, se hayan construido a partir de la evidencia que tienen a su alcance en los primeros estadios de su desarrollo. Por consiguiente, estos conceptos parecen derivar de una estructura psicológica innata, un módulo mental rico en contenido que crea interpretaciones obligadas del comportamiento humano en términos mentales.
El estudio de esta psicología intuitiva ha constituido uno de los campos de investigación sobre el desarrollo del niño más dinámicos de esta última década. El mayor interés se ha centrado en lo que se ha llamado el módulo de la «teoría de la mente»: la capacidad para «leer» la mente de otros, tal y como se describe en la obra de Alan Leslie, por ejemplo. Una de las propuestas más interesantes es que el autismo, que hace que los niños tengan graves dificultades para la interacción social, podría tener su origen en una disfunción de ese módulo. Parece que los niños autistas no se dan cuenta de lo que piensan los demás, ni siquiera de que otros puedan tener pensamientos en la mente. Simon Baron-Cohen ha descrito esta condición como «ceguera mental». Pero los niños autistas parecen ser totalmente normales por lo que se refiere a otros aspectos del pensamiento. Es como si una hoja de su particular navaja suiza mental se hubiera roto o encallado y no pudiera abrirse. Todas las demás hojas siguen funcionando con normalidad, o puede incluso que se hayan reforzado, como ocurre en aquellas personas que tienen graves deficiencias en algunas zonas de su actividad mental, pero que despliegan un talento prodigioso en otras, los llamados idiots savants[40].
Hace veinte años, Nicholas Humphrey avanzaba una explicación de tipo evolucionista referida a un módulo de la teoría de la mente[41]. En realidad fue Humphrey quien introdujo la psicología de la evolución en el mundo académico; el equipo actual lo único que ha hecho es redescubrirla como si estuvieran en sus años de jardín de infancia. En un original trabajo académico titulado «La función social del intelecto», Nicholas Humphrey dice que cuando los individuos viven en el seno de un grupo y entablan múltiples relaciones de cooperación, competición y reciprocidad, los individuos con capacidad para predecir el comportamiento de los demás alcanzan mayor éxito reproductivo. Además, el poder de previsión y de comprensión social —lo que él llamó una inteligencia social— es esencial para mantener la cohesión social, ya que posibilita la transmisión del conocimiento práctico en materia, por ejemplo, de producción de útiles y de provisión de alimentos. En otras palabras, habrá presión selectiva para que se desarrolle la capacidad de leer el contenido de la mente de otras personas. Y para ello los seres humanos nos valemos de un truco ingenioso: se llama consciencia. Analizaremos las ideas de Humphrey con mayor detalle en el capítulo 5, cuando empecemos también a abordar la idea de consciencia. Aquí sólo nos queda señalar que podemos no sólo identificar presiones selectivas en favor del desarrollo de un módulo de la teoría de la mente, sino descubrir evidencia en la psicología evolutiva en apoyo de su existencia. Parece que C&T han dado en el blanco.
Existe evidencia muy similar sobre la existencia de una interpretación intuitiva de la biología. Los estudios en el campo del desarrollo infantil han demostrado que los niños parecen nacer con capacidad para comprender que los seres animados y los objetos inanimados son esencialmente distintos. Un niño de tres años parece atribuir necesariamente una «esencia» a distintas clases de seres animados, y entiende que un cambio de apariencia exterior no refleja un cambio de «esencia[42]». Por ejemplo, Frank Keil ha demostrado que los niños son capaces de entender que aunque un caballo lleve puesto un pijama a rayas, no por eso se convierte en una cebra. Y si un perro nace mudo y con sólo tres patas, sigue siendo un perro, que es un cuadrúpedo que ladra[43]. Si la experiencia infantil parece inadecuada para explicar cómo se adquiere el lenguaje, su experiencia del mundo tampoco parece apta para explicar su comprensión de los seres vivos.
Todos nosotros estamos familiarizados con la noción de esencia de las especies. Es la que nos lleva a exigir que una persona con graves lesiones cerebrales tenga los mismos derechos que un profesor de universidad, o a defender que una persona físicamente discapacitada posea los mismos derechos que un atleta olímpico. Todas ellas son «humanas», independientemente de sus capacidades intelectuales o físicas. Por eso son muchas las personas que se sienten incómodas ante la manipulación genética, porque con frecuencia parece que quiere combinar la esencia de dos especies diferentes.
Otra de las razones para creer en la capacidad para un conocimiento biológico intuitivo es que todas las culturas comparten las mismas ideas sobre la clasificación del mundo natural, del mismo modo que todas las lenguas comparten la misma estructura gramatical. Este hecho ha sido documentado por Scott Atran en su libro Cognitive Foundations of Natural History (1990[44]). El autor dice que todas las culturas conocidas parecen poseer nociones de: 1) especies biológicas de vertebrados y plantas; 2) pautas secuenciales para nombrarlas, por ejemplo, «roble», «roble carrasqueño», «roble carrasqueño moteado»; 3) clasificaciones basadas en una apreciación de las pautas generales de regularidad morfológica: 4) agrupación de categorías animales según formas de vida que se corresponden fielmente con las familias zoológicas modernas, como peces y pájaros; y 5) agrupación de categorías botánicas según «formas de vida» de plantas con relevancia ecológica, como «árboles» y «hierbas», aunque estas no tengan lugar en la moderna taxonomía botánica.
La universalidad y la complejidad de las clasificaciones jerárquicas del mundo natural que adoptamos se explican escueta y tal vez solamente por un módulo mental compartido especializado en «biología intuitiva». Es sencillamente imposible que los seres humanos pudieran construir las complejas taxonomías universalmente adoptadas a partir de la limitada evidencia disponible de que gozan durante su desarrollo si no tuvieran un «foto-calco» de las estructuras del mundo animado firmemente asentado en sus mentes.
Existen además otras semejanzas entre el conocimiento biológico, el conocimiento psicológico y el lingüístico. Por ejemplo, parece que los seres humanos no pueden dejar de pensar en las acciones de otros en términos de una psicología de «creencia-deseo», como tampoco pueden evitar imponer una compleja clasificación taxonómica del mundo, aun cuando sea de escaso valor utilitario. El antropólogo Brent Berlín ha demostrado, por ejemplo, que entre los mayas tzeltal de México y los jívaros aguarana de Perú, más de una tercera parte de las plantas a las que han dado nombre no tienen uso social ni económico alguno, y tampoco son venenosas o nocivas[45]. Pero pese a todo se les ha dado un nombre y se las ha agrupado según semejanzas ostensibles.
Otra semejanza entre las nociones de creencias y deseos es la facilidad con que se transmite la información biológica. Scott Atran afirma que la estructura, el alcance y la profundidad del conocimiento taxonómico son muy parecidas en distintas sociedades, independientemente del esfuerzo empeñado en la transmisión de ese conocimiento. Los hanunoo de las Filipinas, por ejemplo, poseen un conocimiento botánico sumamente detallado, sobre el que suelen discutir y pontificar. Los zafimaniri de Madagascar, que viven en un medio similar y con una organización de subsistencia parecida, poseen un conocimiento botánico tanto o más minucioso. Pero transmiten esta información de manera muy informal, sin instrucciones ni comentarios.
Un componente importante de esta información hace referencia no a la taxonomía de animales y plantas, sino a su comportamiento. Existen varios casos de patología cognitiva, lo que significa que una persona puede bien perder la comprensión intuitiva del comportamiento animal, bien acrecentarla cuando pierde otros tipos de conocimiento. Uno de los mejores ejemplos procede del neurólogo clínico Oliver Sacks, quien describe el caso de Temple Grandin, una mujer autista incapaz de descifrar ni el más simple intercambio social entre humanos. Pero en cambio su comprensión intuitiva del comportamiento animal es casi intimidatorio. Sacks describe sus impresiones después de pasar un tiempo con Temple en su granja:
Me sorprendió la enorme diferencia, el abismo que existía entre el reconocimiento inmediato, intuitivo, que Temple tenía de los estados de humor y de los gestos de los animales, y su extraordinaria dificultad para entender a los seres humanos, sus códigos y señales, su forma de comportarse. No puede decirse que Temple carezca de sentimientos o que tenga una ausencia fundamental de simpatía. Al contrario, siente con tanta fuerza los estados de ánimo y los sentimientos de los animales que estos casi la poseen, la abruman por momentos[46].
De modo que contamos con buena evidencia que demuestra que la mente posee un dispositivo especializado para conocer el mundo natural. Esto resulta particularmente evidente sobre todo cuando vemos la desenvoltura y el gozo con que los niños aprenden cosas sobre los animales en sus juegos, lo cual indica que su biología intuitiva está funcionando. Esta biología intuitiva ¿es explicable por las presiones selectivas sobre los cazadores-recolectores prehistóricos, como C&T nos quieren hacer creer? Evidentemente que sí. De todos los estilos de vida, el de la caza y recolección necesita de un conocimiento muy detallado del mundo natural. Esto es evidente entre los modernos cazadores-recolectores: son sólidos y expertos naturalistas, capaces de interpretar las más pequeñas claves de su medio y sus implicaciones para la localización y comportamiento de los animales[47]. Su éxito como cazadores-recolectores, a menudo en medios marginales, depende mucho más de su comprensión de la historia natural que de su tecnología o de la cantidad de fuerza de trabajo que dedican a sus vidas. Es lógico pensar que en el marco de la evolución de los modernos humanos, aquellos individuos nacidos con módulos mentales ricos en contenido capaces de facilitar la adquisición de aquellos conocimientos habrían gozado de una ventaja selectiva sustancial.
La evidencia procedente de la psicología evolutiva parece concluyente: la facilidad con que los niños incorporan conocimientos sobre el lenguaje, sobre otras mentes y sobre la biología parece derivar de una base cognitiva de módulos mentales innatos y ricos en contenido. Parece que estos módulos los comparten universalmente todos los humanos. Este descubrimiento también es aplicable a un cuarto ámbito cognitivo: la física intuitiva. Desde muy temprana edad los niños comprenden que los objetos físicos están sujetos a un conjunto de reglas distinto del que rige para los conceptos mentales y los seres animados. Parece imposible que hayan adquirido tal conocimiento a partir de su limitada experiencia del mundo.
Es lo que ha demostrado la psicóloga Elizabeth Spelke[48] mediante una serie de experimentos con niños que le han permitido confirmar que poseen un conocimiento intuitivo de las propiedades de los objetos físicos. Conceptos como el de solidez, gravedad e inercia parecen estar sólidamente insertados en la mente infantil. Aunque las experiencias vitales de un niño están dominadas por las experiencias de otras gentes, entienden sin embargo que los objetos tienen propiedades fundamentalmente diferentes. No pueden, por ejemplo, provocar «acción a distancia», cosa que sí puede hacer un extraño o extraña al entrar en una habitación.
Los niños comprenden que la manera más idónea de clasificar objetos físicos es muy distinta de la que se necesita para los seres vivos. La noción de esencia está completamente ausente de su manera de pensar los objetos inertes. Mientras que un perro es un perro, aunque tenga tres patas, los niños aprecian que una canasta puede servir para guardar cosas, o para sentarse, o para usar como mesa o cama. A diferencia de los seres vivos, la identidad de un objeto depende del contexto. No tiene esencia. No depende ni de clasificaciones jerárquicas ni de ideas sobre crecimiento y movimiento[49].
Desde el punto de vista de la evolución, la ventaja de poseer módulos mentales ricos en contenido para comprender los objetos físicos es obvia. Si utilizáramos ideas relativas a los seres vivos para pensar los objetos inertes, la vida estaría repleta de errores. Tener un conocimiento intuitivo de la física nos permite servirnos rápidamente de los conocimientos, transmitidos culturalmente, sobre aquellos objetos concretos que son necesarios a nuestro propio estilo de vida —tal vez los útiles líticos que necesitan los cazadores-recolectores prehistóricos— sin previo aprendizaje sobre las diferencias entre los objetos físicos, los seres animados y los conceptos mentales.
En esta pugna entre nuestra experiencia cotidiana del mundo y las ideas académicas de los psicólogos de la evolución, parece que serían estos últimos quienes habrían ganado este segundo asalto sin esfuerzo. Hay una creciente acumulación de datos en el campo de la psicología evolutiva favorables a la tesis de que los niños nacen con una gran cantidad de información sobre el mundo bien asentada en sus mentes. Estos conocimientos parecen corresponder a cuatro áreas cognitivas: lenguaje, psicología, biología y física. En cada una de ellas cabe imaginar fuertes presiones selectivas a favor de la evolución de módulos mentales ricos en contenido, es decir, a favor de las cuchillas especializadas de la navaja suiza que es, al parecer, la mente.
Sin embargo, esta interpretación no explica toda la mente. Recordemos que un niño que juega con una muñeca inerte tenderá a investirla de los atributos de un ser animado. Un rasgo importante de esa mente infantil no es sólo el hecho de que aplique reglas, impropias desde el punto de vista de la evolución, de la psicología, de la biología y del lenguaje para jugar con su objeto físico inerte, sino el hecho de que esté indefectiblemente compelida a hacerlo así. Esta compulsión, y la facilidad con que lo consigue, parece ser tan fuerte como la que la lleva a adquirir el lenguaje o una psicología de creencia-deseo[50]. Esta también tiene que reflejar un rasgo fundamental de la arquitectura evolucionada de la mente infantil.
Vayamos ahora al ring para iniciar el tercer asalto contra C&T. Mis guantes de boxeo serán un par de psicólogos evolutivos que se han interesado en los cambios que se producen en la mente infantil durante los primeros años de vida. Pero cuando pasemos a analizar sus ideas será bueno recordar aquella idea, ciertamente convincente, introducida anteriormente en este capítulo, según la cual los estadios del desarrollo de la mente infantil reflejan los estadios de la evolución cognitiva de nuestros antepasados: la idea de que «la ontogenia sintetiza o recapitula la filogenia».
La evidencia concluyente que hemos ido explorando a favor de unos módulos mentales ricos en contenido estaba basada, en su mayor parte, en estudios de niños de dos y tres años. ¿Qué ocurre con la mente infantil antes y después de estas edades?
La psicóloga evolutiva Patricia Greenfield afirma que hasta la edad de dos años la mente infantil no se parece en absoluto a una navaja suiza, sino que de hecho funcionaría como aquel programa general, o plurifuncional, de aprendizaje que mencionábamos anteriormente en este mismo capítulo[51]. Y dice que la capacidad para el lenguaje y la capacidad para la manipulación de objetos que se aprecian en los niños descansan, ambas, en los mismos procesos cognitivos: la modularización tendría lugar sólo después de esa edad.
En apoyo de su argumentación, Greenfield destaca la semejanza que existe entre los niños más pequeños en la organización jerárquica a la hora de combinar objetos y a la hora de hablar. Por lo que a los objetos se refiere, los niños combinan elementos para hacer construcciones, mientras que en el lenguaje, construyen fonemas para crear palabras. Sólo después de la edad de dos años tiene lugar la explosión del lenguaje; antes de esa edad, el niño parece adquirir rudimentos de lenguaje utilizando reglas de aprendizaje no restringidas únicamente al ámbito del lenguaje. La mente funciona a base de un programa informático simple y plurifuncional, es decir, que posee una inteligencia general. Greenfield afirma que en este aspecto la mente de un niño de dos años es similar a la de un chimpancé, que, según ella, también utiliza procesos de aprendizaje de tipo general para manipular objetos físicos y símbolos, una idea que exploraremos en el capítulo 5. Entre los humanos, los módulos mentales que contienen conocimientos de lenguaje, de física, de psicología y de biología no dominan sobre las reglas generales de aprendizaje hasta después de los dos años.
Así pues, la mente parece sufrir una extraña metamorfosis, es decir, que parece pasar de funcionar como un programa informático a funcionar como una navaja suiza. Esta metamorfosis ¿es similar a la que tiene lugar entre el renacuajo y la rana, es decir, el final de la historia, o es como la oruga que se convierte en crisálida, donde el cambio final y más sorprendente aún está por llegar? Annette Karmiloff-Smith cree esto último y sostiene que el estadio final del desarrollo mental es similar a la transformación en mariposa[52].
En su libro Beyond Modularity (1992), Karmiloff-Smith defiende, con Greenfield, que la modularización es un producto del desarrollo. Pero para Karmiloff-Smith, los módulos que se desarrollan son hasta cierto punto variables según los distintos contextos culturales, una idea que constituye un anatema para los psicólogos de la evolución, pero que la alinea con las ideas de Howard Gardner. Ella acepta totalmente el rol de los conocimientos intuitivos del lenguaje, de la psicología, de la biología y de la física, algo que han demostrado de forma concluyente autores como Noam Chomsky, Alan Leslie, Scott Atran y Elizabeth Spelke, como hemos visto. Pero para Karmiloff-Smith, estos autores sólo se ocupan del «saque inicial» del desarrollo de las áreas cognitivas. Algunas de las áreas/facultades/inteligencias que, según ella, se desarrollan en la mente son las mismas que ya aceptan los psicólogos de la evolución, como la del lenguaje y la de la física. Y están constituidas de la misma manera: mientras que C&T dividen los módulos mentales en facultades, Karmiloff-Smith divide las áreas en microáreas. Así, dentro de la facultad/área del lenguaje, la adquisición de pronombres correspondería a un módulo o a una microárea, según el autor que uno esté leyendo.
Pero lo fundamental de las ideas de Karmiloff-Smith es su convicción de que el contexto cultural en que se desarrolla el niño desempeña también un rol en la determinación del tipo de área que emerge. Ello se debe a la plasticidad del cerebro infantil durante el proceso de desarrollo, y sugiere que «con el tiempo, se van seleccionando progresivamente determinados circuitos cerebrales para computar diferentes áreas específicas[53]». Y por consiguiente, aun cuando los cazadores-recolectores del Pleistoceno no fueran seguramente grandes matemáticos —sus vidas no lo necesitaban—, los niños actuales sí pueden desarrollar un área cognitiva especializada de matemáticas. El «saque inicial» de esta capacidad podría residir en uno de los módulos de física intuitiva o en algún otro aspecto del conocimiento intuitivo innato que poseen los niños. Y en condiciones culturales propicias, puede convertirse en un área de conocimiento matemático plenamente desarrollada, como concluye efectivamente el psicólogo David Geary[54]. La mente es aún una navaja suiza; pero la clase de hojas que contiene puede variar de una persona a otra. Un hombre que utiliza una navaja suiza para ir a pescar necesita un instrumental distinto a otro que va de camping.
Así, Karmiloff-Smith coincide con C&T en que la mente de un niño pequeño funciona como una navaja suiza. Pero para Karmiloff-Smith, se trata tan sólo de un estadio previo a la transformación en mariposa, porque, dice, poco después de que haya tenido lugar la modularización, los módulos empiezan a trabajar de forma conjunta. Y aunque utiliza un término extraño para definir ese proceso, «redescripción representacional» (RR). lo que quiere decir en realidad es muy simple. La consecuencia de la RR es la aparición en la mente de «múltiples representaciones de conocimientos similares» y por lo tanto «el conocimiento deviene aplicable a objetivos distintos de aquellos, más específicos, a los que se aplica normalmente, de modo que pueden forjarse vínculos perceptuales transversales a todas las áreas[55]». En otras palabras, pueden aparecer pensamientos que combinen conocimientos previamente «atrapados» en un área determinada.
Los psicólogos evolutivos Susan Carey y Elizabeth Spelke han formulado, por vías independientes, una idea muy parecida. Afirman que la aparición de un «mapa» transversal a todas las áreas es un rasgo fundamental del desarrollo cognitivo, lo que por lo demás explicaría la diversidad cultural: «Si bien los niños de todo el mundo comparten un conjunto de sistemas iniciales de conocimiento, estos sistemas se transforman espontáneamente durante el proceso de desarrollo y aprendizaje, a medida que niños y adultos construyen, exploran y adoptan «mapas» que conectan transversamente los sistemas de conocimiento[56]».
Las ideas de Karmiloff-Smith, de Carey y de Spelke nos recuerdan de inmediato aquellos atributos de la mente que Jerry Fodor y Howard Gardner consideraron tan impresionantes, y parte fundamental de su arquitectura. Recordemos que, para Fodor, los rasgos más característicos y sorprendentes de la mente eran «su no encapsulación, su holismo, y su pasión por lo analógico», y recordemos también los términos en que se expresaba Gardner para describir la forma en que «uno encuentra siempre complejos de inteligencias funcionando conjuntamente de forma armónica, prácticamente sin fisuras, para ejecutar intrincadas actividades humanas». Gardner sugería que los seres humanos más sabios son aquellos mejor capacitados para crear conexiones interáreas —o intermapas—, cuyo ejemplo más paradigmático es el uso de analogías y metáforas.
Esta parece ser la esencia de la creatividad humana. En su libro The Creative Mind (1990). Margaret Boden explora las posibilidades de explicar el pensamiento creativo y concluye que este surge gracias a lo que ella describe como la transformación de los espacios conceptuales[57]. Para Boden, un espacio conceptual se parece mucho al área, inteligencia o facultad cognitivas que hemos estado analizando. La transformación de una de ellas implica la introducción de nuevos conocimientos, o de nuevas maneras de procesar el conocimiento ya contenido en las áreas. En su libro menciona que Arthur Koestler ya explicó la creatividad humana en el año 1964 cuando afirmaba que esta surgía a partir de «la repentina interconexión de dos capacidades o matrices de pensamiento previamente no relacionadas entre sí[58]». La idea de matriz de pensamiento se parece sospechosamente mucho a la de inteligencia de Gardner o a la de facultad de C&T.
La evidencia a favor de un pensamiento basado en conocimientos de múltiples áreas cognitivas es tan abrumadora, y tan decisiva por lo que a la arquitectura mental se refiere, que incluso algunos psicólogos de la evolución han querido explicarlo. Existen dos propuestas. La primera ya tiene, en realidad, veinte años y fue formulada por Paul Rozin, uno de los padres, junto con Nicholas Humphrey, de la psicología de la evolución. Rozin desarrolló unas ideas muy similares a las de C&T[59]. Decía que los procesos de la evolución tenían que potenciar la aparición de una serie de módulos en el interior de la mente, que él describió como «especializaciones adaptativas» (el término técnico de C&T, acuñado veinte años más tarde, sería «algoritmos darwinianos»). Pero la pregunta decisiva, según él, era ¿cómo puede evolucionar la flexibilidad de las conductas? C&T sugieren que esa flexibilidad es sencillamente el resultado de ir añadiendo más dispositivos especializados a la navaja suiza. Rozin, por su parte, decía que el rasgo decisivo en el desarrollo infantil y en la evolución es algún tipo de accesibilidad entre módulos/áreas mentales: «el sello distintivo de la evolución de la inteligencia… es la aparición de una determinada capacidad primero en un contexto limitado, para luego extenderse a otras áreas[60]». Esta afirmación es perfectamente intercambiable con la de Karmiloff-Smith, escrita casi dos décadas más tarde: «el conocimiento deviene aplicable a otros objetivos distintos de aquellos específicos para los que se utiliza normalmente».
Todos estos razonamientos de Fodor, Gardner, Karmiloff-Smith, Carey, Spelke y Rozin parecen cuestionar la idea de una arquitectura estrictamente modular para una mente moderna plenamente desarrollada. Pero la ausencia de modularidad parece ser esencial al pensamiento creativo. El cognitivista Dan Sperber sostiene que se pueden tener las dos cosas: una mente moderna estrictamente modular y al mismo tiempo altamente creativa[61]. Sostiene que en el curso de la evolución la mente ha desarrollado sencillamente otro módulo, un tanto especial. Lo llama el «módulo de la metarrepresentación» (MMR). Este nombre es casi tan extraño como el de «redescripción representacional» de Karmiloff-Smith, pero es evidente que existe una semejanza fundamental entre ambas: las múltiples representaciones, del conocimiento en la mente humana. Mientras que los demás modulas de la mente contienen conceptos y representaciones de cosas, sobre perros y sobre lo que hacen los perros, por ejemplo. Sperber sugiere que el nuevo módulo sólo contiene «conceptos de conceptos» y «representaciones de representaciones».
Sperber lo explica valiéndose de un ejemplo con gatos, no con perros. En algún lugar de las profundidades de nuestra mente, tenemos un concepto de «gato» que está asociado a nuestro conocimiento intuitivo de las cosas animadas. Este gato conceptual no puede ladrar, porque esa capacidad no está en la esencia del gato. Cuando aprendemos algo nuevo sobre los gatos, ese dato entra inicialmente en nuestra mente, en el MMR. Desde allí, todo cuanto se refiera a gatos y que sea compatible con nuestro concepto preexistente de gato, se combina con aquel dato, y puede alterarlo ligeramente. De modo que el MMR es como un centro distribuidor por el que tienen que pasar las nuevas ideas antes de encontrar un hogar. Pero aun habiendo encontrado su hogar, son libres para volver y visitar el centro de distribución cuantas veces gusten. Hay ideas nuevas, como por ejemplo que los gatos podrían ladrar, que no tienen un hogar propio para cobijarse. Y por consiguiente se quedan en el centro distribuidor. Pero en ese centro pueden ocurrir toda clase de malas pasadas. Tas ideas procedentes de distintos módulos pueden mezclarse de manera un tanto peculiar con las que no tienen hogar. Por ejemplo, el conocimiento que se tiene de los perros puede mezclarse con el conocimiento de los objetos físicos y con el conocimiento sobre creencias y deseos, y así ocurre que un niño a quien se le ha regalado un perro de juguete —un bulto inerte hecho a base de material de relleno— juegue con él como si realmente fuera un perro, y le atribuya opiniones, deseos e intenciones «humanas».
¿Cómo se ha podido desarrollar este centro de distribución? O, en caso de que un tal centro no esté realmente presente, ¿cómo se las ha ingeniado la evolución para hacer agujeros en las paredes de nuestras áreas cognitivas y dejar así que fluyan los conocimientos entre unas y otras o reverberen en distintas partes de la mente, como sugieren Gardner, Karmiloff-Smith y Rozin? Para dar con la respuesta hay que conocer la prehistoria de la mente. Porque esta permeabilidad entre unas áreas y otras es, después de todo, precisamente lo que, según C&T, no debe de ocurrir en el curso de la evolución, ya que puede traducirse en toda una serie de errores en materia de conducta. Por ejemplo, imaginemos que a la hora de comer veo un cuenco con plátanos de plástico; en vez de comprobar si esos objetos amarillos encajan o no con lo que yo sé sobre las cosas comestibles (por ejemplo, que no son de plástico), podría darles un mordisco. Y todo porque algún trastorno o disfunción en mi centro mental de distribución ha hecho que se mezclara mi conocimiento de los objetos físicos inanimados con mi conocimiento de los (en su día) seres vivos.
He acabado de almorzar y no hay ningún plátano de plástico a la vista. En realidad nunca he corrido el riesgo de comerme uno ya que la mente no parece cometer este tipo de errores. Podemos crear conceptos erráticos y absurdos, pero con frecuencia (no siempre) somos muy capaces de disociarlos del mundo real Pero lo cierto es que la capacidad para pensar tales conceptos ha evolucionado, y los psicólogos no saben por qué ocurre. Los únicos psicólogos que han pensado seriamente en términos de evolución, como C&T, no tienen explicación de cómo ni por qué los numerosos módulos mentales que según ellos existen en la mente pueden desembocar en ideas así. Porque creen que la mente funciona como una navaja suiza.
En este capítulo hemos visto que la mente es más que una simple navaja suiza. Puede que no sea ni una esponja indiscriminada ni un ordenador con un único programa que sirve para todo, tal como sostenían anteriores teóricos, pero tampoco es sólo una navaja suiza. Es demasiado creativa e impredecible para ello. Así que tal vez sea posible conciliar la idea de una especie de centro de distribución defendida por Karmiloff-Smith, Carey, Spelke y Sperber con las teorías de Cosmides y Tooby, si se analizan en el contexto de la evolución. La tarea del próximo capítulo es precisamente proponer este tipo de marco de referencia.