¿Por qué preguntar a un arqueólogo sobre la mente humana?
La mente humana es intangible, una abstracción. Pese a más de un siglo de estudios sistemáticos de psicólogos y filósofos, sigue eludiendo toda definición y descripción precisa, y, sobre todo, una explicación. Los útiles de piedra, los trozos de hueso y las estatuillas talladas —la materia prima de la arqueología— poseen otras cualidades. Pueden pesarse y medirse, o pueden ilustrarse en libros y en diapositivas. No se parecen en nada a la mente, si no es por el profundo sentido de misterio que los rodea. Entonces ¿por qué preguntar a un arqueólogo sobre la mente humana?
Existen bastantes aspectos de la mente que nos intrigan. ¿Qué es la inteligencia? ¿Qué es la consciencia? ¿Cómo puede la mente humana crear arte, hacer ciencia y creer en ideologías religiosas cuando en nuestros parientes más próximos, los chimpancés, no se encuentra ni rastro de esas actividades[1]? Y de nuevo nos preguntamos cómo puede ayudarnos un arqueólogo, con sus viejos utensilios, a responder a estas cuestiones.
La tarea parece más propia de un psicólogo que de un arqueólogo. Porque el trabajo de un psicólogo consiste precisamente en estudiar la mente, valiéndose por lo general de ingeniosos experimentos de laboratorio. Los psicólogos exploran el desarrollo mental de la infancia, las disfunciones del cerebro y las posibilidades de lenguaje en el chimpancé. A partir de esas investigaciones están en posición de ofrecer respuestas al tipo de preguntas que planteábamos más arriba.
También se podría abordar a un filósofo. La naturaleza de la mente y su relación con el cerebro —el problema mente-cuerpo— ha sido un tema recurrente de la filosofía desde hace más de un siglo. Algunos filósofos han intentado encontrar evidencia empírica, otros sencillamente han consagrado al tema su notable intelecto.
Cabría interrogar igualmente a otros especialistas. Tal vez a un neurólogo, alguien que puede conocer lo que realmente ocurre en el cerebro; quizás a un primatólogo con conocimientos especializados sobre chimpancés que viven en su medio natural, no en laboratorio; o tal vez a un bioantropólogo capaz de analizar fósiles y, a través de ellos, los cambios de tamaño y forma del cerebro durante el curso de la evolución humana; o a un antropólogo social, que estudia la naturaleza del pensamiento en sociedades no occidentales; o quizás a un ingeniero de informática creador de inteligencia artificial.
La lista de profesionales susceptibles de ofrecer respuestas sobre la mente humana es ciertamente larga. Y podría serlo aún más si añadiéramos a artistas, atletas y actores, es decir, a todos aquellos que se sirven de la mente para alcanzar cotas de concentración y de imaginación especialmente emblemáticas. Sin duda la respuesta más lógica es que habría que contar con todos ellos: casi todas las disciplinas pueden ayudar a comprender la mente humana.
Pero ¿qué puede ofrecer un arqueólogo? O más concretamente ¿qué puede ofrecer la arqueología que aquí nos interesa, es decir, la que se ocupa de los cazadores-recolectores prehistóricos? Esta arqueología específica abarca desde la aparición de los útiles líticos hace 25 millones de años hasta la aparición de la agricultura, hace 10 000 años. La respuesta es muy simple: sólo podremos entender el presente conociendo el pasado. Por consiguiente, la arqueología no sólo puede contribuir a ello, sino que puede poseer la clave para comprender la mente moderna.
Los creacionistas creen que la mente surgió de repente y ya completamente formada. De acuerdo con su visión de las cosas, fue un producto de la creación divina[2]. Están equivocados: la mente tiene una larga historia evolutiva y puede explicarse sin recurrir a poderes sobrenaturales. La importancia de comprender la historia de la evolución de la mente explica que muchos psicólogos deseen estudiar los chimpancés, nuestros más próximos parientes aún vivos. Son numerosos los estudios que comparan la mente del chimpancé con la mente humana, sobre todo por lo que respecta a las capacidades lingüísticas. Pero tales estudios han demostrado ser, en última instancia, muy poco satisfactorios, porque aunque el chimpancé sea nuestro pariente vivo más cercano, en realidad no es tan cercano como todo eso. Hace unos 6 millones de años compartimos un mismo antepasado, pero a partir de esa fecha las líneas de la evolución de los antropomorfos* modernos y la de los homínidos comenzaron a bifurcarse. Por consiguiente, 6 millones de años de evolución separan la mente de los humanos modernos de la mente de los chimpancés.
En ese periodo de 6 millones de años se encuentra la clave para poder comprender la mente moderna. Debemos analizar las mentes de nuestros innumerables antepasados[3] de ese periodo, incluyendo a nuestro antepasado de hace 4,5 millones de años conocido como Australopitecus ramidus; a Homo habilis, uno de nuestros primeros antepasados que fabricó útiles de piedra hace unos dos millones de años; a Homo erectus, el primero en salir de África hace 1,8 millones de años; a Homo neanderthalensis (los neandertales), que sobrevivió en Europa hasta hace menos de 30 000 años; y por último a nuestra propia especie, Homo sapiens sapiens, que apareció hace 100 000 años. Todos estos antepasados se conocen sólo por sus restos fósiles y por los restos materiales de sus actividades y de su conducta, (aquellos restos óseos, líticos y estatuillas que mencionábamos).
El intento más ambicioso hasta el momento de reconstruir las mentes de todos estos antepasados se debe al psicólogo Merlin Donald. Su libro The Origins of the Modern Mind (1991) se basa fundamentalmente en datos arqueológicos para proponer un determinado guión de la evolución de la mente. Mi deseo es seguir los pasos de Donald, aunque creo que incurrió en una serie de errores fundamentales. Si no fuera así, el presente libro no habría sido necesario[4]. Yo pretendo darle la vuelta al enfoque de Donald y escribir más como un arqueólogo que desea fundamentarse en las ideas de la psicología que como un psicólogo cimentándose en datos arqueológicos. Prefiero que, más que desempeñar una función de apoyo, la arqueología marque y estructure el camino para comprender la mente moderna. De ahí el título de Arqueología de la mente.
Las dos últimas décadas han sido testigo de un avance considerable en nuestra comprensión del comportamiento y de las relaciones evolutivas de nuestros antepasados. Hoy ya son muchos los arqueólogos que están convencidos de que ha llegado el momento de superar el estadio de las preguntas acerca de cómo eran y actuaban aquellos antepasados, para pasar a plantear qué es lo que pasaba por sus mentes. Ha llegado la hora de la «arqueología cognitiva[5]».
Su necesidad es especialmente manifiesta en la pauta de la expansión del cerebro a lo largo de la evolución humana y su relación —o ausencia de ella— con posibles cambios de conducta. Es evidente que no existe una relación simple entre el tamaño del cerebro, la «inteligencia» y la conducta. En la figura 1 se ilustra el aumento del tamaño del cerebro durante los últimos cuatro millones de años de evolución a través de una sucesión de antepasados humanos y parientes que iré introduciendo con más detalle en el próximo capítulo. Pero aquí sólo deseo mencionar cómo se produjo el aumento del tamaño del cerebro. Se aprecia que hubo dos grandes expansiones repentinas del cerebro, una hace entre 2 y 1,5 millones de años, relacionada al parecer con la aparición de Homo habilis, y otra menos pronunciada hace entre 500 000 y 200 000 años. Los arqueólogos suelen vincular la primera al desarrollo de la producción de útiles, pero en cambio no logran descubrir ningún cambio importante en la naturaleza del registro arqueológico susceptible de ser correlacionado con el segundo periodo de expansión cerebral. Nuestros antepasados siguieron manteniendo el mismo estilo básico de vida cazadora-recolectora, y utilizando la misma gama limitada de útiles de piedra y de madera.
1. El aumento del volumen del cerebro a lo largo de los últimos 4 millones de años de la evolución humana. Cada símbolo denota un determinado cráneo del que Aiello y Dunbar (1993) han estimado el volumen del cerebro. El gráfico superior se basa en la figura de Aiello (1996a) que analiza la evidencia relativa a los dos periodos de aumento del tamaño cerebral separados por más de un millón de años de estancamiento.
Las dos transformaciones verdaderamente espectaculares de la conducta humana tuvieron lugar mucho después de que el tamaño del cerebro alcanzara su tamaño moderno. Y ambas aparecen asociadas exclusivamente a Homo sapiens sapiens. La primera fue una explosión cultural ocurrida hace entre 60 000 y 30 000 años, cuando surgieron las primeras manifestaciones de arte, de tecnología avanzada y de religión. La segunda se asocia a la emergencia de la agricultura hace 10 000 años, cuando por primera vez se empiezan a sembrar cosechas y a domesticar animales. Los neandertales (hace entre 200 000 y 30 000 años) tenían un cerebro tan grande como el nuestro, y sin embargo su cultura se mantuvo a niveles sumamente limitados: sin arte, sin tecnología compleja y, seguramente, sin actividad religiosa. Los grandes cerebros son órganos caros, cuya manutención requiere mucha energía, 22 veces más que una cantidad equivalente de tejido muscular en reposo[6]. De modo que topamos con un dilema: ¿para qué todo aquel nuevo poder cerebral en una época anterior a la «explosión cultural»? ¿Qué pasaba en la mente durante aquellos dos momentos de aumento rápido y repentino del tamaño del cerebro en el curso de la evolución humana? ¿Y qué le pasó entre uno y otro, qué le ocurrió a la mente de Homo sapiens sapiens para provocar la explosión cultural de hace 60 000 a 30 000 años? ¿Cuándo aparecieron por primera vez el lenguaje y la conciencia? ¿Cuándo hizo su aparición una forma moderna de inteligencia, y qué es en última instancia esa inteligencia y la naturaleza de la inteligencia que la precedió? ¿Cuáles son las relaciones, si es que las hay, entre estas y el tamaño del cerebro? Para contestar a estas preguntas debemos reconstruir primero la mente prehistórica a partir de la evidencia que presento en el capítulo 2.
Pero la evidencia sólo tendrá sentido si partimos de ciertas expectativas sobre la clase de mente que pudieron poseer nuestros antepasados. Porque, sin ellas, tendríamos que lidiar con una confusa masa de datos sin saber qué aspectos son los más relevantes para nuestro estudio. La tarea del capítulo 3 es precisamente empezar a establecer y delimitar estas expectativas. Y estoy en posición de hacerlo porque también los psicólogos han reconocido que sólo conociendo el proceso de la evolución humana podremos entender la mente moderna. De ahí que, mientras los arqueólogos se han dedicado a desarrollar «una arqueología cognitiva», los psicólogos hayan desarrollado una «psicología de la evolución»*. Estas dos nuevas subdisciplinas se necesitan mutuamente, y mucho. La arqueología cognitiva no puede avanzar a menos que los arqueólogos incorporen las tendencias actuales en psicología; y los psicólogos de la evolución no llegarán a buen puerto si no se interesan por el estudio del comportamiento de nuestros antepasados humanos que han reconstruido los arqueólogos. Mi cometido en este libro es unir ambas disciplinas. El resultado será una comprensión de la mente más profunda de lo que la arqueología o la psicología podrían lograr por separado.
En el capítulo 3 se destacarán aquellas aportaciones en psicología que hay que poner en contacto con los conocimientos que poseemos del comportamiento pasado. Una de las aportaciones fundamentales de la nueva psicología de la evolución es su negativa a considerar la mente como un mecanismo de aprendizaje general, como si fuera una especie de potente ordenador. Esta idea, predominante en las ciencias sociales, constituye una visión de la mente basada, se dice, en el «sentido común». Pero los psicólogos de la evolución sostienen que habría que sustituirla por una idea de la mente como constituida por una serie de «módulos» especializados, o de «áreas cognitivas» o «inteligencias», cada cual dedicada a un tipo concreto de comportamiento (véase el recuadro de la página 19[7]). Habría, por ejemplo, módulos para la adquisición del lenguaje, o módulos de habilidad técnica para fabricar útiles, o para establecer interacciones sociales. Tal como explicaré en los capítulos que siguen, esta nueva forma de entender o de ver la mente posee la llave para desvelar la naturaleza de las mentes prehistórica y moderna, aunque de una forma muy distinta a la que preconizan actualmente los psicólogos de la evolución. A lo largo de este libro veremos que la diferencia entre una mentalidad «generalizada» y una mentalidad «especializada» demostrará ser decisiva.
Las nuevas ideas de la psicología de la evolución plantean un nuevo dilema que demanda una solución. Porque si la mente está efectivamente constituida por numerosos procesos especializados dedicados cada uno a un tipo concreto de conducta, ¿cómo dar cuenta de uno de los rasgos más extraordinarios de la mente moderna como es la capacidad prácticamente ilimitada para la imaginación? ¿Cómo puede emerger cada uno, a partir de una serie de procesos cognitivos aislados, dedicado a un tipo distinto y determinado de conducta? Este dilema sólo encuentra respuesta hurgando en la prehistoria de la mente.
En el capítulo 4 me basaré en las ideas de la psicología de la evolución, así como en ideas de otros campos científicos, como el desarrollo infantil y la antropología social, para sugerir un «guión» de la evolución de la mente que nos procurará el modelo para reconstruir las mentes prehistóricas en los capítulos siguientes. En el capítulo 5 iniciaremos la tarea analizando la mente del antepasado común de antropomorfos y humanos que vivió hace 6 millones de años. Como no disponemos de huellas fósiles ni de restos arqueológicos de ese antepasado común, partiremos de la suposición de que la mente de aquel antepasado común no fue fundamentalmente distinta de la del chimpancé actual. Plantearemos preguntas del tipo ¿qué nos dice sobre la mente del chimpancé, y también sobre la mente del antepasado común de hace 6 millones de años, la capacidad que tienen los chimpancés para usar instrumentos o para buscar alimentos?
En los próximos dos capítulos reconstruiremos la mente de nuestros antepasados humanos antes de la aparición de Homo sapiens sapiens —nuestra propia especie— en los registros fósiles de hace 100 000 años. En el capítulo 6 nos centraremos en el primer miembro del linaje Homo, Homo habilis. Porque no sólo fue el primer antepasado identificable que fabricó útiles líticos, sino que Homo habilis fue también el primero en presentar una dieta a base de una cantidad relativamente importante de carne. ¿Nos dicen algo estas nuevas conductas acerca de la mente de Homo habilis? ¿Poseía Homo habilis capacidad para el lenguaje? ¿Tenía esta especie una consciencia del mundo como la que poseemos nosotros actualmente?
En el capítulo 7 analizaremos un grupo de antepasados y parientes humanos a los que llamaré «humanos primitivos». Los más conocidos son Homo erectus y los neandertales. Los humanos primitivos existieron hace entre 1,8 millones y 30 000 años. Y cuando procedamos a la reconstrucción de la mente de estos primeros humanos tendremos que intentar explicar también qué hacía el nuevo poder procesador de la mente que apareció hace 500 000 años, dado el escaso cambio que se aprecia en el comportamiento de los humanos primitivos durante todo el periodo, que es, por otra parte, lo que nos permite agrupar juntos a todos esos antepasados en la categoría de humanos primitivos.
Los neandertales plantean uno de los mayores problemas, un reto que acepto cuando pregunto en el capítulo 8 qué pudo significar tener la mente de un neandertal. En contra de la opinión generalizada que le otorga una inteligencia más bien escasa, veremos que, en muchos aspectos, los neandertales fueron muy similares a nosotros, por ejemplo en cuanto al tamaño del cerebro y al nivel de habilidad técnica que se evidencia en sus útiles líticos. En cambio, en otros aspectos, fueron muy distintos de nosotros; carecían, por ejemplo, de arte, o de ritual, y hacían sus útiles solamente a base de piedra o de madera, y de ningún otro material. Esta aparente contradicción en el comportamiento neandertal —tan moderno en ciertos aspectos, pero tan primitivo en otros— ofrece evidencia crucial para reconstruir la naturaleza de su mente. Y reconstruyendo aquella mente, lograremos hacernos con información clave sobre el rasgo fundamental de la mente humana, una clave que permanece oculta para todos aquellos, psicólogos, filósofos y científicos, que ignoran la evidencia que nos ofrece la prehistoria.
El punto culminante de nuestra indagación llega en el capítulo 9, titulado «El big bang de la cultura humana». Veremos que cuando aparecen los primeros humanos modernos, Homo sapiens sapiens, hace 100 000 años, se comportan en esencia de la misma manera que los humanos primitivos, como es el caso de los neandertales. Y más tarde, hace entre 60 000 y 30 000 años —sin cambio aparente de tamaño, forma y anatomía del cerebro en general—, tuvo lugar la explosión cultural, la cual conllevó un cambio tan fundamental en los estilos de vida que ya nadie duda de que tuvo su origen en un cambio trascendental en la naturaleza de la mente. Y demostraré que este cambio fue nada menos que la aparición de la mente moderna, la misma mentalidad que usted y yo poseemos en la actualidad. En el capítulo 9 describiré esta nueva mentalidad, mientras que en el capítulo 10 trataré de las condiciones de su aparición.
En el capítulo 11, el último, abandonaré la prehistoria de la mente para pasar a abordar la evolución de la mente. Si a lo largo del libro analizo el cambio de la mente a lo largo de los últimos seis millones de años, en el capítulo final adoptaré una perspectiva mucho más amplia, situándome hace 65 millones de años junto a los primeros primates. Así se podrá entender mejor la mente moderna como el producto de un largo y lento proceso evolutivo, pero un proceso que presenta una pauta asombrosa y, hasta el momento, no reconocida.
El libro se completa con un epílogo sobre los orígenes de la agricultura hace 10 000 años. Este acontecimiento transformó los estilos de vida humanos y creó un nuevo contexto de desarrollo para las nuevas mentes, pero un contexto que ya no se enmarcaba en el seno de una existencia cazadora-recolectora nómada, sino en sociedades agrícolas y ganaderas sedentarias. Y mostraré a lo largo de este libro que los acontecimientos más fundamentales que definieron la naturaleza de la mente moderna tuvieron lugar mucho antes en la prehistoria. El origen de la agricultura no es, pues, sino un epílogo de la prehistoria de la mente.
En este libro deseo especificar los qués, los cuándos y los porqués de la evolución de la mente. Y yendo tras sus huellas, buscaré —y encontraré— los fundamentos cognitivos del arte, de la religión y de la ciencia. Cuando descubra y exponga esos fundamentos, se verá con claridad que compartimos raíces comunes con otras especies, aun siendo la mente de nuestro pariente vivo más próximo, el chimpancé, tan fundamentalmente diferente de la nuestra. Con ello aportaré la evidencia necesaria para negar la afirmación creacionista de que la mente es un producto de la intervención sobrenatural. Con esta prehistoria espero haber contribuido al avance de nuestro conocimiento del funcionamiento de la mente. Y espero asimismo haber demostrado por qué hay que preguntar a un arqueólogo sobre la mente humana.