Tom Wolfe, conocido como el padre del nuevo periodismo, escribió a mediados de los 80 una novela que se convirtió en todo un acontecimiento. La hoguera de las vanidades hacía una disección nada complaciente de la actual sociedad neoyorquina. Llegó a ser considerada por muchos como la novela definitiva sobre la Gran Manzana. Un libro tan popular no podía dejar de ser llevado al cine, y Brian De Palma fue el encargado de hacerlo. Junto a él tenía a un equipo de actores de primera magnitud: Tom Hanks, Melanie Griffith, Morgan Freeman, F. Murray Abraham y, por supuesto, Bruce Willis.
Sherman McCoy (Tom Hanks) es un broker de Wall Street, rico y aparentemente feliz con su mujer y su hija. Sin embargo, tiene una amante, Maria Riskin (Melanie Griffith), a la que una noche va a buscar al aeropuerto. De vuelta a Manhattan equivocan el camino, de modo que Sherman y Maria se meten con su precioso coche en un barrio conflictivo: el Bronx. Asustado, McCoy piensa en cierto momento que va a ser atracado por dos negros y en la confusa huida golpea con el vehículo a uno de ellos. Como resultado el muchacho de color entra en coma. El caso servirá para que un puñado de personajes trate de medrar a su costa. Localizar al culpable del atropello, un blanco rico, puede ser un tanto a favor en su carrera. Peter Fallow (Bruce Willis) es un periodista alcohólico que piensa que puede tener ante sí el reportaje de su vida. El fiscal Abe Weiss (F. Murray Abraham) quiere aplicar mano dura con el responsable del atropello para atraerse el voto negro en las próximas elecciones. El reverendo Bacon (John Hancock), un hombre de color, también quiere aprovecharse de la situación para que sus fieles vean que no deja de preocuparse de los problemas de sus hermanos de raza.
La novela de Wolfe es apasionante. Combina perfectamente el dramatismo de la historia con un buen uso del humor negro, que le lleva a ironizar cruelmente sobre sus personajes, todos ellos muy bien descritos. De Palma, junto a su guionista Michael Cristofer, han decidido potenciar el lado humorístico del argumento de un modo exagerado: allí radica su principal equivocación. Quizá veían a su protagonista principal, Tom Hanks, como alguien que sólo puede funcionar en comedias. Craso error, según se ha podido comprobar con su espléndida interpretación dramática en Philadelphia, premiada con el Oscar.
Otro problema que no afronta con éxito el film es la necesidad de simplificar. La voluminosa novela ha de contarla De Palma en un tiempo limitado, y al hacerlo así pierden fuerza las despiadadas críticas a la alta sociedad, la mentalidad yuppie, la justicia, el periodismo sensacionalista y el abandono de las obligaciones familiares.
A pesar de todo, no es La hoguera de las vanidades un film exento de interés. En el comienzo, De Palma hace un magnífico alarde siguiendo en un largo travelling al personaje de Peter Fallow —al que da vida Willis—, dispuesto a recibir el premio Pulitzer precisamente por su trabajo en el caso McCoy. A partir de aquí el periodista narra los hechos acaecidos en un largo flash-back que dura toda la película. Otro trazo original del film es el recurso al Don Giovanni de Mozart —ópera a la que asisten los McCoy—, para mostrar el descenso a los infiernos del protagonista. Al final de la película se hace explícita su moraleja al citar, no sin ironía, la frase evangélica: ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma? Uno queda con la impresión de que De Palma es más optimista que Wolfe en su narración, pero menos convincente.
En Pensamientos mortales (Mortal thoughts) Bruce Willis tendrá por primera vez la oportunidad —por ahora única— de trabajar junto a su mujer, Demi Moore, quien también asume la tarea de coproductora a través de su compañía Rufglen Film. Pero, ciertamente, el papel de Willis es secundario, y de un personaje realmente odioso. Así lo comenta el actor: James es despreciable pero así y todo es un tipo al que hay que darle un cierto atractivo, aunque sea el de alguien que vive al borde del abismo. Con unas pocas pinceladas, Willis define bien a James y deja la vía libre a las verdaderas protagonistas del film. Se trata de dos mujeres, a las que dan vida Demi Moore y Glenne Headly. Esta pareja coincidió temporalmente en las salas de cine con otra que, sin duda, llegó a ser más popular: la que conformaban Susan Sarandon y Geena Davis en Thelma y Louise, de Ridley Scott. Un punto tienen sin duda en común ambos films: los matrimonios o relaciones sentimentales de las cuatro mujeres no funcionan y, en algún caso, son bastante horribles. Como curiosidad, señalar que en las dos películas Harvey Keitel hace un papel bastante semejante: el de policía investigador.
Este curioso thriller lleva la firma de Alan Rudolph, un director que tan rápido como fue elevado al pedestal de la gloria, tras dirigir Elígeme e Inquietudes, fue puesto en la picota por sus siguientes films, Hecho en el cielo y Los modernos. No me parecieron demasiado emocionantes esas películas que para algunos anunciaban a un estimulante director, digno representante de la modernidad. Sin embargo, pienso que Pensamientos mortales es una película más que digna, bien conducida en su relativa complejidad.
Cynthia Kellogg (Demi Moore) es sometida a un interrogatorio por el detective John Woods (Hervey Keitel) en una comisaría. Una cámara de vídeo graba las preguntas y respuestas de la interrogada. A través de una serie de flash-backs hilados mediante este interrogatorio se descubre la vida de dos mujeres de humilde condición —Cynthia y Joyce Urbanski (Glenne Headly)—, que trabajan en una peluquería y que están casadas con dos hombres odiosos. Arthur (John Pankow), el marido de Cynthia, es sobre todo un mediocre. Pero el que es horrible es James (Bruce Willis), casado con Joyce —nótese el juego de palabras de James y Joyce, muy propio del moderno Rudolph—, un tipo vago y violento, que además acosa sexualmente a Cynthia.
La investigación del asesinato de James, presumiblemente a manos de su mujer, constituye el motivo del interrogatorio. El detective Woods desconfía de las declaraciones de las dos mujeres, en lo que parece ser un juego de encubrimientos mutuos —las dos son amigas desde la infancia—, donde es difícil distinguir lo verdadero de lo falso.
La técnica narrativa de distintas versiones de una misma historia que retrotraen al pasado ha sido usada con distintos propósitos y magníficos resultados por verdaderos maestros del Séptimo Arte: no se puede olvidar Rashomon, de Akira Kurosawa, o Ciudadano Kane, de Orson Welles. Rudolph no trata de dar lecciones a nadie ni tampoco de inventar nada. Sencillamente tiene en cuenta a sus ilustres predecesores para contar esta historia policiaca y de suspense de modo que se mantenga el interés del espectador. Y lo consigue.
En Billy Bathgate, de Robert Benton, Bruce Willis desempeñaba un pequeño e intenso papel, al igual que Steven Hill, aunque los dueños de la función, en este caso, eran Dustin Hoffman, Nicole Kidman y el joven Loren Dean.
La película se inicia cuando Bo Weinberg —el gangster encarnado por Willis— va a ser ejecutado por haber traicionado a Dutch Schultz (Dustin Hoffman), conocido como El holandés. Los ojos del joven Billy Bathgate (Loren Dean) contemplan la escena con cierto rechazo que le lleva a recordar, en un largo flash-back, cómo ha llegado a introducirse en el sórdido mundo del crimen.
En los duros años de la depresión, Billy es un espabilado joven del Bronx que observa fascinado la vida que llevan los gangsters, de un modo similar a como le sucedía al protagonista del film Uno de los nuestros, de Martin Scorsese. Benton, a partir de la novela de E. L. Doctorow, que el mismo director ha adaptado, narra el proceso de iniciación y ascenso de Billy en una banda mafiosa: primero, prácticamente como chico de los recados, pero más tarde, ganándose la confianza de gangsters de la talla de Weinberg, Berman y Schultz, irá subiendo puestos en el escalafón. Sin embargo, Billy juega a la vez con fuego al liarse con Drew Prestan (Nicole Kidman), la chica de Schultz, que antes fue novia de Weinberg. Por cierto, que este es uno de los puntos de difícil aceptación en el film: que el holandés ejecute a Weinberg y, sin embargo, deje con vida a Drew, que previsiblemente podría maquinar una venganza por la muerte de su novio.
El declive de Schultz —ha perdido su ingenio y se ha convertido en un animal sin sentimientos— corre parejo con la madurez que va alcanzando poco a poco Billy. Al final, un desenlace ambiguo en el que Lucky Luciano elimina a Schultz, hace que el espectador ignore si Billy abandonará el mundo gangsteril o seguirá en él buscando una posición más alta.
Robert Benton es un director que ha mantenido una cierta independencia a lo largo de su filmografía: ha rodado siete películas en veinte años, pero películas que personalmente le interesaban y en las que escribía o participaba activamente en el guión. Algunos títulos suyos son excelentes, como Kramer contra Kramer o En un lugar del corazón. Billy Bathgate parte de una buena idea, pero es un film que sufre altibajos, aunque sin dejar de ser interesante. Desde luego, Benton se ha rodeado de un equipo artístico de primera magnitud, que da a la historia el tono adecuado: fotografía de Néstor Almendros, diseño de producción de Patrizia von Bradenstein, guión del dramaturgo Tom Stoppard…
Según explicaba Benton a Carlos F. Heredero, el film le interesaba porque cuenta la historia de un joven que va creciendo y madurando a lo largo de un proceso en el cual encuentra una familia, aunque se trata de una familia de gangsters, y dentro de ella aprende a sobrevivir y a convertirse en un hombre. En esa trayectoria, Billy comienza por traicionar a un amigo —el personaje encarnado por Willis—, pero en esa misma traición halla también un motivo para redimirse a través de la promesa que hace de cuidar de la chica de aquel. En la medida en que, efectivamente, logra salvar la vida de Drew, encuentra una vía para reconciliarse consigo mismo y para empezar a pensar por su cuenta. Ese doble proceso de traición y redención era lo que más me interesaba de la historia. El final abierto de la película lo relaciona Benton con su propia infancia, que explica la atracción que el protagonista siente por los gangsters: Mi padre tenía dos hermanos que eran contrabandistas y que murieron. Los tres estaban muy unidos, y esto hizo que mi padre se diera cuenta de que si él hubiera seguido por el mismo camino habría terminado igual que ellos, por lo que decidió salirse de aquel ambiente (…) Sin embargo, al cumplir los cincuenta años, todavía sentía cierta nostalgia por la vida de delincuencia que antes había conocido.
La siguiente aparición de Bruce en la pantalla fue breve, brevísima, como la del elevado número de actores invitados a participar en el film El juego de Hollywood (The player), de Robert Altman. Las amenazas que Griffin Mill (Tim Robbins) —un ejecutivo de la industria del cine— recibía de un anónimo guionista y el crimen que sucedía a continuación servían para dar una corrosiva visión de Hollywood.
La aparición de Willis, que se interpreta a sí mismo actuando en una película, tiene gracia. La escena que protagoniza es una parte del rodaje de un film, en que Julia Roberts está a punto de ser ejecutada en la cámara de gas. Dos reporteros, Susan Sarandon y Peter Falk, contemplan la escena. De pronto, en el último segundo naturalmente, llega Bruce Willis a salvar a la chica proclamando su inocencia. Lo que se supone debía ser un film alegato contra la pena de muerte se convertía en un nuevo producto hollywoodiense bajo la irónica mirada de Robert Altman.
La muerte os sienta tan bien (Death becomes her), dirigida por Robert Zemeckis, es uno de los films en los que mejor está Bruce Willis. En esta ocasión, en vez de ser un trepidante hombre de acción, es alguien torpe y poco seguro.
Helen (Goldie Hawn), comprometida con Ernest (Bruce Willis), ve cómo Madeleine (Meryl Streep), teóricamente su mejor amiga, se lo arrebata para terminar casándose con él. Los años pasan y vemos que Helen se ha convertido en una mujer gorda y resentida. Pero pasa más tiempo, y cuando los tres personajes coinciden en una fiesta Madeleine se queda estupefacta al comprobar que Helen ha recuperado su juventud y su belleza gracias a un misterioso elixir. Para Helen ha llegado el momento de la revancha por aquella zancadilla del pasado.
La historia, que al principio avanza con un ritmo parsimonioso, se convierte poco a poco en trepidante. El guión tiene su originalidad y pienso que esta es, injustamente, una de las películas menos consideradas de Zemeckis. La historia da un tratamiento mordaz a la excesiva preocupación por el aspecto físico y al omnipresente tema de la búsqueda de la eterna juventud al precio que sea. El ansia de perpetuar la estancia en este mundo, los celos y la mediocridad son tamizados con un curioso humor negro. El problema con Zemeckis es que casi siempre suele ser frívolo y superficial. Quizás una comedia no sea el género más adecuado para entrar en grandes disquisiciones filosóficas o sociales, pero es que el defecto citado de este director suele estar presente en casi todos sus films. No profundiza, bien porque no sabe, bien porque no quiere. Piénsese en Forrest Gump, interesantísima película, pero, una vez más, no lo suficientemente profunda.
Robert Zemeckis se ha destacado por utilizar frecuentemente los efectos especiales con una rara y extraordinaria habilidad. Y si no, véase la trilogía de Regreso al futuro o ¿Quién engañó a Roger Rabbit? Pero en La muerte os sienta tan bien usa estos efectos, por primera vez, de un modo originalísimo, nada convencional. Los efectos secundarios que el elixir de la juventud producen en Helen —un asombroso agujero en su hermoso cuerpo— y en Madeleine —un espectacular retorcimiento del cuello— dan lugar a escenas muy divertidas. En esta línea de exploración de nuevos terrenos en que utilizar los efectos especiales se ha movido Zemeckis, con notable e impactante éxito, en Forrest Gump.