En 1988 llegaría la película que convirtió definitivamente a Bruce Willis en estrella, La jungla de cristal (Die hard) magnífica en su género. El film, dirigido por John McTiernan después de Depredador, se convirtió en paradigma del thriller de acción. Si las pantallas en los últimos años han estado ocupadas en muchos casos por espectaculares y entretenidas películas del tipo Speed, Mentiras arriesgadas, El fugitivo, Volar por los aires o Alerta máxima, ha sido debido en gran parte al positivo precedente que supuso La jungla de cristal. Además de con McTiernan, Willis une su nombre al de otras dos personas muy importantes para su carrera: Joel Silver, productor del film, y el guionista Steven E. de Souza. Los dos participarían en la continuación de la película: La jungla 2: alerta roja (Die hard 2).
En esta película, Willis encarna al policía John McCIane quien, sin comerlo ni beberlo, se ve envuelto en un terrible suceso: el secuestro de un rascacielos de treinta y cuatro plantas en vísperas de la Navidad. McCIane ha de enfrentarse a toda una banda armada, cuyo cabecilla interpreta Alan Rickman. Sólo tiene consigo su arma reglamentarla para oponerse a unos tipos armados hasta los dientes. A sus problemas se añade el de que su propia mujer, ejecutiva de la multinacional Nakatomi Corporation, es uno de los rehenes de los terroristas. Estos, antes de liberar a sus víctimas, quieren los medios para poder irse con seiscientos millones de dólares en pagarés al portador.
La jungla de cristal es una película que sabe unir a la acción el humor y la crítica, en sus dosis adecuadas. De modo que reciben una serie de andanadas el FBI —en sus aspectos más burocráticos, o en su intento de desplazar a la policía local— y los periodistas. Quizá Willis, que a lo largo de su carrera profesional se ha quejado del trato que en ocasiones le ha dado la prensa, se sintiera bastante a gusto cuando Bonnie Bedelia, que da vida a la mujer de McCIane, propina un terrible puñetazo al periodista que ha puesto en peligro su vida y la de su marido. Efectivamente, el líder del comando terrorista se entera de que la mujer de McCIane se encuentra en el edificio gracias a la televisión. No es de extrañar que al final de la historia, cuando el reportero quiere abordar al exhausto policía y a su esposa, reciba un mandoble que se ha ganado a pulso.
La razón del éxito del film se encuentra, por supuesto, en lo bien servidas que están las espectaculares secuencias de acción. Pero eso no lo explica todo. Willis encarnaba a un personaje de acción que sabía ganarse las simpatías del público por su buen humor, el amor a su mujer y la defensa del bien frente a la incompetencia de los teóricos defensores de la ley. Era, en definitiva, en su forma de ser, un hombre cercano al ciudadano corriente. Al principio tiene problemas con su esposa, no se llevan bien, pero la situación límite a la que son abocados hace que renazca en ellos un amor que nunca desapareció. También era interesante cómo se reflejaba la amistad que surge entre McCIane y un sargento de policía negro, buen profesional pero traumatizado por la muerte violenta de un pequeño.
McTiernan quedó muy satisfecho de su colaboración con Willis: Bruce actúa e interpreta con tal soltura… Logra una perfecta combinación entre comedia, acción y drama, y creo que va a emocionar al público, dada la intensidad con que acomete su personaje.
En esta película el propio Willis rodó algunas de las escenas más peligrosas sin la ayuda de especialistas. Aunque el actor explica que ello hace que el film gane en intensidad, al permitir al director acercarse con la cámara a él, reconoce que pidió interpretar esas escenas porque a un nivel personal, ello satisface extraordinariamente al niño que aún llevo dentro de mí, al que le encanta pegar tiros, matar a los malos y ser siempre el héroe mientras salta de un lado a otro a través de las lianas.
A continuación Willis se atrevió a enfrentarse a su primer papel totalmente dramático. Recuerdos de guerra (In country) es quizás el film más atípico de Willis. En él trabajó junto al veterano director Norman Jewison, responsable de películas de éxito como El violinista en el tejado y Hechizo de luna. Sin embargo, su particular incursión en el subgénero del conflicto vietnamita tuvo una fría acogida y en España no llegó a estrenarse en pantallas comerciales, pasando directamente al vídeo. Quizá Jewison, habitual relator de historias costumbristas, no era el director más adecuado para contar la vuelta a casa de un veterano de Vietnam que ha de referir a su sobrina cómo era su padre, que murió luchando en el frente. En cualquier caso, Willis hizo un meritorio trabajo. Cambió sorprendentemente su aspecto dejándose bigote, perilla y una larga cabellera, y encarnó con convicción a un veterano al que todavía persiguen los fantasmas de Vietnam.
La popularidad de La jungla de cristal hacía inevitable una secuela. En esta ocasión, John McTiernan renunciaría a dirigirla y sería el turno de un realizador finlandés, Renny Harlin, que logró hacer vibrar de nuevo a los admiradores de John McCIane. El director entró con muy buen pie en Hollywood —antes había rodado la cuarta entrega de Pesadilla en Elm Street— y unos pocos años después atraería de nuevo al público, junto a Sylvester Stallone, con otro impresionante film: Máximo riesgo.
La jungla 2: alerta roja se demostró una digna continuación, que conservaba el espíritu del film original. A la vez, fiel a la ley del espectáculo, trataba de ofrecer un más difícil todavía. Si en La jungla de cristal el lugar que unos terroristas escogían para actuar era el de un rascacielos, aquí los límites se ensanchan considerablemente. Nada más ni nada menos que el aeropuerto de Washington es tomado por antiguos mercenarios norteamericanos, dispuestos a liberar al general Ramón Esperanza (Franco Nero), el dictador de un país sudamericano del que se ha probado, de modo concluyente, su relación con el narcotráfico. Además del enfrentamiento de los terroristas con John McCIane —casualmente ha ido al aeropuerto a esperar a su mujer, que vuelve de un viaje—, hay otro elemento en el film que contribuye a aumentar el suspense: sobrevuelan una serie de aviones en los alrededores que deben aterrizar y, ¡cómo no!, la mujer de McCIane se encuentra a bordo de uno de los aparatos, al que no le queda mucho combustible.
La emoción y la acción se sirven a raudales: la película es ideal para descargar adrenalina. A la vez, siguen presentes las críticas a la inoperancia de la policía, la insistencia en la heroicidad del individuo —naturalmente él es McCIane— y los reproches al papel que juegan a la hora de cubrir sucesos los medios de comunicación. En este aspecto, este film y su precedente resultan unos buenos profetas de lo que más tarde se llamarían reality-shows, espectáculos televisivos montados en torno a desgracias y sucesos.
Después de convertirse Willis en una superestrella —por protagonizar La jungla 2 percibió ocho millones de dólares—, se hallaba en disposición de abordar un proyecto personal largamente anhelado: El gran halcón (Hudson hawk). En esta película Willis aúna las facetas de creador de la historia original, productor —a través de Ace Bone Productions, su propia compañía— y, naturalmente, actor.
El origen de la película es verdaderamente peculiar. Willis era amigo de Robert Kraft, con quien compartía el gusto por la música. Un día Kraft compuso una canción a la que llamó The Hudson hawk —el título original del film—; trataba de reflejar las sensaciones experimentadas por su autor junto al río Hudson al notar la fuerte corriente de un tipo de viento que en la jerga del jazz se denomina the hawk. Una vez compuesta la música, Willis le puso una letra que hablaba de la amistad entre dos personajes: Eddie Hawkins y Tommy. Esta amistad dio origen a una historia ideada por Willis y Kraft, a la que los más experimentados guionistas Steven E. de Souza y Daniel Waters dieron su forma definitiva. O quizá no tan definitiva, ya que según cuenta Willis: Siempre nos preguntábamos qué debíamos hacer para que el resultado final fuera mejor, redondo. Esto nos llevaba a improvisar sobre las bases que teníamos, a intentar ser lo más flexibles que podíamos. Rodábamos varias tomas de la misma escena con planteamientos diferentes, para tener luego más de una opción, siempre a la búsqueda de la más divertida, la que cuadraba mejor con nuestras intenciones.
El film se inicia cuando Eddie Hawkins —Bruce Willis—, un ladrón de guante blanco, sale de prisión tras cumplir diez años de condena, dispuesto a no delinquir de nuevo. Pero sus buenos propósitos encuentran un obstáculo: un matrimonio de millonarios requiere sus servicios y, al no lograr convencerle con incentivos económicos, le amenazan con matar a Tommy —Danny Aiello—, su mejor amigo.
Finalmente, Hawkins acepta su misión. Debe localizar y robar tres objetos relacionados con Leonardo Da Vinci que se encuentran desperdigados por Estados Unidos, Gran Bretaña e Italia. Se trata del prototipo de un aparato volador diseñado por el genial Da Vinci, un modelo de un caballo y un precioso libro con bocetos originales.
En el camino de Hawkins se cruza Anna Baragli —Andie MacDowell—, una hermosa y misteriosa mujer.
La película es verdaderamente ambiciosa y está apoyada por el productor Joel Silver, que confió a Michael Lehmann la puesta en escena. El aparato del film es espectacular y se rodó, en muchos casos, en localizaciones naturales de Estados Unidos e Italia. Además se utilizaron los famosos estudios Cinecittà de Roma y los Mafilm de Budapest. Y unos subterráneos auténticos de Londres sirvieron para una de las escenas del film. El director artístico Jack De Govia tuvo que trabajar intensamente para dar su espléndido look a la película.
Según todo lo que se lleva dicho debería pensarse que estamos ante una película que fue un gran éxito de taquilla. Pero lo cierto es que no es así. El film se estrelló de un modo increíble. El motivo hay que buscarlo en una desequilibrada historia, que trata de combinar con escasa fortuna la acción y la aventura con la comedia y el romanticismo. El objetivo no era tan descabellado. Al fin y al cabo, en La jungla de cristal, tras un poco de acción, un poco de humor, un chiste o una réplica ingeniosa daban a la historia el contrapunto que en ese momento necesitaba. Pero lo que en los films de McTiernan y Harlin estaba medido, aquí escapa a cualquier control. Se trata de un humor histriónico y a destiempo que, junto a unas escenas de acción demasiado aceleradas, impide que el público entre a fondo en la historia. A veces se roza el ridículo, como cuando se revela al asombrado espectador que el misterioso personaje femenino es una monja, agente secreto del Vaticano. Demasiado disparatado, demasiado desmadrado todo.
Lo curioso es que los errores de la película han sido en cierto modo conscientes, sólo que se pensaba que eran aciertos. Y si no, véanse estas palabras de Willis: Escogimos elementos muy concretos de películas que no tienen nada que ver entre sí, ya que nos atraía la idea de hacer un film sobre un ladrón sofisticado e internacional, y también queríamos dotar a la historia de mucha y trepidante acción, un tono espectacular y, a la vez, una comedia de situaciones deliberadamente excéntricas. Era muy complicado que acabaran encajando bien las piezas de semejante rompecabezas.
En El último boy scout (The last boy scout), Willis se unió a un viejo conocido suyo, el productor Joel Silver. El actor retornaba a los caminos del cine de acción en un papel claramente protagonista. El guión, escrito por Shane Black —el responsable de Arma letal, que de nuevo contaba una historia de colegas, uno blanco y otro negro—, fue durante bastante tiempo la comidilla de Hollywood por ser, en su momento, el mejor pagado de la Historia del Cine: casi dos millones de dólares. Silver buscó a un director que pudiera llevar a buen puerto el proyecto. Se decantó por Tony Scott, hermano de Ridley —procede como él del mundo de la publicidad—, el responsable de la popular Top Gun y de Amor a quemarropa, su film más interesante hasta la fecha. La película contó también con el apoyo del productor cinematográfico y discográfico David Geffen, recientemente asociado con Steven Spielberg y Jeffrey Katzenberg en la idea de crear un gran emporio multimedia.
Joe Hallenbeck (Bruce Willis) ha sido recientemente expulsado de los servicios secretos americanos. Un trabajo que, a veces, es demasiado sucio, aunque en una ocasión le permitiera salvar la vida de un presidente. Desde entonces trabaja como detective. Su vida privada es un desastre pues su esposa está a punto de dejarle tras engañarle con su mejor amigo, y su hija adolescente le desprecia.
Una chica negra que trabaja en una sala de fiestas acude a Joe pidiéndole protección. Sin embargo, no puede impedir su asesinato. Entonces Jimmy Dix (Damon Wayans), novio de la asesinada y jugador de fútbol americano cuya carrera ha sido bruscamente interrumpida, unirá sus fuerzas a las de Joe para encontrar al culpable. El asunto se complica por la relación que tiene con el turbio mundo de las apuestas clandestinas en la Liga Profesional de Fútbol Americano.
Aunque Tony Scott es un director a veces demasiado efectista, que abusa de las luces de neón y del look de videoclip, hay que reconocerle un comienzo de film excitante. Se está jugando un partido decisivo para la Liga de Fútbol Americano.
Es una noche lluviosa y el estadio está lleno hasta la bandera. En uno de los descansos, el jugador estelar de uno de los equipos recibe una llamada amenazadora: debe ganar el partido a toda costa. Los jugadores vuelven al campo y en una jugada el personaje amenazado se hace con el balón; parece que puede ganar tantos para su equipo, pero ante la reacción de la defensa la emprende a tiros con todo el que encuentra para acabar disparándose en la sien. Una secuencia impactante, mucho más que el clímax del film, decididamente poco creíble.
El director ha querido jugar a varias bandas a la hora de mantener un tono, y no ha terminado de acertar. La historia se sigue con relativo interés, pero los resultados podían haber sido mucho mejores. Bruce Willis interpreta a un duro detective, al estilo de los clásicos del cine negro. En este sentido tiene algunas frases y réplicas brillantes, pero no demasiadas. Abunda más un lenguaje zafio, que termina por agotar. La insistencia es machacona y no conduce a ninguna parte. El retrato de tipo duro se quiere acentuar con su vida privada, donde su matrimonio y la relación con su hija hacen agua por todas partes. En este caso hay un claro contraste con el tono de la relación que el protagonista de La jungla de cristal mantiene con su mujer. Sin embargo, en la última parte de la película se trata de dar un giro a todo esto para acabar con un final feliz. Joe quiere a su mujer después de todo, como confiesa a su compañero de color. Pero esta transformación no resulta demasiado convincente, ni se ofrecen suficientes matices que la expliquen.
Persecución mortal (Striking distances) llevó a Bruce Willis de nuevo por el camino del cine de acción. En esta ocasión encarna a Tom Hardy, un policía de Pittsburgh. Lo de pertenecer a la policía es una tradición familiar. Vince, el padre de Tom, también sirve de ese modo a la defensa de la ley.
Los Hardy están investigando una serie de asesinatos de mujeres blancas cuyos cadáveres son arrojados al río. Un día se produce una trepidante persecución automovilística de un sospechoso. Vince y su hijo sufren un accidente. Cuando Tom despierta, se entera de la terrible noticia: el presunto homicida ha escapado tras asesinar a su padre.
A esta desgracia, Tom suma otra. Debe testificar contra su primo Jimmy, también policía, por malos tratos a un detenido. Ello le gana la animadversión de todos sus compañeros y conduce a Jimmy, en un arrebato de locura, a suicidarse, arrojándose desde un puente al río, como lo hizo también su desequilibrada madre mucho tiempo atrás.
Dos años después Tom ha cambiado su puesto en la policía. Ahora trabaja en la patrulla fluvial, que recorre a diario los tres ríos que atraviesan Pittsburgh. Su aspecto impecable del pasado se ha transformado: ahora aparece descuidado y bebe demasiado. No ha logrado superar el trauma de la muerte de su padre y del suicidio de su primo. La investigación por el asesinato de mujeres que llevaba Tom se cerró con el hallazgo de un culpable que siempre proclamó su inocencia, pero que acabó en la silla eléctrica. Pero comienzan a suceder cosas. De nuevo empiezan a aparecer cadáveres de mujeres flotando en el río. Se trata además de mujeres que han tenido alguna relación con Tom. Este, junto a su nueva compañera de trabajo, Jo Christman (Sarah Jessica Parker), se verán involucrados de lleno en el caso.
El film, dirigido por Rowdy Herrington, el responsable de Gladiator, combina una interesante trama de investigación policial —con algunas sorpresas quizás algo rebuscadas pero eficaces— con espectaculares escenas de acción. Los momentos de persecución fluvial son trepidantes y meten de lleno al espectador en la historia. Para filmar algunas escenas se ha utilizado un helicóptero de juguete dirigido por control remoto y provisto de una cámara. De este modo se han obtenido algunos planos aéreos de la persecución que difícilmente se podrían haber tomado de otro modo. Otra impresionante escena de acción es la persecución automovilística con la que se abre el film, que deja al que la contempla prácticamente sin aliento.
Bruce Willis tiene un papel que le va como anillo al dedo. El de policía al servicio de la ley, amistoso con sus compañeros, pero que sabe que el honor está por encima de la lealtad a cualquier precio, tal y como le enseñó su padre. Por ello está dispuesto a hurgar en un caso en el que parece claro que algún policía corrupto anda detrás. Descubrirá secretos muy dolorosos, que afectan a su propia familia, pero no dejará de cumplir con su deber de encontrar la verdad, sobre todo cuando la mayoría de los datos empiezan a señalarle como posible asesino. A la película se le puede acusar, en algunos momentos, de efectista y de estar excesivamente alambicada, pero no deja de ser entretenida, de captar la atención del espectador.