A mediados del año primero del siglo XIX, y reinando en Rusia el emperador Pablo I, el reloj de la iglesia de los Santos Pedro y Pablo acababa de dar las cuatro de la tarde, cuando una multitud de gentes de toda condición comenzó a formar corro ante la casa del general conde de Tchermayloff, excomandante militar de una importante ciudad en el gobierno de Pultava. La curiosidad general estaba excitada por los preparativos que en el patio de dicho palacio se estaban haciendo para hacer sufrir el suplicio del Knout a un esclavo del general que desempeñaba las funciones de barbero. Aun cuando este género de suplicio, y por consiguiente este espectáculo, fuera muy común en Rusia, nunca dejaba de llamar la atención, al menos de aquellos que acertaban a pasar por el lugar de la escena, lo cual, por suceder siempre, sucedió asimismo en nuestro caso, y este era el motivo que había reunido a tanta gente delante del palacio del general Tchermayloff.
Por lo demás, si bien los espectadores se apretaban y empujaban con ganas, no pudieron quejarse porque la ejecución del castigo se retardara, puesto que al dar las cuatro y media, un joven de veinticuatro a veintiséis años, vestido con el elegante uniforme de los edecanes del general, apareció en el patio junto a la parte del edificio que daba frente al gran portal, y por donde se daba entrada a los aposentos de su excelencia. En aquel lugar se detuvo algunos momentos, dirigió su mirada hacia una ventana cuyos cristales herméticamente cerrados y cortinajes completamente caídos cerraban el paso a su curiosidad y, convencido de que en esta ocupación perdería el tiempo inútilmente, hizo seña a un hombre de larga barba que permanecía de pie junto a la puerta que comunicaba con el edificio de la servidumbre. Hecha aquella seña, la puerta se abrió, y en medio de una doble hilera de siervos, los cuales estaban obligados a presenciar el espectáculo para que en él se aleccionaran, apareció el culpable que iba a recibir el castigo por su falta y en pos del cual caminaba el ejecutor. En cuanto al reo, ya hemos dicho que era el barbero del general; por lo que toca al ejecutor, era el cochero, a quien, por su costumbre de manejar el látigo, cada vez que debía tener lugar un suplicio de esta naturaleza se le ascendía o rebajaba, como se quiera, hasta ejercer las funciones de verdugo. Sin embargo, en honor a la verdad debemos decir que el ejercicio de estas funciones en nada menguaba el aprecio e incluso la amistad que le profesaban sus camaradas, los cuales estaban firmemente convencidos de que no era el corazón, sino el brazo de Iván el que tomaba parte en el azotamiento. Además, como el brazo del cochero, al igual que el resto de su cuerpo, era propiedad del general, a ninguno le extrañaba que este le empleara en tal ejercicio. Existía además otra razón para hacerle estimable a sus compañeros, por cuanto un castigo administrado por Iván era casi siempre más soportable que administrado por otro cualquiera, pues el cochero, que no por esto dejaba de ser un buen hombre, escamoteaba uno o dos latigazos por docena, o si acaso el presidente del castigo le hacía llevar las cuentas con más regularidad, siempre se las arreglaba de modo que el extremo del látigo fuera a chocar contra el banco sobre el cual estaba extendido el culpable, quitando de esta manera al golpe lo más doloroso de su percusión. Esto hacía que cuando le llegaba la vez a Iván de tenderse sobre el fatal lecho y recibir la corrección que de costumbre administraba a los demás, aquel de sus camaradas que se encargaba interinamente de desempeñar el papel de verdugo tenía con el paciente las mismas consideraciones que había tenido con él, acordándose de los latigazos escamoteados y no de los recibidos. Por último, este mutuo intercambio de buen proceder daba lugar a una envidiable buena amistad entre Iván y sus compañeros, amistad nunca más estrecha que en el momento en que debía ejecutar un nuevo castigo. Verdad es que la primera hora que seguía al suplicio era consagrada enteramente a las quejas que el dolor arrancaba, lo cual hacía que algunas veces el apaleado fuera injusto con el apaleador, pero era muy raro que la mala voluntad durara más de una noche, y lo normal era que cesara al primer vaso de aguardiente que el verdugo bebía a la salud de la víctima.
Aquel sobre quien Iván iba a ensayar su destreza en el momento en que comienza nuestra historia era un hombre de unos treinta y cinco o treinta y seis años, de cabellos rojos, así como su barba, de estatura más que regular, y de origen griego, según la expresión de su mirada, que aun revelando el temor de que se hallaba poseído, no estaba exenta de su carácter habitual, que expresa a un tiempo la sagacidad y la simulación. Cuando hubo llegado al sitio destinado para el suplicio, el paciente se detuvo, dirigió una mirada a la misma ventana que antes había llamado la atención al ayudante de campo, ventana que continuaba herméticamente cerrada, y luego, tendiendo la mirada al círculo formado por la muchedumbre que invadía la entrada de la calle, acabó por fijarla, no sin estremecerse, en la plancha fatal sobre la cual debía ser tendido en breve. Este movimiento de pavor no se ocultó a su amigo Iván, que aprovechándose de la ocasión que le proporcionaba el tener que quitarle la camisa de tela rayada que cubría el cuerpo del reo, le dijo a media voz:
—Ea, Gregorio, valor.
—Ya sabes lo que me tienes prometido —contestó el paciente con una expresión indefinible de súplica.
—Eso no reza con los primeros latigazos, Gregorio, pues al principio el ayudante de campo tendrá fija la mirada en nosotros. Después, cuando hayas recibido unos cuantos, queda tranquilo, que ya encontraremos algún medio para escamotear alguno.
—Sobre todo ten cuidado con la punta del látigo.
—Déjalo a mi cargo, Gregorio, y todo se hará del mejor modo posible. ¿Es que no me conoces?
—¡Ay, sí! —respondió Gregorio.
—¿Y bien? ¿A qué esperáis? —preguntó desde su posición el ayudante de campo.
—Su nobleza ve que estamos dispuestos —contestó Iván.
—Aguardad, aguardad, vuestra alteza —exclamó el pobre Gregorio, halagando al capitán con el tratamiento que se da a los coroneles—: Me parece que la ventana que da al cuarto de la señorita Vaninka se está abriendo.
El joven capitán dirigió la vista al punto que había llamado su atención varias veces, pero ni un solo pliegue de las cortinas de seda que se divisaban a través de los cristales se había movido siquiera.
—Miente el bellaco —dijo el ayudante de campo, apartando poco a poco la vista de la ventana, como si él también hubiera esperado verla abierta—, mientes, y además, ¿qué tiene que ver esa noble señora en todo esto?
—Perdone vuestra excelencia —prosiguió Gregorio, que hizo sonreír al ayudante de campo de un grado más—: Pero es que, como es por su causa por la que voy a recibir… podría suceder que ella tuviera lástima de un pobre criado… y…
—Basta —dijo el capitán con extraño acento, como si él fuera de la misma opinión que el paciente y sintiera que Vaninka no perdonase—, basta y despachemos.
—Al momento, nobleza, al momento —dijo Iván. Después, volviéndose hacia Gregorio, continuó—: Vamos, camarada, llegó el momento.
Gregorio exhaló un profundo suspiro y dirigió una última mirada a la ventana. Al comprobar que allí todo continuaba en el mismo estado, se decidió por fin a echarse sobre la tabla fatal. Al mismo tiempo, otros dos esclavos que Iván había elegido para que le ayudaran le agarraron los brazos y le sujetaron las muñecas a dos postes colocados a igual distancia de la plancha, de manera que quedó más o menos en cruz. En seguida lo sujetaron con una argolla por el cuello, y viendo que todo estaba ya dispuesto y que ningún signo que le fuera favorable aparecía en la ventana, que seguía cerrada, el joven ayudante de campo hizo seña con la mano y dijo:
—Vamos.
—Aguardad, nobleza, aguardad —contestó Iván, haciendo que se prolongase de este modo el tormento, con la esperanza de que de aquella inexorable ventana saldría alguna señal—, tengo en mi Knout un nudo, y si lo dejo así Gregorio tendría derecho a quejarse.
El instrumento al que se refería el ejecutor, y cuya forma desconocerán quizá nuestros lectores, es una especie de látigo que tiene un mango de poco más o menos medio metro de tamaño. A este mango va sujeta una correa plana de cuero de dos dedos de anchura y poco más de un metro de longitud. La correa termina con un anillo de metal al cual va unida como prolongación de la primera otra correyuela de medio metro de largo y un dedo de ancho que sigue en disminución hasta concluir en punta. Se moja en leche esta correa y después se deja que se seque al sol, de modo que gracias a esta preparación su extremidad llega a ponerse tan aguda y cortante como un cortaplumas. Además, según costumbre, a cada seis golpes, con el fin de —que no se humedezca con la sangre del paciente, se cambia dicha correa.
Por mala gana que tuviera y por torpeza que Iván quiso emplear en desatar el nudo, fue necesario por fin que acabara: ya los espectadores comenzaban a murmurar. Al haber despertado con el ruido al ayudante de campo del éxtasis en que parecía sumido, levantó el oficial la cabeza, que tenía inclinada sobre el pecho, miró por última vez hacia aquella ventana, y viendo que absolutamente nada anunciaba que la misericordia pudiera venir por aquel lado, se volvió de nuevo hacia el cochero, y con una señal más imperiosa y un acento cuya entonación no admitía réplica, le ordenó que comenzara la ejecución.
No había medio de retroceder. Iván tenía que obedecer, y no parecía oportuno buscar un nuevo pretexto. Se echó dos pasos hacia atrás para adquirir mayor ímpetu, volvió después al lugar que desde el principio había ocupado y, alzándose sobre las puntas de los pies, hizo girar el Knout por encima de su cabeza un instante, y lo descargó sobre Gregorio con tal destreza que la correa dio tres vueltas al cuerpo de la víctima, rodeándole como si fuera una serpiente, llegando el punzante extremo a tocar por debajo de la tabla en que estaba echado. Con todo, a pesar de esta precaución, Gregorio lanzó un grito e Iván contó: uno.
A este grito, el ayudante de campo se había vuelto hacia la ventana; pero la ventana seguía cerrada y, maquinalmente, dirigió su mirada sobre el paciente, y repitió: uno.
El Knout había dejado marcado en las espaldas de Gregorio un triple surco morado.
Iván volvió a tomar aire, y con igual acierto que la primera vez volvió a rodear el cuerpo del paciente con su correa, teniendo cuidado siempre de que la punta no le tocara: Gregorio lanzó un nuevo grito e Iván contó: dos.
Entonces la sangre comenzó a agolparse junto a la piel, pero sin llegar a brotar todavía. Al tercer golpe aparecieron algunas gotas sobre el cuerpo de la víctima. Al cuarto brotó libremente.
Al quinto saltó hasta la cara del joven oficial, que se echó hacia atrás y se enjugó con el pañuelo. Iván aprovechó esta circunstancia para contar siete en vez de seis. El capitán no hizo observación alguna.
Al noveno golpe se paró Iván para mudar de correa y, confiando en que una segunda mentira colaría tan felizmente como la primera, contó once en vez de diez. En ese momento una ventana situada enfrente de la de Vaninka se abrió. Un hombre de cuarenta y cinco a cuarenta y ocho años, vestido con el uniforme de general, se dejó ver en ella, y con el mismo tono de voz con que podría haber dicho: «Valor, adelante», dijo: «Basta, ya está bien», y volvió a cerrar la ventana.
Desde el momento en que se abrió la ventana, el joven oficial se volvió hacia su general con la mano izquierda colocada sobre la costura del pantalón y con la derecha tocando su sombrero, y así permaneció durante los cortos segundos que duró aquella aparición, en cuanto se cerró la ventana repitió las mismas palabras que el general había pronunciado, de manera que el látigo, levantado ya, volvió a caer, pero sin tocar al paciente.
—Da las gracias a su excelencia, Gregorio —dijo entonces Iván enrrollando la correa del Knout alrededor del mango—, porque te ha perdonado dos golpes, cosa que —añadió agachándose para desatarle la mano—, con dos que te he escamoteado hace un total de ocho golpes en vez de doce. Vamos, vosotros, desatadle la otra mano.
Pero el pobre Gregorio no se encontraba en situación de dar las gracias a nadie: casi desvanecido por el dolor, apenas podía sostenerse. Dos hombres le cogieron por debajo de los brazos y lo condujeron, seguidos siempre por Iván, al departamento de los esclavos. Sin embargo, al llegar a la puerta se detuvo, volvió la cabeza y distinguió al ayudante de campo que le seguía con la vista y en cuya mirada se pintaba la compasión.
—Señor Fedor —le gritó Gregorio—, dad las gracias de mi parte a su excelencia el general. En cuanto a la señorita Vaninka —añadió en voz baja—, yo me encargo de dárselas en persona.
—¿Qué murmuras entre dientes? —preguntó el joven oficial con expresión de enfado, porque creyó notar en la voz de Gregorio algo amenazador.
—Nada, nobleza, nada —dijo Iván—, el pobre muchacho os agradece, señor Fedor, que os hayáis tomado el trabajo de asistir a su castigo, y dice que ha sido mucho honor para él; eso es todo, nada más.
—Bueno, bueno —dijo el joven oficial, temiendo que Iván cambiara algo del texto original, pero sin querer saberlo positivamente—, y si Gregorio no quiere causarme otra vez la misma molestia, que beba menos aguardiente o que cuando esté borracho intente ser más respetuoso.
Iván hizo un profundo y humilde saludo y siguió a sus compañeros. Fedor volvió a entrar en el vestíbulo y la multitud se retiró muy enojada por la mala fe de Iván y por la generosidad del general, que le había evitado cuatro golpes de Knout, esto es, la tercera parte de lo que estaba anunciado que constituiría el castigo.
Y ahora que hemos hecho que nuestros lectores conozcan a algunos personajes de esta historia, nos permitirán que les pongamos en comunicación directa con los que, o no han hecho más que aparecer, o se han quedado ocultos detrás de la cortina.
El general conde Tchermayloff, que, como hemos dicho, después de haber desempeñado el gobierno de una de las villas más importantes de las cercanías de Pultava, había sido llamado a San Petersburgo por el emperador Pablo I, que le honraba con su particular amistad, era viudo y tenía una hija que había heredado la fortuna, la belleza y el orgullo de su madre, que pretendía descender directamente de uno de los capitanes de aquella raza de tártaros que bajo las órdenes de Gengis invadieron Rusia en el siglo trece. Por una fatal casualidad, estos instintos altivos y esta disposición altanera habían crecido en Vaninka con la educación que había recibido. No teniendo mujer y careciendo de tiempo para ocuparse por sí mismo de su hija, el general Tchermayloff había elegido como aya a una inglesa que en vez de combatir las inclinaciones de su educanda, les había dado nuevo vigor aumentando sus ideas aristocráticas, imbuyéndole los principios que hacen de la nobleza inglesa la más orgullosa de la tierra. Entre los diferentes estudios a que se había dedicado Vaninka, había uno al que se había entregado en especial, y era, si puede decirse así, el de la ciencia de su posición: por ello, conocía perfectamente el grado de nobleza y de poder de todas las familias nobles, tanto el de las que superaban a la suya, como el de las que eran inferiores. Podía, pues, sin equivocarse, cosa que sin embargo no es nada fácil en Rusia, dar a cada uno el título que por derecho correspondía a su rango. De ese modo, sentía un profundo desprecio por todo el que era menos excelencia. En cuanto a los siervos y esclavos, se comprende, dado el carácter de Vaninka, que para ella ni siquiera existían: no eran más que animales con barbas, y muy inferiores, a juzgar por el sentimiento que le inspiraban, a su caballo o a su perro, y ciertamente nunca puso ella en la misma balanza la vida de un esclavo y la de cualquiera de aquellos interesantes cuadrúpedos. Por lo demás, como todas las mujeres distinguidas de su país, era buena música y hablaba igualmente bien el francés, italiano, alemán e inglés.
En cuanto a las facciones de su rostro, diremos que estaban desarrolladas en armonía con su carácter. Resultaba de esto que Vaninka era bella, pero su belleza era quizás algo extraña. En efecto, su gran pupila negra, su nariz recta, sus labios levantados en sus extremos por la desdeñosa expresión de su fisonomía hacían sentir, desde luego, a todos los que se acercaban a ella una extraña impresión que no se desvanecía sino delante de sus iguales o superiores, para quienes volvía a ser una mujer como todas, mientras que para sus inferiores permanecía siempre altiva e inaccesible como una diosa.
Cuando Vaninka tuvo diecisiete años, una vez concluida su educación, su aya, para cuya salud era perjudicial el rudo clima de San Petersburgo, pidió su retiro. Se le concedió con ese fastuoso reconocimiento del que los señores rusos son hoy en Europa los últimos representantes. Entonces quedó sola Vaninka, sin otra norma que la dirigiera en el mundo que el ciego amor de su padre, del que como hemos dicho era hija única, y que en su ruda y salvaje admiración, la consideraba como un compuesto de todas las perfecciones humanas.
En esta situación las cosas, el general recibió una carta que le escribía desde el lecho de muerte uno de sus amigos de la infancia. Desterrado de su patria a consecuencia de algunas contiendas con Potemkin, el conde de Romayloff había perdido su carrera y, sin la posibilidad de reconquistar su perdido favor, se fue agobiado de tristeza a morir a cuatrocientas leguas de San Petersburgo. Pero si sentía doloroso y amargo su destierro y su desdicha no era tanto por sí mismo, sino porque aquella desgracia influía en mal sentido en la suerte y porvenir de su hijo único, Fedor. El conde, sabiendo que le iba a dejar solo y sin apoyo en el mundo, recomendaba entonces al general, en nombre de su antigua amistad, a su joven hijo, deseando que gracias al favor de que gozaba con Pablo I, obtuviese para aquel una tenencia en algún regimiento. El general respondió inmediatamente al conde que su hijo hallaría en él un segundo padre. Pero cuando llegó la agradable nueva, Romayloff ya no existía, y fue Fedor el que recibió la carta y se la llevó al general, al mismo tiempo que le anunciaba la pérdida que había sufrido y reclamaba la protección ofrecida. Sin embargo, el general ya se había adelantado a tales diligencias, y Pablo I, influido por él, había concedido al joven una subtenencia en el regimiento Semonovski, de modo que Fedor entró en el ejercicio de sus funciones al día siguiente de su llegada.
Aunque el joven no había hecho más que pasar, por decirlo así, por la casa del general para ir a los cuarteles situados en el costado de la Litenoy, había estado el tiempo suficiente para ver a Vaninka y conservar de ella un profundo recuerdo. Desde luego, llegando Fedor con el corazón henchido de pasiones vírgenes y generosas en reconocimiento hacia el protector que le abría paso en su carrera, todo cuanto a este pertenecía le parecía que llevaba en sí un derecho a su gratitud. Quizá por esta razón exageró la belleza de la que se le presentó como a una hermana, y que sin considerar para nada este título, le recibió con la frialdad y orgullo de una reina. Por lo demás, por fría e indiferente que fuera esta aparición, no por eso dejó, como hemos dicho, menos huella en el corazón del joven, y su llegada a San Petersburgo quedó marcada por una impresión nueva y desconocida hasta entonces en su existencia.
En cuanto a Vaninka, apenas reparó en Fedor. Ciertamente, ¿qué era para ella un joven subteniente sin fortuna y sin porvenir? Lo que ella soñaba era unirse a un príncipe que hiciese de ella una de las más poderosas damas de Rusia, y a no ser que Fedor viera realizado en su favor uno de los cuentos de las mil y una noches; no podía prometerse de otro modo nada parecido.
Algunos días después de aquella primera entrevista, Fedor fue a despedirse del general: su regimiento formaba parte del contingente que se llevaba consigo a Italia el mariscal Suvarov, y Fedor iba a morir o a volver digno del noble protector que había respondido por él.
Aquella vez, ya sea porque el uniforme elegante con que iba vestido aumentara la natural belleza de Fedor, o porque el momento de su partida y la exaltación de la esperanza hubiera rodeado al joven de una aureola de poesía, Vaninka, asombrada del maravilloso cambio que había experimentado, se dignó, invitada por su padre, alargar su mano al que iba a dejarles. Esto era mucho más de lo que podía esperar Fedor. Hincó por lo tanto una rodilla en tierra, como lo habría hecho delante de una reina, y tomando la mano de Vaninka entre las suyas trémulas, apenas tuvo atrevimiento para acercar a ella sus labios. Mas, por ligero que fuera aquel beso, Vaninka tembló como si la hubiera tocado un hierro candente, porque sintió esparcirse por todo su cuerpo una inexplicable sensación y un calor sofocante subió hasta su rostro. Por ello, retiró tan vivamente su mano que Fedor, temiendo que este adiós tan respetuoso la hubiera ofendido, permaneció de rodillas, juntó sus manos y levantó sus ojos fijándolos en ella con una expresión de temor tal que Vaninka olvidó su orgullo y le tranquilizó con una sonrisa. Fedor se levantó con el corazón rebosando de un placer indefinible y sin poder decir de qué provenía. Pero sí podía al menos darse perfecta cuenta de que, aunque estaba a punto de separarse de Vaninka, nunca había sido tan dichoso como en aquel momento.
El joven oficial partió con la mente llena de sueños dorados porque, ya fuese el horizonte de su porvenir sombrío o brillante, era en todo caso digno de envidia: si se abría una tumba sangrienta, había creído leer en los ojos de Vaninka que sería sentida su muerte por ella, y si alcanzaba a tocar la gloria, la gloria le devolvería triunfante a San Petersburgo, y la gloria es una reina que hace milagros en favor de sus protegidos.
El ejército del cual formaba parte el joven oficial atravesó Alemania, desembocó en Italia por las montañas del Tirol y entró en Verona el día 14 de abril de 1799. Inmediatamente se unió Suvarov con el general Melás, y tomó el mando de los dos ejércitos. Al día siguiente el general Chasteler le propuso hacer un reconocimiento; pero Suvarov, mirándolo con marcada expresión de asombro, contestó: no conozco otro medio de reconocer al enemigo que cargar sobre él y vencerlo.
En efecto, Suvarov estaba acostumbrado a aquella estrategia expeditiva: así era como había vencido a los turcos en Folkschany y en Ismailof; así era como había conquistado Polonia después de una campaña de pocos días, y tomado Praga en cuatro horas. Así era como Catalina, agradecida, había mandado al general vencedor una corona de encina entrelazada con piedras preciosas cuyo valor estaba tasado en seiscientos mil rublos, le había dado un bastón de mando todo de oro macizo y guarnecido de diamantes, y le hizo mariscal general, con la facultad de elegir un regimiento que llevaría siempre su nombre. Después, a su regreso, le dio permiso para ir a descansar a una tierra magnífica que le había donado, así como ocho mil siervos que la habitaban. ¡Qué asombroso ejemplo para Fedor! Suvarov, hijo de un simple oficial ruso, había sido educado en la escuela de cadetes y había salido como subteniente, como él: ¿por qué en un mismo siglo no habían de existir dos Suvarov?
Así pues, Suvarov llegaba precedido de una reputación inmensa: religioso, activo, infatigable, impasible, viviendo con la sencillez de un tártaro y peleando con la energía y prontitud de un cosaco, era el hombre que se necesitaba para continuar los triunfos del general Melás contra los soldados de la República, acobardados por las necias vacilaciones de Scherer. Además, el ejército austro-ruso, compuesto por cien mil hombres, no tenía delante más que a unos veintinueve o treinta mil franceses.
Suvarov comenzó, como tenía por costumbre, con un trueno espantoso. El 20 de abril se presentó delante de Brescia, que quiso en vano oponer resistencia. Después de un fuego de cañón que duró apenas media hora, la puerta de Peschiera fue derribada a hachazos y la división Korsakov, cuya vanguardia estaba formada por el regimiento de Fedor, entraba en la villa a paso de carga, acometiendo a la guarnición, que estaba compuesta sólo por mil doscientos hombres y que se refugió en la ciudadela. Derrotada con una impetuosidad a la que los franceses no estaban acostumbrados, el jefe de la brigada, Boneset, pidió la capitulación. Pero su posición era demasiado precaria para que pudiera alcanzar tregua alguna de sus salvajes vencedores: Boneset y sus soldados fueron hechos prisioneros de guerra.
Suvarov era el hombre que mejor sabía en el mundo aprovechar una victoria: apenas se hizo dueño de Brescia —cuya rápida loma había producido un nuevo desaliento en el ejército francés—, ordenó al general Kray que emprendiera vigorosamente el sitio de Peschiera. Como resultado de esta orden, el general Kray había establecido su cuartel equidistante de Peschiera y de Mantua, extendiéndose desde el Po hasta el lago de Garda, sobre la ribera del Mincio, y amenazando de este modo a la vez a las dos ciudades. Al mismo tiempo, el general en jefe, que marchaba delante con el grueso del ejército, pasaba el Oglio en dos columnas, y extendía la una bajo las órdenes del general Rosenberg por el lado de Bérgamo y colocaba la otra al mando de Melás, de modo que llegara hasta el Serio. Mientras tanto, divisiones de siete u ocho mil hombres a las órdenes de los generales Kaim y Hohenzollern se dirigían hacia Plasencia y Cremona, costeando toda la ribera izquierda del Po. De esta manera el ejército austro-ruso se adelantaba desplegando ochenta mil hombres en un frente de dieciocho leguas.
Al ver las fuerzas que se acercaban, y que triplicaban a las suyas, Scherer se batió en retirada por toda la línea y derribó los puentes que había tendidos sobre el Adda. Como no tenía esperanzas de defenderse, trasladó su cuartel general a Milán, aguardando en esta villa respuesta a una carta que había dirigido al Directorio, en la que reconocía implícitamente su incapacidad y presentaba su dimisión. Pero como no llegaba respuesta y Suvarov avanzaba sin cesar, cada vez más asustado por la responsabilidad que pesaba sobre él, Scherer había entregado el mando a uno de sus más acreditados lugartenientes. El general elegido por el dimisionario fue Moreau, que iba a vencer una vez más a aquellos mismos rusos en cuyas filas debía morir más tarde.
Este nombramiento inesperado fue publicado en medio de las más vivas muestras de alegría por parte de los soldados: aquel a quien su gran campaña sobre el Rhin había hecho que se le conociera con el nombre de Fabio francés, recorrió toda la línea de su ejército saludado con entusiasmo por unas y otras divisiones con los gritos de ¡Viva Moreau! ¡Viva el salvador del ejército de Italia!
Pero, por grande que fuese aquel triunfo, no fue suficiente para cegar a Moreau e impedirle que conociera perfectamente la posición en que se hallaba: tenía que formar, so pena de ser embestido por sus dos extremos, una línea paralela a la del ejército ruso, de manera que para hacer frente a su enemigo le era preciso extenderse desde el lago Lecco a Pizzighitone, es decir, a lo largo de un espacio de veinte leguas. Es cierto que podía también retirarse hacia el Piamonle, concentrar sus tropas sobre Alejandría y esperar allí los refuerzos que el Directorio ofrecía mandarle; pero, si actuaba de esa manera, abandonaba al ejército de Nápoles y lo dejaba aislado y casi en poder del enemigo. Decidió, pues, impedir el paso del Adda durante todo el tiempo que le fuera posible con el fin de ganar tiempo para que llegase la división Dessolles, que le debía mandar Massena, para proteger su flanco izquierdo, mientras que la división Gauhtier, que tenía orden de evacuar Toscana, llegaba a marchas forzadas para proteger su flanco derecho.
En cuanto a él, se colocó en el centro para defender en persona el puente fortificado de Cassano, cuya parte superior estaba cubierta por el canal Ritorto, que ocupaban con numerosa artillería las avanzadas que allí se habían atrincherado.
Además, siempre tan cauto como valiente, Moreau tomó sus medidas para asegurar en caso de derrota la retirada hacia los Apeninos y la costa de Genova.
Apenas estaban terminadas todas sus disposiciones cuando el infatigable Suvarov entró en Triveglio. Al mismo tiempo que llegaba el general ruso a esta villa, Moreau se enteró de la rendición de Bérgamo y su castillo, y el 25 de abril vio las columnas del ejército aliado.
Ese mismo día el general ruso dividió su ejército en tres columnas, de modo que cada una de ellas correspondiera a uno de los puntos más importantes de la línea francesa, si bien el número de soldados del ejército ruso era el doble que las fuerzas que tenían que derrotar. La columna de la derecha, al mando del general Vikassovitch, se adelantó hacia el extremo del lago de Lecco, donde esperaba el general Serrurier; la de la izquierda, al mando de Melás, fue a colocarse enfrente de las trincheras de Cassano; por último, las divisiones austríacas de los generales Zopf y Olt, que formaban el centro, se reunieron en Canonnia para encontrarse en situación, en un momento dado, de apoderarse de Vaprio. Las tropas rusas y austríacas acamparon a un tiro de cañón de las avanzadas francesas.
Fedor, que formaba parte con su regimiento de la división Chasteler, escribió aquella noche al general Tchermayloff:
«Por fin nos encontramos frente a los franceses. Mañana por la mañana debe darse una gran batalla. Mañana por la tarde seré teniente o habré muerto».
Al día siguiente, el 26 de abril, retumbaron los cañones desde el amanecer en los extremos de la línea. Por el izquierdo atacaban los granaderos del príncipe Bagration, y por el derecho, el general Sekendorff, procedente del campo de Triveglio, y que marchaba sobre Crema.
El resultado de ambos ataques fue muy desigual: los granaderos de Hagration fueron rechazados con grandes perdidas por su parte, mientras que Sekendorff, por el contrario, arrojaba a los franceses de Crema y extendía sus tropas hasta el puente de Lodi.
La esperanza de Fedor quedó desvanecida: la parte del ejército en que él se encontraba no hizo nada aquel día, y su regimiento permaneció pasivo, aguardando órdenes que no llegaron.
Suvarov aún no había ideado todo su plan, y necesitaba aquella noche para disponerlo correctamente.
Aquella misma noche, habiéndose enterado Moreau de la ventaja que había obtenido Sekendorff en su extremo derecho, dio orden a Serrurier de dejar en Lecco, que era un puesto de fácil defensa, nada más que la mitad de la 18ª brigada ligera y un destacamento de dragones, y que se replegara sobre el centro con el resto de las tropas. Serrurier recibió la orden a las dos de la mañana y la cumplió inmediatamente.
Los rusos, por su parte, no habían perdido el tiempo: aprovechando la oscuridad de la noche, el general Vukassovitch había hecho recomponer el puente destruido por los franceses en Brevio, mientras que el general Chasteler hacía construir uno nuevo a dos millas del castillo de Trezzo. Estos dos puentes fueron reconstruidos sin que las avanzadas francesas lo sospecharan siquiera. Sorprendidos a las cuatro de la mañana por las dos divisiones austríacas, que se habían ocultado en el pueblo de San Gervasio y habían ganado la orilla derecha de Adda sin ser vistos, los soldados encargados de defender el castillo de Trezzo lo abandonaron y se batieron en retirada. Los austríacos les persiguieron hasta Pozzo, pero allí los franceses se detuvieron de repente, dieron la vuelta, e hicieron frente. Esta maniobra se debía a que en Pozzo se encontraban el general Serrurier y las tropas que traía de Lecco. Al oír a su espalda los tiros de cañón, se detuvo un instante y, obedeciendo a la principal ley de la guerra, se había dirigido hacia el ruido y hacia donde salía el humo. Él era pues quien rehacía la guarnición de Trezzo y quien tomaba la defensiva, enviando uno de sus ayudantes de campo a Moreau para avisarle de la maniobra que había creído su deber hacer.
El combate se desató entonces entre las tropas francesas y austríacas con un encarnizamiento inaudito: porque los viejos soldados de Bonaparte habían adquirido en sus primeras campañas en Italia una costumbre a la que no podían renunciar y que consistía en combatir a los subditos de su majestad imperial donde quiera que los hallasen. Sin embargo, la superioridad del número era tal que las tropas francesas empezaban a retroceder, cuando unas fuertes voces que se dejaron oír a retaguardia anunciaron un refuerzo: era el general Grenier, enviado por Moreau, que llegaba con su división en el momento en que su presencia era más necesaria.
Parte de la nueva división reforzó las columnas doblando las masas del centro, mientras que la otra se extendió sobre la izquierda para arrollar a los generales enemigos. Después resonó el tambor por toda la línea y los granaderos franceses comenzaron a reconquistar aquel campo de batalla tomado y vuelto a tomar dos veces. Pero en aquel momento les llegó un refuerzo también a los austríacos: era el marqués de Chasteler y su división. El número era otra vez ventajoso para el enemigo. Grenier replegó inmediatamente su ala para reforzar el centro, y Serrurier, disponiendo la retirada, se replegó sobre Pozzo, donde aguardó al enemigo.
En este último punto fue donde tuvo lugar lo más reñido de la batalla. Tres veces fue tomado y otras tantas se recobró el pueblo de Pozzo, hasta que por fin, atacados por cuarta vez por fuerzas dobles a las suyas, los franceses tuvieron que evacuarlo. En este último ataque fue herido mortalmente un coronel austríaco. Sin embargo, el general Beker, que lideraba la retaguardia francesa, no había querido batirse en retirada y se vio rodeado con algunos de sus hombres. Después de verles caer uno tras otro a su lado, se vio obligado a rendir su espada a un joven oficial ruso del regimiento de Semonovski, que entregó su prisionero a los soldados que le seguían y volvió inmediatamente al combate.
Los dos generales franceses habían tomado como punto de reunión para rehacerse el pueblo de Vaprio. Pero en los primeros momentos del desorden que causó en las tropas francesas la salida de Pozzo, la caballería austríaca llevó a cabo una carga tan terrible que Serrurier tuvo que separarse de su colega, y se vio en la necesidad de retirarse con dos mil quinientos hombres sobre Verderio, mientras Grenier llegaba solo al punto convenido y se detenía en Vaprio para hacer de nuevo frente al enemigo.
Al mismo tiempo un combate espantoso tenía lugar en el centro. Melás, con dieciocho o veinte mil hombres, había atacado los puestos fortificados que se hallaban, como hemos dicho, a la cabeza del puente de Cassano y de Ritorlo-canale. A las siete de la mañana, y cuando Moreau acababa de desprenderse de la división Grenier, Melás, a la cabeza de tres batallones de granaderos austríacos, atacó los puestos avanzados. Allí, por espacio de dos horas tuvo lugar una carnicería horrorosa: fueron rechazados tres veces, dejando más de mil quinientos hombres muertos al pie de las fortificaciones, y habían vuelto otras tantas veces a la carga, reforzados siempre por tropas de refresco, y alentados por Melás, que tenía antiguas derrotas que vengar.
Por último, atacados por cuarta vez y acosados en sus trincheras, los franceses disputaron el terreno palmo a palmo, y fueron a resguardarse en su segundo parapeto, que defendía la cabeza del mismo puente y que mandaba Moreau en persona. Allí se luchó todavía durante dos horas hombre a hombre, mientras el fuego horroroso de la artillería cambiaba entre sí la muerte, disparando sus cañones casi a bocajarro. Finalmente, rehechos los austríacos una vez más, avanzaron a la bayoneta, y, a falta de escalas o de brecha, llegaron a escalar el parapeto amontonando contra las fortificaciones los cuerpos de sus camaradas muertos. No había un instante que perder: Moreau ordenó la retirada, y mientras los franceses volvían a pasar el Adda, él mismo en persona protegió su paso con un solo batallón de granaderos, del cual, al cabo de una media hora, no le quedaban más que ciento veinte hombres. Además, tres de sus ayudantes de campo habían caído muertos a su lado. Pero la retirada se hizo con orden. Después, él mismo se retiró también, haciendo siempre frente al enemigo, que ponía el pie sobre el puente en el mismo momento en que Moreau alcanzaba la otra orilla. Al instante los austríacos se lanzaron a su persecución. Pero, de repente, un ruido terrible se dejó oír dominando al de la artillería: el segundo arco del puente acababa de volar haciendo saltar por los aires a todos los que en ese momento se encontraban en el lugar fatal. Ambos bandos retrocedieron, y en el espacio que quedó vacío se vio caer como una lluvia de despojos de hombres y de piedras.
Pero, en el momento en que Moreau acababa de interponer un obstáculo momentáneo entre él y Melás, vio llegar en desorden el cuerpo del ejército que estaba a las órdenes del general Grenier, y que como hemos dicho antes había sido obligado a evacuar a Vaprio, y que huía ahora perseguido por el ejército austríaco-ruso de Zopf, de Olt y de Chasteler. Moreau ordenó un cambio de frente y, combatiendo al nuevo enemigo que se le venía encima cuando y por donde menos lo esperaba, consiguió rehacer las tropas de Grenier y restablecer el equilibrio de la batalla. Pero, mientras Moreau se volvía hacia Grenier, Melás reconstruía el puente y ganaba a su vez la otra orilla del río. Moreau se encontró entonces atacado de frente y por los dos flancos por fuerzas tres veces superiores a las suyas. Fue en aquel momento cuando todos los oficiales que le rodeaban le suplicaron que considerase su retirada, porque de la salvación de su persona dependía la conservación de Italia. Moreau se resistió largo tiempo porque comprendía las terribles consecuencias de la batalla que acababa de perder y a la cual no quería sobrevivir si le era imposible ganarla, pero un pelotón de tropa de lo más escogido le rodeó y retrocedió formando un cuadro a su alrededor, mientras el resto del ejército se hacía matar por defender la retirada de aquel cuyo genio era juzgado como la única esperanza que le quedaba.
El combate duró todavía cerca de tres horas, durante las cuales la retaguardia del ejército hizo prodigios. Por fin, viendo Melás que su enemigo se le había escapado, y considerando que sus tropas, cansadas de una lucha tan obstinada, tenían necesidad de reposo, ordenó que cesara el combate y se detuvo en la orilla izquierda del Adda, escalonándose en los pueblos de Imago, Gorgonzola y Cassano, y quedando de este modo dueño del campo de batalla sobre el que dejaron los franceses dos mil quinientos cadáveres, cien cañones y veinte obuses.
Aquella noche Suvarov invitó a Beker a cenar con él y le preguntó quién era el que le había hecho prisionero. Beker contestó que era un joven oficial del regimiento que entró primero en Pozzo. Suvarov preguntó entonces cuál era aquel regimiento, y se le respondió que era el de Semonovski. El general en jefe ordenó que se hicieran averiguaciones a fin de saber el nombre de aquel joven. Un instante después se anunciaba al subteniente Fedor Romayloff. Venía a traer a Suvarov la espada del general Beker. Suvarov le retuvo para que cenara con él y con su prisionero.
Al día siguiente Fedor escribía a su protector:
«He cumplido mi palabra: soy teniente y el mariscal Suvarov ha pedido para mí a su majestad Pablo I la orden de San Vladimiro».
El 28 de abril entraba Suvarov en Milán, que Moreau acababa de dejar para retirarse detrás del Tessino, y ordenaba poner en todas las tapias de esta capital la proclama siguiente, que pinta a las mil maravillas la imaginación del héroe moscovita:
«El ejército victorioso del emperador apostólico y romano está aquí: combate únicamente por el restablecimiento de la santa religión, del clero, de la nobleza y del antiguo gobierno de Italia.
»Pueblos, uníos a nosotros en nombre de Dios y de la fe: pues hemos llegado con un ejército a Milán y a Plasencia para socorreros.
Las victorias de Trubia y Novi, alcanzadas con tanto esfuerzo, sucedieron a la de Cassano y dejaron a Suvarov tan debilitado que no pudo sacar provecho de sus ventajas. Además, en el momento en que el general ruso iba a ponerse en marcha, se le comunicó un nuevo plan para el consejo áulico de Viena. Las potencias aliadas habían decretado la invasión de Francia y, asignando a cada general la senda que había de seguir para llevar a cabo dicho plan, decidieron que Suvarov entrase en Francia por Suiza, que el archiduque le cediera sus posiciones y que se desviara sobre el bajo Rhin. Las tropas con que Suvarov (dejando a Moreau y Macdonald frente a los austríacos), debía operar en adelante contra Massena, eran treinta mil rusos que llevaba consigo; otros treinta mil procedentes del ejército de reserva que el conde de Tolstoy mandaba en Gallicie y que debían ser conducidos a Suiza por el general Korsakov; veinticinco a treinta mil austríacos mandados por el general Hotte, y, por último, cinco o seis mil emigrados franceses bajo el mando del príncipe de Conde. En resumen, de noventa a noventa y cinco mil hombres.
Fedor había sido herido al entrar en Novi, pero Suvarov había cubierto su herida con una segunda cruz, y el grado de capitán aceleró su convalecencia. De modo que el joven oficial, más dichoso que envanecido con el nuevo ascenso que acababa de obtener, estaba ya en disposición de seguir al ejército cuando el 13 de setiembre se puso en movimiento hacia Salvedra y empezó a entrar con su general en el valle de Tessino.
Hasta entonces todo había marchado bien, y mientras Suvarov habitó en las ricas y hermosas llanuras de Italia sólo tuvo motivos para alegrarse del valor y decisión de sus soldados. Pero cuando vieron sucederse los fértiles campos de Lombardía, bañados por ríos de tan dulces nombres, y levantarse ante su vista cubiertas de eterna nieve las escarpadas cimas del Saint-Gothard, entonces el entusiasmo se extinguió, desapareció aquella energía que les era habitual y unos sombríos presentimientos se apoderaron del corazón de aquellos salvajes hijos del Norte. Corrieron habladurías inesperadas y un rumor vago se extendió por toda la línea. Después, de repente, la vanguardia se detuvo, manifestando que no quería avanzar ni un paso. Fedor, que mandaba una compañía, rogó y suplicó en vano a sus soldados que se separaran de sus compañeros y dieran ejemplo siguiendo adelante. Los soldados arrojaron sus armas y se acostaron al lado de ellas. En el mismo instante en que acababan de dar aquella prueba de insubordinación, un nuevo murmullo se levantó en las últimas filas del ejército, aumentando progresivamente como una horrible tempestad: era Suvarov, que iba de retaguardia a vanguardia, y que llegaba acompañado de aquella espantosa insubordinación que crecía y se difundía por toda la línea a medida que avanzaba. Cuando llegó a la cabeza de la columna, los murmullos se habían convertido ya en imprecaciones.
Entonces Suvarov dirigió la palabra a sus soldados, con aquella salvaje elocuencia a la cual debía lodos los milagros que había operado siempre en su ánimo. Pero los gritos de ¡retirada!, ¡retirada!, sofocaron su voz. Entonces hizo prender a los más rebeldes y les mandó dar de palos hasta dejarlos casi muertos por tan vergonzoso castigo. Pero los castigos no tuvieron más efecto que las exhortaciones, y los gritos continuaron. Suvarov consideró que todo estaba perdido si no ponía en práctica algún medio poderoso e inesperado para reunir a los amotinados. Se adelantó hacia Fedor:
—Capitán —le dijo—, deje allí a esos cobardes. Escoja a ocho sargentos y abra un hoyo en la tierra.
Fedor, asombrado, miró a su general como para pedirle una explicación a tan extraña orden.
—Haced lo que os ordeno —repuso Suvarov.
Fedor obedeció y los ocho sargentos pusieron manos a la obra. Diez minutos después el hoyo estaba abierto, con gran admiración de todo el ejército, que estaba colocado en semicírculo y escalonado sobre las dos montañas que limitaban el camino, como sobre las gradas de un vasto anfiteatro.
Entonces Suvarov bajó del caballo, rompió su espada y la arrojó al hoyo. Se quitó una tras otra sus dos charreteras y las arrojó también con el sable. Después se arrancó las condecoraciones que cubrían su pecho y las metió en el hoyo del mismo modo que el sable y las charreteras, y por último, tras desnudarse del todo, se arrojó él mismo, exclamando en alta voz:
—¡Cubridme con tierra, dejad aquí a vuestro general! Vosotros no sois mis hijos, yo no soy ya vuestro padre: sólo me resta morir.
A tan extrañas palabras, que fueron pronunciadas con tan robusta voz que todo el ejército las oyó distintamente, los granaderos rusos se arrojaron a la fosa llorando y sacaron en brazos a su general pidiéndole perdón y suplicándole que les condujera hasta donde estaba el enemigo.
—¡Enhorabuena! —gritó Suvarov—. Reconozco a mis hijos. ¡Al enemigo! ¡Al enemigo!
Entonces no fueron ya gritos, sino hurras de contento los que respondieron a sus palabras. Suvarov volvió a vestirse y, mientras lo hacía, los más obstinados, arrastrándose por el suelo, llegaron a besarle los pies. Después, cuando tuvo puestas las charreteras y las cruces brillaron de nuevo sobre su pecho, volvió a montar a caballo, seguido de todo el ejército, que juraba al unísono dejarse matar antes que abandonar a su verdadero padre.
Aquel mismo día Suvarov atacó Aerolo. Pero los días aciagos habían comenzado a nacer, y el vencedor de Cassano, de la Trebia y de Novi había dejado su suerte en las llanuras de Italia. Durante doce horas, seiscientos franceses detuvieron e hicieron frente a tres mil granaderos rusos al pie de los muros de la villa, de modo que llegó la noche sin que Suvarov hubiese podido arrojarlos de allí. Al día siguiente ordenó que marcharan todas sus tropas para aplastar a aquel puñado de valientes, pero el cielo se encapotó y muy pronto el viento empezó a azotar con una lluvia fría y continua el rostro de los rusos. Los franceses aprovecharon esta circunstancia para batirse en retirada, dejaron el valle de Ursereu, pasaron la Reuss, y entraron en batalla sobre las alturas de la Fourca y del Grisinsel. Sin embargo, parte del ejército ruso se había adelantado: el San Gothard era suyo. Cierto que en el momento en que se alejen algo los franceses lo tomarán y les cerrarán la retirada, pero, ¿qué puede importarle a Suvarov? ¿No está él acostumbrado a seguir siempre hacia adelante?
Así pues, se va, sin inquietarle lo que deja tras sí, toma Audermalt, pasa el Ury y encuentra a Lecourbe ganando con mil quinientos hombres los desfiladeros del puente del Diablo.
Allí comienza de nuevo la encarnizada lucha. Durante tres días, mil quinientos franceses detienen a treinta mil rusos. Suvarov ruge como un león atrapado por el lazo, porque no alcanza a comprender que algo se resista a su loca suerte. Por último, el cuarto día, sabe que el general Korsakov, que le ha precedido, se ha dejado vencer por Molitor y que Massena ha recobrado Zurich y ocupa el cantón de Glaris. Entonces renuncia a seguir el valle de la Reuss y escribe a Korsakov y a Fallachich: «Corro a reparar vuestras faltas; sosteneos firmes como murallas: con vuestra cabeza responderéis si dais un solo paso atrás». El ayudante de campo, por otra parte, partía encargado de comunicar a los generales rusos y austríacos un plan de batalla verbal, que consistía en dar orden a los generales Linsken y Fallachich de atacar a las tropas cada uno por un lado distinto y reunirse en el valle de Glaris, donde Suvarov mismo debía bajar por el Klon-Thal, para encerrar a Molitor entre dos murallas de hierro.
Suvarov estaba tan seguro de que se realizaría su plan que al llegar a las orillas del lago Klon-Thal despachó a un parlamentario que sugería la rendición a Molitor, debido, según le dijo, a que estaba rodeado por todas partes. Entonces, Molitor ordenó que le informaran al mariscal de que la cita dada por él a sus generales no tendría lugar, puesto que él mismo les había derrotado uno tras otro y rechazado a los Grissons, y que, muy al contrario, como Massena avanzaba por Muotta, era él, Suvarov, el que se encontraba entre dos fuegos. Por consiguiente, Molitor le sugería a su vez que depusiera las armas. Al oír aquella extraña respuesta, Suvarov creyó que soñaba, pero en seguida, volviendo en sí y comprendiendo el peligro que corría quedándose en aquellos desfiladeros, se precipitó de improviso sobre el general Molitor. Este le recibió con las puntas de las bayonetas, y allí, cerrando el desfiladero, contuvo por espacio de ocho horas, contando tan sólo con mil doscientos hombres, a unos quince o dieciocho mil rusos. Por último, llegada la noche, Molitor dejó el Klon-Thal y se retiró sobre la Linth para defender los puentes de Noefels y de Mollis. El viejo mariscal se arrojó como un torrente sobre Glaris y Mitlodi, y allí supo que Molitor le había dicho la verdad: que Fallachich y Linsken habían sido derrotados y dispersados, que Massena avanzaba sobre Schwitz, y que el general Rosenberg, a quien había confiado él la defensa del puente de Muotta, se había visto obligado a replegarse. Así pues, el hecho es que él iba a encontrarse en la posición en que había creído poner a Molitor.
No había tiempo que perder para batirse en retirada. Suvarov se arrojó a los desfiladeros de Engi, de Schwanden y d’Elm, precipitando de tal manera su marcha que abandonó a sus heridos y parte de su artillería. Los franceses se lanzaron inmediatamente en su persecución, tan pronto bajando los precipicios como ascendiendo hasta las nubes. Entonces se vio pasar ejércitos enteros por lugares donde los cazadores de gamuzas se quitaban los zapatos y caminaban con los pies desnudos ayudándose de las manos para no caerse. Tres pueblos llegados de tres puntos distintos se habían dado cita en la morada de las águilas, sin duda para acercarse más a Dios, juez supremo que habría de juzgar la legitimidad de su causa. Hubo momentos en que aquellas heladas montañas se convirtieron en volcanes; en que las cascadas bajaron teñidas de sangre hasta los valles, y donde rodaron hasta lo profundo de los precipicios aludes humanos. Hasta tal punto creció la cosecha de la muerte allí donde la vida jamás había tenido lugar, que los buitres se hicieron desdeñosos a causa de la abundancia y no se apoderaban, según cuenta la tradición que se conserva entre los habitantes de las montañas, más que de los ojos de los cadáveres, para llevárselos a sus hijos.
Por fin, Suvarov consiguió reunir a sus tropas en las cercanías de Lindeau y llamó a Korsakov, que ocupaba todavía el puesto de Bregeur. Pero, reunida toda la fuerza, sólo ascendía a treinta mil hombres, lo que quedaba de los ochenta mil que Pablo I había destinado como su contingente en la coalición. Así pues, en el espacio de quince días, tres cuerpos de ejercito, cada uno de por sí más numeroso que todo el de Massena, habían sido batidos por este último ejército. Por lo tanto, furioso Suvarov por haber sido vencido por aquellos mismos republicanos cuyo exterminio había jurado de antemano, echó la culpa de su derrota a los austríacos y declaró que esperaría antes de intentar la coalición a recibir órdenes del emperador, a quien acababa de hacer comprender la traición de sus aliados.
La respuesta de Pablo I fue que se dispusiera para que sus soldados tomasen en seguida el camino de Rusia y que él mismo marchara en seguida a San Petersburgo, donde le esperaba una entrada triunfal. El mismo Ukase decía que Suvarov habitaría durante el resto de su vida en el palacio imperial, y, por último, que se le levantaría un monumento en una de las plazas públicas del mismo San Petersburgo.
Así pues, Fedor iba a volver a ver a Vaninka. Allí donde había existido un grave peligro que correr, en las llanuras de Italia, en las gargantas del Tessino, o sobre los hielos del monte Pragel, él se había precipitado a arrostrarlo antes que nadie, y en la lista de los individuos citados como dignos de recompensa su nombre apareció en primer lugar. Y Suvarov era demasiado valiente para prodigar tales distinciones si no hubieran sido merecidas. Volvía pues, como había prometido, digno del aprecio de su noble protector y, ¿quién sabe?, quizá también del amor de Vaninka. Desde luego, el mariscal le había cobrado afecto, y nadie era capaz de adivinar hasta dónde llegaba la amistad de Suvarov, a quien Pablo I honraba como si fuera un guerrero de la antigüedad.
Pero nadie podía fiarse de Pablo I, cuyo carácter era un compuesto de sentimientos extremados. Así pues, sin haber desmerecido en nada para con su señor, y sin saber de dónde le venía aquella desgracia, Suvarov recibió al llegar a Riga una carta del consejero privado en la que se le comunicaba, en nombre del emperador, que habiendo consentido a sus soldados una infracción de la disciplina, el emperador mismo le desposeía de todos los honores de que se hallaba revestido y le prohibía que se presentara ante él.
Semejante noticia causó el efecto de un rayo en el viejo guerrero ya ulcerado y combatido por los reveses que acababa de experimentar, y que, como una imprevista tempestad, venía a nublar un magnífico y brillante día. Por tanto, reunió a todos sus oficiales en la plaza de Riga y se despidió de ellos llorando como un padre que se separa de su familia. Abrazó a los generales y coroneles, apretó la mano a los demás, y se despidió dejándoles en libertad para cumplir sin él su destino. Después se metió en un coche que avanzó sin descanso noche y día, y llegó de incógnito a aquella capital en la que debería haber entrado triunfante. Se hizo conducir a un barrio retirado y a casa de una de sus sobrinas, donde a los quince días murió con el corazón traspasado de dolor.
Fedor, por su parte, había avanzado casi tan deprisa como el mariscal, y, como él, había entrado en San Petersburgo sin que carta alguna le precediera anunciando su llegada. Como no tenía pariente alguno en la capital, y además su vida entera se había concentrado en una sola persona, se hizo conducir a la perspectiva Nevski, donde la casa del general hacía esquina, y que estaba situada a la orilla del canal de Catalina. Cuando llegó allí, saltó del carruaje y se lanzó al patio, subió la escalera precipitadamente, abrió la puerta de la antecámara y cayó de improviso en medio de los criados y de los dependientes de la casa, que prorrumpieron en gritos de sorpresa al verle. Preguntó dónde se hallaba el general, a lo que se le contestó, señalándole la puerta del comedor: «está allí, desayunando en compañía de su hija».
Entonces, por una reacción extraña, Fedor advirtió que le flaqueaban las piernas y se apoyó en la pared para no caerse. En el momento en que iba a volver a ver a Vaninka, alma de su alma por la que había hecho tanto, se estremeció al pensar si no la encontraría como la había dejado. Pero en aquel preciso instante se abrió la puerta del comedor y apareció Vaninka. Al ver al joven, lanzó un grito y, volviéndose hacia el general, dijo con esa expresión y ese acento que no permite dudar al que lo escucha qué clase de sentimiento lo produce:
—Padre mío, es Fedor.
—¡Fedor! —exclamó el general, adelantándose y tendiéndole jubilosamente los brazos.
Fedor vacilaba entre arrojarse a los pies de Vaninka o en brazos del general, pero comprendió que el primer momento debía consagrarse al respeto y a la gratitud y se precipitó a estrechar el corazón de su protector. Obrar de otro modo habría sido confesar su amor, y, ¿tenía derecho a declarar la existencia de un amor del que ignoraba aún si era correspondido? Fedor se volvió y, como cuando se marchó, hincó una rodilla en tierra delante de Vaninka. Pero un solo instante había bastado a la altiva joven para hacer que refluyeran a lo íntimo de su corazón los sentimientos que había experimentado, y el rubor que había teñido su frente, semejante a una llama, se había extinguido y ella se había convertido de nuevo en la fría y altanera estatua de alabastro, obra de orgullo comenzada por la naturaleza y acabada por la educación. Fedor besó su mano: la mano estaba trémula, pero helada; Fedor sintió que su corazón se despedazaba y creyó morir.
—Vamos a ver Vaninka —dijo el general—, ¿cómo te muestras tan indiferente con un amigo que nos ha causado a la vez tanto miedo y tanta alegría? Vamos, Fedor, abraza a mi hija.
Fedor se levantó suplicante pero permaneció inmóvil, aguardando que un nuevo permiso confirmara el del general.
—¿No habéis oído a mi padre? —dijo sonriendo Vaninka, sin poder disimular la emoción que sentía su alma y que vibraba en su acento.
Fedor acercó sus labios a las mejillas de Vaninka y, como al mismo tiempo tenía una mano entre las suyas, le pareció que por un movimiento nervioso e involuntario esta mano había oprimido ligeramente la suya. Un débil grito de alegría iba a escaparse de su pecho cuando, fijando su vista en Vaninka, se quedó aterrado al observar su palidez; sus labios, sobre todo, estaban blancos como los de una muerta.
El general hizo sentar a Fedor a la mesa. Vaninka ocupó su asiento, y como por casualidad ella estaba de espaldas a la luz, el general no tuvo sospecha alguna y no se dio cuenta de nada.
El desayuno, como era de suponer, se pasó en escuchar el relato de aquella extraña campaña que había empezado bajo el sol ardiente de Italia y había ido a concluir en medio de los hielos de Suiza. Como en San Petersburgo los periódicos no dicen más que lo que el emperador desea que se sepa, se habían tenido noticias del triunfo de Suvarov, pero se ignoraban sus reveses: Fedor refirió los unos con modestia y los otros con franqueza.
No es preciso decir con qué interés escuchaba el general semejante descripción. Las charreteras de capitán y el pecho cubierto de cruces probaban que el joven cumplía un deber de humanidad, olvidándose de sí mismo en la narración que acababa de hacer, pero el general, demasiado generoso para temer tomar parte en la desgracia de Suvarov, había hecho ya una visita al mariscal ya moribundo, y por él supo con qué valor se había conducido su joven recomendado. Una vez que Fedor hubo concluido su relato, el general fue el que narró el notable comportamiento del joven oficial en el campo de batalla. Cuando terminó dijo que al día siguiente iba a pedir al emperador que le dejara tomar al capitán por ayudante de campo. Fedor, al oír esto, quiso echarse a los pies del general, pero este le abrazó por segunda vez y, para darle una prueba de la seguridad que tenía en que conseguiría su objetivo, le asignó desde aquel mismo día una habitación en su propia casa.
En efecto, al día siguiente el general volvió del palacio de San Miguel anunciando la feliz noticia de que su petición había sido concedida. Fedor estaba loco de alegría: desde aquel momento era comensal del general y esperaba formar parte de la familia. Vivir bajo el mismo techo que Vaninka, verla a todas horas, encontrarla a cada instante en una habitación, verla como una aparición al final de un corredor, y encontrarse con ella dos veces al día en la mesa, era más de lo que podía esperar; tanto, que creyó que con esto le bastaría.
Por su parte, Vaninka, por orgullosa que fuera, había sentido en el fondo de su corazón un vivo interés por Fedor. Desde que se marchó dejándola segura de que era amada, y mientras duró su ausencia, su vanidad de mujer se había nutrido con la gloria que el joven oficial adquiría, con la esperanza de estrechar la distancia que le separaba de ella; de modo que cuando le vio volver franqueando parte de aquella distancia, había sabido por los latidos de su corazón que su orgullo satisfecho acababa de convertirse en un sentimiento más tierno y que por su parte amaba a Fedor tanto como era posible amar; por eso no había dejado, como hemos visto, de ocultar bajo una apariencia glacial aquellos sentimientos. Porque Vaninka era así: quería decirle a Fedor algún día que le amaba, pero hasta que le agradara a ella que llegara aquel día, no quería que el joven adivinara que era amado.
Las cosas siguieron de este modo algunos meses, y aquel estado que le había parecido a Fedor la suprema dicha, bien pronto se convirtió en un espantoso suplicio. En efecto, amar y sentir que el corazón está dispuesto siempre a desbordarse de amor, estar por la mañana y por la tarde frente a la amada, en la mesa, tocar su mano, en un corredor estrecho rozar su vestido al pasar, al entrar en una sala o al salir de un baile sentir apoyarse su brazo en el nuestro, y estar siempre también obligado a contraer el semblante para que no demuestre ninguno de los sentimientos que encierra el alma, es una lucha que no puede resistir ninguna condición humana. Así fue como Vaninka, que vio que Fedor no guardaría mucho tiempo su secreto, resolvió dar un paso adelante en una confesión que ella veía que se iba a escapar del corazón.
Un día que estaban solos, viendo ella los inútiles esfuerzos que el joven hacía por ocultar lo que sentía, se fue derecha a él, y mirándole fijamente le dijo:
—¿Vos me amáis, Fedor?
—¡Oh, perdonadme! —exclamó el joven juntando las manos.
—¿Por qué, Fedor? ¿Por qué me pedís perdón? ¿Vuestro amor no es puro?
—¡Oh, sí, sí!, mi amor es puro, y tanto más puro cuanto que amo sin esperanza.
—Y, ¿por qué sin esperanza? —preguntó Vaninka—. ¿No os ama mi padre como a un hijo?
—¡Oh!, ¿qué decís? —exclamó Fedor—. Si vuestro padre me otorgase vuestra mano, ¿accederíais vos…?
—¿No sois de noble corazón y noble de origen, Fedor? No tenéis fortuna, es cierto, pero yo poseo riquezas para los dos.
—Entonces, ¿quiere eso decir que no os soy indiferente?
—Os prefiero a todos cuantos he visto.
—¡Vaninka!
La joven hizo un movimiento que revelaba orgullo.
—Perdonadme —repuso Fedor—, ¿qué debo hacer? Ordenad; no tengo voluntad porque, cuando me hallo en vuestra presencia, temo que mis ideas os disgusten; sed mi guía y yo os obedeceré.
—Lo que tenéis que hacer, Fedor, es pedir el consentimiento a mi padre.
—Es decir, que me autorizáis para dar ese paso.
—Sí, pero con una condición.
—¿Cuál? ¡Hablad, hablad!
—Que mi padre, cualquiera que sea su respuesta, no debe saber nunca que vos os presentáis a él autorizado por mí; que nadie sepa tampoco que vos seguís mis instrucciones; que todo el mundo ignore la confesión que os acabo de hacer y, por último, que no me pidáis nunca, suceda lo que suceda, que haga nada que sea contrario a mis juramentos.
—¡Todo lo que queráis! —exclamó Fedor—. ¡Oh, sí, haré cuanto me mandéis! ¿No me concedéis vos mil veces más de cuanto podía esperar? Y si vuestro padre rehusase otorgarme su beneplácito, ¿no podría yo al menos saber que vos tomabais parte en mi dolor?
—Sí, pero no será así, espero —dijo Vaninka tendiendo al oficial una mano que este besó ardientemente—. Así pues, ¡valor y esperanza!
Y Vaninka salió dejando, a pesar de ser una mujer, al joven oficial más trémulo y conmovido que ella.
Aquel mismo día solicitó Fedor del general que le concediera una entrevista.
El general recibió a su ayudante de campo como acostumbraba, con rostro franco y risueño; pero a las primeras frases que pronunció Hedor, su semblante comenzó a nublarse. Sin embargo, al escuchar la descripción de aquel amor tan verdadero, tan constante y tan apasionado que el joven sentía por su hija, y después que le dijo que aquel amor era el móvil de aquellas acciones gloriosas en las cuales había figurado con tanta frecuencia, el general le tendió la mano y, casi tan conmovido como él, le dijo que durante su ausencia, y como ignoraba el amor que el joven sentía y del que no había adivinado nada por Vaninka, había, invitado por el emperador, empeñado su palabra con el hijo del consejero privado. La única cosa que había pedido el general era no separarse de su hija hasta que esta hubiese cumplido dieciocho años; no restaban a Vaninka más que cinco meses de permanencia bajo el techo paterno.
No había nada que responder a esto: en Rusia, un deseo del emperador es una orden, y, desde el momento en que este lo expresa, a nadie se le ocurre siquiera pensar en oponerse.
Sin embargo, esta negativa había marcado en el semblante del joven una desesperación tal que, conmovido el general por aquella pena tan muda como resignada, le alargó los brazos: Fedor se precipitó en ellos sollozando. Entonces el general le interrogó respecto a su hija, pero Fedor le contestó, como había prometido, que Vaninka lo ignoraba todo y que aquel paso era decisión exclusivamente suya. Al oír esto el general se tranquilizó un poco: tenía miedo de hacer desgraciados a dos seres.
A la hora de comer, Vaninka bajó y encontró solo a su padre. Fedor no se había sentido con valor para asistir a la comida y volverse a encontrar, cuando acababa de perder toda esperanza, cara a cara con el general y su hija, y había tomado un carruaje y se había marchado a pasear por los alrededores de la villa. Mientras duró la comida, el general y Vaninka no cambiaron apenas dos palabras; pero, por más elocuente y penoso que fuera aquel silencio, Vaninka dominó sus emociones con su poder habitual y sólo el general pareció triste y abatido.
Por la noche, a tiempo de bajar para tomar el té, Vaninka vio que se lo traían a su habitación, diciéndole que el general se sentía cansado y que se había retirado a su habitación. Vaninka hizo algunas preguntas relativas a aquella indisposición, y tan pronto como supo que no presentaba ningún síntoma alarmante, encargó al ayuda de cámara que le había dado la noticia que hiciera presente a su padre la expresión de su respeto, y que estaba a sus órdenes si acaso se le ofrecía alguna cosa. El general contestó a su hija que le agradecía en el alma aquella prueba de cariño, pero que no tenía necesidad de otra cosa que reposo y soledad. Vaninka, por su parte, dijo que iba a encerrarse en su habitación y el ayuda de cámara se retiró. Apenas hubo salido, cuando Vaninka dio orden a Annuska, su hermana de leche, que ejercía a su lado las funciones de sirviente, de que vigilara el regreso de Fedor y la avisara tan pronto como llegara.
A las once de la noche las puertas del palacio se abrieron. Fedor bajó del carruaje y subió precipitadamente a su habitación, donde se arrojó en un diván, abrumado por sus propias ideas. A media noche oyó que llamaban a su puerta. Lleno de asombro, se levantó y fue a abrir. Era Annuska, que venía a decirle de parte de su señora que pasara al momento a su cuarto. Por sorprendido que se quedara ante este mensaje y por inesperado que fuera, no se detuvo un instante: Fedor obedeció.
Encontró a Vaninka sentada y vestida con una bata blanca; y como estaba más pálida que de costumbre, se detuvo en la puerta, porque le pareció ver una estatua dispuesta para una tumba.
—Venid —dijo Vaninka con un acento en el que era imposible descubrir la más mínima emoción.
Fedor se acercó, atraído por aquella voz como el acero por el imán. Annuska cerró la puerta.
—Decidme —prosiguió Vaninka—, ¿qué os ha respondido mi padre?
Fedor le refirió todo lo que había pasado. La joven escuchó aquel relato con la vista tranquila e impasible. Sólo sus labios, que eran la única facción de su rostro en la que podía verse la presencia de la sangre, se tornaron blancos como el peinador que la envolvía. En cuanto a Fedor, por el contrario, estaba devorado por la fiebre y parecía que iba a perder el juicio.
—Y ahora, ¿cuál es vuestra intención? —dijo Vaninka con el mismo glacial acento con que había hecho las demás preguntas.
—¿Me preguntáis cuál es mi intención, Vaninka? ¿Qué queréis que haga, qué otra cosa puedo hacer, a no ser que pague las bondades de mi protector con alguna vergonzosa infamia, sino huir de San Petersburgo e ir a hacerme matar al primer rincón de Rusia en dónde estalle la guerra?
—Sois un loco —dijo Vaninka con una sonrisa en la que podía leerse una mezcla de triunfo y de desprecio, porque desde aquel instante comprendía su superioridad sobre Fedor, y comprendía que iba a dominarle y dirigir, como reina de todos sus actos, su vida entera.
—Entonces —exclamó el joven oficial—, guiadme, ordenadme, ¿no soy vuestro esclavo?
—Es necesario que os quedéis aquí —dijo Vaninka.
—¡Quedarme aquí!
—Sí, es propio de mujeres o de niños declararse vencidos al primer golpe; el hombre que merece tal nombre lucha.
—Luchar… ¿contra quién? ¿Contra vuestro padre? ¡Jamás!…
—¿Quién os habla de luchar contra mi padre? Los acontecimientos son los que se han de combatir. Los hombres no saben dirigir las circunstancias: son ellas las que les arrastran. Aparentad delante de mi padre que tratáis de vencer vuestro amor, que llegue a creer que os habéis hecho superior a él. Como yo, según cree, ignoro el paso que habéis dado, no puedo inspirarle desconfianza, y así le pediré dos años de plazo y los obtendré. ¿Quién sabe lo que pueden cambiar los acontecimientos en estos dos años? El emperador puede morir, el que se me destina por esposo puede morir, mi padre mismo. ¡Dios le proteja! Mi padre mismo puede morir también.
—Pero, ¿si os lo exigen?
—¡Si se me exige! —interrumpió Vaninka, y un vivo carmín coloreó por un instante sus mejillas, que volvieron a recobrar su palidez habitual—. ¿Y quién es capaz de exigir nada de mí? Mi padre me ama demasiado para pensar en semejante cosa, el emperador tiene con su familia harta razón de disgustos e inquietudes para cuidarse de llevar la discordia al seno de las otras. Y además, siempre me quedará un último recurso, cuando todos hayan fracasado: el Neva corre a trescientos pasos de aquí y sus aguas son profundas.
Fedor dejó escapar un grito, porque en las arrugas de su frente y en los labios habitualmente mudos de la joven había marcado un carácter de resolución tal que comprendió en el acto que era posible aniquilar a aquella niña, pero imposible hacerle doblegarse a nada que no fuera su voluntad. Sin embargo, el corazón de Fedor estaba demasiado en armonía con el plan que le proponía Vaninka para que una vez destruidas sus objeciones procurase buscar otras nuevas. Desde luego, lo que le dio más valor fue la promesa que le hizo Vaninka de relevarle en privado del disimulo que debía guardar en público. Además, Vaninka, por su carácter resuelto y por su educación, tan conforme a su carácter, ejercía, preciso es confesarlo, sobre todo lo que la rodeaba, hasta sobre el propio general, una influencia a la que todos se sometían. Fedor suscribió como un niño todo lo que se le exigía, y el amor de la joven creció a impulso de su voluntad contrariada y de su orgullo satisfecho.
Pocos días después de esta decisión nocturna, adoptada en la habitación de Vaninka, fue cuando tuvo lugar, por una pequeña falla, la ejecución del Castigo a que hemos hecho asistir a nuestros lectores, y tic la que Gregorio fue víctima, a consecuencia de una queja que dio de él Vaninka a su padre.
Fedor, que por su cualidad de ayudante de campo había tenido que presenciar el castigo de Gregorio, no había por otra parte hecho el más mínimo caso ni reparado en las frases amenazadoras que el esclavo pronunció al retirarse. Iván, el cochero, después de haber sido verdugo, se convirtió en médico, y había aplicado sobre las espaldas desgarradas del paciente las compresas de agua y sal que debían cicatrizar aquellas. Gregorio había permanecido en la enfermería tres días, durante los cuales había dado vueltas en su imaginación a la idea que le pudiera proporcionar medios de vengarse. Al cabo de tres días, ya curado, volvió a sus faenas, y todos, excepto él, olvidaron pronto cuanto había pasado. Más aún: si Gregorio hubiera sido ruso, él también habría olvidado inmediatamente aquel castigo, demasiado común entre los rudos hijos de la Moscovia para que les permita guardar rencor ni memoria de él; pero Gregorio, como hemos dicho, tenía sangre griega en las venas: disimuló, pero no lo olvidó jamás.
Aunque Gregorio era un esclavo, las funciones que cumplía cerca del general le habían granjeado una familiaridad más grande que la de los demás servidores. Desde luego, en todos los países del mundo gozan de grandes privilegios que les conceden aquellos a quienes afeitan; y esto puede tal vez provenir de que instintivamente es uno menos fiero con un hombre que todos los días tiene por espacio de diez minutos nuestra existencia en sus manos. Gregorio disfrutaba pues de todas las inmunidades de su profesión, y sucedía casi siempre que la sesión cotidiana que tenía con el general transcurría en una conversación de la cual él hacía el mayor gasto.
Un día que el general debía asistir a una revista, llamó a Gregorio antes del amanecer, y mientras este le pasaba la navaja por la mejilla lo más suavemente que le era posible, comenzó a hablar, y la conversación recayó, o mejor dicho, se hizo recaer en Fedor, de quien el barbero hizo un exagerado elogio; tanto, que su amo, recordando interiormente la corrección que le había suministrado el ayudante de campo, no pudo menos de preguntarle si en aquel que presentaba como modelo de perfecciones no hallaba algún defecto que oscureciera tan grandes y perfectas cualidades. Gregorio respondió que a excepción del orgullo, creía que Fedor era irreprochable.
—¿El orgullo? —dijo el general asombrado—, pues ese es el vicio del que yo le creía más libre.
—I habría debido decir ambición —respondió Gregorio.
—¿Cómo? ¿Ambición? —continuó el general—, pues me parece que no ha dado pruebas de ello ni aceptar entrar a mi servicio, porque después de haberse portado como lo hizo durante la última campaña, podía fácilmente haber aspirado al honor de formar parte de la familia del emperador.
—¡Oh!, en eso demuestra ambición, y más que ambición. Unos tienen la de ocupar un puesto elevado, otros la de contraer una ilustre alianza; unos quieren debérselo todo a ellos mismos, y otros buscan un escalón en su mujer, y entonces levantan sus ojos y los fijan más allá de donde debieran.
—¿Qué quieres decir con eso? —exclamó el general, que empezaba a comprender adonde iba a parar Gregorio.
—Quería decir, excelencia —respondió este—, que hay muchas gentes a quienes las bondades que se les dispensan les animan a olvidar su posición para aspirar a otra más elevada, aunque estén tan altos ya que la cabeza se les vaya.
—Gregorio —interrumpió el general—, créeme, te metes en mal negocio. Eso que estás diciendo constituye una acusación, y si la oigo como tal, te verás en el caso de presentar pruebas de cuanto dices.
—¡Por San Basilio, general! No hay negocio, por malo que sea, del que no pueda salirse, sobre todo cuando tenemos la razón de nuestra parte; además, yo no he dicho nada que no esté dispuesto a probar.
—¿Quieres decir con eso que persistes en sostener que Fedor ama a mi hija? —contestó el general.
—¡Ah! —dijo Gregorio con la doblez que le era propia—, yo no he dicho eso: habéis sido vos, excelencia, yo no he nombrado siquiera a la señorita Vaninka.
—Pero no por eso has dejado de quererlo decir, ¿no es así? Veamos, responde francamente por una vez, contra tu costumbre.
—Es cierto, excelencia, es lo que he querido decir.
—Y según tú, mi hija corresponde sin duda a ese amor…
—Tengo miedo de que así sea, por ella, y por vos, excelencia.
—¿Y qué es lo que te lleva a creer eso? Habla.
—Desde luego, os diré que Fedor no desperdicia ocasión de hablar a la señorita Vaninka. —Vive en la misma casa, ¿quieres que huya de su vista?
—Cuando la señorita Vaninka vuelve tarde, y por casualidad Fedor no ha ido con vos, a cualquier hora que sea, está allí dispuesto y esperando para darle la mano cuando baje del carruaje.
—Fedor me espera, es su deber —dijo el general, que empezaba a creer que las sospechas del esclavo se fundaban solo en apariencias—. Me espera —continuó—, porque a cualquier hora del día o de la noche que yo regrese puedo muy bien tener que darle alguna orden.
—No pasa un día sin que Fedor vaya a la habitación de la señorita Vaninka, y eso que no es costumbre otorgar semejante favor a un joven en una casa como la de vuestra excelencia.
—La mayor parte de las veces le envío yo mismo —dijo el general.
—Sí —respondió Gregorio—, de día, lo creo… pero, ¿y por la noche?
—¡Por la noche! —exclamó el general poniéndose de pie y palideciendo de tal manera que al cabo de un instante se vio obligado, para no caerse, a recostarse sobre una mesa.
—Sí, excelencia, por la noche —contestó tranquilamente Gregorio—. Y, toda vez que me he enfangado, como decíais, en un mal negocio, está bien, me enfangaré por completo. Además, aunque hubiera de sufrir de nuevo un castigo aún más doloroso y terrible que el que he sufrido, no por eso dejaría que por más tiempo se engañase a un amo tan bueno.
—Pon atención en lo que vas a decir, esclavo: conozco a los de tu clase, y ten mucho cuidado en que esa acusación, que es hija de la venganza, descanse y se apoye en pruebas visibles, palpables y positivas: si no, serás castigado como un infame calumniador.
—Consiento en ello —dijo Gregorio.
—¿Y dices que has visto a Fedor entrar de noche en la habitación de mi hija?
—Yo no he dicho nada de haberle visto entrar, excelencia: lo que digo es que le he visto salir.
—¿Y cuándo ha sido eso?
—Hace un cuarto de hora, al venir yo al cuarto de vuestra excelencia.
—Mientes —dijo el general amenazando con el puño cerrado al esclavo.
—Eso no es lo tratado, excelencia —dijo el esclavo retirándose—, no se me debe castigar sino en el caso de que no presente las pruebas.
—Pero, ¿qué pruebas? ¿Cuáles son esas pruebas?
—Ya os lo he dicho.
—¿Y crees que me voy a fiar de tu palabra?
—No, pero espero que tendréis confianza en vuestros propios ojos.
—¿Cómo?
—En la primera ocasión en que Fedor se encuentre en la habitación de la señorita Vaninka después de haber sonado la media noche, vendré a buscar a vuestra excelencia, y entonces mirareis por vos mismo si miento o no.
Pero, oídme: hasta ahora todas las condiciones que se han estipulado por el servicio que quiero haceros son en perjuicio mío.
—¿Cómo?
—Sí, señor: si no doy pruebas, debo ser tratado como un infame calumniador. Está bien, pero si las doy, ¿qué gano en ello? .
—Mil rublos y la libertad.
—Trato hecho, excelencia —respondió tranquilamente Gregorio, colocando las navajas en el estuche del general—. Espero que antes de ocho días me haréis justicia y me trataréis mejor que hoy.
Dichas estas palabras, salió el esclavo, dejando al general convencido de que le amenazaba una gran desgracia.
A partir de aquel momento, como se infiere fácilmente, el general escuchó todas las palabras y observó cada una de las señas que en su presencia cambiaron Vaninka y Fedor. Pero ni por parte del ayudante de campo, ni por la de su hija, vio algo que le confirmara en sus sospechas; al contrario: Vaninka le pareció más fría y más reservada que nunca.
Transcurrieron así ocho días. Durante la noche del octavo al noveno, hacia las dos de la madrugada, llamaron a la puerta del cuarto del general: era Gregorio.
—Si vuestra excelencia quiere entrar en la habitación de su hija, en ella encontrará a Fedor.
El general se puso pálido, se vistió sin pronunciar ni una sola palabra, siguió al esclavo hasta la puerta del cuarto de Vaninka, y una vez allí despidió al calumniador por medio de una seña. Pero este, en vez de retirarse, obedeciendo a aquella orden muda, se ocultó en un ángulo del corredor.
En cuanto el general se vio a solas, llamó por primera vez, pero todo permaneció en silencio a esta primera indicación. Sin embargo, el silencio nada significaba, porque Vaninka podía muy bien estar durmiendo. Llamó por segunda vez, y entonces se oyó la voz de la joven, que en un tono perfectamente tranquilo preguntó:
—¿Quién está ahí?
—Soy yo —dijo el general con acento trémulo por la emoción.
—Annuska —dijo la joven dirigiéndose a su hermana de leche, que dormía en la alcoba contigua a la suya—, abre a mi padre. Perdonad, padre mío —continuó—, pero Annuska se está vistiendo y al momento abrirá.
El general esperó con calma, porque no había reconocido emoción alguna en la voz de su hija y esperaba que Gregorio se hubiera equivocado.
Al cabo de un instante la puerta se abrió y el general entró lanzando una mirada a su alrededor: nadie había en aquella primera habitación.
Vaninka estaba acostada, más pálida quizá que de costumbre, pero completamente tranquila, y en sus labios jugaba la sonrisa filial con que siempre recibía a su padre.
—¿A qué feliz circunstancia —preguntó la joven con el acento más dulce que pudo dar a su voz— debo la dicha de veros a una hora tan avanzada de la noche?
—Quería hablarte de un asunto importante —dijo el general—, y cualquiera que fuese la hora, he supuesto que me perdonarías por turbar tu reposo.
—Mi padre siempre vendrá a tiempo al cuarto de su hija, sea de día o de noche.
El general lanzó una ojeada a su alrededor, y todo le confirmó en la idea de que era imposible que estuviera oculto un hombre en la primera habitación; pero quedaba aún la segunda.
—Os estoy escuchando —dijo Vaninka después de un instante de silencio.
—Sí, pero no estamos solos —respondió el general—, y es de la mayor importancia que oídos extraños no escuchen lo que os tengo que decir.
—Annuska, bien lo sabéis, es mi hermana de leche —dijo Vaninka.
—No importa —repuso el general, adelantándose con una bujía en la mano hacia la cámara inmediata, que era más reducida aún que la de su hija:
—Annuska —dijo—, cuidad de que en el corredor no haya alguien que pueda escucharnos.
Después, al acabar de pronunciar estas palabras, el general registró por sí mismo con la vista toda la habitación; pero a excepción de la joven, a nadie se veía en aquel gabinete.
Obedeció Annuska, el general salió tras ella, y después de haber ojeado minuciosamente a su alrededor por tercera vez, fue a sentarse al pie de la cama de su hija. En cuanto a Annuska, a una señal que le hizo su señora, les dejó solos.
El general alargó la mano a su hija y Vaninka le dio, a su vez, la suya sin vacilar.
—Hija mía —dijo el general—, tengo que hablarte de un asunto muy importante.
—¿Cuál es, padre mío? —preguntó Vaninka.
—Vas a cumplir en breve dieciocho años —prosiguió el general—, y esa es la edad en que comúnmente contraen matrimonio los hijos de la nobleza rusa. —El general se detuvo un momento para observar la impresión que aquellas palabras habían producido en Vaninka. Pero su mano permaneció inmóvil entre las de su padre—. Hace un año que he dispuesto de tu mano.
—¿Y puedo saber a quién se la habéis ofrecido? —preguntó tranquilamente Vaninka.
—Al hijo del actual consejero —respondió el general—. ¿Qué piensas tú acerca de él?
—Es un joven digno y noble, según se asegura —dijo Vaninka—, y yo no puedo tener de él otra opinión que la general. ¿No hace tres meses que está de guarnición en Moscú?
—Sí —contestó su padre—, pero dentro de otros tres debe volver.
Vaninka continuó impasible.
—¿No tienes nada que decir? —preguntó el general.
—No, padre mío, pero quisiera pediros una gracia.
—¿Cuál?
—No quisiera casarme antes de los veinte años.
—¿Y por qué? —Porque he hecho un voto.
—Pero, ¿y si las circunstancias exigieran que ese voto se quebrantase e hiciesen urgente la realización de ese matrimonio?
—¿Cuáles pueden ser esas circunstancias? —preguntó Vaninka.
—Fedor te ama —dijo el general clavando un mirada en Vaninka.
—Ya lo sé —contestó la joven, con la misma impasibilidad que si se tratara de otra que no fuese ella.
—¿Lo sabes tú? —gritó el general.
—Sí, él mismo me lo ha dicho.
—¿Cuándo?
—Ayer.
—Y tú le has contestado…
—Que era necesario que se alejase de este lugar.
—¿Y ha consentido en ello?
—Sí, padre mío.
—¿Cuándo se marcha?
—Ya se ha marchado.
—Pero —dijo el general—, si se ha separado de mí a las diez…
—Y de mí se ha separado a media noche.
—¡Ah! —exclamó el general, respirando con toda libertad—, eres digna hija mía; y te concedo todo lo que me pides, es decir, dos años de plazo. Piensa únicamente que el emperador es el que ha decidido este matrimonio.
—Mi padre me hará la justicia de creerme si le digo que me precio de ser una hija sumisa y obediente.
—Bien, Vaninka, muy bien —dijo el general—. Así que, ¿quiere eso decir que el pobre Fedor te lo ha contado todo?
—Sí —contestó Vaninka.
—¿Te ha dicho que se había dirigido a mí?
—Me lo ha dicho.
—¿Entonces ha sido por él por quién has sabido que tu mano estaba comprometida? —Por él ha sido.
—¿Y ha consentido en partir? Es un excelente muchacho, a quien protegeré siempre y donde quiera que se encuentre. ¡Oh!, si no hubiese estado empeñada mi palabra —continuó el general—, y tú no hubieras sentido completa indiferencia hacia él… le quería tanto que no habría vacilado en concederle tu mano.
—¿Y no podéis retirar vuestra palabra? —preguntó Vaninka.
—Imposible —dijo el general.
—Entonces, que lo que ha de suceder, se cumpla —dijo Vaninka.
—Así es como debe hablar una hija mía —prosiguió el general abrazándola—. Adiós, Vaninka. No te pregunto si le amabas. Habéis cumplido ambos vuestro deber, no puedo ni debo exigir más.
Al terminar estas palabras se levantó y salió del aposento. Annuska estaba en el corredor: el general le hizo una seña para que entrara en su habitación y continuó su camino. A la puerta de su gabinete encontró a Gregorio.
—Y bien, ¿excelencia?… —le preguntó este.
—Pues bien —dijo el general—, tenías y no tenías razón. Fedor ama a mi hija, pero mi hija no le ama a él. Fedor ha entrado en la alcoba de mi hija a las once, pero ha salido a las doce para no volver jamás. Pero no importa, puedes venir mañana: tendrás tres mil rublos y tu libertad.
Gregorio se retiró estupefacto.
Mientras esto sucedía. Annuska, según se le había indicado, había entrado en la habitación de su ama y cerrado tras sí la puerta con cuidado. En el mismo momento Vaninka había saltado fuera del lecho, acercándose a la puerta para escuchar si se alejaban los pasos del general. Cuando dejó de oírlos, se dirigió a la alcoba de Annuska y ambas mujeres se pusieron a quitar un montón de ropa que cubría la embocadura de las ventanas. Bajo esta ropa había una gran arca que se cerraba por medio de un resorte. Annuska aproximó el mueble y Vaninka levantó la tapa. Ambas lanzaron a un tiempo un indefinible grito de espanto: el arca se había convertido en un sepulcro, y el joven oficial había muerto ahogado.
Largo tiempo creyeron que sólo sería un desvanecimiento la causa de aquella inmovilidad. Annuska le roció con agua el rostro, Vaninka le hizo aspirar sales; pero todo fue inútil. Durante el largo coloquio del general y su hija, que había durado más de media hora, Fedor no pudo salir del arca, cuyo resorte se había cerrado sobre él, y había expirado por falta de aire para respirar.
La situación era horrible: aquellas dos niñas estaban encerradas con un cadáver. Annuska divisaba la perspectiva de Siberia; Vaninka, sin embargo, preciso es hacer justicia, no veía nada más que a Fedor.
La más cruel desesperación las dominaba.
No obstante, como la desesperación de la camarera era más egoísta que la de su ama, fue Annuska la que encontró el medio de salir de la situación en que se hallaban.
—¡Señorita —exclamó repentinamente—, nos hemos salvado! Vaninka levantó la cabeza y fijó en su doncella sus hermosos ojos bañados en lágrimas.
—¡Nos hemos salvado! —dijo—, ¡nos hemos salvado! ¡Nosotras quizá, pero él…!
—Oídme señorita —dijo Annuska—, vuestra situación es terrible, sí, no tiene duda; vuestra desdicha es muy grande, lo confieso, pero vuestra desdicha puede ser todavía mayor y más terrible vuestra situación. Si el general llega a saber…
—¿Y qué importa? —respondió Vaninka—. Ahora lloraría por él delante del mundo entero.
—Sí, pero delante de ese mismo mundo apareceríais deshonrada. Mañana vuestros esclavos, pasado mañana San Petersburgo entero sabrían que un hombre había muerto encerrado en vuestra alcoba. Pensad en esto, señorita, vuestro honor es el honor de vuestro padre: es el de toda vuestra familia.
—Tienes razón —dijo Vaninka, moviendo la cabeza como para hacer que se desprendiesen de ella los tétricos pensamientos que la abrumaban—, tienes razón. ¿Qué es necesario hacer?
—¿Conocéis a mi hermano Iván? —Sí.
—Es necesario decírselo todo.
—¿Eso piensas? —exclamó Vaninka—. ¡Confiarme a un hombre! ¡Qué digo a un hombre! ¡A un siervo! ¡A un esclavo!
—Cuanto más bajo sea el puesto de ese siervo o de ese esclavo —contestó la camarera—, tanto más seguro estará el secreto, puesto que él ganará guardándolo.
—Tu hermano se embriaga —dijo Vaninka con expresión de temor mezclada con disgusto.
—Es cierto —respondió Annuska—; pero, ¿dónde hallaréis un esclavo que no haga otro tanto? Mi hermano no se emborracha tanto como los demás, al menos no tenemos que temer eso de él. Además, en la posición en que nos encontramos, debemos arriesgar.
—Tienes razón —repuso Vaninka, recobrando la decisión que le era habitual y que aumentaba a la medida del peligro—. Ve a buscar a tu hermano.
—Nada podemos hacer hoy —dijo Annuska descorriendo las cortinas—. Veis, ya es de día.
—¡Y qué hacer del cadáver de ese desdichado! —exclamó Vaninka.
—Permanecerá oculto donde está ahora todo el día, y esta noche, mientras que vos estáis en la fiesta de la corte, mi hermano lo sacará de aquí.
—Es verdad, es verdad —murmuró Vaninka con un acento extraño—; yo voy esta noche a la fiesta de la corte, no puedo faltar, mi ausencia haría concebir grandes sospechas. ¡Ah! ¡Dios mío! ¡Dios mío!
—Ayudadme, señorita —dijo Annuska—, yo sola no puedo.
Vaninka se puso espantosamente pálida, pero obligada por el peligro, se dirigió hacia el cadáver de su amante. Después, levantándole por los hombros mientras su doncella le sostenía los pies, le volvió a meter dentro del arca. Annuska bajó rápidamente la tapa, cerró y se guardó la llave en el pecho.
Después, entre las dos colocaron encima la ropa que le había ocultado a la vista del general.
Amaneció el día sin que, como es fácil presumir, el sueño hubiese cerrado los párpados de Vaninka. No por eso dejó de bajar a desayunara la hora de todos los días: no quería inspirar a su padre sospecha alguna. Únicamente se notaba en ella una palidez tal que habría podido creerse que salía de una tumba. El general atribuyó aquella palidez a que su visita la había desvelado.
La casualidad había servido a las mil maravillas a Vaninka, inspirándole la idea de decir que Fedor había partido, porque así, no sólo no se asombró el general de no verle aparecer, sino que como aquella ausencia era la prueba de lo que había dicho su hija, él la justificó, diciendo a todo el mundo que su ayudante de campo había salido encargado por él de una misión particular. En cuanto a Vaninka, diremos que no entró en su cuarto hasta que llegó la hora de vestirse. Ocho días antes aquella misma mujer había estado en la función de la corte con Fedor.
Vaninka habría podido, pretextando una leve indisposición, evadirse de acompañar a su padre, pero temía, si hacía esto, dos cosas: la primera, preocupar al general, que entonces tal vez se habría quedado en casa también y habría hecho imposible la traslación del cadáver; y, la segunda, encontrarse cara a cara con Iván y tener así que avergonzarse delante de un esclavo. Prefirió pues hacer un esfuerzo sobrehumano y, subiendo a su cuarto con Annuska, empezó a adornarse con el mismo cuidado que si hubiera tenido el corazón rebosante de alegría.
Cuando aquel espantoso tocado hubo concluido, mandó a Annuska que cerrase la puerta de la habitación para volver a ver a Fedor y dar el último adiós al cuerpo del que había sido su amante. Obedeció Annuska, y Vaninka, con la frente coronada de flores, el cuello cargado de perlas y diamantes, y fría sin embargo como una estatua de mármol, se adelantó como un fantasma hacia la alcoba de la que la acompañaba. Cuando estuvo delante del arca, Annuska la abrió de nuevo. Entonces, Vaninka, sin derramar una lágrima, sin lanzar un solo suspiro, con esa calma profunda y grave de la desesperación, se inclinó hasta Fedor, cogió una sencillísima sortija que el joven tenía en uno de sus dedos, la colocó en uno de los suyos entre dos magníficos brillantes, y, estampando sobre aquella frente inanimada un beso, exclamó:
—Adiós, esposo mío.
En aquel momcnlo oyó pasos: un ayuda de cámara iba a preguntar, de parte del general, si estaba ya dispuesta su hija. Annuska dejó caer la tapa del cofre y Vaninka misma abrió la puerta y siguió al criado, que marchaba delante alumbrando, mientras que confiando en su hermana de leche, la dejaba cumplir el fúnebre y terrible deber del que estaba encargada.
Un instante después, Annuska vio salir por la puerta principal del palacio el carruaje que conducía al general y a su hija.
Dejó que transcurriera una media hora. Después bajó ella también y fue a buscar a Iván. Le encontró bebiendo con Gregorio, con quien el general había cumplido su palabra y que aquel mismo día había recibido mil rublos y su libertad. Por fortuna, los bebedores estaban al principio de la fiesta e Iván tenía, por consiguiente, la cabeza bastante firme aún para que no Vacilara su hermana en confiarle su secreto.
Iván siguió a Annuska hasta la habitación de su señora. Allí le recordó todo cuanto Vaninka, altiva pero generosa, había permitido que su hermana hiciera por él. Los varios tragos de aguardiente que ya había bebido Iván le habían predispuesto al agradecimiento. Las borracheras de los rusos son esencialmente sensibles y tiernas. Iván describió su gratitud y su afecto en términos tan completos que Annuska no titubeó un momento más, y levantando la tapa del arca, le enseñó el cadáver de Fedor.
Al contemplar tan horrible aparición, Iván se quedó un instante completamente inmóvil, pero en seguida calculó que sería mucho el dinero que podría valerle ser partícipe de un secreto semejante. Así pues, hizo los juramentos más sagrados y ofreció solemnemente no hacer traición a su ama, y según esperaba Annuska, se brindó a hacer que desapareciera el cadáver del ayudante de campo.
El asunto fue muy fácil: en lugar de volver y seguir bebiendo con Gregorio y sus camaradas, fue a preparar un trineo, lo cargó de paja, ocultó debajo una azada, lo llevó a la puerta que comunicaba con las dependencias del palacio y, después de haberse asegurado de que nadie le espiaba, tomó en brazos el cuerpo del asfixiado, lo metió entre la paja, se sentó encima, abrió la puerta del palacio, siguió toda la perspectiva Nevski hasta la iglesia Zuamenia, pasó por en medio de las tiendas del barrio Rejistvenskoi, dirigió su trineo hacia el Neva, y se detuvo en medio de su helada ribera frente a la desierta iglesia de la Magdalena. Una vez allí, favorecido por la soledad, envuelto con el negro manto de las tinieblas y oculto tras la masa sombría que constituía su trineo, empezó a cavar en el hielo, que tenía tres dedos de espesor. Luego, cuando tuvo abierto ya un agujero bastante grande, después de haber registrado a Fedor, quedándose con todo el dinero que llevaba encima, le hizo penetrar de cabeza por el boquete practicado, y volvió a emprender el camino del palacio, mientras la canalizada corriente del Nova arrastraba el cadáver hacia el golfo de Finlandia. Una hora después el viento había formado una nueva capa de hielo y ya no quedaba ni el menor vestigio de la abertura hecha por Iván.
Vaninka volvió a media noche con su padre. Una fiebre interior la había devorado toda la noche, de modo que jamás había parecido tan hermosa como aquel día, en tanto que no habían cesado un momento de obsequiarla los más nobles y galantes señores de la corte.
Al entrar encontró a Annuska en el vestíbulo, esperándola para quitarle el manto. Al dárselo, Vaninka la interrogó con una de esas miradas que encierran toda una historia.
—Todo está concluido —dijo la doncella en voz baja.
Vaninka respiró como si le hubiesen quitado una montaña de encima del corazón.
Por mucho que fuera el dominio que Vaninka tenía sobre sí misma, no pudo aguantar por más tiempo la presencia de su padre, y se excusó con el cansancio que le había producido la fiesta para no acompañarle a cenar.
Vaninka subió a su cuarto, y allí, una vez cerrada la puerta, se arrancó las flores que adornaban su frente, el collar de su garganta, hizo cortar con las tijeras el corsé que la ahogaba y, arrojándose sobre la cama, comenzó a llorar libremente. Annuska daba gracias a Dios por aquella explosión de sentimiento: la calma de su señora la asustaba más que su desesperación.
Tan pronto como pasó aquella primera crisis, Vaninka se puso a orar.
Pasó una hora de rodillas hasta que, a instancias de su fiel doncella, se acostó. Annuska se sentó al pie de la cama. Ni una ni otra durmieron, pero al menos, cuando vino el día, las lágrimas que Vaninka había vertido la habían consolado y tranquilizado un poco.
Annuska recibió el encargo de recompensar a su hermano. Una suma demasiado considerable dada de una vez a un esclavo podría haber llamado la atención. Así pues, Annuska se contentó con decir a Iván que cuando tuviera necesidad de dinero, no tenía más que pedirlo.
Gregorio, aprovechándose de su libertad y queriendo hacer negocio con sus mil rublos, compró fuera de la villa una taberna donde, gracias a su habilidad y a las relaciones que tenía con los criados de las mejores casas de San Petersburgo, empezó a hacer excelentes negocios, tanto que, en poco tiempo, la taberna Encarnada (este era el nombre y el color del establecimiento de Gregorio) adquirió una gran fama.
Otro siervo ejerció las funciones de barbero del general y, a excepción de la ausencia de Fedor, todo volvió a su primitiva marcha en casa del conde de Tchermayloff.
Dos meses habían trascurrido así, sin que nadie sospechase ni remotamente nada de cuanto había ocurrido, cuando una mañana, antes de la hora del desayuno, el general mandó que dijeran a su hija que le suplicaba que bajase a su habitación. Vaninka se estremeció, porque después de aquella fatal noche todo era para ella un motivo de terror. No por eso dejó de obedecer a su padre y, reuniendo todas sus fuerzas, se encaminó hacia su gabinete. El conde estaba solo, pero al primer golpe de vista, Vaninka comprendió que no tenía nada que temer de aquella entrevista. El general la esperaba con aquella expresión de cariño paternal que siempre que se hallaba delante de su hija constituía el rasgo más característico de su fisonomía. Ella se acercó con su calma habitual e, inclinándose delante del general, le presentó su frente para que la besara. Este le hizo seña de que se sentara y le presentó una carta abierta. Vaninka, asombrada, miró un instante a su padre y después bajó la vista y la fijó en la carta: encerraba la noticia de la muerte del hombre a quien había sido ofrecida su mano, y que acababa de ser muerto en un duelo.
El general seguía con la vista todos los movimientos de su hija para juzgar el efecto que en ella hacía aquella lectura y, por mucho, como hemos dicho, que fuese el dominio que sobre sí ejercía Vaninka, fueron tantos los diversos pensamientos, tantos los dolorosos recuerdos, tantos los roedores remordimientos que la asaltaron al pensar que ya era libre, que no pudo disimular por completo su emoción. El general se percató de ello y lo atribuyó al amor que ya hacía tiempo sospechaba que sentía su hija por el joven ayudante.
—Vamos —dijo sonriendo—, veo que todo sale a pedir de boca.
—¿Cómo, padre mío? —preguntó Vaninka.
—Sin duda alguna —continuó el general—, ¿no se marchó Fedor porque te amaba?
—Sí —murmuró la joven.
—Pues bien, ahora —dijo el general—, ya puede volver. Vaninka permaneció muda, fija la mirada y lívido el semblante.
—Volver… —dijo al cabo de un instante.
—¡Sin duda, sí, volver! ¡Oh! Hemos de tener muy mala suerte —prosiguió el general sonriendo—, o daremos pronto con la casa en que se oculta, sea cual fuere. Infórmate Vaninka, dime el lugar de su destierro y yo me ¹ encargo de lo tiernas.
—Nadie sabe dónde está Fedor —murmuró Vaninka con sordo acento—, ¡nadie más que Dios! ¡Nadie!
—¡Qué! —exclamó el general—, ¿no os ha dado noticias suyas desde el día en que desapareció?
Vaninka movió la cabeza en sentido negativo: tenía el corazón tan oprimido que no podía pronunciar ni una sola palabra.
El general, a su vez, se quedó triste y pensativo.
—¿Temes quizás alguna desgracia? —preguntó a Vaninka.
—Temo que no existe para mí dicha sobre la tierra —exclamó Vaninka cediendo a la fuerza de su dolor, y después, repentinamente—. Permitidme que me retire, padre mío —continuó—, me avergüenzo de lo que he dicho.
El general, que no vio en esta exclamación de Vaninka nada más que el pesar de haber dejado traslucir la confesión de su amor, besó a su hija en la frente y le dio permiso para retirarse, abrigando la esperanza de encontrar a Fedor, a pesar del tono sombrío con que Vaninka había hablado de él.
En efecto, aquel mismo día fue a ver al emperador y le dio cuenta del amor de Fedor hacia su hija, y le pidió, puesto que la muerte había roto el compromiso que tenía contraído anteriormente, que le permitiera disponer de su mano en favor de este. El emperador accedió a ello, y entonces el general solicitó un nuevo favor. Pablo estaba en uno de sus días buenos y se manifestó dispuesto a concedérselo. El general le dijo que hacía dos meses que Fedor había desaparecido, que todo el mundo, y hasta su misma hija, ignoraban dónde podía estar, y que le rogaba, por lo tanto, que dispusiera que se le buscara. El emperador llamó en el acto al jefe superior de la policía y le dio las órdenes oportunas.
Pasaron seis semanas sin que se obtuviera resultado alguno. Vaninka, desde el día de la carta, estaba más triste y cabizbaja que nunca. En vano, de vez en cuando el general intentaba darle alguna esperanza: Vaninka movía entonces la cabeza y se retiraba. El general dejó ya de hablar de Fedor.
Pero no sucedió lo mismo en toda la casa: el joven ayudante de campo era muy querido por los criados, y, a excepción de Gregorio, no había en ella ni uno solo que le quisiera mal. Por eso, desde que se supo que no había sido enviado a misión alguna por el general, sino que había desaparecido, aquella desaparición era el eterno objeto de la conversación de la antesala, de la cocina y de la caballería.
Había además otro lugar en donde se ocupaban de él con mucho afán: la taberna Encarnada.
Desde el día en que supo aquella misteriosa marcha, Gregorio había vuelto a sus sospechas, estaba seguro de haber visto a Fedor entrar en la habitación de Vaninka y, a menos que hubiera salido mientras él fue a buscar al general, no comprendía cómo este no se lo había encontrado en la alcoba de su hija. Una cosa también le preocupaba, porque le parecía que tal vez tendría alguna relación con aquel suceso: era el caso que desde aquella época hacía Iván un gasto bastante extraordinario para un esclavo. Pero este esclavo era hermano de la hermana de leche de Vaninka; de manera que, sin estar del todo seguro, Gregorio sospechaba el origen de aquel dinero. Una cosa también le confirmaba más y más en sus sospechas, y era que Iván, que se había convertido no sólo en su mejor amigo, sino también en su mejor parroquiano, no hablaba nunca de Fedor, se callaba cuando se hablaba de él en su presencia, y si se le preguntaba, contestaba a todas las preguntas, por muy apremiantes que fuesen, con esta frase lacónica y terminante: hablemos de otra cosa.
Entretanto, llegó el día de los Reyes, día grande en San Petersburgo por ser al mismo tiempo el señalado para la bendición de las aguas. Como Vaninka había asistido a la ceremonia y estaba rendida por haber permanecido dos horas de pie a orillas del Neva, el general no salió por la noche y dio permiso a Iván para disponer de ella. Este aprovechó el permiso para ir a la taberna Encarnada.
Había gran concurrencia en casa de Gregorio, e Iván fue bien recibido en la honorable sociedad, porque se sabía que siempre traía los bolsillos repletos. Aquella vez no faltó a sus costumbres y, apenas llegó, hizo sonar las monedas, excitando así la envidia de los asistentes a aquella reunión. A este sonido tan elocuente, Gregorio, con una botella de aguardiente en cada mano, acudió con tanta más prisa cuanto que sabía que, siendo Iván el anfitrión, ganaba doblemente, como mercader y como consumidor. Iván no defraudó su doble esperanza y Gregorio fue invitado a tomar parte en la consumición.
La conversación recayó sobre la esclavitud, y algunos de aquellos desdichados que apenas podían contar con cuatro días al año para reposar de sus eternos trabajos, se regocijaron en alta voz por la dicha de que gozaba Gregorio desde que había conseguido su libertad.
—¡Bueno, bueno! —dijo Iván, a quien el aguardiente comenzaba a trastornar—, hay esclavos que son más libres que sus amos.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Gregorio llenándole de aguardiente el vaso.
—He querido decir más felices —repuso vivamente Iván.
—Eso es difícil de probar —dijo Gregorio en tono de duda.
—¿Por qué ha de ser más difícil? Mira: nuestros amos apenas han nacido cuando se les pone bajo la custodia de dos o tres maestros, uno francés, otro alemán y el tercero inglés; que los quieran o no los quieran es igual, tienen que vivir con ellos hasta que tienen diecisiete años, y de buena o mala gana tienen que aprender tres lenguas bárbaras a expensas de nuestro hermoso idioma ruso, que casi siempre olvidan del todo cuando sabe los otros. Entonces, si quieren ser algo, es preciso que se hagan soldados: si son alférez, son esclavos del teniente; si tenientes, esclavos del capitán; si capitanes, del mayor, y así sucesivamente llega esta escala hasta el emperador, que no es esclavo de nadie, pero a quien el mejor día se le sorprende en la mesa, en el paseo o en la cama, y se le envenena, se le clava un puñal o se le estrangula. Si adoptan la vida puramente doméstica, entonces la vida varía de aspecto: se casan con una mujer a quien no aman; tienen hijos que le vienen no se sabe de dónde, pero de los que han de cuidar; tienen que sostener una lucha eterna; si son pobres para dar de comer a la familia; si son ricos, para no ser robados por su mayordomo y engañados por sus arrendadores. ¿Es eso vivir? Mientras que nosotros, ¡voto a bríos!, nosotros nacemos, y este es el único dolor que causamos a nuestra madre; después todo corre por cuenta del amo. Él es quien nos alimenta, él es quien nos busca ocupación, y ocupación fácil de aprender, a menos que sea uno completamente bruto. ¿Estamos enfermos? Bien: su médico nos asiste gratis, porque para él sería una gran pérdida el perdernos. ¿Estamos sanos? Entonces tenemos aseguradas cuatro comidas al día y un buen jergón para descansar por la noche. ¿Nos enamoramos de alguna? Pues nunca se oponen a nuestro casamiento con tal de que nos ame la novia; si nos ama, el amo mismo nos hace apresurar el matrimonio, porque él desea que tengamos el mayor número de hijos posible. ¿Vienen los hijos? Entonces se hace por ellos lo que antes se hizo por nosotros. Buscad a ver si encontráis muchos señores tan dichosos como sus esclavos.
—Sí, sí —murmuró Gregorio llenándole de nuevo el vaso con aguardiente—, pero, a pesar de todo ello, tú no eres libre.
—Libre, ¿para qué? —preguntó Iván.
—Libre para ir donde quieras y como quieras.
—¿Yo? Libre como el aire —contestó Iván.
—¡Baladronadas y nada más! —dijo Gregorio.
—¡Libre como el aire!, le digo, porque tengo buenos amos y sobre todo una buena ama —continuó Iván con extraña sonrisa—, y no tengo más que pedir, y todo es cosa hecha…
—¿Cómo? Si después de emborracharte hoy en mi casa pides volver mañana a hacer lo mismo —repuso Gregorio, que al desafiar de aquel modo a Iván no descuidaba sus intereses—, si pidieras eso…
—Volvería aquí —dijo Iván.
—¿Volverías mañana aquí? —dijo Gregorio.
—Mañana y pasado mañana, y todos los días si se me antoja.
—El hecho es que Iván es el favorito de la señorita —dijo otro esclavo del conde que se hallaba allí y que sacaba fruto de la generosidad de su camarada Iván.
—Bueno, me es igual —repuso Gregorio—, aun suponiendo que se te concedieran semejantes premios, el dinero faltaría bien pronto.
—¡Nunca! —dijo Iván vaciando un nuevo vaso de aguardiente—. Jamás le faltará a Iván dinero mientras haya un kopeck en el bolsillo de la señorita.
—No sabía yo que fuese tan generosa —dijo Gregorio con aspereza.
—Eso quiere decir que no tienes memoria, porque demasiado sabéis que con sus amigos no se detiene; testigos si no, los golpes del látigo.
—No quiero decir eso, harto sé que para mandar dar golpes es bastante pródiga, pero en cuanto a dar dinero, es cosa muy distinta, yo por lo menos no sé de qué color es.
—¡Pues bien! ¿Quieres ver el color del mío? —dijo Iván casi del todo embriagado—, pues míralo: kopecks, sorok-kopeck, billetes azules que valen cinco rublos; billetes de color rosa que valen veinticinco, y mañana, si quisiera, os enseñaría billetes blancos que valen cincuenta. ¡A la salud de la señorita!
Y alargó Iván el vaso que llenó Gregorio hasta el borde.
—Pero dime, el dinero —continuó Gregorio apremiando cada vez más a Iván—, ¿el dinero compensa el desprecio?
—¡El desprecio! —dijo Iván—. ¡El desprecio! ¿Quién me desprecia? ¿Tú, por ventura, porque eres libre? ¡La hermosa libertad! Yo prefiero ser esclavo bien comido y bien bebido que hombre libre si me muero de hambre.
—Hablo del desprecio con que nos tratan los amos —dijo Gregorio.
—¿El desprecio de los amos? Pregunta a Alexis, pregunta a Daniel, que aquí están los dos, ¿me desprecia la señorita?
—El hecho es —dijeron los dos esclavos nombrados, ambos habitantes de la casa del general, que es necesario que Iván posea algún hechizo, porque a él no se le habla nunca sino como a un señor.
—Porque es hermano de Annuska, y Annuska es hermana de leche de la señorita.
—Es muy posible —dijeron los dos esclavos.
—Por eso o por otra cosa —repuso Iván—, pero el caso es que así es, y nada más.
—Sí, pero si muriese tu hermana —dijo Gregorio—, entonces…
—Si muriese mi hermana —continuó Iván—, sería una lástima porque es una buena muchacha. ¡A la salud de mi hermana! Pero si muriera, no cambiaría por eso en nada mi posición. Me respeta por mí mismo y se me respeta porque se me teme. ¡Eso es todo!
—¡Se teme al señor Iván! —dijo Gregorio riendo a carcajadas—. De modo que si el señor Iván dejase de recibir órdenes, y a su vez fuese él quien las diera, ¿se obedecería al señor Iván?
—Tal vez sí —dijo Iván.
—Ha dicho: tal vez sí —repitió Gregorio riendo siempre—, ha dicho: tal vez sí. ¿Lo habéis oído vosotros?
—Sí —dijeron los esclavos, que habían bebido tanto que únicamente podían responder con monosílabos.
—Pues bien, ya no diré «tal vez sí», ahora digo «seguro».
—Quisiera verlo —dijo Gregorio—, daría algo por verlo.
—Bueno, despide a todos estos tunantes que beben y se emborrachan como unos puercos, y lo verás de balde.
—¡De balde! —dijo Gregorio—, tú te burlas, sin duda. ¿Crees que yo les doy de beber gratis?
—Está bien, vamos a hacer cuentas: ¿cuánto aguardiente pueden consumir desde ahora hasta media noche, que es cuando tienes que cerrar la taberna?
—Por valor de unos veinte rublos, poco más o menos.
—Ahí tienes treinta: ponlos a la puerta de la calle y quedémonos en familia.
—Amigos —dijo Gregorio, sacando el reloj como para consultar la hora—, van a dar las doce, y ya conocéis las órdenes del gobernador, por lo tanto podéis retiraros.
Los rusos, acostumbrados a la obediencia pasiva, se marcharon sin decir palabra, y Gregorio se quedó únicamente con Iván y los dos esclavos del general.
—Ya estamos solos —dijo Gregorio—, ¿qué es lo que piensas hacer?
—¿Qué diríais —repuso Iván—, si a pesar de lo avanzado de la hora, del frío y de ser esclavos, la señorita abandonase el palacio de su padre y viniera aquí a echar un brindis a vuestra salud?
—Yo digo que deberías aprovechar esta ocasión —respondió Gregorio encogiéndose de hombros—, para decirle que trajese al mismo tiempo una botella de aguardiente: probablemente tendrá en su cueva mejor que el que yo tengo en la mía.
—Lo tiene mucho mejor —contestó Iván como hombre que de ello está bien enterado—, y la señorita traerá una botella.
—¿Tú estás loco? —dijo Gregorio.
—¡Está loco! —repitieron maquinalmente los otros dos esclavos.
—¡Qué estoy loco! —dijo Iván—, pues bien, ¿queréis hacer una apuesta?
—¿Qué apuestas tú?
—Un billete de doscientos rublos contra la concesión de beber un año en tu casa a discreción.
—Apostado —contestó Gregorio.
—¿Y los compañeros no entran? —preguntaron los esclavos.
—También —repitió Iván—, y en consideración a esto, reduciremos el plazo a seis meses. ¿Está convenido?
—Convenido —dijo Gregorio.
Los que apostaban se estrecharon las manos y quedó hecho el trato.
Entonces, con ademán tranquilo, como para confundir a los testigos de aquella extraña escena, Iván cogió su gabán forrado, que como hombre precavido tenía extendido sobre la estufa, se envolvió en él, y salió.
Al cabo de media hora volvió a entrar.
—¿Y qué hay? —gritaron a una voz Gregorio y los otros dos esclavos.
—Detrás de mí viene —dijo Iván.
Los tres bebedores se miraron asombrados, pero Iván volvió a ocupar su puesto en medio de ellos, llenó de nuevo el vaso, y poniéndose de pie dijo:
—A la salud de la señorita. Es lo menos que podemos hacer para recompensar su amabilidad al venir a reunirse con nosotros en una noche tan fría y cuando la nieve cae con tanta abundancia.
—Annuska —dijo desde fuera una voz—, llama a esa puerta y pregunta a Gregorio si hay en su casa alguno de los de la nuestra.
Gregorio y los esclavos se quedaron estupefactos: habían reconocido la voz de Vaninka. Iván, por su parte, se contoneaba en su silla con aire impertinente y lleno de fatuidad.
Annuska abrió la puerta y dejó ver que, como había dicho Iván, la nieve caía a grandes copos.
—Sí, señora —dijo la doncella—, están mi hermano, Alexis y Daniel. Vaninka entró en la taberna.
—Amigos míos —dijo con sonrisa extraña—, se me ha dicho que bebíais a mi salud y vengo a traeros con qué poder cambiar brindis por brindis; aquí tenéis una botella de añejo aguardiente de Francia que he escogido para vosotros de la bodega de mi padre. Alargad vuestros vasos.
Gregorio y los esclavos obedecieron con la cortedad y la duda, hijas del más profundo asombro, mientras que Iván acercó su vaso con el más profundo descaro. Vaninka les llenó a todos el vaso completamente y, como vacilasen en beber, dijo:
—Vamos, a mi salud, amigos míos.
—¡Hurra! —exclamaron los bebedores, tranquilizados por el tono dulce y familiar de la noble huésped, y vaciaron sus vasos de un solo trago.
Vaninka les llenó en seguida un segundo vaso y después, dejando sobre la mesa la botella, dijo:
—Vaciad esta botella, amigos míos, y no estéis inquietos a causa de mi presencia aquí: nosotras vamos, con permiso del dueño de la casa, a esperar junto a la chimenea a que pase esta tempestad.
Gregorio quiso levantarse para colocar unos cascabeles junto a la estufa, pero, ya sea porque estuviera completamente ebrio, o porque el aguardiente estuviese mezclado con algún narcótico, el caso es que no pudo hacerlo y volvió a caer sobre el asiento, intentando balbucear una excusa.
—Está bien, está bien —dijo Vaninka—, que nadie se incomode por mí; bebed, amigos, bebed.
Los bebedores se aprovecharon del permiso, y todos y cada uno apuraron el contenido de sus respectivos vasos. Apenas concluyó Gregorio de beber el suyo, dejó caer su cabeza sobre la mesa.
—Bien —dijo Vaninka a su acompañante—, el opio hace su efecto.
—Pero ¿cuál es nuestra intención? —preguntó Annuska.
—En breve lo verás.
Los dos esclavos no tardaron en seguir el ejemplo del amo de la casa y en caer, de ese modo, cada uno por su lado. Iván había quedado el último, luchando con el sueño y ensayando entonces una canción báquica, pero bien pronto se negó su lengua a interpretar sus pensamientos, los ojos se le cerraron a su pesar, y buscando el aire que le faltaba y balbuceando frases inconexas, cayó, privado de sentido, al lado de sus compañeros.
Enseguida se levantó Vaninka y clavó sobre aquellos hombres su ardiente mirada. Después, no pudiendo contenerse, les llamó a todos, uno a uno, por su nombre: pero ninguno respondió.
Entonces se frotó las manos y exclamó con alegría febril: «Este es el momento», y, dirigiéndose al fondo de la habitación, cogió un puñado de paja y lo llevó a un rincón de la habitación. Hizo otro tanto en los otros tres ángulos del cuarto, y sacando un tizón de la chimenea, prendió fuego sucesivamente a los cuatro costados de la taberna.
—¿Qué hacéis? —exclamó Annuska aterrada y procurando contenerla.
—Sepulto nuestro secreto debajo de estas cenizas —respondió Vaninka.
—Pero, ¡y mi hermano! ¡Mi pobre hermano! —gritó la doncella.
—Tu hermano es un infame que nos ha traicionado, estamos perdidas si no le perdemos a él. —¡Ah, hermano mío! ¡Pobre hermano mío!
—Puedes, si quieres, morir con él —dijo Vaninka acompañando su proposición con una sonrisa que indicaba que no le habría disgustado que Annuska hubiese llevado hasta aquel punto el amor fraternal.
—¡Pero ved cómo cunde el fuego! ¡Vedlo, señora!
—Salgamos pues —gritó Vaninka; y, arrastrando tras sí a la inconsolable camarera, cerró la puerta y arrojó la llave, que fue a hundirse en la nieve.
—En nombre del cielo, marchémonos —exclamó Annuska—. ¡Oh, no puedo presenciar este horrible espectáculo!
—Al contrario, quedémonos —dijo Vaninka deteniendo por la muñeca a su acompañante con una fuerza varonil—; quedémonos hasta que la casa caiga sobre ellos, hasta que estemos seguras de que no ha escapado ninguno.
—¡Ah, Dios mío! ¡Dios de bondad! —exclamó Annuska cayendo de rodillas—, tened piedad de mi pobre hermano, porque la muerte va a conducirle a Vuestra presencia antes de que él haya tenido tiempo de prepararse.
—Sí, sí, reza; eso está bien —dijo Vaninka—, porque lo que yo quiero destruir son sus cuerpos, no sus almas. Reza, le lo permito.
Y Vaninka permaneció de pie, con los brazos cruzados y alumbrada toda su figura por la ardiente luz del incendio, mientras su doncella rezaba.
No duró mucho el fuego. La casa era de madera unida con estopa, como todas las de los campesinos rusos, de modo que, al comenzar el incendio por los cuatro extremos a la vez, bien pronto se dejó ver por fuera, donde, alimentado por la tormenta, formó al cabo de algunos instantes una inmensa hoguera. La mirada penetrante de Vaninka seguía la marcha destructora del incendio, temiendo aún ver salir de entre las llamas algún espectro a medio quemar. Por último, el techo se vino abajo, y Vaninka, libre de todo temor, tomó de nuevo el camino que conducía al palacio del general, donde, gracias al derecho que tenía Annuska de salir a cualquier hora del día o de la noche, entraron sin ser vistas ambas mujeres.
Al día siguiente no se hablaba en San Petersburgo de otra cosa que del incendio de la taberna Encarnada. De entre las ruinas se sacaron cuatro cadáveres medio consumidos por las llamas, y como faltaban tres esclavos del general, este no dudó un momento que aquellos cadáveres eran los de Iván, Daniel y Alexis. En cuanto al cuarto, se sabía positivamente que era el de Gregorio.
La causa del incendio quedó en el misterio para todo el mundo. La casa estaba aislada y la nevada fue tan violenta que nadie había podido ver por aquella senda desierta a las dos mujeres. Vaninka estaba segura de su doncella. Su secreto, por lo tanto, había muerto con Iván.
Pero desde entonces el remordimiento ocupó el lugar que antes tenía el miedo. La joven que había sido tan inflexible frente a aquel suceso espantoso se hallaba sin fuerzas para soportar su recuerdo. Le pareció que depositando el secreto de su crimen en el seno de un sacerdote se quitaría el peso de aquella horrible carga. Fue, pues, a buscar a uno, conocido por su alta caridad cristiana, y le reveló en confesión todo cuanto había sucedido.
El sacerdote se quedó asombrado al escuchar aquel relato. La misericordia divina no tiene límites, pero el perdón que concede la humanidad, sí: el cura negó a Vaninka la absolución.
Aquella negativa era terrible: con ella se alejaba a Vaninka del santo banquete. Esto se notaría y no se atribuiría sino a algún pecado horrible o a algún crimen desconocido.
Vaninka se arrojó a los pies del sacerdote y en nombre de su padre, a quien deshonraría la vergüenza que en ella recayese, le suplicó que disminuyera su rigor.
El padre de almas lo reflexionó con detenimiento. Al cabo de un rato creyó que había hallado un medio conciliatorio, que consistía en que Vaninka se acercase al altar con las demás jóvenes; el sacerdote se detendría al pasar por delante de ella lo mismo que al pasar delante de las otras, pero sería únicamente para decirle: «Rezad y llorad». Los concurrentes, engañados por las apariencias, creerían que como sus compañeras había recibido ella también el cuerpo de Cristo. Esto fue todo cuanto Vaninka pudo conseguir.
Aquella confesión tuvo lugar sobre las siete de la tarde. La soledad y el silencio de la iglesia, unidos a la oscuridad de la noche, le habían prestado un carácter y coloridos más espantosos todavía. El cura entró en su casa trémulo y falto de color. Isabel, su esposa, que era la única que le estaba esperando, acababa entonces de acostarse en la alcoba contigua a su hija Arina, que contaba ocho años de edad.
Al ver a su marido, la mujer lanzó un grito de asombro, tan desfigurado y pálido le halló. El sacerdote intentó tranquilizarla, pero su misma voz trémula contribuyó a aumentar su miedo. La mujer quiso averiguar de dónde procedía aquella emoción que notaba en su esposo. El cura se resistió a decírselo. Isabel sabía desde el día anterior que su madre estaba enferma, y creyó que su marido había recibido alguna triste noticia. Aquel día era lunes, día fatal para los rusos. Al salir de su casa había visto Isabel un muerto al que conducían a enterrar: todos juntos eran aquellos sucesos presagios que le anunciaban alguna desdicha.
Isabel comenzó entonces a llorar, gritando:
—¡Mi madre ha muerto!
En vano el sacerdote intentó tranquilizarla asegurándole que su turbación no nacía de semejante cosa. La pobre mujer, preocupada con aquella sola idea, respondía a todas sus protestas con el grito eterno de: «¡Mi madre ha muerto!». Entonces, para combatir aquella especie de vértigo, el cura le confesó que su emoción tenía por causa la relación de un crimen que acababa de oír en el confesionario. Pero Isabel movía la cabeza con incredulidad. Aquel era un medio artificioso, según ella, para ocultarle la desgracia que le acababa de ocurrir. La crisis, en vez de calmarse, se hizo más violenta, las lágrimas cesaron y comenzó una horrible convulsión. El sacerdote entonces le hizo jurar que guardaría el secreto de lo que iba a oír… y el sagrado misterio de la confesión fue violado.
Arina se había despertado a las primeras voces de Isabel y, curiosa e inquieta a la vez por saber lo que pasaba entre su padre y su madre, se levantó, fue a escuchar junto a la puerta, y lo oyó todo.
De esta manera, el secreto del pecado desapareció, y se dio a conocer el secreto del crimen. Llegó el día de la comunión. Estaba la iglesia de San Simón llena de fieles. Vaninka fue a arrodillarse ante la balaustrada del coro. Detrás de ella estaban su padre y sus ayudantes de campo, y detrás de estos sus criados.
Arina también estaba en la iglesia con su madre. La curiosa niña quiso ver a Vaninka, cuyo nombre oyó pronunciar aquella terrible noche en la que su padre faltó al primero y más santo de todos los deberes impuestos a un sacerdote. Mientras su madre reza, se levanta de su silla y, escurriéndose por entre los fieles, llega casi junto a la balaustrada. Cuando llegó allí se vio detenida por el grupo que formaban los criados del general. Pero Arina no había ido desde tan lejos para detenerse en el camino y pretende por lo tanto pasar entre ellos. Estos se oponen, ella insiste; uno de ellos la empuja con brutalidad y la niña va a caer junto a un banco en donde se hiere la cabeza. Se levanta en seguida llena de sangre y grita:
—¡Eres demasiado orgulloso para ser esclavo! ¿Es tal vez porque sirves a la gran señora que ha quemado la taberna Encarnada?
Estas palabras, pronunciadas en voz alta en medio del silencio que presidía la sagrada ceremonia, llegaron a oídos de todo el mundo. Un solo grito contestó: Vaninka acababa de desmayarse.
Al día siguiente, el general estaba a los pies de Pablo I refiriéndole, como emperador y como juez, toda aquella larga y terrible historia que Vaninka, abrumada por la penosa lucha que había sostenido hasta entonces, le había contado durante la noche que siguió a la escena de la iglesia.
El emperador, al oír tan extraña confesión, quedó pensativo un momento. Luego, levantándose del sillón en que había permanecido sentado todo el tiempo que duró la narración del desdichado padre, se dirigió a un confidente y sobre una hoja suelta de papel escribió lo siguiente:
«Habiendo violado el cura lo que siempre debe permanecer inviolable, es decir, el secreto de la confesión, saldrá desterrado para Siberia y destituido del cargo de sacerdote. Su mujer le acompañará, ella es culpable también por no haber respetado el carácter de un ministro del altar. La niña irá siempre con sus padres.
»Annuska, la camarera, irá también a Siberia por no haber dado parte a su amo de la conducta que observaba su hija.
»Continúo estimando como siempre al general, le compadezco y siento en el alma el golpe que acaba de herirle mortalmente.
»En cuanto a Vaninka, no conozco castigo que pueda aplicarle, y sólo veo en ella a la hija de un valiente militar que ha consagrado su vida entera a la defensa del país. Además, las extraordinarias circunstancias que han concurrido para poder descubrir este crimen parece que colocan a la culpable fuera de los límites de mi severidad. A ella misma le encargo su castigo. Si no me engaño, y como creo que conozco bien su carácter, si le resta algún sentimiento de dignidad, su corazón y sus remordimientos le marcarán la senda que debe seguir»[12].
Pablo I entregó al general aquel papel abierto, ordenándole que se lo llevara al conde de Pahlen, gobernador de San Petersburgo.
Al día siguiente quedaron cumplidas las órdenes del emperador.
Vaninka entró en un convento, donde, antes de concluir aquel año, murió de vergüenza y de dolor.
El general se dejó matar en Austerlitz.